Murat
Por Alejandro Dumas
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Murat - Alejandro Dumas
MURAT
1
El 18 de junio de 1815, en el preciso instante en que se decidía en Waterloo el desti-no de Europa, un hombre disfrazado de mendigo marchaba en silencio de Tolón a Marsella. Cuando llegó al desfiladero de Ollioulles, se detuvo en un pequeño altozano que le permitía divisar el amplio paisaje que se extendía a sus pies. Ya porque hubiera llegado al final de su viaje, ya porque quisiera disfru-tar durante un tiempo de la magnífica vista, una postal que se prolongaba hasta el horizonte meridional antes de adentrarse por el áspero y oscuro desfiladero, aquel hombre fue a sentarse en el talud de la hondonada que bordeaba la carretera principal. Estaba de espaldas a las montañas que forman el anfiteatro que se eleva al norte de la ciudad.
Desde allí, podía divisarse una rica llanura de exuberante vegetación, un lugar donde, como en un invernadero, crecen árboles y plantas desconocidos en el resto de Francia. Más allá de aquella llanura iluminada por los últimos rayos del sol, se extendía un mar tranquilo y liso como el hielo. Por la superficie del agua, se deslizaba un solitario bricbarca de guerra que, aprovechando la brisa fresca, llevaba desplegado todo el velamen. Impulsado por éste, navegaba rápidamente hacia el mar de Italia. El mendigo lo siguió con una mirada ávida, hasta que desapareció entre la punta del cabo de Gien y la primera isla del archi-piélago de las Hyéres. Después, una vez que perdió de vista la blanca aparición, lanzó un profundo suspiro, apoyó la frente entre sus manos, y se quedó inmóvil y absorto en sus pensamientos, hasta que un ruido de cascos de caballos le hizo estremecerse. Inmediatamente, levantó la cabeza, sacudió sus largos cabellos negros, como queriendo ahuyentar los amargos pensamientos que le afligían, y, fijando la mirada en la entrada del desfiladero de donde venía el ruido, vio salir a dos jinetes, a los que sin duda reconoció. Se levantó con rapidez, dejó caer el bastón que llevaba en la mano, cruzó los brazos y se giró hacia ellos. Los recién llegados se detuvieron en cuanto lo vieron. El que marchaba delante descendió del caballo, echó la brida en manos de su camarada y, quitándose el sombrero, aunque estuviera aún a más de cincuenta pasos del hombre vestido con harapos, se dirigió a él respetuosamente. El mendigo dejó que se le acercara con un aire de dignidad sombría, sin hacer un solo movimiento, y, cuando ya lo tuvo a muy corta distancia, dijo:
—¡Y bien, señor mariscal! ¿Habéis tenido noticias?
—Sí, sire —respondió tristemente el inter-pelado.
—¿Cuáles son?
—Unas que hubiera preferido que se las comunicara cualquier otra persona a Su Majestad...
—¡De modo que el emperador rechaza mis servicios! ¿Se olvida de las victorias de Abukir, Eylau y Moscova?
—No, sire; pero se acuerda del tratado de Nápoles, de la toma de Reggio y de la declaración de guerra al virrey de Italia.
El mendigo se golpeó la frente.
—Sí, sí, es posible que crea que merezco esos reproches; pero, en todo caso, me parece que tendría que recordar que en mí había dos hombres: el soldado que convirtió en su hermano y el hermano que convirtió en rey...
Es verdad que, como hermano, he cometido faltas contra él, y muy graves; pero como rey, juro que no podía actuar de otra manera... Tenía que escoger entre el sable y la corona, entre un regimiento y el pueblo...
Mirad, Brune, vos no sabéis qué fue lo que ocurrió. Había una flota inglesa cuya artillería disparaba contra el puerto y una población napolitana que gritaba en las calles. Si hubiera estado solo, habría pasado con un barco por en medio de la flota, con mi sable a través de la multitud; pero tenía una mujer e hijos. Y, sin embargo, vacilé. La idea de que se uniera a mi apellido el epíteto de traidor y de tránsfuga me hizo verter más lágrimas que lo que me hubiera costado nunca perder el trono o, quizá, más que la muerte de mis seres más queridos... En fin, no quiere saber nada de mí, ¿no es así?... ¿Me rechaza como general, como capitán y como soldado? Así pues, ¿qué es lo que me queda por hacer?
—Sire, es preciso que Su Majestad salga en seguida de Francia.
—¿Y si no obedeciera?
—En ese caso, mis órdenes son deteneros