Mil y un fantasmas II
Por Alejandro Dumas
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Mil y un fantasmas II - Alejandro Dumas
MIL Y UN FANTASMAS
(Segunda Parte)
Alejandro Dumas
UNA COMIDA EN CASA DE ROSSINI I
Salía yo para Italia, en 1840, por tercera o cuarta vez, y entre otros encargos, llevaba el de ofrecer, en nombre de mi buen amigo Dennié, un velo de encajes a la señora Rossini que residía en Bolonia con el ilustre compositor al que El Conde Ory y Guillermo Tell han dado cartas de naturalización francesa.
No sé si después de mí quedará algo de mí; pero en todo. caso y por lo que pudiera ser, he tomado la piadosa costumbre, olvi-dando a mis enemigos, de enlazar el nombre de mis amigos no sólo con mi vida intima sino también con mi vida literaria. Así, a medida que avanzo hacia el-porvenir, arrastro conmigo todo lo que ha tomado parte en mi pasado, todo lo que se ha mezclado con mi presente, como un río que n4 contento con reflejar las flores, los bosques, las casas de sus riberas, se llevara al Océano la imagen de esas casas, de esos bosques, de esas. flores.
Con esto nunca estoy solo si tengo sobre mi mesa una obra mía. Abro entonces el libro-, cada página recuerda un día trans-currido, y ese día renace al instante, del alba al crepúsculo, animado por las emociones mismas que le llenaron, poblado de los mismos personajes que le atravesaron. ¿Dónde me encontraba yo aquel día? ¿A qué lugar del mundo iba a buscar una distracción, a pedir un recuerdo, a coger una esperanza, botón que se marchita a menudo antes de abrirse, flor que se deshoja a veces antes de desarro-llarse? ¿Visitaba Alemania; Italia, Africa, Inglaterra o Grecia? ¿Subía el Rhin, rezaba en -
el Coliseo, cazaba en la Sierra, atravesaba el desierto, meditaba en Westminster, grababa mi nombre sobre la tumba de Arquímedes o sobre la roca de las Termópilas? ¿Qué mano estrechó la mía ese día? ¿La de un rey sentado en el trono o la de un pastor guardando su rebaño? ¿Qué príncipe me llamó su amigo?
¿Qué mendigo me apellidó su hermano? ¿Con quién partí mi bolsillo por la mañana? ¿Cuáles han sido en veinticuatro años las horas felices señaladas con lápiz o las sombrías marcadas con carbón?
Ay de mí? lo mejor de mi vida pertenece ya a los recuerdos; soy como uno de esos árboles de frondoso ramaje llenos de pájaros mudos al mediodía, pero que despertarán hacia el ocaso, y que, llegada la noche, llenarán mi vejez de aleteos y de cantos, alegrán-dola con su júbilo, sus amores y sus mur-mullos. Pero ¡ay! la muerte derribará el árbol hospitalario, y al caer, ahuyentará a los bulli-ciosos cantores, cada uno de los cuales es una hora de mi vida.
Y ved ahí cómo un solo nombre me ha desviado de mi camino lanzándome de la rea-lidad a la ilusión.
El amigo que me había encargado llevar el indicado velo, no existe ya. Tenía un ingenio encantador, era un graciosísimo narrador dé anécdotas; en su compañía he pasado no pocas
veladas en casa de la distinguida señorita Mars, segada también por la inexorable muerte, que la arrebató como pudiera arre-batar una estrella al cielo de mi vida.
Dirigíame a Florencia, término de mi viaje; pero en vez de detenerme allí, ocurrióseme la idea de adelantar