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El libro de los terrores
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Libro electrónico163 páginas2 horas

El libro de los terrores

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Sumergirnos en un relato de terror es emprender una aventura que nos lleva a explorar nuestras reacciones ante lo desconocido, es abordar una montaña rusa para disfrutar el miedo sabiendo que al final del viaje quizá no seremos los mismos porque nos conoceremos mejor.
En esta antología Miguel Sánchez Martínez nos presenta 25 historias en las que hace gala de habilidad narrativa al conducirnos en un viaje a las profundidades de la esencia humana, una expedición hasta ese punto muy en el fondo donde se conjugan nuestros anhelos con los temores existenciales inherentes a nuestra especie, y al hacerlo deja que la ironía asome aquí y allá al estilo de los mejores clásicos del género.
Su pluma prolija nos lleva a visitar a entes prototípicos del terror tales como brujas, espíritus y hasta la misma Parca, aunque a ratos se desentiende de ellos para infligir en sus personajes una autosugestión rayana en la paranoia o para abordar los modernos fantasmas que atormentan hoy en día a la humanidad.
Así, la desesperación ante el desempleo, la manipulación de la sociedad por los medios, el desequilibrio ecológico, el culto al dinero o el consumismo se convierten en seres siempre al acecho en espera de una nueva presa que aniquilar.
En El libro de los terrores lo común es la sorpresa, y quizá la mayor entre ellas, la que mejor sabor de boca dejará en el lector, sea la agudeza con que el autor trata cada tema.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2015
ISBN9781310834868
El libro de los terrores

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    El libro de los terrores - Miguel Sánchez Martínez

    Primera parte

    Terrores modernos

    La pieza del sistema que no encaja

    Al despertar vi a través de la cortina siluetas que pasaban velozmente por la calle. Las pisadas se mezclaban con murmullos. De pronto comenzaron a oírse sirenas de patrullas y los murmullos se transformaron en gritos de pánico. Me incorporé con rapidez. Me vestí. Mi puerta era golpeada por las personas al pasar para advertirme que debía darme prisa.

    Al salir una multitud abarrotaba la avenida. Corría de norte a sur. Al ver el piso aún húmedo se instaló en mi mente la imagen de la presa. Recordé la tormenta que había castigado la ciudad en la madrugada. Me uní a la migración al Sur. Tropecé con una señora que salía de su casa con dos maletas; ambos fuimos a dar al suelo.

    —¡Deja esas maletas, mujer! —le dijo su acompañante—. Lo más valioso es nuestra integridad.

    —Son documentos importantes; actas de nacimiento, certificados de estudio y….

    El hombre la levantó con brusquedad para enseguida jalarla y obligarla a darse prisa.

    —Olvida eso. De nada nos servirán esos papeles si nos ahogamos.

    En esa migración involuntaria me topé con niños, ancianos y mujeres obesas que detenían la marcha por el cansancio, siempre azuzados por sus familiares con voces airadas para evitar las pausas.

    A las afueras de la ciudad encontramos a algunos jóvenes trepados en postes de luz. Miraban hacia el Este.

    —¿Ven algo? —les preguntó alguien desde el pavimento.

    —Nada —contestó un chico.

    —¡Ahí! —señaló otro muchacho antes de lanzarse al suelo y correr hacia el Oeste.

    Al bajar de los postes la gente los rodeó.

    —¿Qué ocurre?

    —Hay una humareda.

    —¿Qué dijo? —preguntó una viejecita.

    —Que lo más probable es que se haya incendiado la petroquímica —le respondió una muchacha con voz fuerte.

    Nos vimos forzados a cambiar de dirección.

    Nuestros zapatos se hundían en el lodo al atravesar los plantíos de maíz y sorgo. Los lloriqueos de niños y bebés cargados en brazos herían mis oídos. Caminamos todo el día y hasta muy entrada la tarde. Al sentirnos a salvo por la distancia recorrida, buscamos un lugar apropiado para instalarnos. El pueblo entero estaba disperso entre los cerros.

    Quedé recargado en un pino. Mi boca estaba totalmente seca y mi estómago me recordaba que no había probado alimento en todo el día.

    Cerca de mí estaba una familia de cuatro integrantes. Calentaban café en una fogata y amablemente me invitaron unos panes. Conversando con ellos me enteré de que el padre trabajaba en la petroquímica cuando fue evacuada. En cuanto le pregunté sobre la explosión o lo que pudo haber provocado el incendio, me miró parpadeando. Le repetí la pregunta y le dije que algunos chicos habían visto mucho humo en esa fábrica. Me respondió que era normal, que durante las 24 horas del día sus decenas de chimeneas lanzan un humo negro que huele horrible, pero que habían desalojado las instalaciones al ser informados por Protección Civil de actividad excesiva en el volcán.

    Miré hacia la derecha y señalé la montaña. Les dije que ahí estábamos más cerca que en la misma ciudad. La familia entera se miró entre sí. La madre intervino:

    —Es que la gente se venía para acá —dijo encogiéndose de hombros.

    Estaba muy cansado. Esa noche me dormí rápidamente.

    A la mañana siguiente llegaron los víveres. Camiones cargados con comida en lata, agua embotellada, ropa y calzado se instalaron en las faldas de los montes. Voluntarios con casacas naranjas intentaban que la distribución se llevara a cabo de manera ordenada, para lo que formaban a los desplazados. Yo me acerqué a uno de ellos.

    —¿Qué ocurrió en la ciudad? —le pregunté.

    —Señor, fórmese por favor —fue su respuesta.

    —Yo sólo quiero saber lo que pasó en mi comunidad.

    A empellones, la gente me hizo a un lado para disputarse la comida.

    —¡Orden! ¡Orden! —pidió el voluntario—. Si no se forman no habrá repartición.

    —¿Qué sucedió? —mi cuestionamiento se ahogó en una ola de gritos.

    Toda la mañana siguieron arribando camiones. Finalmente decidí formarme delante de uno. Al llegar mi turno externé mi duda tratando de mostrar la mayor cortesía.

    —¿Me podría decir qué ocurrió? —el voluntario me alargó una bolsa con latas de atún y galletas—. ¿Cuándo podremos regresar?

    —Señor, deje pasar a los demás.

    —Pero yo sólo quiero saber qué pasó.

    —Señor, hay más personas con la misma necesidad. Sea consciente.

    Nuevamente los empujones me obligaron a retirarme.

    Luego de tomar el desayuno me dediqué a investigar entre los desplazados. A las versiones que ya tenía se agregó la de que había habido una balacera entre delincuentes y policías; otra era que había fugas en los ductos de gas de varias colonias y la ciudad entera era una bomba en potencia; una última indicaba que del monte habían bajado animales feroces y estaban devorando a la gente, y los zopilotes igualmente habían enloquecido y dirigían sus ataques a los ojos de las personas.

    Los primeros dos días transcurrieron sin novedad, pero la expectación y el nerviosismo se habían apoderado del ambiente. El silencio reinaba. Unos se tocaban la barbilla, otros la frente y muchos más se mantenían con las manos cruzadas.

    Al tercer día una brisa de optimismo invadió el campo. Algunos jóvenes instalaron en los árboles columpios para los niños. Los adultos se comenzaron a organizar por profesiones. Los maestros adaptaron cuevas como aulas y se turnaron para dar clases. Los arquitectos y albañiles hicieron una petición por escrito al ayuntamiento instándolo a donar material para construcción. Por lo pronto, con sábanas, cobijas, cartones y ramas habían hecho refugios.

    Algunas personas salieron por la madrugada al pueblo más cercano para abastecerse de víveres y al retornar instalaron un mercado. Los carpinteros aprovechaban los árboles para fabricar muebles. Rápidamente el asentamiento había cobrado vida laboral y social.

    A mí lo que más rabia me daba era ver los rostros de alegría de los niños; las sonrisas dibujadas en las caras de todos, como si nuestra situación fuera favorable. Yo extrañaba mi cama. Me era sumamente desagradable dormir a la intemperie y despertar adolorido por el duro suelo. No entendía la naturalidad con que todos tomaban la catástrofe. Al parecer yo era el único con mal genio.

    —Quite esa cara de enojo, amigo. Disfrute la vida porque sólo tenemos una —me decían todo el tiempo.

    A las tres semanas tenía los nervios deshechos y la piel requemada por haber estado expuesto a los rayos del sol. No me sentía capaz de sobrevivir un día más. Comíamos tostadas con atún tres veces al día, si nos iba bien, o puras galletas saladas si escaseaba la ayuda. Sólo cuando Dios nos hacía el favor de abrir las compuertas de las nubes nos bañábamos.

    Esa noche, cerca de las diez, me puse de pie y comencé a caminar. Atravesé el perímetro de los refugiados y seguí avanzando. La excitación que me invadía me había ahuyentado el sueño. Pude caminar toda la noche, y cerca de las seis de la mañana ya contemplaba mi comunidad desde la entrada. Atento a las calles desiertas, trataba de captar incluso el más leve murmullo que me diera alguna luz sobre la situación. Estaba paralizado, como si las avenidas estuviesen minadas y corriera el riesgo de volar destrozado si osaba turbar con mis pisadas la tranquilidad del lugar.

    De pronto oí el ruido de un motor. Di unos pasos en retirada y me incliné para ocultarme en la maleza. Pasó una camioneta. En una esquina viró hacia el centro de la ciudad. Me sacudí los temores y con paso firme entré en el pueblo. Las calles estaban vacías pero también limpias, no mostraban señal de un abandono prolongado. En una esquina vi a un anciano cruzando. Arrecié la marcha hasta darle alcance.

    —¡Espere! —le dije—. ¿Por qué huyó tanta gente de aquí?

    —¿Que huyó gente? No sé a qué se refiere.

    —¡No puede ser! Nadie sabe nada. ¡Me estoy volviendo loco! —al decirlo me llevé las manos a la cabeza.

    —Creo que sí. ¡Ja, ja, ja, ja! —después, al ver mi turbación agregó en tono paternal—. Tranquilícese. ¿Le puedo ayudar en algo?

    —No, nadie puede. Por días he buscado respuestas pero éstas no existen. Todo empezó hace como tres semanas, cuando me despertó un alboroto en la calle…

    Y le conté todo.

    Al terminar mi narración me miraba a los ojos. Tenía una mano en la barbilla.

    —¡Aaah! Ya veo. Usted fue de los que decidieron seguir la moda de irse a vivir una temporadita al campo.

    —Pero, ¿cuál moda? Yo no quise emigrar, me vi obligado.

    —Al parecer usted es bastante inocente. ¡Ja, ja, ja! Le diré algunas cosas de interés para que deje de hacer tonterías.

    Me habló de un poder supremo que decide los comportamientos sociales mediante la introducción de usos o costumbres que se mantienen vigentes durante algún tiempo.

    —Pero, ¿con qué objeto van a controlar nuestras vidas? —pregunté escéptico.

    —Bueno, para recibir beneficios económicos y políticos o para mantener una aparente estabilidad social, y para muchas otras cosas que sólo el Sistema sabe.

    —¿Y quién es ese poderoso Sistema?

    —El que en este momento nos observa y escucha.

    Miré sigilosamente a mi derredor tratando de detectar algún espía.

    —¡Ja, ja, ja, ja, ja! Vaya que sabe poco de la vida.

    El viejo me habló de un sistema que, aunque no lo podamos ver, está al tanto de todos los movimientos de los miembros de la sociedad con el fin de decidir por ellos.

    —¡Pamplinas! Yo actúo por voluntad propia —protesté.

    —Hace un momento me dijo que no fue su deseo irse, que se vio obligado —repuso.

    Me habló de que el poder oculto no lastima a nadie ni mucho menos fuerza a actuar de determinada forma, pero emplea tácticas como activar las alarmas de toda la ciudad y las sirenas de la policía con el propósito de provocar una migración al campo. Éste es sólo un ejemplo de sus muchas tretas.

    —Los líderes de opinión comenzaron a evacuar el pueblo y la mayoría de los ciudadanos simplemente los siguió, como ocurre todo el tiempo; a la gente le parece más cómodo que pensar por ella misma.

    —¡Ya entendí todo! Ahora mismo regresaré a mi casa. Ése es mi deseo. De este momento en adelante haré lo que me plazca o me redunde beneficios.

    —¡Bien pensado! Y suerte.

    Había dado unos pasos hacia mi casa cuando me detuve.

    —¡Oiga! —le grité al anciano—. ¿Está seguro de que no ha pasado ninguna catástrofe y estaré a salvo en mi hogar?

    —¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Vaya tonto! —alcancé a escuchar mientras el viejo se alejaba hasta perderse de vista al doblar en una esquina.

    Durante varios minutos seguí oyendo su risa que me taladraba los tímpanos pese a haberme apartado de ahí corriendo sin rumbo fijo por las solitarias avenidas.

    La herencia volátil

    En la plaza el sol resplandecía sobre los sombreros de ala ancha, las gorras de béisbol y las sombrillas sostenidas por manos con anillos de oro, plata o fantasía y pulseras de piedras preciosas. El tráfico era continuo. Camionetas, taxis y autos compactos transitaban por la avenida Independencia. En los portales algunas palomas se detenían sobre los manteles bordados a mano que cubrían las mesas de caoba de los cafés. Los cajeros automáticos

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