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La patina del tiempo
La patina del tiempo
La patina del tiempo
Libro electrónico38 páginas29 minutos

La patina del tiempo

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Información de este libro electrónico

En La patina del tiempo , una mujer encarga un retrato imaginario del marido ideal que quiso tener y nunca tuvo, desencadenando una trágica serie de reacciones.
IdiomaEspañol
EditorialHenry James
Fecha de lanzamiento1 feb 2017
ISBN9788826012513
La patina del tiempo
Autor

Henry James

Henry James (1843–1916) was an American writer, highly regarded as one of the key proponents of literary realism, as well as for his contributions to literary criticism. His writing centres on the clash and overlap between Europe and America, and The Portrait of a Lady is regarded as his most notable work.

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    La patina del tiempo - Henry James

    JAMES

    1

    Me sentía demasiado contento del gran favor que a ella podía hacerle, en mi calidad de buen amigo suyo desde hacía bastantes años, como para no ir corriendo a llevarle la noticia aquella misma tarde. Sabía que trabajaba hasta la noche, como también solía hacer yo mismo; pero sacrifiqué de buena gana una hora de luz de un día de febrero. Tal como esperaba, la encontré en su taller de pintora, a cuya puerta estaba masculinamente ad-herida su tarjeta de presentación («Mary J.

    Tredick)>: no Mary Jane, sino Mary Juliana); estaba algo cansada, algo envejecida y muy manchada, pero se quitó sus feas gafas, apenas hube transpuesto su umbral, para aten-derme. Conservó puesta, mientras arreglaba la paleta y secaba los pinceles, la gran bata pringosa que la recubría de la cabeza a los pies y que muchas veces la había visto yo llevar en circunstancias que daban fe de su renuncia a gustar. Cada vez que se me ofrecía una nueva ocasión de comprobarlo me apercibía de que Mary había renunciado a todo excepto a su trabajo, y de que en su historia personal debía de existir alguna ra-zón peculiar para ello. Pero yo seguía lejos de adivinarla. Ella había renunciado a dema-siadas cosas; precisamente por eso sentía yo deseos de echarle una mano. Le comuniqué, pues, que tenía un sustancioso encargo en perspectiva para ella.

    ––¿El de copiar alguna obra apreciable?

    Su queja, y yo lo sabía, era que las gentes sólo le hacían encargos, cuando se los hacían, de copiar obras que ella no apreciaba. Pero en esta ocasión no se trataba de copiar...

    cuando menos, no en el sentido habitual del término.

    ––Se trata de un retrato... más bien singular.

    ––¡Pero si tú mismo pintas retratos!

    ––Sí, pero ya sabes de qué estilo. En este preciso caso, mis dotes no son las apropiadas. Piden un retrato todo armonía.

    ––¿De quién, si puede saberse?

    ––De nadie. Es decir, de cualquiera. De quienquiera que gustes.

    Lógicamente, quedó maravillada:

    ––¿Quieres decir que yo deberé escoger al modelo? ––Vaya, la singularidad estriba en que no ha de existir un modelo.

    ––Entonces, ¿a quién representará el cuadro?

    ––Pues a un hombre guapo, distinguido, agradable, que no haya cumplido los cuaren-ta años, perfectamente rasurado, perfectamente ataviado: el perfecto caballero, en una palabra.

    Continuó mirando de hito en hito:

    ––Y ¿soy yo quien ha de proporcionarlo?

    Me reí ante el verbo que ella había empleado:

    ––Sí, igual que «proporcionas» el lienzo, los colores y

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