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Libro electrónico195 páginas2 horas

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Información de este libro electrónico

Se trata de un texto de tintes costumbristas que trata de reflejar cierto tipo de dinámicas socio - políticas. La narración va desplegando una critica sobre la realidad mexicana. (Extensible a la de los otros países y a nuestro mundo actual en buena medida). La critica recae sobre las clases altas, la clase política, la relación de dinero y poder,
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2022
ISBN9786078535989
AQUI TODO SIGUE IGUAL
Autor

PABLO PRADO BLAGG

Pablo Prado Blagg, Abogado y Notario Publico de la Ciudad de Guadalajara, Jalisco, es autor de dos títulos, uno los Notarios de Jalisco su Historia y su colegio y otro, La Función Notarial en Materia Agraria. La novela que ahora se presenta es su primera incursión en este genero.

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    AQUI TODO SIGUE IGUAL - PABLO PRADO BLAGG

    Capítulo I

    El sonido como de botas al golpear las piedras de la calle, la despertó. No era que tuviera el sueño ligero, sino lo que parecía un grupo marchando lo que la obligó a abrir los ojos. Rincón de Ixtán era un pueblo tranquilo, ¿por qué habría de escucharse ese ruido marcial a las tres de la madrugada ese febrero de 1972?

    María Felícitas dudó: ¿despertaba a su viejo? Ya sabía cuánto se enojaba él si lo hacía sin un motivo grave. Dos veces antes había ocurrido. Una, cuando creyó escuchar el llanto de un niño en el patio y resultó que era un gallo mal afinado; y, otra, cuando por la calle iba pasando María Juana, que a grito abierto lloraba porque su marido estaba con una puta.

    Pero esto era diferente, no era llanto, no era ruido abierto. Era un rumor, un rumor de gente caminando a paso firme, rítmicamente, como un sonido que saliera del suelo, subiera hasta el oído y se metiera en la cabeza. Algo que va creciendo conforme se acerca. Casi sin pensarlo, sin siquiera recordar el temor que le significaba el enojo de su marido por interrumpir su sueño, lo movió, le llamó:

    —¡Juanco! ¡Juanco! ¡Despierta! ¡Juanco! ¡Despierta! ¡Parece que los soldados han tomado el pueblo!

    Juanco, Juan Cornelio, dormía el inquieto sueño de la embriaguez, después de haber brindado con los compas por el bautizo de su ahijado Lencho.

    —¡Oye vieja, sí que está grueso el ruido! ¿De veras serán soldados?

    —Ay, pos no sé, pero por si las dudas, espérate, no vaya a ser que vengan a buscar a todos los solicitantes de tierras y te agarren a ti.

    —¿Y a mí por qué, si yo soy peluquero?

    —Pos nada más porque estás en la lista de los que pidieron tierra, fuiste a la marcha a la capital y te sacaron en la tele con el letrero de Tierra y libertad para los campesinos, cabrones burgueses.

    —Pos sí, pero ya te dije, yo no quería, me lo dio el líder y me dijo que o lo llevaba o no me tocaba tierra.

    —¿Que no te tocaba tierra? ¿Y los diez años que llevas cooperando, qué? ¿Con cuánto cooperó el pinche líder?

    —Sí, vieja, ya sé, pero ¿qué hacía? Me la dio y me dijo que así con esa pancarta seguro que nos darían la tierra.

    Juanco no se distinguía en el pueblo ni por valiente ni por audaz, pero desde que salió en la tele con aquel cartel se convirtió en un personaje del pueblo. Los compas lo felicitaban, las mujeres lo atendían, los ricos le negaban el saludo, las muchachas lo volteaban a ver, y eso a sus cuarenta y tres años no era poca cosa.

    —Viejo, escucha, sí, parece que son soldados.

    De mala gana y más por el hecho de que él también estaba oyendo el sonido marcial de las botas sobre el empedrado que retumbaba en su cabeza, algo adolorida por la incipiente resaca. Se enderezó.

    —¡Ah cabrón! ¿Y ahora qué estará pasando?

    —Pues no sé —dijo Felícitas—, pero mejor aquí nos quedamos hasta saber lo que pasa, no vaya a ser que por andar de metiche te metan un plomazo y me dejen viuda.

    —¡Tas pendeja, vieja!, si el presidente nos dijo que pronto tendríamos las tierras, seguro que estos vienen a entregárnoslas.

    —Pos será lo que sea, pero de aquí no sales hasta que sepamos bien a bien de qué se trata.

    Juanco pensó ponerse muy macho y decirle a su vieja ¡Estás jodida, me levanto y voy a ver qué chingados pasa!, pero la valentía del mezcal se iba disipando y el rumor creciente, que en ese momento se incrementó justo en su ventana, lo hizo decir:

    —Dirás lo que quieras, pero en cuanto amanezca me lanzo a ver a los compas, pa’ saber qué pedo.

    Al avance, que se perdió en la distancia, lo sustituyó la inquietud del pueblo que despertaba sin saber qué había sucedido durante la noche. Las luces comenzaban a iluminar las casas, se escuchaba el sonido de radios encendidos para ver si en las noticias decían algo al respecto. María Felícitas y Juanco, preocupados, seguían en la cama cuando se escuchó otro ruido. Primero voces y luego golpes en la puerta, leves al principio y cada vez más fuertes.

    —¡Juanco! ¡Juanco!

    —¿Y ahora qué?

    —No sé viejo, si quieres yo voy a ver.

    —No, pérate, deja ver qué chingados.

    Ocioso es decir que en los pueblos cada quien duerme como puede, unos en calzones, otros sin nada y los más, como quedan al final del día, como estaban. Claro, sin huaraches, que esos sí se los quitan. Juanco era un sencillo peluquero de pueblo, aunque estuviera enlistado como campesino, dormía como debe dormir la gente decente. Así que levantándose de su cama en puritito calzón, se dirigió a la puerta de su casa y gritó:

    —¿Quién es? ¿Qué carajos quieren?

    Al igual que María Felícitas y Juanco, todo el pueblo había escuchado con temor el paso de los soldados por la calle. Esperaron a que pasara el ruido para salir a preguntar qué había pasado. Al no encontrar respuesta, como Juanco había salido en la tele y había declarado que lo hacía por el bien del movimiento campesino, la gente se fue juntando y a un rumor, otro rumor se sumó: Juanco debe de saber y tanto se repitió que, primero una y después otro, concluyeron que lo mejor era ir a donde Juanco y preguntarle.

    Pero una cosa es dormir en calzones y otra muy diferente es recibir gente en calzones; a pesar de la resaca que tenía, Juanco tuvo la lucidez de regresar y ponerse el pantalón antes de salir.

    —¡Ahí voy! ¡Ahí voy! Ah, qué pinche escándalo.

    Juanco abrió la puerta de su casa, pudo ver el día que clareaba y a veinte o treinta gentes en cuyos rostros se reflejaba el temor y la zozobra.

    —Juanco, ¿qué está pasando? —le espetó la mujer cincuentona que encabezaba el grupo de gente todavía adormilada.

    —¿Y yo qué cabrones voy a saber? ¡Si estaba dormido! —respondió.

    Los gritos de los lugareños reclamaban una respuesta, y entre la ebriedad que aún le embotaba el cerebro y el desconcierto por ver tanta gente ante su puerta exigiéndole una aclaración, dijo:

    —Ha de ser que nos vienen a entregar las tierras.

    Juanco se maldecía a sí mismo por haber formado parte de la comisión que fue a la capital y de haber salido en la tele, ahora tendría que involucrarse en algo que ni quería ni nunca había imaginado, él no era un líder, era sólo y simplemente un hombre común, sencillo sin más aspiración que terminar cada día en su cama, emborrachándose los sábados y cuando se podía, los domingos también.

    Haciendo de tripas corazón ante el reclamo que lo despertó, Juanco se puso rápidamente camisa, huaraches y sombrero. Y, sintiéndose por primera vez en su vida alguien importante, salió de su casa con los oídos perforados por los regaños de su mujer. Decidido, encabezó el grupo que se dirigía a la plaza del pueblo.

    Sentado en una estancia de su casa, con las dos ventanas abiertas para mitigar el calor, don Lucas Trementino recordaba que justo cuarenta años atrás, precisamente el 18 de julio de 1932, veintiséis peones que trabajaban en las tierras del patrón, motivados por las noticias que corrían en la región se atrevieron a solicitar que les dotaran, que les regalaran tierras para trabajar y preferentemente las tierras que ya conocían y trabajaban. Esto es, las de don Severino Reséndez Licón.

    La Reforma agraria fue un movimiento social iniciado en la primera década del siglo XX, cuando la existencia de grandes extensiones de tierra en manos de muy pocos había provocado una tensión social creciente, que el gobierno pretendió resolver mediante el fraccionamiento de los latifundios. Así, quienes tuvieran más de cien hectáreas de riego deberían entregar los excedentes al gobierno, para que este a su vez las entregara a los millones de campesinos sin tierra que trabajaban en las propias haciendas o latifundios.

    Ante este trastrocamiento del orden social y de la propiedad privada, múltiples fuerzas se desataron enfrentándose entre sí. De un lado los propietarios de las haciendas, dueños por generaciones de grandes extensiones de tierra que por derecho natural consideraban como suyas. Por otro lado, millones de peones, campesinos que sembraban y cosechaban esas tierras, y recibían a cambio magros salarios que los ubicaban en un nivel de subsistencia y miseria.

    La llegada del presidente Cárdenas al poder avivó ese conflicto, pues él tomó como tarea principal repartir las tierras a los campesinos y esas fueron las noticias que llegaron a Rincón de Ixtán en 1932. Y repartió muchas más tierras que los presidentes anteriores, convirtió el reparto de la tierra en un objetivo principal de su gobierno.

    Los gobernantes que le siguieron trataron de imitar o superar lo hecho por su predecesor, pero la tierra no se estiraba, después de cuarenta años más de la mitad del territorio nacional se había repartido en míseras parcelas que iban desde tres o cinco surcos, hasta diez o veinte hectáreas, casi todas de temporal.

    Los campesinos que recibían la tierra del gobierno, sólo recibían eso: la tierra, ni semilla ni tractores o bueyes para trabajarla, sin dinero, sin crédito. Con ello, entre más tierra repartían, más se extendía la pobreza. Se decía, en broma o en serio, que a esas alturas, cuando ya la mitad del territorio lo había repartido el gobierno, los pobres se clasificaban en dos: en miserables y muertos de hambre, y había muchos que estaban dentro de las dos categorías.

    Por torpeza o por miopía política, simplemente se había hecho de la tierra un medio improductivo. Sin recursos no hay producción, ni granos ni comida. Nada.

    Capítulo II

    El viaje era el mismo de todos los años. Días y días recorriendo estrechas carreteras, hacinados sobre la plataforma de un thorton, saliendo de su tierra hacia las partes bajas, más de dos mil quinientos metros de descenso hasta el nivel del mar. Así era cada año, así era también ese octubre de 1962. Tukuk, su mujer Uk noo y sus hijos Yiktsoo, Tohtik, y la pequeña Xtame, pasaban casi dos semanas malviviendo en ese vehículo, hasta que al fin, catorce días después llegaban a Riantro, una población cercana a la costa del océano Pacífico, donde el padre y los dos hijos varones trabajarían como jornaleros, cortadores de caña con machete o cazanga.

    Llegaron agotados. El largo viaje con el piso duro de la troca cansa hasta al más resistente. Mujeres, niños y hombres replegados a las redilas. Tukuk y su familia, veteranos de estos viajes, tan sólo al llegar a Riantro —donde vivirían los próximos cuatro meses— se habían instalado en un rincón cercano a la puerta principal del jacalón, construido de techo y paredes de palma real aglutinados con lodo seco, con piso de tierra aplanada. Por los altos muros se colaba según la temporada el aire caliente o la lluvia, o las dos cosas al mismo tiempo. Ahí, el pequeño espacio que conseguían les servía para dormir y cocinar; para desahogar sus necesidades tenían que salir a campo raso.

    Escuela para los niños no había, al patrón no le interesaba un indígena instruido y ellos, los indígenas, ni idea tenían de lo que eso era; en la sierra tampoco había escuela. Las jornadas de trabajo son de sol a sol, con un descanso para que coman lo que sus mujeres les prepararon. Las noches, estrelladas y cálidas: 38 o 40 grados centígrados es la temperatura media en la madrugada. El piso de tierra se calienta tanto que quema al acostarse, tener cartón para dormir encima es un lujo que pocos consiguen.

    Duermen vestidos tal como llegaron del campo, de la cosecha de caña. Con tierra y lodo en pies y manos, cara sucia y pelo lacio y negro enmarañado. Duermen vestidos porque o bien no tienen otro cambio de ropa o temen que estando dormidos se las roben sus vecinos de piso. La ropa, toda de manta cruda, día a día va aumentando sus capas de tierra y sudor. El jacalón huele siempre a sudor agrio mezclado con desilusión, rencor y desesperanza.

    Las mujeres cocinan y paren ahí mismo, cuidan a sus hijos como pueden. Sumisas, sólo hablan mixti y por tanto no pueden relacionarse con el resto de la población, únicamente con las mujeres de su pueblo. Las mujeres mixtis no deben por ningún motivo, so pena de repudio, hablar o mirar a otro que no sea su hombre.

    En los jacalones viven, ríen, lloran, gritan, se emborrachan, se hieren, se matan y celebran las fiestas rituales que les heredaron sus ancestros, fiestas para sus deidades sobre las cuales los misioneros franciscanos sobrepusieron las celebraciones para sus dioses, tan distintas de las suyas. Ignorantes del sincretismo al que los han llevado y para no sufrir el rechazo de los mestizos, oran y ofrecen sacrificios a sus divinidades, transmutados en símbolos o santos católicos. Ellos saben a quién le rezan, independientemente de la figura o estampa que les pongan enfrente.

    En cada camión viajaban varias familias enteras, el contrato era así. El jefe de familia aportaba, además de su trabajo, el de sus hijos. En el caso de Tukuk, en este año serían Yiktsoo y Tohtik los que ayudarían en la zafra de la caña, cuatro brazos más por cuyo trabajo él cobraría y nadie más. Los hijos, de acuerdo a la tradición de su etnia, debían absoluta obediencia a su padre, eso incluía también a la mujer y a la hija. Uk noo tenía como obligaciones cocinar, lavar ropa, cuidar niños y todo aquello que se refiriera a labor de casa. En fin, pensaba ella, es lo que hay y nada más.

    El lugar al que llegaron en las afueras de Riantro era una barraca con una sola entrada, para controlar sus movimientos, sin más ventilación que los orificios que se hacían en las palmas viejas que caían, ya del techo, ya de las paredes. Las corrientes de aire llegaban y se encerraban dentro un buen rato.

    El sitio guardaba de años pasados, la suciedad acumulada y los olores y humores que se mezclaban entre sí. Ahí llegó la familia de Yiktsoo, él apenas cumplidos los catorce años, era su primer año como jornalero, sin sueldo. Tenía que trabajar de sol a sol, tallándose el lomo todo el día, mientras la luz lo permitiera y siempre obligado a cumplir la tarea que el capataz le asignaba.

    La zafra, el corte y procesamiento de la caña de

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