Carrera 13
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La narración de sus historias de vida se cruza y mezcla con algunos episodios de la historia política colombiana, que marcaron de alguna manera sus vidas y que los deja al margen de la prosperidad y el bienestar.
La historia parte de la calle como protagonista, en un lapso de poco más de cincuenta años desde su creación como barrio popular, a la par con los sucesos que pasan en la vida de estos personajes; narrados por un cuarto personaje, que aparece en las últimas etapas de sus vidas y es familiar a ellos, por su grata recordación en la infancia. Sin embargo, ahora los mira con distancia y entiende que son el resultado, en buena medida, de las condiciones sociales que han vivido.
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Carrera 13 - Enrique Espitia León
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
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© Enrique Espitia León
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de cubierta: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
Primera revisión Fernando Carretero
ISBN: 978-84-1068-596-3
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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1
La geometría del triángulo es perfecta: Autopista Sur, por un lado, y el límite de Bosa por los otros dos; y un nombre acogedor, como de barriga llena: barrio La Despensa, metáfora del espacio donde se guardan provisiones que dan tranquilidad. Esto para nombrar un pedazo de tierra en los extramuros de la ciudad, narrada por muchos como parte de Bogotá, ante el eminente atraso y desprendimiento por esa esquina al norte de Soacha, una especie de apéndice, un hijo natural, un territorio limítrofe, como de otra comarca, por lo apartado del centro de comercio y tan pegado a la capital. Mientras tanto, Soacha sigue siendo demasiado parroquial, donde solo se acude a comer almojábanas y garullas o a pagar impuestos por unas casa lotes sin ninguna mejora en sus entornos. Construida en la periferia de la ciudad por autoconstrucción, donde la tierra es barata y sin servicios, sirve de refugio perfecto para migrantes con pocos recursos, quienes encontraron un urbanizador generoso que marcaba la cuadrícula de los terrenos con lotes enormes y calles amplias, parque, iglesia y puesto de salud con el fin de hacer la vida con más holgura para sus compradores, evocándoles pequeños vestigios de añoranza por el campo, con casa, huerta y animales; más allá de las viviendas modernas para pobres de cincuenta metros, entre cuatro paredes, donde las ideas y las furias se estrellan contra el techo y el vecindario.
Todo se convirtió en evento, en novedad: la llegada del agua en pilas provisionales, lugares improvisados por los gobiernos municipales para abastecer del preciado líquido a los habitantes marginales, a partir de un tubo subterráneo que llegaba a una pequeña pared más parecida a una lápida levantada donde una llave o registro traía el agua para abastecer a todo un vecindario, trasladando el concepto de agua veredal a una ciudad. Pronto pasó a ser el centro de encuentro, de la disputa, de la riña y del chismorreo de los pobladores ante las largas filas para abastecerse con unos cuantos baldes o canecas para hacer más llevadera la vida en los hogares. Quienes podían pagar el trasporte hasta sus casas generaban el rebusque para niños y jóvenes que ofrecían sus servicios por monedas para arrastrar en carretillas el agua hasta cocinas y baños del vecindario. Las batallas campales no se hicieron esperar: que ¡usted se coló!, que ¡yo estaba ahí!, que le vendo el turno, que ¡está dejando pasar a todos sus amigotes y nosotros a qué horas!, y sonaba el primer insulto, que subía de calibre hasta que, pum, el primer golpe, el desorden, la gritería, unos azuzando, otros gritando, el agua regándose; a veces, entre varios golpeando a un colado, todos en gavilla: para eso sí somos buenos. Y si la riña era entre mujeres, la mechoneada y la arrastrada, cuando no era el reclamo por quererme quitar a mi marido, descarada, perra y pum, otros golpes y otra arrastrada en el barro. Con las filas tan caóticas aparecieron los primeros asomos de organización y la junta de acción comunal se convirtió en el regulador para la entrega del agua, hasta que los privilegios por dejar pasar a los amigos y familiares terminaron con su autoridad y siguió plantada la ley del más fuerte, el más vivo, el que madrugara más, el que vendía los puestos en la fila. Era previsible este tipo de disputas porque estamos hablando ni más ni menos que de la vida, ese líquido que a todos nos parece normal hasta cuando escasea o no existe, y entonces gritamos de estupor: «¡Cómo es posible sin agua!». En ese momento, el desconcierto aumentaba al no tener algunos días agua para cocinar, asearse, limpiar o lavar ropa; pero ¿quién se iba a imaginar años más tarde, ya con el acueducto domiciliario, ver el apetito de voraces multinacionales que hicieron de la carencia una posibilidad de enriquecimiento aun con las prácticas más deleznables presentadas y maquilladas en la tele, como producto de manantial, de pureza, de salud?; entonces la embotellaron para nuestra comodidad a costa de generar montones de basura plástica: botellitas, garrafones, bolsas, hasta convertir un líquido básico de sobrevivencia en una mercancía de comercio y privilegios.
En estos ajetreos de odios, amores y defensa de los puestos en la fila a codazo limpio estaba Pompilio, un jovencito con siete hermanos menores, habitante de esta Despensa en construcción en una casa lote a medio hacer, con un padre borrachín a más no poder, pero con una alegría desbordante y para quien la risa era de muy fácil acceso hasta por las cosas más triviales, condición que Pompilio heredó desde el vientre materno. Por ignorancia de su padre, quien pensaba que golpear es corregir, en una ocasión de disgusto golpeó la cabeza de Pompilio con tanta fuerza, con el brazo de una carretilla, que lo dejó con un leve retardo, solo reconocido cuando este llegó a la escuela y los demás compañeritos se dieron cuenta de lo difícil que era para él no repetir algunas palabras y reírse luego de sus mismos comentarios, motivo de más para dejar de asistir a la escuela, no solo por las mofas, sino porque le era difícil entender conceptos y perdió todo interés. Sus charlas se acompañaban a cada rato con risotadas seguidas de un pequeño manoteo, con el cuerpo algo inclinado, haciéndolo cómico incluso para el más desprevenido, que de inmediato se daba cuenta de sus dificultades en hilar más de dos ideas, y siempre la risa terminaba con repeticiones una y otra vez de lo ya dicho anteriormente, para la chanza de quienes lo escuchaban. Limitación humana que permite retratar nuestras bajezas; somos capaces de imitar para burlarnos de los defectos, como la piel quemada, el labio leporino, las cicatrices, la estatura, y todo produce la risa fácil para ser simpáticos ante quienes nos escuchan o, de manera soterrada, con quienes tenemos más confianza. Estas dificultades las compensaba con su risa; casi nunca se dio por aludido. Sus generosos y rápidos servicios lo convirtieron en el mandadero diligente y el ayudante imprescindible del vecindario: Pompilio, traiga este mercado, cargue estas tejas, vaya y bote este perro muerto; condición aprovechada para comer varias veces al día, lo cual probaba que si algo tiene la pobreza es la generosidad aun en la carencia: una changua aquí, una gaseosa allá, un almuerzo por traer la caneca con el agua, unas monedas por traer un mercado de la tienda de barrio. «Así se ganan la vida las personas de bien», le repitieron en su casa por muchos años. Y como sabía de las dificultades para expresar las ideas, su madre se creyó con el derecho de administrarle el poco dinero del pago para que Pompilio no lo malgastara o se lo tomara en cerveza con sus amigos y hasta se lo creyó, porque devotamente cada trabajo pagado lo llevó para que ella lo administrara.
Muy común era verlo aparecer en la esquina donde Bosa y Soacha son la misma cosa con una carga desmesurada sobre sus hombros, sudoroso y jadeante, con las piernas que trastabillaban y se movían de manera rápida, hasta llegar a una de las cocinas de estas enormes casa lotes, descargar y luego sentarse en el patio a mirar fijamente con su risita, como si dialogara con los brevos, papayuelos y saucos, abundantes en estos terrenos arcillosos y secos, para, luego de conversar con ellos, buscar unas brevas negras, las más dulces y blanditas, para engullirlas rápidamente y regresar a la cocina donde ya lo esperaba una agua de panela con pan en las mañanas; o, si el calor agobiaba, casi siempre se encontraba con jugo de guayaba o limonada, que bebía rápidamente y se evaporaba de la casa con sus risas y conversaciones que solo él entendía en su interior. Religiosamente, estaba todos los días en la pila del agua llevando baldes, ollas y cuanto artefacto le entregaran para recogerla, observando cómo el agua al caer chapotea y empapa todo a su alrededor y va formando unos círculos cada vez más grandes hasta desaparecer entre el barro. En uno de esos días, por accidente, se tropezó con otro joven que llevaba en una carreta manual tres baldes con agua, los cuales requerían un enorme esfuerzo, semejante a un maromero de circo, para no caer a cada rato, pero que, con pericia, lograba mantenerlos en pie con arrestos de energía. Para su corta edad, era un hombre fuerte para el trabajo físico, una especie de cotero, cuya potencia corporal es el sustento diario, aun siendo un poco enclenque, bajito y con apariencia de bribón, con el pelo ensortijado y largo, unos zapatos ajados y unas ropas grandes y rotas, como una especie de año viejo joven con mucho entusiasmo por el trabajo y poco interés por la escuela, donde terminó la primaria con gran esfuerzo y de la cual repetía constantemente: «Lo mío es el trabajo. ¿Para qué estudio si eso no me da de comer?». Y la carreta cargada de baldes con agua golpeó en el brazo a Pompilio que, ante el equilibrio precario por el peso del agua, cayó sin remedio, en medio de la algarabía y una retahíla de improperios para sí mismo. Pocos entendieron por la furia como los pronunciaba. El agua corrió bajo su cuerpo y lo empapó por completo.
—¿Para qué se atraviesa así, como una vaca? —le gritaron.
—Marica, ¿está ciego o qué?, ¿no me ve?
—Se duerme cuidando un tigre —volvieron a recriminarle.
Y antes de que Ademar —así se llamaba el carretero— pudiera dejar la carreta a un lado, sintió el primer manotazo en la espalda, que lo cimbró. Los dos estaban revolcándose y jadeando en el piso como perros en invierno y algunos curiosos, incitándolos para golpearse más fuerte, se reían al ver como las caras parecían máscaras de terror por las pelmazas de barro que les deformaban el rostro: solo los ojos se movían con furia de un lado para otro, hasta que una voz gritó fuerte:
—¡Ya no más!
Ellos, como si fuera una orden del más allá, se retiraron atemorizados, uno sacándose el barro de los ojos y el otro buscando entre el lodo sus zapatos. Pompilio regresó a la pila por más agua esperando un nuevo turno en la fila y Ademar, con poca fuerza, apenas le alcanzó para reanudar el recorrido de la carreta y siguió su camino. Había quedado sellado el pacto de enemistad para siempre.
Sobra decir del joven carretero, huérfano de padre desde muy niño, quien vivía con sus tres hermanos y su madre, una humilde mujer, tímida, analfabeta y diligente, que se ganaba la vida aseando casas, cuidando niños y barriendo la parroquia del barrio, motivo por el cual trabajar llevando el agua por el barrio se convirtió para él en una fuente de minúsculos ingresos; pero, a fin de cuentas, ingresos, amén de las onces, almuerzos y lo que los vecinos, por su origen boyacense, sabían hacer de manera exquisita —una sopa en la que la cuchara quedaba en pie era indicio de buena cocinera—, o al menos le ofrecían refrescos o jugos. Así, cuando en la casa no existe la posibilidad de comer, el vecindario ofrece manjares y uno como animal de costumbres se congracia a cada rato para recibir los favores y llenar la barriga.
Donde se vive con carencias, la llegada de una nueva posibilidad de mejora nos hace celebrar algo que por humanidad básica debería estar resuelto. Cada adelanto parecía un logro increíble de progreso en el barrio; si bien lo era, no se necesitaban tantos años y desidias de gobernantes para entender a una colectividad con todas sus privaciones. Así llegaron la luz —todo un acontecimiento la instalación de los postes de madera—, la parroquia, el puesto de salud, el parque, el alcantarillado, el pavimento: todos servicios básicos de los cuales cada uno requirió un largo proceso de politiquería, agasajos al concejal y al alcalde de Soacha, promesas de votación y obras inconclusas que necesitaban para su finalización más de tres contratos hasta entronizar en la comunidad la idea de que así era, porque los políticos también comen, y «que roben pero que hagan» era el dicho más común cuando se veía una nueva calle pavimentada.
A Pompilio le pareció raro y al mismo tiempo molesto cuando llegó el acueducto domiciliario y las pilas de agua se suspendieron. Todo esto daba al traste con sus ingresos y se decía a sí mismo: «Ahora nadie me contrata para traer el agua». Su impaciencia radicaba más en la comida de las cocinas de cada casa que en el dinero de la paga, pero guardaba la esperanza de que lo siguieran llamando para traer mercados, acompañar enfermos o llevar razones, y en especial en
