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Jolly Roger - La tierra de nadie - Volumen I
Jolly Roger - La tierra de nadie - Volumen I
Jolly Roger - La tierra de nadie - Volumen I
Libro electrónico332 páginas4 horas

Jolly Roger - La tierra de nadie - Volumen I

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Información de este libro electrónico

1670. En un clima de enfrentamientos por la colonización del Nuevo Mundo y por la supremacía comercial, Sidvester O’Neill, un joven irlandés viaja por el Mar Caribe con destino a la isla de Puerto Dorado.  El objetivo, encontrar a su hermano Alexander, quien había partido un año antes, y regresar con él a Irlanda. Pero el viaje tomará un giro inesperado. En la oscuridad de la selva de la pequeña isla, se encuentra un secreto oculto que las grandes potencias europeas (Francia, Inglaterra y Holanda) aspiran poseer. Intriga, engaño y conspiraciones que acompañan los días en Puerto Dorado, en una lucha de poder entre los capitanes más astutos de la isla. Todo bajo la atenta mirada de un barco pirata anclado en el horizonte, frente a la pequeña tierra de todos y de nadie.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 may 2017
ISBN9781507165997
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    Jolly Roger - La tierra de nadie - Volumen I - Gabriele Dolzadelli

    Gabriele Dolzadelli

    Jolly Roger

    La tierra de nadie

    Volumen I

    Novela

    Youcanprint Self-Publishing

    ––––––––

    Visita la página oficial de Facebook

    www.facebook.it/jollyrogersaga

    O contacta al autor

    dolzadelli@hotmail.it

    ISBN | 978-88-91165-14-5

    Copyright ©2014 by Gabriele Dolzadelli

    Este libro es una obra de ficción. Los personajes y lugares citados han sido una invención del autor.  Cualquier analogía con los hechos, lugares y personas, vivas o extintas, es completamente casual.

    Nos denigran, los infames, cuando solo existe esta diferencia: ellos roban a los pobres gracias al amparo de la ley y nosotros saqueamos a los ricos gracias a la protección de nuestra valentía.

    -Samuel Black Sam Bellamy-

    ––––––––

    Personajes:

    Irlandeses:

    David O’Neill: pescador, padre de Sidvester y Alexander.

    Sidvester O’Neill: pescador irlandés, quien desembarco en Puerto Dorado en búsqueda de su hermano desaparecido.

    Alexander O’Neill: hermano de Sidvester.

    Patrick: amigo de la infancia de Alexander. Hijo del herrero.

    Escoceses:

    John McKenzie: noble escocés, representante del clan McKenzie en la isla.

    Angus McKenzie: hermano de John.

    Johnatan McLowell: vicealmirante.

    Elisabeth McLowell: pintora escocesa. Hija del vicealmirante McLowell.

    Niall e Reed Laud: gemelos que siguen a John McKenzie.

    Duncan Tres Quintales: hombre al servicio de John Mckenzie.

    Craig hoja filosa: hombre al servicio de John McKenzie.

    Lennox: hombre al servicio de John McKenzie.

    Vassus: hombre al servicio de John McKenzie.

    Urien el Galés: hombre al servicio de John McKenzie.

    Goron: hombre al servicio de John McKenzie.

    Franceses:

    Jean Louis Lafayette, duque de Guascuña: noble y jefe de la expedición francesa sobre la isla.

    Annette Lafayette: hermana de Jean Louis.

    François Duprè: guardaespaldas de Jean Louis.

    Gérard Damperre: primo de Annette y Jean Louis.

    Gustave Leclerc: oficial del Duque.

    Reinard Dupont: oficial del Duque.

    Ingleses:

    Frederick Goodwin: almirante de la Royal Navy, desaparecido.

    James Goodwin: hijo de Frederick Goodwin. Almirante de la Royal Navy, en sustitución del padre.

    Edward Spencer: joven teniente de la Royal Navy, amigo de James. Jeremy Neville: capitán del Black Rose.

    Zachary Foster: único sobreviviente de la expedición del comandante Wycliffe.

    Paul Teach: un simple soldado.

    Doctor Turner: médico e investigador al servicio de la Marina inglesa.

    Richard Hobbes: lord inglés.

    Thomas Barry: lord inglés.

    Mattew Percival: lord inglés.

    Holandeses:

    Ludwig Van Hossell: capitán de la expedición holandesa en la isla.

    Theodor: brazo derecho de Van Hossell.

    Rubens: hombre al servicio de Van Hossell.

    Ruud Van Riebeeck: comerciante holandés.

    Antoon de Gaal: uno de los diecisiete integrantes de la Compañía de las Indias Occidentales.

    Españoles:

    Soledad Suárez: joven española rebelde.

    Marcos Suárez: hermano de Soledad.

    Don Sebastián: sacerdote de Antigua Ciudad.

    Mercenarios:

    Jorge Ximénez: mercenario remunerado por la expedición inglesa. Amante de Annette.

    Isaac Ben Yehudah: mercenario judío remunerado por la expedición inglesa.

    Compañía Gatos callejeros

    Alain: jefe del carracio. (Vehículo militar o carreta principal de una caravana)

    Mattheus: actor.

    Denis Boaz: actor.

    Michele Merisi: pintor de la compañía.

    Cloudette: actriz.

    Margareth: actriz.

    Teresa: persona que realiza varias actividades.

    Mapa de Puerto Dorado

    Prólogo

    Cork, Irlanda

    18 de agosto de 1658

    En un mar calmado, flotaba tranquilamente una embarcación, mecida por las aguas. La vela había sido recogida así como el lastre, y habían sido puestos en sacos de tela, para hacer peso y que no se abrieran demasiado las velas.

    Era poco que el alba había iniciado y a pesar de eso, el cielo ya estaba iluminado.  Un viento suave traía consigo la última brisa fresca de la noche que estaba apenas terminando.

    A bordo, un hombre estaba afanado con las cuerdas de una red desenredándolas, para luego lanzarla al agua.

    — Un día, muchachos, pescaremos un pez así de grande — dijo a los dos niños que lo observaban fascinados, mientras desenmarañaba las cuerdas con dedos expertos y callosos, tostados por el sol así como el resto de su cuerpo. — Se los puedo asegurar.  Tal vez, cuando tengan los brazos más fuertes. ¡Una hermosa merluza gigante! ¿Qué dicen?

    La barba corta y rojiza, como el cabello, recorría el rostro cuadrado y afilado.

    El más grande de los chicos, quien tendría unos doce años, se asomaba constantemente por la borda, fijando la mirada en el agua oscura.  Parecía un abismo sin fondo, capaz de dar vida a los peores monstruos de su fantasía.

    Tenía el mismo color de cabellos del padre y pequeñas pecas que le cubrían la nariz y las mejillas.

    —No existen merluzas gigantes — dijo de pronto, mientras continuaba escrutando el fondo.

    Sin embargo, no creía completamente en sus propias palabras, simplemente lo intuía por la manera atenta con la cual vigilaba el mar.

    —¡Sí existen! — respondió el niño más pequeño, quien tendría solo un par de años menos.

    Sus rasgos eran más suaves y con una abundante cabellera negra.

    —¡No! ¡No es verdad!

    —¡Sí, que lo es!

    —¡No es cierto!

    —Alex tiene razón — dijo el padre indicando con un gesto al pequeño, quien le sonrió triunfante — Sid, existen merluzas que pueden llegar a tener el largo de un hombre acostado, si no es que más. Y pesar como tal.

    Sidvester hizo una expresión escéptica y fue a sentarse a la proa de la embarcación.  Desde que había empezado a acompañar a su padre a pescar no había nunca visto uno con sus propios ojos, por lo tanto no creía en nada esa historia.  Salía con su padre cada día, mientras que Alexander solo lo hacía de vez en cuando. Tenía por lo tanto la experiencia suficiente para decidir si realmente existía o no una merluza de esa dimensión.

    Vivían de eso. Salían antes del alba y pescaban lo que podían, tomando en cuenta los escasos recursos. La mayoría de las veces lograban pescar para ellos y en pocas ocasiones para venderlos.

    —Me conformaría con pescar algo— afirmó, acostándose para observar como las nubes iban alejándose por el cielo azul.

    Alexander se encaminó hacia la proa, colocó sus manos sobre sus ojos para protegerlos del sol y observó el horizonte.

    —¿Qué vez, hijo mío? — preguntó el hombre, mientras fruncía la frente.  Lo tenía siempre en la mira, a pesar de que su atención estuviera principalmente dirigida hacia la red con la cual aún luchaba.

    El niño sonrió e indicó tres puntos que silenciosamente se movían sobre el agua a lo lejos, provenientes desde Cork.

    — ¡Esas son barcos, barcos reales! ¿No es así, padre?

    El pescador entrecerró los ojos para enfocar mejor las siluetas, pero, debido a las formas y dimensiones, no tuvo la necesidad de verificar.  No eran las típicas barcazas miserables de pesca que usualmente se afanaban en ese tramo de mar.

    —Así es. Son barcos mercantes. Posiblemente, transportan hombres. ¿Quién sabe?

    — ¿De dónde vienen? ¿De Inglaterra?

    — Es posible. Tal vez se dirijan al sur.  Probablemente quieran recorren la costa para luego ir hacia el oeste, hacia las Indias Occidentales.

    Los ojos del niño se abrieron desmesuradamente al igual que la boca:

    — ¡Ooooooooh! ¡Las Indias Occidentales! ¿Oíste, Sid?

    Pero el hermano no parecía particularmente impresionado por esa revelación.  Estaba tendido en el fondo de la embarcación como si fuese un pescado moribundo, respirando tranquilamente y mirando al cielo con ojos interrogativos.

    — ¿Qué tienen de especial?— preguntó con indiferencia.

    Alexander empezó a dar saltos de un lado a otro de la embarcación, haciéndola oscilar ligeramente.

    — ¿Cómo? ¿No lo sabes? ¡Hay hombres de piel negra, vestidos con trajes hechos de hojas! ¡Y... tesoros... animales jamás vistos! ¿No es así, padre?

    El hombre lo miró con una ceja arqueada y movió la cabeza con resignación.

    — ¿Quién te ha contado todas estas cosas? —le preguntó mientras apoyaba una mano sobre su cabeza, alborotándole los cabellos.

    —¡Patrick!

    — ¿El hijo del herrero? ¿Y qué sabe él?

    Alexander se sentó con la espalda derecha, en posición orgullosa y segura.  Lo cual a su edad, lo hacía ver un poco gracioso.

    —Su hermano estuvo ahí. Se enroló en la Armada y no hace mucho participó en una expedición. Le envía cartas.

    Su padre asintió e hizo una mueca de disgusto.

    — ¡Puaj! Enrolarse para los ingleses.  Eso no me lo esperaba. ¿También alistarán a los católicos, ahora? ¿E irlandeses, también? 

    Alexander perdió toda su seguridad y puso mala cara, dibujando un profundo surco entre las cejas.

    — ¿Por qué?— preguntó con ingenuidad.

    Sidvester se levantó y se sentó.

    —Matan a nuestra gente. Nos odian. ¡Asesinan a sacerdotes, mujeres y niños!— Enumerando con los dedos — ¿Pero qué puedes saber tú?

    El niño le dio un empujón.  Sidvester respondió con uno aún más fuerte, que hizo que el hermanito trastabillara hacia atrás.

    — ¡Basta, ustedes dos!— los regañó el padre.

    —Alexander dice que...

    —¡El empezó! Dice idioteces.

    El hombre agarró por un brazo al hijo mayor. En su agarre se percibió claramente todos los años de duro trabajo: Sidvester sintió el fuerte apretón de los dedos.

    — ¡No vuelvas a decir algo así a tu hermano!— le dijo, regañándolo.

    No quería que Alexander creciera con la mente llena de esas cosas horribles. Aunque sabía muy bien que Sidvester había contado solo la realidad.

    Desde que Cromwell había derrocado al Rey, había iniciado una verdadera cruzada por parte de los ingleses contra todos los católicos que se encontraban en la isla, en especial los irlandeses.  El Canciller había reaccionado con mucha violencia debido a la revuelta que había tenido lugar en Irlanda hacía diez años.

    Para vengar los cruentos asesinatos perpetrados por los católicos contra los protestantes, había llevado, sobre esa tierra, una mayor cantidad de muerte y destrucción.  En Drogheda y en Wexford habían muerto, de hecho, miles de civiles y varios sacerdotes, además de los soldados.

    —De todos modos, las Indias Occidentales son peligrosas. Mucho más peligrosas que los ingleses— sentenció el hombre cambiando de tema.  — ¡Pueden ser fascinantes, pero muy pocos logran regresar! ¡Las rutas están plagadas por piratas sedientos de sangre, los tiburones están listos para devorar la tierna carne de un niño y los hombres que viven en esas tierras realizan sacrificios humanos!

    El pescador gesticulaba mientras hablaba, para dar énfasis al discurso. Al nombrar los sacrificios humanos se levantó de un salto, extendiendo los brazos y haciendo una mueca, como de un salvaje sediento de sangre.  El bote se tambaleó violentamente obteniendo el resultado esperado: Alexander se acurrucó detrás de su hermano. Parecía que estuviera a punto de llorar.

    — ¡Pero no tienes nada que temer, hijo mío! — dijo sonriendo el padre y volviendo a sentarse; también su pequeña embarcación volvió rápidamente a arrullarlos dulcemente.  —Porque tu lugar está aquí, cerca de tu padre. Y un día pescaremos una merluza tan grande que tendremos que traerlo en brazos entre los tres para poder llevarlo a la casa.

    — ¡Se necesitará una olla enorme! — objetó, el niño riendo. El miedo ya le había pasado.

    —Será un problema para su mamá. — dijo alegremente el padre. — ¿Ahora, quién me ayuda a lanzar la red?

    Sidvester se puso de pie.

    — ¡Yo te ayudo! — dijo.

    El hombre también le sonrió, pero de un modo bastante diferente.

    —Gracias, Sid. Es duro el trabajo de pescador, pero es así como se alimenta a una familia.

    El hijo respondió con una sonrisa y sujetó la red.

    —¡No te preocupes, padre! Que a las Indias occidentales, no tengo la más mínima intención de ir.

    1

    Mar Caribe

    Buque Black Rose

    5 de marzo de 1670

    Sidvester abrió lentamente los ojos.  Apoyó suavemente la nuca sobre el mástil principal que se alzaba en medio del buque inglés, el HMS Black Rose.  Una nave dotada con cuarenta cañones distribuidos a lo largo de sus dos majestuosos costados.  Su tripulación estaba compuesta por ciento cuarenta marineros y por unos cincuenta pasajeros.

    Justo detrás, se podían ver claramente las velas de los dos buques escolta, el HMS Dorothy y el HMS Old Castle, ambos tan grandes como el Black Rose.  Todos llevaban las velas desplegadas, aprovechando el viento a su favor.   Luego de haber atracado por algunos días en Port Royal, en Jamaica, los tres buques reanudaron su travesía hacia el sur, hacia el corazón del Mar Caribe.

    En las cartas de navegación que portaban con ellos, a pesar de ser las más actualizadas, no estaba señalado ese amplio tramo de mar; al menos, no sobre esa ruta. 

    La primera tierra firme que tuvieron que haber encontrado era América del Sur. Sin embargo, la voz que despertó al irlandés, gritando ¡Tierra! desde la cofa del vigía, era algo muy esperado por la tripulación.

    Sid se encontraba sentado en la cubierta y en poco tiempo se vio rodeado por un gran ir y venir de personas: de hecho muchos habían abandonado sus puestos de trabajo y habían corrido hacia la borda, sobre todo los que se encontraban en la parte superior y otros que habían subido por la cubierta.  El joven los imitó, dirigiéndose a su vez al parapeto de la proa: con dificultad logró darse paso y acercarse al borde de la nave.    A lo lejos se podía ver un pedazo de tierra del tamaño de un pulgar. Podía ser encerrado entre dos dedos, como si fuera una mosca atrapada.

    —¡Hemos casi llegado a destino, hombres!— gritó de repente, desde la popa que se encontraba detrás de ellos, el capitán Jeremy Neville.

    Éstos se voltearon, y lo vieron levantar un puño cerrado hacia el cielo como señal de victoria. A eso le siguió un clamor general por parte de ellos.

    El viaje había sido, de hecho, largo.  El buque había partido desde Bristol, para luego hacer escala en Cork y luego desde ahí cruzar el Océano Atlántico en dirección hacia las Indias Occidentales, hasta Port Royal.

    Durante todo ese tiempo la tripulación había fantaseado sobre el destino final: la isla de Puerto Dorado.  Sin embargo, Sidvester, a pesar de ser su primera travesía en el océano, era uno de los pocos tripulantes que no se había dejado llevar por el entusiasmo.  No había emprendido ese viaje para pagar alguna pena, y mucho menos por la búsqueda de fortuna o por el espíritu de aventura.  Tenía la intención de permanecer lo menos posible en la isla: quería iniciar inmediatamente la búsqueda de su hermano.  Una vez encontrado, lo llevaría consigo, embarcándose en el primer barco hacia Irlanda o hacia Inglaterra.

    Habían pasado cuatro años desde la última vez que había visto a Alexander.  Recordaba aún ese momento.  Llovía, algo normal debido al clima de su tierra.  Al día siguiente desapareció dejando sobre la mesa solamente una carta.

    Estúpido idiota. No tuvo ni siquiera la dignidad de mantener la promesa que había hecho, pensó.

    Al principio, Sid no había mostrado ninguna intención de ir a buscarlo.  Había retomado su vida normal de pescador, trabajo heredado luego de haber muerto el padre, y había conocido a una bella joven de nombre Riona.  Por otro lado, habiendo superado la edad de veinte años, había llegado la hora de formar su propia familia.

    Después de un tiempo, su madre también enfermó y en su lecho de muerte, no pudo evitar que ella le arrebatara la promesa de encontrarlo.  De ese modo se vio obligado a abandonar todo aquello por lo que había trabajado y partir hacia el Mar Caribe.  También había tenido que vender gran parte de todo lo que tenía para trabajar, embarcación incluida, para poder pagar el viaje.  Esto porque no tenía la más mínima intención de alistarse en la marina inglesa.  Por lo tanto, había subido a bordo como un simple pasajero con billete pagado.

    Su pensamiento regresó nuevamente hacia Riona.  Pensaba en ella cada noche desde que se embarcó en ese barco.  Ella le había asegurado que lo esperaría, pero pasarían meses, quizás años y él no quería que hiciera ese juramento.

    Un hombre se le acercó, alejándolo de esos recuerdos.

    Apestaba a whisky y tenía una barba espesa y de color castaño.  Llevaba una camisa negra tan elegante como sucia, así de sucia como lo eran usualmente las prendan de navegación, y los pantalones terminaban rasgados en la pierna derecha en donde se veía un pedazo de madera que lo sostenía.

    —Hermosa isla. ¿No es cierto? — comentó el hombre en inglés con un evidente acento gaélico.

    Sidvester si limitó a asentir, apoyando ambas manos en el barandal.  El comentario simplemente se perdió en la gran cantidad de palabras parecidas o incluso idénticas que se apiñaban en ese momento en el puente.

    —El aspecto traiciona su verdadera naturaleza infernal — agregó el hombre, haciéndole entender claramente, quisiera o no, su intención de conversar con él.

    Sid se volteó hacia un lado y le echó una mirada de reojo.

    —¿Ya ha estado aquí? — le preguntó con una espontaneidad algo aburrida.

    No era la primera vez que escuchaba un comentario de ese tipo sobre Puerto Dorado así como de otros totalmente opuestos.  La mayoría de las veces, eran solo rumores y leyendas que habían sido relatadas de un marino a otro y que con cada relato se enriquecían. Probablemente esas mismas cosas fueron dichas sobre algún atolón caribeño suficientemente grande como para tener nombre propio.

    —Yo no. Pero otros en esta nave sí — dijo el hombre, moviendo la cabeza y mirando alrededor.

    Todo como de costumbre.  Excepto por el hecho que con un solo gesto de cabeza el interlocutor logró efectivamente identificar uno de esos otros.

    —¿Por ejemplo, ves a esa mujer de allá?

    Sidvester miró hacia donde apuntaba el dedo regordete del hombre.  Indicó a una mujer joven, que se encontraba de pie y que miraba a estribor.  Tenía en sus manos un par de hojas y carboncillo, por lo que intuyó que estaba dibujando algo que había atraído su atención. Tal vez simplemente el mar.  Vio che vestía pobremente, a pesar de tener un porte distintivo.

    —Se llama Elisabeth McLowell. Es una pintora, e hija de un importante vicealmirante. Y además es escocesa, como yo - explicó el hombre -.  ¡Por cierto, John McKenzie!— agregó luego, alargando una mano callosa hacia él.

    Sid la estrechó con renuencia, mientras que con los ojos continuaba mirando a la joven que estaba empeñada en dibujar.

    —¿Ya estuvo ella aquí?— pregunto, sin dejar de algún modo el tema.

    John asintió con la cabeza.

    —Sí. Hace un par de años. Su padre trabaja en la isla con el almirante Goodwin. Por consiguiente conoce muchas cosas.  Ella me las ha contado. Pero hay muchos otros.

    Una vez más, los otros. Una vez más, esos otros parecían tener nombre y rostro.

    —¿Conoces a los hermanos Laud?— preguntó John.

    Sid negó con la cabeza.  El escocés hablaba mucho y parecía que empezaba a sufrir de mal de mar, el típico mareo del cual sufren algunas personas en un barco y del cual nunca había sufrido en su vida.

    —¿Y qué sabes de la isla?— le preguntó concentrándose en el tema que más le interesaba.

    Tenía que admitir que el hombre le había despertado la curiosidad.

    McKenzie esbozó una media sonrisa, y mirándolo de soslayo parecía incluso una mueca.  Se estaba luciendo, debido a que tenía algo que contar.

    —Sé que es considerada una tierra sin dueño.  Todos la quieren.  Todos están aquí. Pero en realidad no la posee nadie. —  Sidvester lo miró con más atención.  La cosa empezaba a hacerse interesante. Pero sin renunciar al escepticismo con el cual lo miraba desde el inicio de la conversación.

    El hombre parecía adicto a muchas charlas, y por lo tanto no era para considerarlo una fuente fiable.

    —Los españoles llegaron aquí hace varios años — prosiguió el escocés — masacraron a los indígenas presentes en la isla e instalaron sus puestos de avanzada.  Prosperaron a tal punto que para poderlos expulsar de la isla, las otras naciones tuvieron que aliarse.  Inglaterra, Países Bajos y Francia, todos juntos como lobos hambrientos que disputan el cadáver de su presa.  Uno tira hacia un lado y otro hacia el suyo, hasta arrancar la carne.  Y así, aún siguen ahí comiendo.

    El pecho de Sid hizo un brusco movimiento al querer ahogar la risa, lo cual hizo casi enojar al escocés.

    —¿Qué tiene de gracioso? — preguntó John con tono de enojo.

    El irlandés, se recobró.

    —Nada. Solo que me pregunto qué importancia tiene una isla así de pequeña, para que todo el mundo se la dispute.

    John se puso serio e inclinó ligeramente la cabeza en dirección al hombro, así como haría un viejo búho posado en una rama.

    —Es una pregunta interesante la tuya, chico.  Y no hay que desmeritarla — le dijo para luego reír sarcásticamente mientras se dirigía para la cubierta, sus pasos golpeaban sobre la madera y tenían una cadencia regular, debido a su falsa pierna.

    Sidvester suspiró y volvió a mirar la isla.  La mayoría de los hombres habían ya abandonado la proa y habían regresado a sus puestos, por lo que también decidió hacer lo mismo.  Giró y encaminó sus pasos hacia la joven McLowell, quien aún intentaba trazar los contornos del paisaje sobre la hoja de papel. 

    Estaba indeciso. La curiosidad lo instaba en hacerle preguntas sobre Puerto Dorado, pero la razón le tiró de las riendas para obligarlo a calmarse. ¿La hija de un vicealmirante habría prestado atención a las preguntas de un mendigo cualquiera? No quería apostar a eso. Aunque en ese viaje sus ropas eran las de un común pasajero, no sería fácil asumir tal cosa a primera vista. De hecho los harapos que llevaba junto con su olor de marinero — Sid le era inferior — no creía que fueran adecuados para una mujer de ese rango.

    Decidió bajar las escaleras y buscar a McKenzie. Ese hombre, a pesar de su cháchara constante, había tenido en él un efecto casi magnético. Tal vez, se dijo, precisamente porque había resultado ser una abundante fuente de información, confusa y variada en diversas maneras.

    Lo encontró sentado en una mesa, preparándose para jugar una partida de cartas con un tipo sucio y grasiento como él, pero más tosco.

    Sid tomó una silla y se unió a esa mesa improvisada, la cual consistía de un barril con un tablón de madera apoyado encima.

    —¿Si tuviera que buscar a una persona... una que se enroló en la Armada Real hace tiempo y que llegó hace como un año a esta isla, en donde la buscaría? — preguntó mirándolo con intensidad.

    John le dio un rápido vistazo. — Haces preguntas tontas, chico. Lo buscaría en Port Charles, el único puesto de avanzada inglés en la isla. Dudo que esa persona haya tenido la oportunidad de abandonar la armada fácilmente. O la encuentras ahí o en un ataúd — sonrió sombríamente mostrando unos dientes podridos —Las posibilidades son esas.

    Al oír esto Sid ensanchó ampliamente sus fosas nasales y luego asintió.

    —¿Por lo tanto solo hay un lugar en donde buscarlo? ¿Los ingleses tienen solo esa estructura en la isla? ¿Cómo llegó a ella?

    John movió la cabeza con resignación.

    —No tienes que llegar a ella. La Black Rose atracará en ese puerto.  Cuando lleguemos al muelle solamente tendrás que posar un pie en tierra firme y estarás en suelo inglés — dijo, alargando la mano hacia un barril, para tomar el vaso de whisky de donde lo había apoyado.

    —¿Pero, a quién buscas? — le preguntó luego con curiosidad.

    Sidvester se levantó y con las manos se arregló los dobleces del traje tratando de alisarlos.

    —Estoy buscando a mi hermano — dijo con indiferencia.

    McKenzie rio, imitado por otro hombre sentado junto

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