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Who - Alfonso del Alcázar
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Capítulo 1
Eran las siete de la mañana cuando sonó la alarma de un iPhone y una mano cogió apresuradamente el aparato para apagarla.
Un hombre en torno a los treinta y pocos años abrió los ojos de golpe, se incorporó y se levantó casi de un salto.
De camino al cuarto de baño pulsó la tecla «play» de un reproductor de mp3 y Who’ll stop the rain de la Creedence Clearwater Revival comenzó a sonar.
La energía que ese hombre derrochaba acabándose de despertar solo podía dimanar de quien espera casi con ansiedad la hora de comenzar su trabajo.
Una ducha con agua casi fría y una taza de café completaron su liturgia de todas las mañanas. En el último momento decidió que ese día no tocaba afeitarse. Algo le tenía más inquieto que de costumbre.
Una vez listo para salir, apagó la música y se tocó los bolsillos de la chaqueta como palpando los objetos de su interior para hacer un breve repaso de que no se le olvidaba nada.
Como cada mañana, lo último que cogió antes de salir de casa fueron las llaves y una tarjeta magnética de identificación que dejaba en una estantería junto a la puerta para no olvidar.
El trayecto desde la calle Richmond hasta Albany Street, donde se encontraba su trabajo, se le hizo más largo ese día que de costumbre, especialmente cuando se encontró un monumental atasco en la incorporación a la 93 en sentido norte.
Todos los días se arrepentía de haber hecho caso a Monica, su ex mujer, en la elección de una casa en un barrio tan alejado del centro, pero ella quería una zona tranquila y aquella casa junto al parque Dorchester no hubo forma de sacársela de la cabeza.
Y todo para que Monica se marchase con otro, cansada de las innumerables horas que él dedicaba a su trabajo.
Después de todo, lo que le quedaba de una difícil relación era una casa difícil de vender, un Cadillac Escalade difícil de aparcar y un montón de recuerdos difíciles de olvidar.
Pero en esos momentos en los que el pasado amenaza con hipotecar el futuro, él siempre recordaba una frase que su padre le repetía y que él adoptó como máxima: «La vida no tiene botón de rebobinar. Así que no merece la pena pensar en lo que ha pasado porque ya no puedes cambiarlo».
Conque borró de su mente lo que ya no tiene remedio y, resignado a estar un buen rato casi parado en el coche, buscó una emisora en la radio y se detuvo cuando reconoció Here I go again, de Whitesnake.
Al cabo de casi media hora llegó al aparcamiento de la Universidad de Boston y tras estacionar en su plaza del garaje se dirigió a la entrada acelerando el paso.
Mientras usaba su tarjeta de acreditación para desbloquear el torno de acceso al edificio, el guarda de seguridad lo saludó.
—Buenos días, doctor Bradley.
A lo que él respondió.
—Buenos días, Adam.
Y sin más conversación se encaminó apresuradamente a uno de los laboratorios, donde estaban Gerard Gibson, Caroline Sandler y Sandra Campos, la directora del departamento de medicina física de la Universidad.
Sandra Campos era americana de segunda generación. Sus abuelos habían emigrado a Estados Unidos desde México y se habían abierto camino trabajando muy duro, al igual que su hijo; el padre de Sandra.
Tal vez fuera precisamente por eso que Sandra estaba totalmente volcada con su trabajo. A sus veintiocho años no se le conocía ninguna relación afectiva y, aunque Sandra era muy reservada con sus asuntos personales, algunas personas de la Universidad habían especulado con que podía ser lesbiana.
El laboratorio de medicina física era inicialmente un centro de rehabilitación en el que se investigaban nuevas técnicas de recuperación. Estaba ubicado dentro del edificio que alberga la sección de neurología de la Universidad de Boston.
Pero desde que se inició el proyecto «reconnect» se había transformado en un completo laboratorio de investigación.
A Sandra, que junto con Tom eran los dos únicos miembros que estaban en el equipo desde el principio, no le había sido fácil conseguir que la Junta de Inversiones de la Universidad invirtiera en el proyecto «reconnect», ya que se suponía que ese tipo de investigaciones parecían más adecuadas a otras instituciones.
Sin embargo, Sandra consiguió convencerles apelando al valor de las ideas y empeñó en ello su futuro como investigadora.
Desde que lo consiguió, incorporó al equipo a Caroline y a Gerard, ambos brillantes estudiantes de química y medicina respectivamente de la Universidad y por último consiguió una beca de investigación para un intercambio con Noruega, producto del cual había llegado Dag Gunnarsson.
Tom Bradley se disculpó al entrar en el departamento.
—Buenos días a todos. Perdonad el retraso.
Sandra le respondió.
—No te preocupes, Tom. Aún no es la hora.
Y añadió:
—Además, aún falta Dag.
Caroline apostilló irónicamente.
—¡Qué raro! Dag nunca llega tarde.
Todos sonrieron. Todos menos Tom, quien ni siquiera había prestado atención al comentario de Caroline mientras encendía su ordenador ensimismado en algo que le rondaba por la cabeza, al tiempo que se acercó a la cafetera y se sirvió café en una taza negra de Star Wars que tenía en su mesa.
A los pocos segundos, la puerta se abrió y apareció un personaje rubio y bajito que aún llevaba puestas las gafas de sol.
Era el doctor Dag Gunnarsson, el miembro de intercambio que la Universidad había asignado al proyecto «reconnect». Dag procedía del centro de medicina deportiva de la Universidad de Oslo en Ullevål. Desde que había llegado a Estados Unidos, su juventud y un sueldo en coronas noruegas que al cambio en dólares casi triplicaba lo que cobraba un investigador local, le habían hecho asiduo de los centros de la vida nocturna de Boston, si bien es cierto que se notaba que acababa de superar el cuarto de siglo, porque siempre estaba dispuesto a trabajar por muy dura que hubiera sido la noche. Su resistencia al cansancio y a los efectos de la resaca se había hecho legendaria en la Universidad.
—Buenos días a todos.
Exclamó animosamente Dag.
Todos le saludaron y Caroline le dijo con cierto grado de sorna:
—Hombre, Dag. ¿Has dormido bien? Porque seguro que ayer te acostaste temprano. ¿Verdad?
A lo que el nórdico solo contestó con un lapidario,
—Rey de noche, rey de día.
Que fue coreado por Gerard, compañero ocasional de correrías y fan incondicional del nórdico.
Sandra tomó el protagonismo y se dirigió a los presentes.
—Bueno. Ya estamos todos. Como sabéis, hoy es el gran día. Hoy por fin tenemos autorización de la Agencia Federal del Medicamento para probar la comprexia en humanos.
Tom se acercó a Sandra y, poniendo la mano sobre su hombro a modo de relevo, liberó a Sandra de una charla que no quería protagonizar.
—De acuerdo. Ya sabemos todos lo que tenemos que hacer. Vamos a repartirnos por los servicios de urgencias de la ciudad para buscar candidatos.
»Caroline, tú vas al Tufts Medical Center. Gerard, al Harvard Vanguard. Dag al Beth Israel. Sandra irá contigo. A mí me toca el Boston Medical Center.
»No olvidéis que si encontráis un paciente dispuesto a colaborar necesitamos la firma en el consentimiento que ha redactado el departamento jurídico de la Universidad. Puede que tengamos trabajo para varios días, o incluso semanas. Pero necesitamos que se trate de sujetos con lesiones recientes para evitar que la rotura en los transmisores neuronales haya producido la necrosis de los tejidos.
Sandra, asumiendo de nuevo su papel de líder del equipo, intervino.
—¿Lo tenemos claro? Pues vamos a ellos. Y recordad: mantenedme informada de las opciones antes de contactar con los posibles candidatos. ¡Ah!, y llevad bien visibles las identificaciones.
Mientras Sandra deseaba suerte a los investigadores, Gerard les repartió unas carpetas con la documentación y unos carnets con sus fotografías y el logotipo de la Universidad de Boston.
Tras despedirse, los nervios hicieron que todos salieran apresuradamente de las instalaciones hasta el punto de entorpecerse mutuamente al atravesar de nuevo el torno para salir del edificio.
Ya en el aparcamiento, los miembros del equipo se despidieron deseándose suerte, subieron a sus coches y se encaminaron a sus respectivos destinos.
Capítulo 2
Tom, por su parte, decidió ir andando hasta el Boston Medical Center Hospital, ya que se encuentra a escasos metros del centro de investigación.
Al llegar al hospital, Tom preguntó por el doctor George Stern, director del centro.
George Stern llevaba más de treinta años compaginando la docencia en la Facultad de medicina de la Universidad de Boston y en la escuela de medicina de Harvard con el ejercicio de la medicina.
Por sus expertas manos habían pasado la mayoría de los estudiantes de las últimas veinte promociones. Y Tom había sido uno de los más aventajados.
Mientras estudiaba su licenciatura en medicina y cirugía, Tom se había interesado especialmente por el cerebro humano. Sus brillantes calificaciones le permitieron acceder a una beca para cursar Ingeniería en Química Molecular en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, tras lo cual se incorporó al departamento de medicina física de la Universidad de Boston.
Desde entonces, ambos médicos habían coincidido en contadas ocasiones a pesar de trabajar tan cerca el uno del otro.
El doctor Stern salió a recibir a Tom a la recepción del hospital. Tom se acercó a él y lo saludó.
—Doctor Stern, buenos días.
El doctor Stern reconoció inmediatamente a Tom y correspondió al saludo con un efusivo apretón de manos.
—Tom, me alegro de verte.
—Yo también me alegro de volver a verle —añadió Tom—. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos? ¿Dos años?
El doctor Stern, haciendo un esfuerzo por recordar, le contestó.
—Pues si mal no recuerdo, la última vez que coincidimos fue en la cena del colegio de médicos de hace un par de años. En la del año pasado no te vi.
Tom respondió.
—Veo que su memoria es mejor que la mía.
Tom estaba tan excitado por su cometido que pasó enseguida a explicar el motivo de su visita.
—Doctor Stern, vengo a verle porque acabamos de recibir autorización…
El doctor Stern interrumpió a Tom:
—Ya lo sé, ya lo sé. Acompáñame a mi despacho.
Mientras ambos hombres atravesaban la administración del hospital hacia el despacho de Dirección, el doctor Stern fue sacando a Tom de su sorpresa.
—Elliott me ha contado el trabajo que estáis desarrollando y que necesitáis voluntarios para seguir con las pruebas. Pero quiero que me cuentes más sobre ese experimento. Me lo han descrito como algo casi milagroso. Espero que lo que Elliott me ha explicado, aunque no sea médico, tenga parte de verdad, porque me ha parecido fascinante.
—Bueno —agregó Tom—, no sé exactamente qué le ha contado el señor n. Lo cierto es que hemos logrado sintetizar un compuesto basado en una enzima y una proteína que es capaz de reparar las terminaciones nerviosas de la médula espinal rotas por un traumatismo. Nosotros la llamamos «comprexia».
Por un momento Tom se olvidó del objetivo de su visita. Aunque era una persona cauta, en su interior sabía que lo que habían conseguido era un avance fundamental en la curación de las lesiones medulares y no le importó tomarse algo de tiempo para explicárselo el doctor Stern.
—Como usted sabe, el principal problema de las lesiones de columna es que al dañarse la médula espinal se rompe la vía de comunicación entre el cerebro y los demás órganos. Hasta ahora ni siquiera los recientes ensayos con células madre han conseguido reconectar esas terminaciones dañadas. Pues bien, la solución que hemos sintetizado se ha mostrado capaz de hacerlo.
Tras una breve pausa, acaso producto de la prudencia, Tom prefirió reconducir su explicación hacia términos menos optimistas.
—En realidad los experimentos con animales han funcionado, pero solo en los casos en los que las lesiones eran recientes y aunque el sistema nervioso central de la mayoría de los vertebrados es muy similar, no sabemos la respuesta que puede tener el cuerpo humano.
El doctor Stern escuchaba a Tom con un interés que crecía con cada palabra y en cuanto tuvo ocasión exclamó:
—¡Fascinante!
Y con cara de incredulidad, mientras su mirada se perdía en busca de una respuesta, preguntó:
—Pero, ¿cómo habéis conseguido que ese compuesto identifique qué terminaciones debe conectar con qué otras?
Tom, acercándose al oído del doctor Stern, dijo una sola palabra.
—Rodopsina.
La boca del doctor Stern se abrió casi tanto como sus ojos antes de lanzar un grito.
—¡Claro! La solución estaba delante de nuestros ojos. O mejor dicho, dentro de ellos.
Tom puntualizó esbozando una sutil sonrisa.
—Exacto. Hemos combinado la enzima con una proteína que coadyuva la transducción de las señales eléctricas que constituyen la información.
Sin embargo, al concluir estas palabras, suspiró.
—Lo que aún no hemos logrado es estabilizar la rodopsina. Al proceder del interior del ojo es altamente fotosensible y se altera con demasiada facilidad.
El doctor Stern, cambiando el semblante, se volvió hacia Tom y continuó mostrando su interés.
—Entonces, los resultados que Elliott me ha comentado, ¿no son ciertos?
—No se confunda, doctor —dijo Tom, retomando la sonrisa que había perdido—. Los ensayos con cobayas e incluso con primates han sido completamente satisfactorios. Pero solo cuando las terminaciones nerviosas rotas aún no se han necrosado. Por eso necesitamos disponer de sujetos con lesiones medulares recientes.
Y añadió dando un paso atrás, como si el mínimo orgullo que antes había demostrado hubiera desaparecido víctima de una súbita vuelta a la realidad.
—Pero todavía nos queda mucho trabajo por delante. El compuesto es tan inestable que apenas si se presenta eficaz durante unas pocas horas antes de que la rodopsina pierda su función, incluso en la más absoluta oscuridad —y volviéndose de nuevo hacia al doctor Stern, concluyó—. Y como usted sabe, eso impide que se pueda producir