Conquistar a una mujer
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Janis Reams Hudson
Janis Reams Hudson has lived in California, Colorado,Texas, and Oklahoma. After a career in broadcast television, she decided to tackle the stories whirling around in her head. She focused her attention on writing. This took sacrifice. She sacrificed cooking and cleaning. Janis and her husband Ron live in Oklahoma City, where their dogs Pookie and Buttercup take them on daily walks.
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Conquistar a una mujer - Janis Reams Hudson
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Janis Reams Hudson
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Conquistar a una mujer, n.º 1647- octubre 2017
Título original: Winning Dixie
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-508-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
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Prólogo
Hospital presbiteriano de Nueva York
Ciudad de Nueva York
Wade Harrison era un hombre acostumbrado a controlar todo y a todos a su alrededor. Pero en ese momento no podía levantar la mano de la cama. Había pasado de ser el presidente del vasto imperio mediático de su familia, a un inválido impotente.
No, un inválido impotente habría sido mejor. Se estaba muriendo. A no ser que apareciera un donante de corazón compatible pronto, quizá esa misma noche a juzgar por la cara de su madre, iba a morirse.
Era un pensamiento un poco agorero, desear que otra persona muriera para que él pudiera vivir. Agorero, egoísta e inevitable, porque él no quería morir.
Sabía que Dios, o el universo, o lo que fuera aquello en lo que creían las personas.,no se guiaba por el sistema del trueque, pero, si así fuera, él sabía que habría dado cualquier cosa por conseguir una segunda oportunidad de vivir.
No era que hubiese hecho un mal trabajo al respecto en sus treinta y cuatro años de vida. ¿Quién había oído hablar de un transplante de corazón a los treinta y cuatro años? Maldita infección viral. Un virus. Como un absurdo resfriado en el corazón, y ahora el corazón estaba renunciando. Y aún había cosas que deseaba, cosas que no tenían nada que ver con su éxito en el mundo de los negocios. Nunca había tenido una familia. No había aprendido a tocar la guitarra y nunca había tenido un perro.
Un perro, por el amor de Dios. Sinceramente esperaba poder conseguir pronto un corazón, o seguir adelante y morir antes de ahogarse en la autocompasión.
En la acera frente al Madison Square Garden, Jimmy Don McCormick, de Tribute, Texas, cerró el teléfono móvil y maldijo en voz baja. Cuando se trataba de su mujer y de sus hijos, mejor dicho, ex mujer, no hacía nada a derechas. Había llamado para hablar con sus hijos, pero era casi medianoche y ya estaban dormidos.
—Debería haber llamado antes —murmuró para sí. Pero, al menos, Dixie había prometido darles un abrazo de su parte y decirles que había llamado. Ya era algo.
Parpadeó para ajustar la visión. ¿Cuánto había bebido? Menos mal que el rodeo no era hasta el día siguiente, o lo habría pasado muy mal.
Pero al día siguiente, Jimmy Don McCormick iba a subirse a un caballo salvaje en el Madison Square Garden de Nueva York. Seguro.
Parecía como si el bordillo estuviera moviéndose. Como una serpiente de cascabel de Texas. A Jimmy le hizo gracia la idea de un bordillo serpenteante. Se echó a reír, tropezó en el bordillo hasta llegar a la carretera, situándose en el camino de un taxi que se acercaba.
Pocos minutos después, mientras un policía tomaba declaración al devastado taxista, el otro oficial sacaba la cartera del bolsillo del fallecido.
—Pobre idiota —murmuró—. James Donald McCormick. Ha venido desde Texas sólo para donar sus órganos.
En torno al mediodía del día siguiente, Wade Harrison se despertó de la operación. Medio atontado y sin ser aún muy consciente de tener un nuevo corazón donado por un extraño, parpadeó y trató de humedecerse los labios, pero seguía con el respirador y le resultaba imposible sacar la lengua por el tubo de plástico que proporcionaba aire a sus pulmones.
—Se está despertando.
Wade entornó los ojos y trató de enfocar aquella melena rubia y aquel rostro pálido, pero requería demasiada energía. Además, reconocería la voz de su madre en cualquier parte.
—Oh, hijo —dijo su madre dándole un beso en la mejilla—. La operación ha terminado y, según el doctor, ha sido un éxito.
Wade cerró los ojos y se quedó dormido. Cuando volvió a despertarse, debía de haber pasado algo de tiempo, porque ya le habían quitado el respirador.
—¿Tienes sed? —le preguntó su madre—. Puedo traerte algo de hielo.
—Gracias —dijo él—. Abraza a mis dos chicos por mí.
Su visión se había despejado lo suficiente como para registrar la expresión de confusión en el rostro de su madre.
—¿Qué chicos? —preguntó.
—No sé —contestó Wade parpadeando—. ¿Qué chicos?
—Acabas de decir algo de abrazar a tus chicos.
—¿Chicos? —no tenía ni idea de lo que estaba hablando, pero, de pronto, se sintió increíblemente triste—. ¿Quién va a abrazarlos ahora?
—¿Doctor? —dijo su madre, alarmada—. Algo sucede.
Capítulo 1
HABÍAN sido dos años muy largos, pero Wade Harrison estaba agradecido por cada segundo de ese tiempo. Tenía suerte de estar vivo y lo sabía. Sabía también que no habría sobrevivido de no haber sido por la muerte de un extraño. Le debía la vida no sólo a un equipo de médicos, enfermeras y terapeutas, sino también a un hombre llamado James Donald McCormick, que había tenido las agallas de firmar una tarjeta de donante.
Se suponía que Wade no debía saber el nombre del donante cuyo corazón se alojaba en su pecho, pero el dinero y la tenacidad podían conseguirlo casi todo, y Wade tenía bastante de las dos cosas y no se avergonzaba de utilizarlo. Lo menos que podía hacer era asegurarse de que a la familia McCormick le fuese bien.
De pie en la calle principal de Tribute, Texas, frente al café cuyo luminoso decía «Dixie’s», Wade pensó en lo curioso que era aquello. No había estado tan nervioso al presidir su primera junta, y sin embargo allí estaba, con las manos sudorosas y el estómago del revés. Para darse un minuto, metió unas monedas en la máquina que había frente al café y sacó una copia del periódico local.
Realmente era absurdo estar tan nervioso. Nadie tenía por qué saber quién era ni por qué estaba allí. De hecho, tenía la intención de permanecer en el anonimato. Se quedaría en el pueblo lo suficiente para averiguar qué tal estaban los hijos de McCormick y luego se marcharía a casa. Un día o dos a lo sumo.
Tras tomar aire, abrió la puerta del café de Dixie y entró. Una pequeña campana sobre la puerta sonó, anunciando su llegada.
El olor a carne frita predominaba en el aire y la decoración era típica de una gasolinera de autopista de los años cincuenta. Parecía haber poco trabajo en ese momento, aunque sólo eran las once y media. La multitud del almuerzo, si es que existía en aquel pequeño pueblo, llenaría pronto el local. Había menos de una docena de clientes esparcidos por el comedor, dos aquí, tres allí y un anciano vestido con un mono en la barra.
Wade no creía haber visto nunca a un hombre vestido así. Suponía que eso era lo que lo convertía en un chico de ciudad. Pero la mujer que emergió de la cocina a través de la puerta, hizo que se borrara de su mente cualquier pensamiento del campo contra la ciudad. No era la mujer más guapa que hubiera visto en su vida, pero era guapa. Su pelo, rubio oscuro a la altura de los hombros, estaba desarreglado, y no llevaba maquillaje. Llevaba un paño alrededor de la cintura a modo de delantal, y una chapa de plástico de color rojo situada sobre su pecho indicaba que se trataba de Dixie. Sus ojos eran tan azules, que podría haberse ahogado en ellos.
No, no era su aspecto ni su ropa lo que más lo impactó. Era la sensación que sintió en el pecho, la sensación de… familiaridad. Lo cual era absurdo, dado que no la había visto nunca.
Por las averiguaciones que había hecho, sabía que ésa era Dixie McCormick, la ex mujer de su donante, la madre de los hijos de su donante.
Wade estaba convencido de que eran los hijos de McCormick por los que había sentido esa ansiedad dos años antes, al despertarse de la operación. Lo llamaban memoria celular. La comunidad médica aún se debatía sobre si tal cosa existía o no, pero un considerable número de transplantados conocía el sentimiento de despertarse de una operación y querer o saber o sentir algo que sólo podía provenir del donante.
«Abraza a mis dos chicos por mí».
Esas palabras habían salido de su boca nada más quitarle los tubos de respiración el día después de la operación, antes de ser consciente de lo que estaba diciendo.
Ahora, la madre de esos dos chicos lo había visto y se había detenido en seco.
—Hola.
—Hola —contestó él haciendo un gesto con el periódico, sintiéndose incapaz de decir nada más.
—Oh, el periódico —dijo ella dejando la jarra de té helado sobre la barra—. Has venido por el trabajo.
—El trabajo —repitió Wade mirando el periódico que tenía en la mano.
—Gracias a Dios —dijo ella acercándose y ofreciéndole la mano—. Soy Dixie McCormick.
Wade no quería soltarle la mano. Había una conexión allí, más allá del evidente contacto de sus manos. Algo más profundo, más elemental. Podría haberlo achacado a la memoria celular, pero algo le decía que se habría equivocado.
—Wade —dijo finalmente—. Harrison.
—Wade Harrison —repitió ella soltándole la mano con una sonrisa—. Tendrá que disculparme por decir esto, pero no parece necesitar el trabajo.
Wade se miró la ropa. No quería destacar, así que se había puesto unos vaqueros gastados y unas deportivas, pero tampoco quería parecer descuidado, así que lo había combinado con una camisa blanca de vestir metida por debajo del pantalón.
—Tengo una camiseta con un agujero —dijo él—, pero la uso para lavar mi furgoneta. Y para limpiar mi pistola.
—En ese caso —dijo ella riéndose—. Me alegra que no te la hayas puesto. Pero no puedes lavar platos ni preparar hamburguesas y filetes con una camisa blanca. Y, perdóname de nuevo, pero no me parece que tengas aspecto de lavaplatos ni de cocinero. ¿De dónde vienes?
—De aquí y de allá —dijo Wade encogiéndose de hombros. No era mentira. Tenía un apartamento en Maniatan, pero también un piso en Aspen, una casa en la playa en Maui, y la finca familiar en Martha’s Vineyard—. De Nueva York, más recientemente.
—Un hombre viajero, ¿eh? Y quieres trabajar aquí —lo dijo más como una afirmación que como una pregunta. Una afirmación que no parecía creerse.
—¿Por qué no? —preguntó él—. Uno tiene que comer.
Ella lo miró de arriba abajo y luego negó con la cabeza.
—Déjame ver tus manos —dijo.
—¿Mis manos?
—Sí. Palmas arriba.
Wade se colocó el periódico bajo el brazo y estiró las manos con las palmas hacia arriba, sintiéndose de pronto agradecido por el tiempo que había pasado en la cancha de tenis.
Ella le agarró las manos y pasó los pulgares sobre los callos de los dedos de su mano derecha.
—Bueno, supongo que ya has trabajado antes.
—He trabajado —admitió él encogiéndose de hombros. No había trabajado manualmente, no durante muchos años, pero sabía defenderse en una sala de juntas. Le resultaba irónico pensar que jugar al tenis, cosa que hacía para relajarse, fuese a resultarle más útil para conseguir un trabajo que ser el presidente de la empresa mediática más grande del país.
—¿Quieres cocinar por la noche o lavar los platos durante el día?
A pesar de saber cocinar, dudaba