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La inmortalidad del cangrejo
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La inmortalidad del cangrejo
Libro electrónico210 páginas3 horas

La inmortalidad del cangrejo

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Septiembre de 2001. Alfredo tiene veintitrés años, un novio al que apenas ve, un trabajo basura que odia y una familia a la que no soporta.

La noche en que Edu, su mejor amigo, desaparece sin dejar rastro, se siente obligado a intentar dar con él. Su búsqueda lo llevará a adentrarse en una realidad cada vez más violenta y peligrosa, hasta que su mundo amenace con derrumbarse con la misma saña que las Torres del 11-S.

Un mundo obcecado en ser cangrejo y donde los titulares ya nos anunciaban, sin que lo supiéramos, cuánto habríamos retrocedido diez años después.

Una novela en la que se retrata con crudeza el ambiente social, sexual, económico y político de principios del siglo XXI.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento4 jun 2013
ISBN9788415700463
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    La inmortalidad del cangrejo - Fernando J. López

    La inmortalidad del cangrejo

    Fernando J. López

    A Juan, por caminar siempre a mi lado.

    A mis padres, cómplices en cada etapa del viaje.

    Y a mi Marilyn, por nuestro pacto.

    What now?

    The New Yorker

    24 de octubre de 2001

    Entre los escombros de las torres aún resuenan los estertores de los muertos.

    Sus voces crispadas por la rabia ensordecen telediarios y páginas web mientras los demás tratamos de despertar de la pesadilla que acaba de iniciarse. Yolanda, sentada junto a mí en esta pequeña cafetería de barrio, coge mi mano justo cuando el mundo —postrado de rodillas— echa a andar hacia atrás.

    En la pantalla se alternan imágenes de comentaristas insípidos con restos de lo que queda de Manhattan. En mi bolsillo, mientras suena a todo volumen el ruido mediático de la tragedia, los únicos escombros que me quedan son una carta de despido (¿cómo coño lo voy a contar en casa?) y el resguardo de matrícula de mi nuevo y —sin duda— improductivo curso universitario.

    Yolanda trata de no llorar pero se le escapa una lágrima mentirosa y una mirada perdida que ya ni siquiera se detiene en el televisor. Hace días que no sabemos nada de él. «¿Dónde demonios se ha metido, joder?». Puede que encuentren el cadáver de Edu debajo de esas torres. En cualquier caso, Yolanda y yo juntamos manos —apretamos tenazas— y nos preparamos a mirar hacia delante por si hay algo más que fango esperándonos en el camino.

    Es lo bueno que tiene ser cangrejo en el nuevo milenio: no hay que afrontar más miseria —ni más Historia— que la ya conocida.

    1

    Martes, 4 de septiembre de 2001

    ECONOMÍA

    Trabajo plantea una reforma para

    reducir el subsidio de desempleo

    La tasa de desempleo se eleva al 8,63%

    EL PAÍS

    Tengo veintitrés años, un novio que me dobla la edad, un trabajo basura que me recuerda que no sirvo absolutamente para nada y unas ganas inmensas de mandarlo todo a la mierda de una maldita vez.

    Quizá por eso me cuesta tanto levantarme y enfrento el amanecer con esta profunda apatía, con una desidia que se ha convertido en mi mejor amante desde hace ya unos meses. Nada me jode tanto como ver que la vida se empeña en seguir ajena a mi naufragio, a esta sensación de no ser, o de ser sin querer existir —cómo explicarme, cómo explicarlo— y peor aún, para qué, me sacan de quicio sus interrogaciones, sus hoy estás decaído, sus dime qué te pasa. Y me pasa que el futuro se cierra en banda a darme una maldita oportunidad, o que las oportunidades me restriegan su inexistencia, o que el mundo me vapulea en su (¿mi?) cobardía. Eso lo llamo yo autocompasión, me dicen mis ilustres progenitores con su sabiduría de generación pretérita, acabada, agotada en el aburguesamiento de esta sociedad perfecta que crearon (¿les hablé ya del heroico antifranquismo familiar?) a golpe de manifestaciones y pancartas de reivindicación. Claro que el torpe del déspota se murió de puro viejo en su propia cama, porque el estallido (al menos el de mi gloriosa familia) no pudo acabar con su violencia, quizá por eso el heroísmo de los contrarrevolucionarios necesita que le saquen tanto brillo, y estoy algo harto de oír como mi padre corrió delante de los grises, porque en el fondo acabó siendo el abogado brillante que todos esperaban, y cuando alcanzó su toga (o túnica) sagrada (allá por el 71, me parece), le importaba una mierda si era aquel moribundo genocida el que ocupaba la sala del des-trono, o si ya habían adecentado las Cortes y preparado la futura transición.

    Mi padre recuerda con entusiasmo cada carrera delante de los grises en la universidad (casi como un acto folklórico), cada batalla de salón en aquella facultad de provincias donde —admítelo, papá— no hubo nada que se pareciera a una revolución; porque tal vez en Madrid fuera distinto, pero poco movimiento se observaba en su tierra, en aquella Vetusta que todavía es España, y que sólo alcanzó a oír hablar del 68 cuando el 68 ya estaba más que muerto.

    Por eso, papá, quizá por eso, me revienta tu jerga progre, o tus reproches a mi pasividad, llámalo asco, pasivo por nulo, por negado, por inútil. Pasivo porque a mí tu toga sagrada me toca mucho las pelotas, porque los libros de Derecho se los hubiera hecho tragar a mis ínclitos tutores sin importarme lo más mínimo su futura diarrea legislativa. Y es que está claro que tu hijo modelo no sirve —admítelo de una vez, papá— para ser abogado, ni para ser social, ni para ser persona. Tu hijo modelo está harto de que el código civil le diga lo contrario de lo que le dicta, lo que (¿pero aún tiene?) le grita su conciencia.

    Y no se trata de ponerme pesado, ni de criticar el sistema (porque simplemente no entiendo qué es eso que todos aquí llaman sistema), sino de quejarme porque alguien —mamá, ¿eres tú?— entra en mi cuarto, y sube la persiana, y me dice que arriba, que es martes, que el trabajo me espera, y luego las clases, porque no hay nada mejor que tomar apuntes (en cada curso se miden por kilos) después de mamársela (eso creo que es una metáfora) al jefe de mi empresa. Y todo por una beca de fin de estudios, porque con este historial tan brillante no podían dejar de darme esta oportunidad de ser explotado casi gratuitamente por el Estado y sus aledaños. Así que gracias a la universidad, hago de chico de los recados en un despacho de lunes a viernes y de ocho a tres, a veces, de ocho a cinco, y todo para cultivarme más, y profundizar en mi aprendizaje, y llevar cafés, sobres y paquetes de un lado a otro de la oficina, además de archivar papeles estúpidos, atender a clientes infames y coger llamadas de teléfono de esposas, esposos, amantes y rollitos varios. En mi expediente dirán que gocé de un año de prácticas en un prestigioso bufete. Mi padre insistirá en que su retoño sigue los pasos del ideal (e hiperprogresista) árbol familiar. Y mi madre se limitará a subir la persiana para que no llegue tarde a mi jornada de explotación estudiantil.

    Tengo veintitrés años, un metro ochenta (aproximado) de estatura, unos 78 kilos, un millón de apuntes por subrayar, unos cuantos años de vida por hacer, y ningunas ganas de subir (de una vez) la maldita persiana.

    2

    Martes, 4 de septiembre de 2001

    INTERNACIONAL

    EE. UU. e Israel abandonan

    la Conferencia contra el Racismo

    EL PAÍS

    Pero la subo y el día se muestra tan prescindible como me lo había imaginado. Estoy cansado. Medio dormido. Claro, si no te pasaras las noches fuera..., joder, que ya podías demostrar un poquito de responsabilidad de vez en cuando. Hago caso omiso y me limito a tratar de olvidar dónde y con quién estuve la noche anterior mientras me cepillo los dientes. Hoy me cuesta tanto (o tan poco) como de costumbre, y es que siempre es igual de sencillo (o de complicado, va en el color del célebre cristal) arrancar el sabor del sexo del último hombre a quien tampoco amé, alguno de esos amantes (esa palabra debería significar algo más) con los que mato noches para olvidar días. El problema es que a veces olvido también sus nombres, y hasta sus cuerpos, sepultados en una vorágine de camas manchadas por orgasmos más o menos fingidos y posturas (generalmente) convencionales. El de ayer se llamaba Andrés. Era divertido. No muy alto. Ligeramente musculoso. Trabajo de monitor en un gym. La gente que llama a los gimnasios gym no suele interesarme. En realidad, no recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me interesó de veras. Nadie salvo tú, Carlos. Funestamente tú.

    —¿Y esa marca en tu cuello?

    Cara de póker. Silencio y rebanada untada con pegajosa mantequilla.

    —¿Repetiste chulo o era nuevo?

    Escalera de color. A mi madre se le dan bien los juegos de cartas.

    —Nuevo y desechable... ¿No hay zumo?

    —No, Alfredo, no hay zumo.

    Ni falta que hace, tampoco me apetece demasiado vapulearme con tanta vitamina de mierda. En realidad no sé qué coño quiero. Tal vez sólo un yogur.

    —Llegas tarde.

    —Lo sé.

    Mi madre finge indiferencia mientras se le cuela una rotunda expresión de por qué a mí que me recuerda su esmerado papel de víctima en el árbol familiar. Trato de forzar un beso en su mejilla pero me limito a coger mis cosas y a salir corriendo tras esbozar un hasta luego que se pierde en el portal de casa. Mi coche, una antigualla que pide a gritos su ingreso en el desguace, se niega a arrancar, así que hoy también habrá que recurrir al metro. Al cercanías. A los autobuses llenos de gente y convulsos de puros empujones. Es hora punta. Y la hora punta es el Apocalipsis de cada día, dánosle hoy, y perdona nuestros empujones como nosotros despreciamos a nuestros empujados. Amén. Hora punta para llegar a no se sabe dónde. Todo el mundo con la misma expresión de vivir una vida que no le corresponde, lamentando la soledad de la noche anterior o la obligatoriedad de la compañía existente. Y yo me limito a cubrir la marca de mi cuello con una bufanda que me regaló no sé quién en no sé qué ocasión. El cuerpo del delito se superpone a la cicatriz en un denodado intento por olvidar lo que no fue más que otra madrugada estúpida. Otro cadáver muerto en la alcoba —oscura y silenciosa— de mi memoria. Próxima estación: Fanjul. Ya queda menos. Puede que hasta llegue puntual.

    3

    Martes, 4 de septiembre de 2001

    SOCIEDAD

    La profesora despedida por la Iglesia,

    por casarse con un divorciado,

    acudió ayer a su antiguo colegio en Almería

    EL PAÍS

    La conversación del almuerzo de hoy es la misma de siempre. Normalmente no hay nada que decir que no se haya dicho ya antes, y quizá por eso las comidas acaban con el mismo desá-nimo y la misma rabia. Quedamos todos los martes después del trabajo, porque llevamos ya dos años con la idea de montar una pequeña productora teatral, a pesar de que lo único que hemos logrado hasta ahora es una frustración colectiva que nos recuerda lo que no somos y lo que sí nos gustaría ser.

    Yolanda es dependienta en Donna Karan. Su trabajo consiste en disfrazarse de maniquí todas las mañanas para vender ropa de última moda a esnobs aburridos. El adjetivo que usa con más soltura es maravilloso y a fuerza de mentir a sus potentados clientes ha vaciado la palabra de todo su significado. No le gusta ni lo más mínimo doblar camisetas ni colocar pantalones ni hacer inventario ni pasarse los fines de semana encerrada en la tienda, una jaula de diseño en la que vegeta tantas horas como su gerente le exige, porque sería el colmo darle un horario mínimamente estable que le permitiese organizar su vida. A Yolanda, lo que de verdad le gusta es el diseño gráfico, así que está haciendo un curso por las mañanas (suele tener turno de tarde en la tienda) que sus padres ni entienden ni apoyan, de modo que cada camiseta que dobla es una hora de clase, porque tiene que pagarse los estudios —caros como todo lo que no se puede hacer en la pública—, y se costea su formación a cambio de no tener ni un puto duro los fines de semana.

    Llevo dos años sin salir de Madrid, pero es que a veces no hay ni para un café, Alfredo, ni para un café, me dice tristona. Será ella quien nos diseñe los programas, el vestuario y hasta la escenografía tan pronto como venza su inseguridad y su baja autoestima. Está tan llena de talento como de complejos y no se da cuenta de que doblar camisetas está muy por debajo de su valía. Claro que para eso tiene al lado a su novio Edu, un tipo que se ha quedado encerrado en el discurso comunista cuando ya no quedan muros que derribar. Edu es víctima del desfase de mi generación, y es que justo cuando todos nosotros empezábamos a politizarnos en plena efervescencia de quinceañeros concienciados, justo cuando nos habíamos imbuido de todo ese enramado teórico socialista que tan bien nos inculcaron padres y profesores, justo en ese momento llegó la gran crisis de la izquierda, y el desdibujarse de la derecha (todos somos centro, que se dice), y así acabamos perdidos en los noventa con nuestras ideas —ya para entonces trasnochadas— de los ochenta. El caso es que los sistemas se tambaleaban demasiado y más de uno se los dibujó tenazmente a carboncillo, a base de imprimirse camisetas del Ché y consignas al uso que de puro demagógicas hasta dan risa en el nuevo mundo liberal.

    Edu es comunista vocacional, así que se queja de boquilla cada vez que consigue un nuevo trabajo basura mediante una E.T.T. La paradoja ni la percibe, y si la nota, prefiere obviarla, que la conciencia molesta demasiado cuando no se cree en lo que se hace. Lleva dos años estudiando arte dramático y siete queriendo ser actor. No es malo, aunque hasta la fecha no ha demostrado tener excesivo talento.

    El mejor amigo de Edu es Rafa, audaz empresario que empezó trapicheando con rulas en ciertos pubs del sur de Madrid y que hace un par de meses ha abierto ya su propio bar. Las pastillas siguen pasando por su local a modo de subvención necesaria, y comparte el sitio con otro socio que además de poner casi todo el capital es quien se lleva las comisiones, pero como dice Rafa, al menos él mismo es su propio jefe. Trabaja mucho y gana poco, pero como lo suyo son los negocios, está convencido de que algún día triunfará la maldita productora y entonces tendremos «el dinero necesario». Rafa lo llama necesario porque dice que lo demás es derrochar, y como todos somos muy concienciados hemos prometido que jamás pelearemos por las ganancias (si es que las hay) y que haremos generosos donativos a nuestros conciudadanos. Es bochornoso que haya gente que gana más dinero en un día que su padre en toda su puta vida, dice cargado de razón. Y todos miramos al plato en silencio, porque aunque sea bochornoso, nos gustaría ser parte de esa gente, y no tener que estar arañándonos siempre los bolsillos. Por eso la comida de los martes no tiene sitio fijo, porque si la suerte acompaña hasta se tercia un Vips y un postre y un café, pero si no, nos conformamos con un bocata en el Pan’s o con una hamburguesa para acabar de conseguir la úlcera a la que opositamos desde hace ya unos cuantos años. Lo importante es hablar, ¿no? y por eso nos secamos la boca haciendo castillos en el aire.

    Mi parte es la literaria. Me encargo de escribir los textos, unas historias llenas de grandes frases y escenas experimentales (pretencioso, supongo) que siempre siguen el mismo proceso. Primero empezamos con mucha euforia. Luego continuamos con algo de desidia en cuanto vemos que no hay ni un duro para lo que se pretendía usar. Después acabamos trivializando el proyecto. Y al final se representan dos o tres veces en bares o salas alternativas de mala muerte donde sólo viene algún amigo masoca al que la obra le importa

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