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El hombre que sobrevivió al hombre
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El hombre que sobrevivió al hombre
Libro electrónico708 páginas11 horas

El hombre que sobrevivió al hombre

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¿Reaccionaría la Tierra ante una decisión humana que podría hacerla desaparecer del Universo? ¿No? ¿Quién puede asegurarlo? Quizá alguien lo haya intentado ya, y no consiguiera culminar su diabólico plan debido a algún inesperado accidente natural. Quién sabe...

A finales del siglo XIX, un hombre llamado Benjamín Jacob, propietario de una productiva mina de oro, emprende un viaje desde lo más profundo de los bosques boreales canadienses al viejo continente, específicamente a Francia, con el fin de conocer la tierra de sus antepasados. Allí descubrirá que el dolor emocional es mucho más terrible que el físico. Ni con todas sus riquezas será capaz de conservar aquello por lo que realmente le merecía la pena seguir viviendo.

En el año 2033, en Mountain´s Oaks, un pueblo insertado entre montañas en el noroeste de Canadá, el cadáver de un hombre de nacionalidad española, descubierto en una de las habitaciones del único hotel del pueblo, desaparece del instituto forense unas horas antes de que le practicasen la autopsia.

Un hombre sin memoria, perseguido por fuerzas que no logra entender, trata de encontrar a la persona que, supuestamente, podría ayudarle a desprenderse de la maldición que le legó su antigua identidad, tras tomar ésta, años atrás, una decisión a la desesperada. Durante su viaje hasta el desierto de Nevada, pasando por la ciudad de Nueva York, descubrirá su terrible secreto y su inevitable desenlace. En esta fantástica historia, las catástrofes naturales provocadas por los elementos de la tierra no serán precisamente ocasionales. Tendrán un objetivo específico.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento23 feb 2016
ISBN9788491124061
El hombre que sobrevivió al hombre
Autor

BARTOLOMÉ CÁNOVAS GARCÍA

Bartolomé Cánovas, el autor, nacido en Murcia en el año 1973, es escritor por necesidad. Empezó a escribir a los trece años por un impulso natural, que le instaba a vaciar su mente de las historias imaginarias que lo atormentaban. Había oído decir a alguien que lo transcrito en un papel deja de perseguirte con afán obsesivo y desaparece de tus sueños, permitiéndote descansar. Sus historias se vuelven imprevisibles en algún momento de la trama, porque, aunque parten de una idea, las palabras fluyen de manera inconsciente, produciéndose giros inesperados en la narración que sorprenden hasta al propio autor. Éste nunca ha hecho por corregir esta particularidad suya, porque cree que es la propia imaginación la que debe hablar de su mundo de ficción. No tiene predilección por un tema en particular. Por eso, si le surge, y no le queda excesivamente estrambótico, mezcla varios géneros en una misma novela. Supongo que, como la mayoría de los escritores, lo que más anhela es que su obra vea la luz a través de los ojos de los lectores, y que estos disfruten con su lectura.

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    El hombre que sobrevivió al hombre - BARTOLOMÉ CÁNOVAS GARCÍA

    Primera

    18 de noviembre de 2033

    El piloto miró la pantalla del GPS, y le dio un codazo a su compañero, que estaba echando una cabezada en el asiento del copiloto. Éste gruño por la importunación, pero no abrió los ojos.

    -Joder –despotricó, quitándose los cascos de las orejas y poniéndoselos en el cuello-. ¡Eh, tú, el de ahí detrás! Tienes cinco minutos para saltar. En breve sobrevolaremos Mountain´s Oaks.

    Al no recibir respuesta, el piloto volvió a insistir, pero esta vez con unas palabras que se sabía en español:

    -¡Chico! ¡Salto! ¡Cinco minutos!-. Miró la pantalla en blanco y negro, que ofrecía la imagen de la cámara de vigilancia de la parte trasera del avión, y en ella sólo vio cajas grandes de embalaje. De repente, alguien pasó de un lado a otro de la imagen haciendo un leve gesto de confirmación con el pulgar de la mano derecha.

    -Loco –masculló el piloto accionando a distancia la apertura de la compuerta lateral-. Estos jóvenes no saben qué hacer ya para divertirse. –Pero a él le daba igual; le había pagado muy bien por la precaria plaza en el compartimento de cola.

    El indicador de que alguien había cruzado la puerta que daba al vacío se encendió. El piloto volvió a cerrar la compuerta automáticamente. De repente, una luz de alarma se encendió en su subconsciente. Eso era porque había visto algo, justo cuando el chico cruzaba la pantalla, que no le cuadraba. Tras unos minutos con los engranajes de la memoria a pleno rendimiento y su cerebro echándole humo cayó en la cuenta.

    -¡El paracaídas! –gritó-. ¡Ese idiota se ha olvidado ponerse el paracaídas!

    El copiloto se despertó sobresaltado.

    Segunda

    21 de noviembre de 2033. Dos días después.

    Mountain´s Oaks: Un pequeño pueblo canadiense perdido cerca de la frontera con Alaska.

    Cuando se dio cuenta de que estaba nevando, el alféizar de la ventana de su despacho estaba cubierto por un centímetro de nieve. La luz de la farola del aparcamiento para vehículos oficiales parecía la salida de un oscuro túnel a una soleada mañana. Con su fulgor hacía brillar los pequeños trozos de cuarzo de hielo, que caían con lentitud. A lo lejos, una difusa esfera pálida agujereaba la noche. La luz sobre la puerta de la entrada indicaba la posición exacta del colegio de primaria, cuyo edificio de ladrillo rojo, más allá del parque infantil y del reducido campo de beisbol –con todo el terreno libre que había no entendía muy bien por qué habían construido una especie de mini campo-, estaba envuelto en las sombras del inesperado oscurecer.

    Concentrado en la lectura de unos informes elaborados por dos de sus agentes había permanecido, al menos dos horas seguidas, ajeno a la vida que continuaba al otro lado de los muros de su despacho, pasándole inadvertido el momento en que el día se esfumaba tras las espectaculares montañas boscosas. El más extenso de los informes, el de James, era demasiado importante y truculento para un pueblo tan apacible y aburrido como Mountain´s Oaks. Por eso le había dedicado todo aquel tiempo, sin intercalar pausa alguna, ni para tomarse un café. Igual le sucedía cuando leía una buena novela de suspense, que cada una de sus páginas lo arrastraba a leer la siguiente, y no levantaba la cabeza hasta que se topaba la palabra fin. Pero jamás habría imaginado que una historia real le pondría los pelos de punta.

    Un hombre de unos treinta años, de nacionalidad española, había llegado caminando el día anterior a Mountain´s Oaks, temprano –sobre las seis de la mañana-, y se había alojado en el hotel Spring. Alrededor de las doce del mediodía, el personal de limpieza lo había encontrado muerto en la cama. No presentaba signos de violencia, ni había barbitúricos cerca que apuntaran a un posible suicidio. Parecía dormir serenamente en la cama, con las manos cruzadas sobre el pecho, y una sonrisa de placidez en los labios. Paradójicamente, parecía como si ese tipo se lo hubiera pasado bien muriéndose. Siempre se había dicho que la muerte perfecta era la que no deja secuelas de dolor en el rostro, un final sin sufrimiento.

    A las dos y media de la tarde trasladaron su cuerpo al instituto forense, y sobre la siete, hora en que la detective forense Mary Mason iba a practicarle la autopsia, el cadáver del extranjero había desaparecido sin dejar rastro.

    ¡Maldita sea! Quizá fuera rutinaria y monótona su vida en aquel pueblo de gente ruda, rodeado de bosques y montañas de picos de nieves perpetuas, con un final del día sospechosamente parecido al anterior, pero él no necesitaba nada más. No necesitaba que nada inmutara la lentitud de aquellos días largos y aburridos. Era el jefe de policía, pero no anhelaba la acción que pudiera desarrollarse en otras ciudades más grandes y conflictivas. No esperaba resolver asesinatos escabrosos en los que estar ocupado las veinticuatro horas y sin poder pegar ojo. No deseaba tener que echar a patadas a bandas de peligrosos mafiosos, advirtiéndoles que a la segunda vez que se los encontrase no derrocharía indulgencia. Era un hombre tranquilo en un pueblo tranquilo, y no aspiraba, de ninguna manera, a convertirse en un héroe con los días contados. Por eso, aquel caso rebasaba sus expectativas.

    Se quitó las gafas de leer, quedándosele dos aletas marcadas en la fina piel de su nariz. Se masajeó los ojos con los párpados cerrados, y bostezó. Estaba hambriento. Lo que más deseaba en ese momento era comerse unos huevos con beicon y salchichas. Pero se iba a quedar con las ganas, ya que su nivel de colesterol, extraído del último análisis de sangre, lo hacía candidato a un posible infarto. Tenía que sacrificarse, aunque para ello tuviera que renunciar a la manzana prohibida, que en su caso era una pésima alimentación y una vida sedentaria, que practicaba desde la finalización de su periodo académico. Y de eso hacía ya al menos trece años. Desde entonces, el diámetro de su cintura había aumentado de manera alarmante, dando fe de ello las numerosas perforaciones en el extremo más opuesto de su correa. Así que esa noche cenaría unas verduras al vapor, y vería la televisión montado sobre la elíptica.

    Ordenó unos expedientes y los introdujo en sus respectivos archivadores. Las agujas digitales rojas del reloj despertador, que había sobre su mesa, marcaban las ocho y cuarto de la noche. Hacía casi una hora que había enviado a dos de sus agentes al kilómetro quince de la carretera del aserradero en respuesta a una llamada de auxilio.

    Por si no había sido bastante con lo ocurrido hasta ahora, encima se había desprendido parte de la ladera de la montaña, y una gran roca había caído sobre el vehículo de Ben Stevenson, el viejo celador del hospital Gordon Crux. Él mismo había llamado a los servicios de emergencia desde su teléfono móvil, y había asegurado que se encontraba bien.

    -¡Qué casualidad! -se dijo el sheriff, tras pensar en las coincidencias de la vida. No era habitual que Ben condujera su vehículo a esas horas y por esa carretera. Su intempestivo viaje estaba relacionado con la historia del otro informe, que detallaba las causas de un accidente laboral sucedido esa misma mañana.

    Un leñador, procedente de Tierras Bajas, un pequeño pueblo a unos veinte kilómetros al este de Mountain´s Oaks, contratado por la empresa maderera Green Wood, había ingresado inconsciente en la sala de urgencias del hospital con un desgarro bastante feo en el hombro derecho, provocado por la cadena de su moto-sierra. Era tan grave que el cirujano invirtió unas cuatro horas en recomponer el amasijo de carne sanguinolenta mezclada con jirones de tela. Cuando al leñador se le pasó el efecto de la anestesia y despertó, se procedió al rutinario interrogatorio. El hombre explicó, somnoliento, aturdido aún por los efectos de los sedantes, que la sierra mecánica con la que trabajaba se le revolvió al golpear una roca sobre la que el árbol había caído. Gracias al grueso material de su chaqueta la cadena se atoró casi de inmediato, y el motor se detuvo al mismo tiempo.

    Lo que hacía que aquella historia tuviese algo que ver con el accidente de aquella tarde, era que Ben Stevenson se había ofrecido de voluntario para ir a la serrería a recoger las pertenencias del desafortunado leñador.

    Los bomberos también se habían desplazado hasta allí para despejar al menos uno de los dos carriles y facilitar el paso al resto de los vehículos atascados, y abrir con sierras y cizallas, en el caso de que hiciera falta, algún acceso para sacar a Ben de su vehículo, si aún estaba atrapado en su interior.

    Tercera

    Al tomar una de las curvas más elevadas del recorrido, James fue aminorando la velocidad al apercibirse de los primeros resquicios del alud: proyecciones graníticas impulsadas tras el impacto de las grandes rocas contra el asfalto. Eran los primeros en llegar.

    El distante ulular de las sirenas de los vehículos de los servicios de rescate y las ambulancias anunciaba una inmediata aglomeración de tipos uniformados moviéndose de un lado para otro, como hormigas desordenadas. Si le apetecía estar allí, que alguien viniera e intentara convencerlo de ello. Ni aunque hubiesen regalado caramelos le habría ilusionado formar parte del cuerpo de guardia un día tan ajetreado como aquél.

    El manto de nieve, cuya superficie aún no había sido alterada por ninguna huella reciente, brilló bajó las luces del Jeep. Era como si todo estuviera cubierto de esponjosa nata helada.

    Su compañero, Tom, arrellanado en el asiento del copiloto, permanecía silencioso y pensativo. Sin lugar a dudas estaría ansioso por llegar cuanto antes al lugar del accidente para auxiliar a Ben, su padre adoptivo. Aunque sabían que estaba bien, porque él mismo lo había confirmado antes de que se le agotase la batería de su teléfono, les preocupaba que su vehículo hubiera quedado destrozado e inservible. Con el motor parado, la calefacción no funcionaría, y Ben estaría sufriendo los rigores de las bajas temperaturas, aún por muy bien pertrechado que estuviera.

    De todos modos, Tom ya estaba así de extraño antes de conocer la noticia del accidente. Durante el trayecto había intentado que hablara un poco. Le hizo preguntas sobre su viaje a Tierras Bajas, a las que respondió escuetamente, sin dar muchas explicaciones. Tom no había dicho a nadie el motivo de su viaje, para el que solicitó dos días de permiso, pero James creía que parte de su abatimiento tenía que ver con el asunto que lo había llevado hasta el pueblo vecino.

    James no era muy supersticioso, pero cada vez estaba más convencido de que el turista español había traído la mala suerte a su pueblo. La primera muestra de su gafe la había sufrido un leñador al resultar herido de gravedad mientras trabajaba; y más tarde había vuelto a manifestarse con el desprendimiento que casi sepulta a Ben dentro de su vehículo. Esperaba que con la desaparición del cadáver del extranjero se esfumara también la sombra negra de las catástrofes. Él opinaba como su jefe, Sam: los problemas cuanto más lejos mejor, o enterrados bajo tierra.

    Detuvo el coche a poco menos de unos cuatro metros de una enorme roca de aproximadamente tres toneladas de peso, y pulsó el botón del freno eléctrico.

    En cuanto Tom abrió la puerta, un aire gélido arrebató en un segundo el cálido ambiente de la calefacción del motor. Eso les instó a ponerse de inmediato las prendas de abrigo, que iban en el interior del maletero. Cogieron dos linternas, y se encajaron en la cabeza sus sombreros verde oscuro de ala ancha. Por último, metieron sus armas en las fundas, que iban sujetas a los ceñidores.

    Entre exhalaciones de denso vaho, fueron abriéndose paso a través de dos palmos de fina nieve y un laberinto de rocas y árboles caídos. Casi todos los troncos, por su gran longitud, yacían sobre la acerada valla de seguridad, por lo que casi siempre tenían que saltarlos o pasarlos por debajo, dependiendo de la altura a la que habían quedado apoyados. Tom, que estaba más ágil y era mucho más joven, se apoyaba con la mano izquierda sobre la rugosa corteza, rebozada de crujiente nieve, y se impulsaba como con una pértiga. James prefería arrastrarse en todos los casos; tanto si los pasaba por debajo como si lo hacía por encima. Esa pesada forma de desplazarse le provocó varios desgarrones en la ropa con los salientes de varias ramas partidas.

    Con todo lo que había invadido la calzada, James dedujo que el rescate iba a resultar una tarea ardua. Si Ben no estuviera en condiciones para andar, calculó que tardarían una media hora en sacarlo de allí en camilla.

    Enseguida localizaron su vehículo, un viejo Chevrolet Tártaro del 2018, a unos cincuenta metros, apoyado sobre las barras que delimitaban la carretera del acantilado. Tenía la parte derecha del techo hundida parcialmente, y la luna térmica convertida en un montón de cristales pequeños y aristados sobre la puerta del maletero. La radio seguía encendida. Hasta ellos llegaba el atenuado sonido de una melodía country engarzado al aullido de las sirenas, cada vez más próximas.

    James enfocó con su linterna el talud que ascendía a su derecha, y descubrió que aún existía riesgo de un nuevo corrimiento de tierra, rocas y árboles. Todo el conjunto parecía estar fuera de sitio y desencajado, a punto de abandonar el frágil apoyo que lo mantenía inerte sobre la inestable rampa de hielo y barro. De vez en cuando, con el brazo en tensión, movía la linterna buscando el origen de sonidos quejumbrosos, y de entre la sombras surgían enormes rocas, apoyadas unas contra otras, ocultando tímidamente sus intenciones de sepultarlos, u ofrecerles la oportunidad de saltar al vacío en el momento en que se iniciara el siguiente derrumbamiento. James se sintió en el centro de una gran trampa mortal. Su sexto sentido le advirtió que no lo estaban haciendo bien, que debían estar tomando más precauciones. Tendrían que haber esperado a que una grúa o un camión de bomberos les hubiera despejado el camino.

    En el interior del machacado vehículo no había nadie. Restos de sangre manchaban la tapicería del asiento trasero y la bandeja de los altavoces, lo que indicaba que alguien herido había salido por ahí. Una gran piedra en forma de piña había reducido a la mitad la altura del techo en el lado del acompañante. Las dos ruedas de ese lado estaban ocultas bajo la chapa de la carrocería, ya que la amortiguación hidráulica había reventado debido a la presión. El líquido verdoso del circuito hidráulico había formado un charco, y de éste partían varios regueros, impresos en la nieve, que llegaban hasta el centro de la

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