Romance multimillonario: Amor tras la guerra
Por Kathleen Hope
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Cuando la explosión de una mina terrestre hace que pierda las piernas, la vida de la soldado Ida Prayig da un cambio radical, pero el destino querrá que en su camino se encuentre con el multimillonario fundador de AbeTech, el misterioso señor Abraham, quien la elige para fabricarle unas piernas robóticas con las que poder andar de nuevo. Pero ¿será una relación puramente profesional la que tengan Ida y Abe? ¿O caerán ante el ardiente deseo que sienten el uno por el otro?
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Romance multimillonario - Kathleen Hope
Índice
Capítulo 1: Hola, doctor
Capítulo 2: Asuntos familiares
Capítulo 3: Póstrala a sus pies
Capítulo 4: Extraños en mi habitación
Capítulo 5: Carruajes, caballería y encanto
Capítulo 6: Te he visto por ahí
Capítulo 7: A cuatro patas
Capítulo 8: El acosador troyano
Capítulo 9: Búsqueda y rescate
Capítulo 10: La esposa de guerra
Capítulo 1: Hola, doctor
Ida Prayig tenía un mal presentimiento cada vez que entraba en el Departamento de Asuntos de Veteranos de Guerra. En algún rinconcito muy cabal de su mente, ella era consciente de que intentaban ayudarla, pero aquel rinconcito se encontraba demasiado ahogado por la ira y el miedo, los cuales se habían convertido en parte de su día a día desde que volvió a casa tras su último despliegue. Cuando le preguntaron con la misma voz baja que uno utilizaría para hablarle a un niño qué podían hacer para ayudarla, ella respondió sin ningún reparo:
—Haced que vuelva a caminar.
Cada vez que lo decía, ellos suspiraban y le explicaban de nuevo que el tejido restante en sus piernas obstaculizaba la implantación de cualquier prótesis completamente funcional. Entonces, la conversación volvía a encauzarse de la misma manera y volvía a salir la idea de realizar una la amputación mayor, pero ella lo que quería era caminar, no perder aún más parte de sí misma. Los médicos ni entendían ni eran capaces de entender que todavía tenía todas sus extremidades.
Aquella mina estaba oculta de manera muy inteligente, oculta de todo el mundo, incluso de los perros, y ella no podía echarles la culpa porque, antes de que pudiera darse cuenta, había salido despedida tres metros por el aire. Tras la explosión, todo se había vuelto oscuro y, cuando despertó, sus pies ya no estaban. Así de simple, una parte de sí misma se había ido.
Su compañero canino, Rohan, estaba a pocos metros de ella y se había zafado de lo peor de la explosión. Aun así, habían decidido jubilarlo y dejar que se quedara junto a Ida. Ella ansiaba volver a casa con él en vez de estar sentada en una sala de espera llena gente que la miraba con compasión o evitaba el contacto visual con ella. No estaba dispuesta a permitir que le arrebataran nada más, ni hablar, incluso si eso significaba quedarse postrada en una silla de ruedas; incluso si eso significaba recibir miradas como aquellas cada día.
La recepcionista, Joy, parecía extrañamente emocionada aquella mañana mientras hablaba por teléfono. Por lo general, los funcionarios no eran dados a emocionarse, pero Joy siempre parecía ser la excepción. Ella le había anunciado que tenían buenas noticias, pero Ida ya había escuchado eso antes. Las buenas noticias consistirían en alguna minucia que haría que el procedimiento que querían realizarle fuera más prometedor, o más fácil, pero no iban a cambiar lo que tenía en mente. Aquello le había supuesto perder más parte de las piernas de lo que la mayoría de gente pierde en toda su vida y no iba a perder más.
Se podría pensar que el hecho de que Joy dijera su nombre en voz alta provocaría algún alivio en ella, que la oportunidad de dejar aquellos ojos indiscretos de la sala de espera para pasar a la examinación sería bienvenida, pero solo empeoró las cosas. Cuando Joy la llamase, todas las miradas convergerían en ella para ver cómo empujaba las ruedas con dolorosa lentitud hacia el pasillo, entraría en una sala de pruebas y volverían a empezar. Los doctores y las enfermeras la examinarían concienzudamente y someterían a estudio cada parte de su cuerpo sin ninguna de las consideraciones que habían tenido los desconocidos de la sala de espera.
Pero esta vez las cosas fueron diferentes: en vez de dejar que empujara las ruedas ella misma, Joy corrió a ponerse detrás de la silla y tomó ella el control. La joven recepcionista solía ser más cuidadosa a la hora de ayudar a aquellos que no lo habían pedido, pero el ritmo de sus pasos dejaba claro que aquel día no le parecía como cualquier otro. Se detuvo a la puerta de la sala de pruebas y dijo:
—¿Estás preparada, Ida?
Ida la miró a los ojos en un intento por improvisar una pizca de entusiasmo por el bien de la chica, pero falló estrepitosamente. ¿Preparada para la misma cita que había estado teniendo desde que llegó a casa? Claro que sí.
Joy le abrió la puerta y Ida se empujó a sí misma sin dar tiempo a que la volvieran a ayudar. Si Ida iba a quedarse postrada en una silla de ruedas, al menos lo haría con algo de dignidad.
La sala de pruebas era distinta a la habitual; más grande, más brillante y llena de más personas de las que reconocía. Su médico de siempre estaba allí, pero a él se le unían una mujer joven trajeada y un hombre con unos vaqueros descoloridos y manchados de grasa. Ninguno de los dos parecía un profesional sanitario y Ida se preguntaba si aquello sería algún tipo de estafa.
—Ida —el doctor Carlin fue el primero en saludarla con una amplia sonrisa.
La diferencia con respecto a sus saludos habituales, que solían incluir una frustración mucho mayor, era evidente. Según le había dicho, Carlin trataba todo el tiempo con pacientes a los que les habían amputado miembros, pero nunca con nadie tan extremadamente terco como Ida. Aquel día no había ningún rastro de dicha frustración.
—Ida, me alegro mucho de que hayas venido a vernos hoy. Te presento a la señorita Darling y al señor Abraham; queríamos que los conocieras.
Ida les estrechó la mano a ambos. Se trataba de una joven sonriente, educada y con entusiasmo, mientras que su compañero parecía estar aburrido: tenía los ojos fijos en los puntitos de las placas del techo en vez de en lo que ocurría en la sala. Le dirigió la mirada a Ida al estrecharle la mano, pero sus ojos inmediatamente se fijaron en los muñones de sus piernas. Menudo maleducado.
—Encantada de conocerlos —la voz de Ida fue baja y cortante.
No estaba allí de cháchara y menos tras todas las charlas amistosas que había tenido que aguantar por parte de Carlin. En vez de eso, se reclinó en su silla, centrada en la mirada expectante de las otras tres personas de la sala. Carlin no tardó en ponerse incómodo, la señorita Darling no se estaba quieta y el señor Abraham la ignoraba