Nona Vincent
Por Henry James
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Henry James
Henry James (1843-1916) was an American author of novels, short stories, plays, and non-fiction. He spent most of his life in Europe, and much of his work regards the interactions and complexities between American and European characters. Among his works in this vein are The Portrait of a Lady (1881), The Bostonians (1886), and The Ambassadors (1903). Through his influence, James ushered in the era of American realism in literature. In his lifetime he wrote 12 plays, 112 short stories, 20 novels, and many travel and critical works. He was nominated three times for the Noble Prize in Literature.
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Nona Vincent - Henry James
James
I
-No sé si pedirle que me la lea -dijo la se-
ñora Alsager mientras aún se entretenían un poco junto a la chimenea antes de que él se despidiese. Miraba el fuego de soslayo, apar-tando el vestido y haciendo la proposición con una tímida sinceridad que se sumaba a su encanto. Tenía siempre un encanto enorme para Allan Wayworth, como el aire todo de la casa, que era simplemente una especie de destilación de sí misma, tan dulce, tan tenta-dora, que el joven, antes de marcharse, daba siempre varios pasos en falso. Había pasado en ella algunos buenos ratos, había olvidado, en su cálido, dorado salón, muchas de las soledades y muchas de las preocupaciones de su vida, tanto que había llegado a constituirse en la respuesta inmediata a su ansiedad, en la cura de sus males, en el puerto en el que se refugiaba de sus tormentas. Sus tribula-ciones no eran inauditas, y algunas de sus virtudes, si bien nada extraordinarias, eran relativamente notables, teniendo en cuenta que era muy inteligente para ser tan joven, y muy independiente para ser tan pobre. Tenía veintiocho años, pero había vivido mucho y estaba lleno de ambiciones, de curiosidades y de desengaños. La oportunidad de hablar de algunas de estas cosas en Grosvenor Place corregía perceptiblemente las inmensas des-ventajas de Londres. Desventajas que, en su caso, se concretaban principalmente en la insensibilidad mostrada hacia el estilo litera-rio de Allan Wayworth. Tenía un estilo, o creía tenerlo, y el inteligente reconocimiento de esta circunstancia era el más dulce consuelo que la señora Alsager habría podido prodigar.
Era ella aún más literaria y artística que él, ya que el joven solía arreglárselas para sobrevi-vir a sus naufragios (en eso consistía su ocupación, su profesión), mientras que la generosa mujer, que abundaba en ideas felices pero inéditas y sin publicar, se erguía ahí, en la marea alta, como la ninfa salpicada por el agua en la marmórea taza de una fuente.
El año anterior, en una cena del gran mundo periodístico, se la había encontrado sentada al lado, y los dos habían convertido esa ocasión profundamente material en un banquete para el espíritu. No hubo otro motivo para que le invitara a visitarla salvo que le gustó, cosa de la que él tuvo el mayor placer en percatarse, tanto como se percataba de que era una mujer exquisita. Ella gozaba de una libertad envidiable a la hora de proceder según sus gustos, y esto permitió a Wayworth creer menos inútil su deducción de que por el momento le había tocado ser uno de ellos. Se guardó el descubrimiento para sí, y es que en realidad nada había que le indujese a dar la espalda a la amabilidad de una mujer amable. La señora Alsager estaba tan sólidamente asentada sobre el sentido de propiedad que, de no haber sido por principio liberal, se habría visto condenada a permanecer inactiva. Su marido, que le llevaba veinte años, una personalidad de envergadura en la City y de peso en la vida privada (dondequie-ra que se irguiese, o se sentase siquiera, era monumental), era propietario de la mitad de un gran periódico y de la totalidad de un montón de cosas más. Admiraba a su mujer, aunque no le hubiera dado hijos, y le complacía que tuviese gustos distintos a los suyos, porque de esa manera parecía extenderse la parcela de su vida en común. Sus propias inclinaciones abarcaban tanto que apenas alcanzaba a ver los confines, y su teoría consistía en confiar en que ella pusiera a las suyas un límite dentro del cual tuviera que ser para ambos motivo de asombro llegar a sa-ciarlas. Las ideas de él eran prodigiosamente vulgares, pero algunas tenían la suerte de que las llevase a cabo una persona de la mayor