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La última hora
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Libro electrónico589 páginas5 horas

La última hora

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Carrie Thompson-Sherman, una joven de veintisiete años, tiene la vida que siempre quiso: una tesis doctoral, una prestigiosa beca de colaboración y un marido increíble. Su cuento de hadas comienza a desmoronarse cuando una compañera de trabajo celosa pone en entredicho su beca de colaboración y un secreto horrible que Ray se había llevado a casa desde Afganistán sale a la luz. Con todo su mundo pendiendo de un hilo, un accidente fatal pone en peligro las vidas de su marido y su hermana. Carrie, destrozada, tendrá que enfrentarse a la elección más devastadora de su vida. Una elección que lo cambiará todo.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento6 dic 2016
ISBN9781507165317
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    Vista previa del libro

    La última hora - Charles Sheehan-Miles

    Libros escritos por Charles Sheehan-Miles

    Las hermanas Thompson

    Una Canción Para Julia

    Sólo recuerda respirar

    La última hora

    Girl of Lies

    Girl of Rage

    Girl of Vengeance

    Falling Stars

    A View From Forever

    Ficción

    Nocturne (con Andrea Randall)  

    Republic: A Novel of America's Future

    Insurgent: Book 2 of America's Future

    Prayer at Rumayla: A Novel of the Gulf War

    No ficción

    Saving the World On $30 A Day: An Activists Guide to Starting, Organizing and Running a Non-Profit Organization

    Dedicatoria

    Para Andrea. Por tus ánimos, honestidad y amistad.

    CAPÍTULO 1

    El primer minuto

    Blanco (Carrie)

    —¿Puedes dejarme en paz? —le espetó Jessica a su melliza en el asiento de atrás. El principio del fin empezó con esas cuatro simples palabras.

    Un chirrido de neumáticos a nuestra izquierda, un todoterreno acercándose por el lado del conductor. Ray soltó una maldición, Sarah gritó y, después, la fuerza del impacto resonó más que cualquier otro sonido.

    En las películas, los segundos críticos a veces trascurren a cámara lenta, de forma que puedas apreciar cada detalle y asombrarte por la tragedia o la genialidad del momento. Sin embargo, en la vida real no ocurre así; todo sucede a la vez, tus sentidos quedan al descubierto, cada detalle sucede de golpe mientras tu mente lo asimila todo, como si te hubiesen arrancado la piel y la ropa.

    En la radio sonaba aquella irritante canción de Carly Rae Jepsen que a Ray le encantaba. Ray llevaba unos vaqueros azules y una camiseta gris con el logo de una calavera con una boina delante de unos rifles cruzados, con las palabras «US Army Infantry» estampadas sobre ella. En la muñeca izquierda llevaba el reloj que le había regalado. Se había cortado el pelo tres días antes, más corto por los lados, lo que él denominaba «alto y compacto». En aquel momento parecía sostener con la mano izquierda un teléfono a un lado de la cara mientras cantaba como loco, desafinando, la letra de Call me maybe. El reloj del salpicadero marcaba las 11:15 h.

    Detrás de él estaba Sarah, vestida con una camiseta negra, unos pantalones negros y lápiz de ojos negro haciendo juego con su pelo negro. Le daba la espalda a su melliza Jessica, más convencional, mientras apretaba la mandíbula, furiosa.

    Era una día de agosto despejado, casi 39 ºC fuera, aunque en el coche el aire era fresco y agradable. Nos dirigíamos al Zoo Nacional, bajando por la Connecticut Avenue, en la intersección con Tilden.

    Lo vi en el último segundo: un Jeep SUV verde con matrícula de Virginia, con la rejilla cromada, reluciente, que aceleraba y avanzaba justo hacia nosotros. El Jeep llevaba una matrícula personalizada que rezaba: «PAPI10».

    El miedo se apoderó de mí revolviéndome el estómago, ocupando mi garganta y eliminando de mi mente cualquier tipo de pensamiento. No me dio tiempo a decir nada, a gritar o siquiera a reaccionar antes de que chocara contra nuestro coche.

    La cabeza de Ray colisionó contra el cristal, contra la parte frontal del Jeep, el cual parecía que avanzaba justo en dirección a la ventana del lado del conductor, y el cristal voló dentro del coche, alcanzándome. El fuerte impacto me sacudió hacia la derecha, y todo se volvió blanco al chocar contra el otro coche.

    Blanco. Imágenes y pensamientos difusos, recuerdos que se esparcían sobre un lienzo en blanco.

    Ray, con su uniforme de gala azul oscuro, portando sus medallas relucientes. Me sonreía con complicidad mientras Dylan y Alexandra se besaban en la capilla de la universidad.

    Las mellizas, Jessica y Sarah, con vestidos a juego, jugando al escondite en el piso de arriba de nuestra casa de San Francisco, riéndose como las niñas que eran, sin estar aún enzarzadas en peleas continuas.

    Ray de nuevo, con el brazo derecho en el aire, la frente sudorosa y ojos ojerosos mientras juraba decir la verdad.

    Mi hermana Alexandra y yo recorriendo el césped de Columbia el último noviembre, cuando mis ojos se posaron en Ray por primera vez. Era un día otoñal precioso. Ray estaba con Dylan, el novio de Alexandra. Era un chico alto, con el pelo corto con flequillo y sonrisa amplia. Sus ojos azules llamaban la atención, y yo no podía dejar de mirarle. Estábamos incómodos, sin saber qué decir, pero él era de risa fácil.

    Meses más tarde, sus brazos me rodeaban, cálidos, seguros, mientras apoyaba mi frente contra su hombro.

    —Superaremos esto. Pase lo que pase —me susurró.

    Abrí los ojos y mi mirada se detuvo en los dos anillos de mi dedo anular, el de diamantes y la pequeña alianza decorada con zafiros. Se me contrajo todo el cuerpo por el dolor y no podía mover la cabeza. Sangre y cristales dibujaban una silueta por todo mi regazo y sobre mis manos.

    —No se mueva, señorita —dijo una voz.

    Necesitaba gritarle que no podía moverme, pero no me salieron las palabras. El miedo me inundó de nuevo e intenté girarme para ver a Ray y Sarah, pero alguien me mantenía la cabeza en el sitio mientras otra persona rodeaba con algo mi cuello. Me sacaron con cuidado del coche y me colocaron en una camilla. Un dolor agudo recorrió mi espalda. Después me llevaron lejos del coche.

    —Ray... Mis hermanas... ¿Están bien? —Intenté gritarlo pero las palabras se escucharon muy débilmente, como si fuera un susurro.

    —Estamos comprobándolo ahora mismo, señorita. Estese tranquila.

    Que me estuviera tranquila. ¿Cómo? Respiraba entrecortadamente. ¿Dónde estaba Ray? ¿Y las mellizas? Oí un golpe seco y de pronto estaba mirando al techo de la ambulancia. Dos técnicos en emergencias sanitarias me examinaban; uno me colocaba algo alrededor de la muñeca mientras el otro me hacía preguntas.

    —¿Sabe dónde está, señorita? —me preguntó uno de los TES inclinándose hacia mí.

    Me costó contestar; una neblina enturbiaba mis pensamientos. Quería cerrar las manos en torno a mi barriga pero me habían atado. La garganta me quemaba y sentía cómo mi mente trabajaba muy lentamente. Tuve que concentrarme para poder entender sus palabras.

    —Washington —contesté—. Íbamos de camino al zoo. ¿Dónde está mi marido? ¿Y mis hermanas?

    Incluso a mí me irritaba la voz quejicosa con la que había formulado la pregunta, pero necesitaba saber si Ray y las mellizas estaban bien. Nadie me contestaba, lo cual me asustaba aún más. El Jeep chocó contra el lado del conductor. Sarah estaba sentada detrás de Ray. ¿Estaría bien? Y Ray... Mi mente volvía a revivir el momento en el que su cabeza rebotaba en la parte frontal superior del Jeep. Quería gritar; No podía pensar; No podía respirar.

    —Están trabajando para sacar a los demás del vehículo. Necesitamos que se esté tranquila, señorita.

    —¿Dónde están? —chillé.

    —Se pondrán bien, señorita, estese tranquila para que podamos ocuparnos de todos.

    Escuché las puertas cerrándose y noté cómo oscurecía en el interior de la ambulancia. Después empezamos a circular y oí el sonido de la sirena. Desde mi posición, recostada sobre la espalda con la cabeza y el cuerpo inmovilizados, no podía ver mucho; tan solo un estante con equipamiento médico y monitores. Un TES analizaba un monitor y le dictaba números al otro, que tomaba notas. La ambulancia pisó un bache y sentí el traqueteo. Después redujeron la velocidad, el claxon resonaba tan alto que me producía dolor de cabeza, y me estaba mareando.

    —Señorita, voy a hacerle unas preguntas para ahorrar tiempo cuando lleguemos al hospital.

    —Sí —respondí con voz ronca. Busqué con la mirada hasta que vi al TES. Era moreno de piel, tenía la cabeza afeitada y vestía un uniforme verde oscuro. Parecía seguro de sí mismo.

    —Empecemos con su nombre.

    —Carrie —Me temblaba la voz—. Carrie... eh... Thompson-Sherman. Cerré los ojos. Debía de haberme golpeado la cabeza más fuerte de lo que pensaba. El miedo se apoderó de mí nuevamente. ¿Estaría Ray bien? ¿Y Sarah y Jessica?

    —De acuerdo, Carrie. Yo soy Jared —dijo el TES en un tono tranquilizador—. A simple vista está en buen estado físico. Podría tener una conmoción cerebral pero no presenta huesos rotos ni sangrado. Le hemos inmovilizado el cuello para evitar daños en la médula espinal, pero estamos seguros de que estará bien. Quiero que se relaje.

    Intenté asentir y «relajarme».

    Tuve que parpadear para reprimir las lágrimas. ¿Cómo demonios pretendía que me relajara? Aún veía el coche en mi mente, un gran Jeep verde arrollándonos. La cabeza de Ray impactando contra el cristal, el cristal haciéndose pedazos y volando hacia mi cara.

    —Bien, Carrie. ¿Puede decirme su edad?

    Tuve que pensar de nuevo.

    —Veintiséis. No, veintisiete.

    —¿Está tomando alguna medicación? ¿Existe alguna condición médica que deberíamos saber?

    —No —murmuré.

    —¿Nos puede contar quién más iba en el vehículo con usted?

    Reprimí un sollozo.

    —Ray y mis hermanas, Sarah y Jessica. Estaban de visita —Se me estaba apagando la voz, así que esperé unos segundos antes de seguir hablando—. Vinieron anoche desde San Francisco. ¿Está... están... están bien?

    —Se van a poner bien, Carrie.

    Intenté tragar saliva pero tenía la garganta seca. Pisamos otro bache y se me llenó la garganta de vómito.

    —Dios...—balbuceé mientras la bilis me subía por la garganta.

    Los TES se apartaron rápidamente.

    —Succión —ordenó Jared. Se me inundó la boca de ácido. Vomité una y otra vez. Todo lo que había comido y bebido ese día me ascendía rápidamente por la garganta mientras uno de ellos me introducía un tubo en la boca para absorberlo todo, lo cual me provocó náuseas mientras se me caían las lágrimas.

    Quería hacerme un ovillo y llorar; Quería encontrar a Ray y a mis hermanas. No había nada que pudiera hacer excepto quedarme allí devolviendo y oliendo mi propio vómito. Puse los ojos en blanco y aquel olor repulsivo me hizo vomitar de nuevo hasta que no me quedó nada por expulsar.

    —Creo que he terminado —susurré finalmente.

    Pero me ignoraron, y el que portaba el aparato de succión continuó durante algunos segundos más. Me ardía la garganta.

    Jared me limpió los restos de bilis de la cara con una toallita mientras el otro retiraba la succión.

    —¿Hay alguien a quien podamos llamar? ¿Familia?

    Cerré los ojos intentando no quejarme.

    —Por favor... llame a mi hermana, Alexandra —contesté.

    Alexandra era mi familiar más cercano geográficamente hablando, tan solo a unas horas desde Nueva York. Le di su número y lo apuntó. La ambulancia se balanceó y se impulsó tras pasar otro bache con el consiguiente estruendo. Cerré los ojos intentando ignorar las náuseas. Debía de tener una conmoción cerebral.

    Esperaba que llamaran rápido a Alexandra. «Por favor, Señor, no dejes que sea Dylan el que responda al teléfono». Él sabría cómo contactar con los padres de Ray, pero se alteraría demasiado. Dylan y Ray habían servido juntos en Afganistán y eran como hermanos. Más incluso.

    Tenía mucho miedo.

    «Están trabajando para sacar a los demás del vehículo».

    ¿Qué significaba eso? ¿Cómo de graves eran sus lesiones?

    No obtuve ninguna respuesta. Sentía cómo todo se oscurecía y me entró mucho sueño.

    —Señorita, tiene que mantenerse despierta. Puede que tenga una conmoción cerebral. Abra los ojos.

    Luché por mantenerlos abiertos e intenté hablar, pero tenía la garganta tan seca que no pude más que balbucear.

    —¿Llamarán a mi hermana? —le pregunté—. Por favor.

    Jared me puso la mano en el hombro.

    —Lo haremos. Se lo prometo.

    —Gracias —susurré.

    Fue el viaje más largo de mi vida.

    CAPÍTULO 2

    La primera hora

    ¿Es usted la esposa? (Carrie)

    —Señorita, soy la enfermera de triaje. Vamos a examinarla en un segundo, ¿de acuerdo?

    La enfermera era más joven que yo, pero me trasmitía confianza. La sala de urgencias estaba llena, así que habían colocado la camilla sobre la que me encontraba contra la pared del pasillo. El color crema de las paredes y los cuadros de arte abstracto estaban pensados para relajar, pero los equipos médicos a lo largo del pasillo, los bips y las alarmas que se escuchaban y el movimiento rápido y eficiente de enfermeros y doctores arruinaban el efecto.

    —Necesito saber dónde están Ray y mis hermanas.

    —Le prometo que lo averiguaremos, pero por ahora necesito que se esté tranquila mientras le tomo la tensión y le compruebo las constantes vitales, ¿de acuerdo?

    Asentí y me colocó el brazalete del tensiómetro. Me ajustó el velcro alrededor del brazo.

    —Necesito hacerle unas preguntas —dijo. Presionó un botón en el monitor y el brazalete comenzó a hincharse, oprimiéndome el brazo—. ¿Sabe lo que ha pasado?

    —Accidente de coche.

    —Vale, ¿puede decirme en qué año estamos?

    —2013 —respondí tras parpadear unos segundos.

    —Bien. ¿Y sabe quién es el presidente? —preguntó mientras me miraba a los ojos.

    Me estaba impacientando.

    —Barack Obama—contesté.

    —¿Se golpeó la cabeza o perdió la consciencia?

    —No lo sé.

    —Tiene un pequeño cardenal en un lado de la cara, nada grave —dijo—. ¿Náuseas?

    Hice una mueca. Había vomitado en la ambulancia, pero no había sido la primera vez que lo hacía hoy.

    —Sí.

    —De acuerdo, tendremos que hacerle un TAC. El doctor decidirá cuándo la examina. Deje que le eche un vistazo a sus ojos.

    El estómago se me revolvió cuando nombró el TAC.

    Me alumbró el ojo izquierdo y, posteriormente, el derecho.

    —Parece que está todo correcto.

    Tras esto, continuó explorándome el pecho con un estetoscopio, después se aseguró de que podía mover los brazos y las piernas y comprobó que ni el cuello ni la espalda presentaran lesiones. Parecía que todo estaba bien.

    —¿Podría incorporarse?

    Despacio, lo hice; me coloqué erguida en la camilla, preparada para sentir dolor. No sentí nada.

    —Perfecto. El doctor la examinará pero puede que tarde un rato, querrán atender antes a los casos más urgentes. ¿Podría decirme el nombre de su marido y sus hermanas? Y mientras tanto, debemos tomarle los datos.

    Le di toda la información. Tenía el estómago hecho un nudo y me flotaba la cabeza. Si no recibía pronto noticias de Ray y las chicas iba a entrar en pánico. Ni siquiera sabía si los habían llevado al mismo hospital. De hecho, ni yo sabía dónde estaba. ¿Qué hospital era aquel?

    Mi pregunta quedó contestada segundos después, cuando alguien de la unidad de emergencias se me acercó con una tabla sujetapapeles llena de documentos para rellenar. Mientras empezaba con el papeleo, mis ojos se posaron sobre una pareja al fondo del pasillo. Estaban juntos, sentados en una camilla, apoyados el uno sobre el otro. La mujer tenía sangre en la frente. Estaban hablando con un enfermero. Ambos parecían horrorizados y exhaustos, devastados.

    Volví a centrarme en los papeles, pero mis oídos continuaban recopilando una información que me producía escalofríos.

    «Accidente». «Daniel no llevaba el cinturón». «Ocho años». «Expulsado del coche».

    Me estremecí.

    Prácticamente acababa de empezar a rellenar cuando me detuve al ver deslizarse las puertas de la sala de urgencias. Mi frecuencia cardíaca se disparó.

    Un pequeño grupo de doctores, enfermeros y paramédicos llegaron corriendo atravesando la puerta, todos alrededor de una camilla. Recorrieron todo el pasillo hacia la unidad de traumatología. En un abrir y cerrar de ojos estaba de pie, un poco aturdida. Ray. Les seguí corriendo por el pasillo detrás de ellos.

    En la puerta de la unidad de traumatología una enfermera me bloqueó el paso.

    —No puede entrar aquí.

    —¡Es mi marido! Se paró un instante y me hizo retroceder hasta la pared.

    —Tiene que quedarse aquí, sin entorpecernos el camino. Se giró y volvió a su trabajo.

    Se movían rápido. Primero pasaron a Ray a la mesa de pruebas y luego lo conectaron a una apabullante multitud de máquinas y tubos. Monitores para comprobar su frecuencia cardíaca y su presión sanguínea y cientos de aparatos más colgaban de un soporte de acero.

    —Va a necesitar un catéter central —dijo uno de los doctores. Un enfermero le cortó la camisa, le extendió un líquido desinfectante en la base del cuello cerca de la clavícula y, segundos más tarde, dos de ellos le insertaron un largo catéter blanco.

    Uno de los doctores empezó a soltar una retahíla de instrucciones a un enfermero, pero no entendí ninguna.

    —Llamen al doctor Peterson en neurocirugía —dijo uno de los médicos.

    Ahora empezaba a estar todo bastante claro. Un monitor empezó a pitar.

    —¡Asistolia! —dijo una enfermera, con voz alta pero tranquila.

    Se me cerró la garganta cuando empezaron a hacerle la RCP a Ray. Estaba paralizada, sin poder mirar y a la vez sin poder apartar la mirada. El pavor me saturó la laringe y tuve que contener las ganas de vomitar.

    —Epinefrina —ordenó uno de los doctores, de nuevo con voz tranquila incluso mientras todos corrían alrededor de él.

    Me doblé de dolor y miré a otro lado, con los brazos alrededor del estómago, temblando. «Por favor, Señor, haz que Ray se ponga bien».

    Contuve la respiración e intenté no mirar, pero me fue imposible. Dirigí la mirada hacia su cuerpo malherido, ensangrentado. Tenía la cara cubierta de sangre, hinchada y casi negra, y el cabello denso con sangre coagulada. El lado izquierdo de su cuerpo, desde las piernas hasta los brazos, parecía torcido, deforme, como si los huesos estuviesen aplastados.

    «Por favor, no dejes que muera. Ahora no. Así no». Miré y esperé, con cada fibra de mi ser deseando simplemente tenerlo entre mis brazos.

    El monitor pitó una vez, seguido de otro pitido. Los doctores y los enfermeros pararon, con una expresión visible de alivio en sus caras. Su corazón latía de nuevo. Me quedé apoyada en la pared con la mente totalmente en blanco.

    La puerta se entreabrió y, de pronto, una mujer apareció delante de mí. Mediría en torno al 1,65 m, era de color y vestía el mismo uniforme verde de hospital que el resto.

    —¿Señora Sherman? —dijo en voz baja—. Soy Michelle Bilmes, de Servicios Sociales.

    Parpadeé aún temblando, incapaz de responder. No podía mirar a otro sitio que no fuera a los doctores y a Ray.

    —Soy la coordinadora de la presencia familiar durante la reanimación cardiopulmonar en la unidad de emergencias. ¿Le gustaría acompañarme a dar un paseo fuera?

    —No voy a ir a ningún sitio —contesté, negando con la cabeza.

    —Lo entiendo, no importa —dijo, sonriéndome débilmente—. ¿Entiende que debe mantenerse alejada de la puerta y de la zona de paso? Su marido está muy grave y están haciendo todo lo que pueden para salvarle.

    —Me mantendré alejada. ¿Sabe algo de mis hermanas?

    —Su hermana Jessica está justo en la puerta de al lado, con Sarah.

    —Se puso seria y añadió—: Sarah también está muy malherida.

    —¿Cómo de malherida? —dije, cerrando y apretando los ojos.

    —Es pronto para decirlo. Están haciendo todo lo que pueden.

    Asentí con la cabeza.

    —¿Y Jessica está con ella?

    —Sí, señorita. Ella está mejor... tiene algunas magulladuras, pero nada serio. Un médico la examinará pronto también a ella, pero vino en la ambulancia con Sarah.

    Mis ojos apuntaron de nuevo a Ray. Los médicos seguían trabajando para intentar estabilizarlo.

    —He... he perdido el teléfono —dije—. Necesito llamar... a mi familia...

    —He hablado por teléfono con su hermana Alexandra y le he contado lo que había sucedido. Me ha dicho que avisaría al resto de su familia y me ha pedido que le dijera que Dylan y ella estarán aquí en cuanto consigan un vuelo.

    Cerré los ojos, aliviada. Alexandra y Dylan estaban de camino. Gracias a Dios. Siempre había sido yo la que acudía cuando mis hermanas necesitaban ayuda y nunca me había dado cuenta de cuánto las podría necesitar yo a ellas.

    Después me sentí confusa, dividida, porque mi hermana estaba en la puerta de al lado mientras Ray estaba justo enfrente de mí, y la vida de ambos corría peligro. No sabía qué hacer ni a dónde ir.

    Tampoco podía dejar a Jessica sola en esto.

    Me giré hacia la trabajadora social.

    —Perdone... he olvidado su nombre.

    —Michelle —respondió, sonriéndome con ternura—. Es perfectamente entendible.

    —¿Le parecería bien si fuera a ver cómo están Sarah y Jessica?

    —Por supuesto, venga conmigo.

    En ese momento la puerta se deslizó y un hombre irrumpió en la sala. Vestía uniforme quirúrgico y tenía el mismo aspecto arrogante que había aprendido a identificar por los jefes de los departamentos académicos. Avanzó hasta la mesa de operaciones y básicamente se abrió paso desde los pies de Ray hasta llegar a su cabeza. Claramente era alguien con autoridad. Los médicos y enfermeros se callaban a su paso y continuaban con su trabajo en silencio. Se inclinó hacia Ray, alumbrando con una luz la parte superior de su cráneo y observando mientras continuaba acercándose.

    —TAC —ordenó—. Después que lo preparen para cirugía, inmediatamente. Cabeza y brazo y pierna izquierdos.

    Tragué saliva. El hombre se irguió y después se encaminó hacia la puerta, alejándose de Ray. Su diagnóstico había durado unos sesenta segundos.

    Me acerqué más a la puerta, con los brazos cruzados sobre el estómago. Se detuvo ante mí.

    —¿Es usted la esposa? —me preguntó sin mostrar mucho interés.

    Parpadeé. Su tono era prepotente, muy seguro de sí mismo, y sus palabras, bruscas. En otra situación puede que me hubiese importado, pero en ese momento lo único que quería era que ayudara a Ray. Podía ser todo lo grosero que quisiera.

    —Sí. Soy Carrie Sherman.

    —Su marido está muy grave. Si no le operamos ahora, morirá. ¿Lo entiende?

    Sentí como si se hubiese echado encima de mí y me hubiese dado un puñetazo en el estómago. No podía respirar, ni siquiera pensar, así que asentí simplemente e intenté no llorar.

    —De acuerdo... Quiero que se mantenga fuera de la zona de paso, deje que le preparen para la cirugía. La señorita Bilmes le explicará la situación más detalladamente y después necesitaremos que firme algunos formularios de consentimiento. Su marido está estable ahora pero no está fuera de peligro, y aún no sabemos si presenta sangrado intracraneal. ¿Entiende de qué le hablo?

    —Sí.

    —Bien. No se desanime, haremos todo lo que esté en nuestra mano.

    —Gracias —susurré intentando mantener la compostura.

    ¿Un sueño? (Ray)

    Vi cómo Carrie hablaba con el cirujano mientras el resto de médicos trabajaba en mi cuerpo desgastado. Nunca me había sentido tan inútil en mi vida. Bueno, eso no es del todo cierto; ya me había pasado antes.

    Me sentí inútil el día que Carrie salió de los Institutos Nacionales de la Salud, con una mezcla de furia, turbación y desazón en su rostro por las acusaciones que habían arrojado sobre ella, acusaciones que ponían en entredicho todo por lo que había luchado. Finalmente, la furia triunfó sobre lo demás, lo cual era visible en sus nudillos blancos apretados contra el volante mientras nos llevaba a casa, mientras le temblaba todo el cuerpo.

    Me sentí así hace cosa de año y medio, en febrero del 2012. Habíamos hecho patrulla de noche, una pesadilla de patrulla, no porque los insurgentes estuvieran disparándonos, sino porque no lo hacían. ¿Suena a locura? Sí, lo era. Pero también daba miedo, porque lo normal en nuestro pequeño rincón del infierno era que cada vez que saliéramos de la alambrada, los malos irían a por nosotros. A veces era un único disparo de un francotirador y otras una bomba en la carretera. En ocasiones era espantoso, como la granada que mató a Kowalski, pero no recordaba ni una sola noche en la que hubiésemos patrullado y no nos hubiésemos convertido en el objetivo. Ni una.

    Sin embargo, aquella noche habíamos pasado desapercibidos, sin enfrentamientos. Íbamos de vuelta a la base de operaciones avanzadas cuando ocurrió. Lo irónico es que estábamos solo a cuatrocientos metros de la base, lo que significaba que alguien no había estado prestando atención, ya que los hajis enterraron una gigantesca bomba en un camino de tierra sin ser advertidos. Nosotros ni siquiera nos dimos cuenta, ya que los tres primeros Hummer pasaron por encima de la bomba. Después el cuarto Hummer, con Dylan y Roberts... ese fue el que estalló.

    La bomba detonó bajo el lado del conductor. Nosotros estábamos justo detrás de ellos, así que pude ver cómo el vehículo saltaba por los aires. Varias voces explosionaron en la radio mientras se intentaba establecer comunicación, y después escuché un fuerte chasquido, seguido de otro. Las balas alcanzaron el lateral de mi Hummer, en el lado del conductor.

    Era nuestra rutina diaria. Todos salimos rápidamente de los Hummer, nos pusimos a cubierto y respondimos a los disparos. Una vez tuvimos las ametralladoras pesadas apuntando a los malos, el fuego se interrumpió y estos intentaron huir mientras nuestros activos aéreos iban tras ellos. No sé qué pasó después de eso con los insurgentes porque en ese momento vi a Dylan, al lado de lo que quedaba del cuerpo de Roberts, y tenía la pierna... destrozada, con sangre brotando de todos lados. Pedí gritando un médico mientras comenzaba a envolverle la pierna en vendajes, pero no era suficiente, así que deshice el torniquete y se lo anudé al muslo. Dylan no gritaba pero estaba despierto, mirando al cielo.

    —Te vas a poner bien —repetí una y otra vez.

    Él no contestaba, pero ahí estábamos los dos, sin poder movernos, esperando al Medevac, que tardó una eternidad. No había nada que pudiera hacer para ayudarle, aparte de inyectarle morfina y esperar a que el maldito helicóptero llegara.

    Pasaron semanas hasta que volví a saber de él. Nos contaron que seguía vivo, pero eso era todo... Sabíamos que probablemente perdería la pierna, si es que sobrevivía. Así que recibir de repente un correo electrónico de parte de Dylan aquella primavera fue algo así como un pequeño milagro.

    Dylan no lo sabía, pero sus correos habían sido mi cuerda salvavidas. Supongo que nadie lo sabía. Me había aislado a mí mismo, intencionadamente, después de haber ido perdiendo amigos debido a heridas y, después, a pura salvajería. Por aquel tiempo me dedicaba a tomar notas, guardar imágenes y documentarme por lo que pudiera pasar.

    Me alegró que pudiera irse antes de que la situación empeorara.

    Antes de aquello nunca me había sentido tan inútil pero, desde entonces, me empezó a pasar montones de veces. Por ejemplo cuando me llamaron para volver al Ejército, durante el juicio y, sobre todo, ahora; odiaba no poder hacer nada por Carrie.

    Quería ir a donde estaba, rodearla con mis brazos y protegerla. Quería decirle que iba a ponerme bien, incluso aunque fuese mentira. Pero, obviamente, no podía hacer nada. Nadie respondía cuando hablaba y estaba bastante claro que era mi cuerpo lo único que yacía en la camilla, conectado y entubado. Los enfermeros se preparaban para afeitarme la cabeza. ¿Cirugía cerebral? ¡Dios! Esperaba que no.

    El accidente ocurrió tan deprisa que aún no podía entenderlo. ¿Por qué no paró? Parecía conducir a unos 90 km/h cuando apareció. ¿Estaría teniendo una discusión por teléfono? ¿Borracho? ¿Tan solo despistado? ¿Estarán sus hijos en casa preguntándose adónde fue «PAPI10»?

    Caminé hacia Carrie y la miré a los ojos. Parecía... perdida... como si sus pies se hubiesen separado de su cuerpo. La alcancé con la mano izquierda y toqué suavemente su brazo.

    Dio un pequeño respingo mientras sus ojos buscaban por toda la habitación.

    —No te tortures —balbuceé, y me di la vuelta.

    Mi cuñada Sarah estaba de pie junto a la puerta de al lado. Curiosamente no vestía de negro, como de costumbre, sino que llevaba un vestido rojo con lunares blancos y un cinturón de cadena. El cinturón se abrochaba mediante una hebilla brillante con forma de corazón. No muy propio de ella. En condiciones normales, Sarah era más de negro, cuero y pinchos.

    —¿Sarah? No he escuchado la puerta.

    —Claro que no, porque la he traspasado.

    Aquello me resultó ciertamente inquietante.

    —Imagino que sería absurdo preguntar cómo estás.

    —Me están preparando a mí también para cirugía —respondió, encogiéndose de hombros—. Estaba intentando consolar a Jessica, aunque no habría servido de nada incluso si todo esto fuese un sueño, pero no me oía.

    —¿Un sueño?

    —¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó, elevando una ceja.

    Estaba bien pensado, pero no sentía que fuese como ningún otro sueño que hubiese tenido antes. Esto presentaba rasgos propios de la cruda realidad.

    —Sí, puede ser. Aunque parece real. Solo desearía poder hacer algo por Carrie.

    Sarah avanzó y se colocó a mi lado para analizar a Carrie.

    —Yo también. Está fatal. Nunca la había visto así —añadió.

    Uno de los doctores se acercó a Carrie.

    —Señora Sherman... vamos a llevar a su marido a la sala de operaciones.

    —Debería llamarla doctora Sherman, no señora —se quejó Sarah.

    Arqueé una ceja. Por un lado tenía razón, pero por otro no creía que fuera momento para discutir sobre títulos.

    La trabajadora social, fuera cual fuese su nombre, hablaba en un tono tranquilo.

    —Carrie, tenemos que ir a la sala de espera para ocuparnos del papeleo y después os llevaré a ti y a Jessica a la sala de espera del área quirúrgica, ¿vale?

    Parecía que Carrie estaba en otro mundo, absorta, como si estuviese más muerta de lo que lo estaba yo.

    —Vale —respondió, tras un silencio perceptible.

    Quería abrazarla y consolarla. Solo eso.

    Segundos después observaba cómo conducían mi cuerpo fuera de la unidad de trauma. Luego me uniría a ellos. En aquel momento prefería quedarme un rato más con Carrie.

    CAPÍTULO 3

    La segunda hora

    Nada con lo que jugar (Carrie)

    Jessica estaba empezando a derrumbarse. Podía verlo a través de sus ojos. Se sentó a mi lado mientras acababa con los papeles del seguro. Movía y retorcía sus dedos sobre su regazo con la mirada perdida. El enfermero de triaje habló con la mujer de recepción que se ocupaba de nuestros documentos y, después, ambos nos miraron.

    —Necesitamos realizaros un examen completo a vosotras también —dijeron.

    Me quedé inmóvil y miré a Jessica.

    —¿Puede esperar? Nuestra hermana y mi marido están siendo intervenidos —contesté.

    —Usted puede esperar —dijo la enfermera tras exhalar un suspiro—, aunque no se lo recomiendo. Pero su hermana es menor y, a menos que sus padres digan lo contrario, debe ser examinada ahora. Entiendo su preocupación, pero ninguno de ellos saldrá de quirófano en... probablemente, algunas horas. Deberían cuidar de ustedes mismas también.

    —Está bien —dije, tras respirar profundamente.

    —Venga por aquí entonces.

    Me levanté, cogí a Jessica del brazo y la guié hasta la sala de exploración. Se quejó, aunque con poca energía; creo que estaban empezando a aparecer en ella los estragos del accidente.

    Curiosamente me sentía como cuando ocurrió aquel incidente hace años. Papá había completado su año como embajador en Rusia y la familia al completo, a excepción de Julia, que iba a la universidad en Boston, se mudó al piso de San Francisco. En años, habíamos pisado muy poco esa casa; tan solo en vacaciones de forma ocasional. Por ello le hacían falta reformas. Durante semanas hubo obreros alrededor de la casa, reparando tuberías, paredes y quién sabe qué más. Aparte del desorden en nuestras vidas, tener operarios entrando y saliendo estaba llevando a nuestra madre a su límite, y el único lugar donde no queríamos estar cuando mi madre se enfadaba era cerca de ella.

    Tenía 17 años y estaba a punto de empezar mi último año de instituto, lo que me hacía ser a veces la protectora de mis hermanas pequeñas... y en ocasiones la cabecilla. Aquel día quería alejarme de los martilleos y golpes constantes, de modo que me llevé a Alexandra y a las mellizas en el coche al parque infantil ubicado en el jardín de Golden Gate. Era agosto pero hacía fresco y por la mañana la niebla había sido bastante espesa, por lo que nos enfundamos en jerséis. Las mellizas llevaban unas bonitas chaquetas a juego color púrpura. Por aquel entonces eran inseparables e iban cogidas de la mano a todos lados.

    Aparqué junto a la calle Bowling Green y pasamos la hora siguiente haciendo el tonto en el parque, montándonos en el tiovivo y disfrutando de un merecido helado. Ocurrió cuando volvíamos al coche. Sarah tropezó y cayó con las manos por delante sobre una botella rota.

    Dejó salir un grito desgarrador que hizo que corriera hacia ella, rodeándola con mis brazos y levantándola, y después me estremecí. Un desafortunado trozo de vidrio curvo se le había incrustado en la palma derecha. Estaba más pálida de lo habitual y sus ojos claros se habían agrandado contemplando su mano. Se tranquilizó al instante, aunque siguió mirándola.

    —Te pondrás bien, abejita —dije, mirándola a los ojos.

    —Carrie, ¿puedes sacarlo de ahí? —me preguntó, al tiempo que se acercaba la mano a los ojos y la examinaba.

    —Sin problemas. Va a sangrar, ¿vale? Seguramente mucho. ¿Estás preparada?

    Asintió. Le cogí la mano con mi mano derecha y después acerqué mi mano izquierda. Alexandra estaba a unos pasos de nosotras, cogiendo a Jessica de la mano, la cual estaba toda pálida, tenía los ojos húmedos y temblaba casi como si fuera ella la que sentía el dolor.

    —De acuerdo, ¿cierras los ojos? —pregunté refiriéndome a Sarah de nuevo.

    —Quiero mirar —dijo, negando con la cabeza.

    —Vale. Sin titubear, agarré el pedazo de cristal con la mano izquierda y tiré de él. Jessica se dobló del dolor. Salió limpio y un gran flujo de sangre brotó de su palma.

    —Hecho. Vamos a llevarte a casa, ¿vale? Vas a necesitar una tirita XL.

    —¿Y agua oxigenada? —preguntó con optimismo.

    —Sí, agua oxigenada también.

    —Ay... —lloriqueó Jessica.

    —No pasa nada, no me duele —dijo Sarah girándose hacia su hermana.

    Cogí mi bolso, busqué en él algunas servilletas que nos habían sobrado del almuerzo y se las di.

    —Mantén esto presionado contra la herida.

    Asintió, cogió un montón de servilletas y las apretó con su puño cerrado, presionando la herida. Después estiró su mano sana y alcanzó la de Jessica, que inmediatamente se tranquilizó.

    Acabé con una gran reprimenda de mi madre, pero conseguí que esta no incluyera a Alexandra y las mellizas. Fui irresponsable, puse a mis hermanas en una situación peligrosa y no se podía confiar en mí. Todo lo había escuchado antes, así que traté de pasar del tema, ya que lo más importante era no dejar que la pagara con mis hermanas.

    No era la primera vez ni sería la última que parecía que Jessica era la afectada cada vez que le pasaba algo a Sarah, lo que ahora me preocupaba. No sabía cómo iba a reaccionar con Sarah en el quirófano, o si... No; era imposible poner el pensamiento en palabras. No iba a perder a nadie aquel día. Ray y Sarah iban a ser intervenidos y saldrían de quirófano restablecidos.

    Cuando la llevé a la sala de exploración estaba temblando y pálida. Se sentó en el borde de la cama. La miré a los ojos y apoyé las manos sobre sus hombros.

    —Sarah se va a poner bien, Jessica, ¿me oyes? Se va a poner bien. Relájate.

    Cerró los ojos y pareció calmarse un poco.

    —¿Señora Sherman? Si se acerca a la puerta de al lado, el doctor las examinará en un segundo —me dijo la enfermera, sonriéndome.

    —¿Jessica? Estaré en la puerta de al lado, avísame si necesitas algo, ¿vale? Sarah se pondrá bien —dije con confianza, como si no albergara duda de que sería así y de que con Ray pasaría lo mismo. Que todo estaría bien. No tenía tal confianza. Puede que lo dijera, que mirara a Jessica directamente a los ojos y le pidiera que no se preocupara, pero la realidad era que yo estaba extremadamente angustiada.

    Seguí a la enfermera hacia una sala de exploración pequeña.

    —Tome asiento, no debería tardar mucho —me dijo.

    Así que esperé y me inquieté más. En algún lugar no muy lejano, Sarah y Ray estaban siendo intervenidos de emergencia. Yo debería estar allí y no sentada en esta camilla de exploración jugueteando con los pulgares. Nunca he sido una persona de sentarse y no hacer nada, al contrario, siempre he necesitado estar ocupada con algo, ya sea leer, estudiar, escribir, hacer alguna actividad o lo que sea. Ahora en concreto, con alguien necesitando ayuda, no ser capaz de hacer nada me estaba volviendo loca.

    Di un respingo cuando se abrió la puerta. Un médico joven entró portando un historial médico.

    —¿Carrie? Soy el doctor Chavez. ¿Cómo se encuentra?

    —Tan bien como cabría esperar —dije con una mueca—. Necesito ir a la sala de espera del área quirúrgica.

    —Su marido y su hermana están en buenas manos, Carrie —dijo asintiendo—, pero mientras, necesito asegurarme de que usted está bien. No tardaremos mucho.

    —De acuerdo —contesté.

    Acercó una banqueta y se sentó, inclinándose hacia mí.

    —Deje que le eche un vistazo a su cabeza —dijo mientras me la giraba ligeramente—. Parece que va a necesitar un engorroso punto aquí. ¿Se dio contra la ventanilla?

    —Sí, no es nada.

    —¿Perdió la conciencia?

    Decidí mentirle directamente.

    —No, solo me mareé un poco —dije tras tragar saliva.

    —¿Está segura?

    —Sí.

    Después continuó con la exploración, auscultándome el pecho y revisándome los moratones, que no eran pocos.

    —¿Dolor de cabeza? ¿Náuseas?

    —Un poco —En realidad el dolor de cabeza me estaba nublando la vista.

    —¿Siente dolor al mover la cabeza o el cuello? —preguntó mientras me movía suavemente la cabeza de delante hacia atrás y de un lado al otro.

    —Solo lo tengo un poco agarrotado, pero eso es todo.

    El doctor me miró, dubitativo.

    —Me preocupa que presente lesiones en la cabeza. Voy a ordenar que le hagan un TAC.

    —Quiero ir a la sala de espera de cirugía —respondí al oír aquello, aún con el estómago contraído—. ¿Podemos dejar el escáner para más tarde?

    —De acuerdo —respondió con el ceño fruncido —. Pero si vuelve a sentir náuseas o el dolor de cabeza va a peor debe avisarnos. Las lesiones en la cabeza no son ninguna tontería.

    Mil veces peor (Ray)

    Sarah y yo nos sentamos uno al lado del otro en sillas de plástico a pocos metros de donde se ubicaban las salas de exploración en las que estaban Jessica y Carrie. Sarah parecía enfadada y aburrida mientras jugaba con un mechón de pelo.

    —Bueno, ¿dónde conociste a Carrie? —preguntó Sarah.

    No me apetecía mucho hablar, y menos sobre el pasado. Pero luego pensé en Sarah... 17 años. Ella tampoco tenía ni idea de lo que estaba pasando y, quizás, hablar de cualquier cosa le sentaría mejor que estar ahí sentada, pensativa y preocupada.

    Así que decidí hablar, mantenerla ocupada para que no pensara en la situación por la que estábamos pasando. Sarah estaba en San Francisco cuando conocí a Carrie y, excepto por un concierto en Año Nuevo y unos cuantos minutos aquí y allá en la boda de Dylan y Alex, no habíamos pasado más tiempo juntos. De todos modos, me sorprendió que no hubiesen hablado de esto entre ellas. Sin embargo, no estaba seguro de querer hablar sobre ello, así que decidí cambiar de tema.

    —¿Y ese vestido? —pregunté—. Nunca te había visto con nada que no fuese negro.

    —Yo he preguntado primero —respondió, ignorando mi pregunta.

    —Soy más mayor que tú.

    —¿En serio? Tengo casi 18 —respondió, poniendo los ojos en blanco y negando con la cabeza.

    —Cuántos te quedan, ¿once meses? —añadí con una sonrisa de superioridad.

    —Casi —admitió.

    —He ganado.

    —No sé, ya nunca llevo cosas así —dijo negando con la cabeza, y mirándose el vestido, añadió—: sin embargo, reconozco este vestido, y... no tiene ningún sentido, porque no debería venirme.

    Arqueé una ceja.

    —Mi madre solía vestirnos a juego. Siempre. Y ni siquiera somos gemelas. Me ponía histérica, porque insistía en lo mismo hasta cuando íbamos a Secundaria. Nos compró estos vestidos por Navidad cuando teníamos 13 años.

    —Pues... no lo entiendo.

    —Yo tampoco, porque me lo llevé al garaje y le eché lejía por encima.

    —¿Qué?

    —Mi madre se pilló un buen cabreo —confesó con una mirada de culpabilidad.

    —Me lo imagino, todo un drama.

    —Si eso te parece un drama, imagina crecer sin una personalidad definida.

    Me quedé observándola. Antes de aquello solo había estado con Sarah una vez. Era atrevida, asertiva y un poco cínica. Me recordaba a una pareja de góticas que conocí en el instituto. No se parecía en nada a su melliza Jessica, mucho más reservada.

    —No te lo tomes a mal, pero indudablemente tienes personalidad.

    —Solo porque la encontré por mí misma —respondió, con los ojos en blanco y gesto de desaprobación—. Ahora estoy atrapada en este sueño o lo que diablos sea y me parezco a Jessica.

    —No te preocupes, Sarah. Esto acabará pronto, de una forma u otra.

    —No crees que estemos muertos, ¿no? —dijo, tras un momento de silencio.

    Tuve que pensar la respuesta. Esto iba más allá de mi experiencia, no sabía qué pensar.

    —No sé qué está pasando —dije finalmente—, lo único que sé es que si estuviéramos muertos no se estarían dando tanta prisa en llevarnos a quirófano.

    —Ya, pero... quiero decir, ¿qué coño está pasando? ¿No deberíamos estar inconscientes o algo?

    —¿Acaso no dicen siempre que cuando mueres ves una luz blanca o

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