Kurotani
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Kurotani - Gabriel Guerrero Gómez
Tsé
Capítulo 1. La Ciudadela de Tawaraya
Ichi geki hissatsu
Un golpe una muerte.
(Proverbio Samurái)
La noche se adivinaba fría y encapotada, frente a Shigeru, caudillo del clan Hiray. Una alargada concatenación de cúpulas bañadas en oro y con hermosas cristaleras multicolores se extendía a lo largo de las costas de la ciudadela de Tawaraya. Pueblo de grandes pescadores y marinos; bandadas de gaviotas revoloteaban en pos de los despojos del mercado, desperdigados sobre las sucias aguas de los muelles. Corrientes de atareados lugareños pululaban entre la interminable cantidad de puestos y bazares que saturaban las callejuelas colindantes al puerto, husmeando alguna posible ganga; los barcos pesqueros se mecían con suavidad sobre los amarraderos del embarcadero, descargando el pescado fresco del día; picantes aromas, sofritos, especias, incienso, ricas telas o piezas de artesanía hecha con piezas de madera y cuero coloreaban los abarrotados tenderetes; la salada brisa marina inundaba cada recoveco con su inconfundible olor a salitre. Un día más, la jornada pasó rápida.
Faltaba poco para la caída del crepúsculo y sus gentes comenzaron el regreso a sus casas, no sin antes hacer una última visita a la taberna del barrio. Desde el mar se podía divisar ese típico cúmulo de luces danzantes que suelen brotar en las habitadas líneas de costa, para dar la bienvenida a la noche.
El clima, con sorprendente rapidez, comenzó a empeorar. Los primeros goterones de lluvia obligaron a grandes y pequeños comerciantes a cerrar y proteger sus tiendas y puestos ambulantes, poniendo a salvo sus mercancías y géneros. Las torretas y puestos de vigilancia del puerto, junto a la desembocadura del gran río Kitamura, sucedían el relevo de cada guardia sin novedad.
Un denso banco de niebla se adueñó del lugar, difuminando el perfil de los arrecifes y playas. Pese a lo enorme de su faro apenas si se lograba ver nada a un par de metros de distancia. Solo de vez en cuando se podía percibir fugazmente la luz giratoria del faro.
No muy lejos de la orilla, una pequeña barca de pesca, con dos linternas alumbrando su cubierta, aún faenaba soltando sus redes a la caza de algo que aumentara un poco su ya de por sí escaso jornal. Pese al frío, padre e hijo, un viejo marino y su joven retoño, canturreaban una canción marinera. Se sentaron para tomar un trago de sopa caliente cuando una emergente sombra se abalanzó sobre ellos partiendo en dos su barca. Eso sería lo último que verían en sus vidas: un enorme buque de guerra del Shogun Kamamura respaldado por una inmensa escuadra que cortaba el agua a toda velocidad, picando rumbo a la costa. Los barcos de mayor tonelaje y potencia de fuego formaron una alargada hilera, dispuestos a abrir fuego con sus cañones, a una señal del barco comandante.
Delante de ellos, variadas clases de barcazas de desembarco se desplazaban silenciosamente hasta las finas arenas de la costa, escupiendo su preciada carga.
Miles de guerreros tomaron las playas sin oposición, como si una abigarrada plaga de langostas tomara un fértil campo para devorarlo. Coordinados y en perfecto orden, tomaron posiciones desplegando su artillería, observando cómo sus primeros comandos de asalto eliminaban con eficacia a los centinelas del puerto. Embozadas figuras ataviadas con los ropajes típicos del país surgieron de algunas callejuelas y se acercaron a ayudarles indicando a los oficiales las rutas a seguir. Los agentes secretos del Shogun actuaron con la precisión de un reloj.
En solo unos minutos las principales cabezas de playa se habían tomado sin un solo disparo. Por el río, bajo el agua, surgió un goteante fluir de guerreros del Shogun, armados con cuchillos para eliminar a los ocupantes de las torretas de vigilancia. La lluvia arreció con más fuerza mientras los samuráis del Clan Kamamura se adentraban sin contratiempos por los arrabales de la ciudad.
Una larga cadena de llamaradas retumbó desde el mar. Las primeras explosiones derrumbaron gran parte de las cúpulas, ventanales y torres de la ciudadela. Aquel fue el primer tanteo del terreno. Los artilleros calibraron sus cañones, fijando sus puntos de mira en las piezas de artillería que, aún silenciosas, custodiaban los muros de la ciudadela. Infinidad de saetas de fuego comenzaron a golpear sus tejados, desatando un auténtico pandemónium.
Los lugareños corrían despavoridos en todas direcciones, topándose con los samuráis que los acuchillaban sin compasión. Los pocos que habían logrado empuñar un arma eran rápidamente sometidos por la fuerza del número.
Chillidos, humo y disparos saturaron las calles. Shigeru, desde lo alto de la colina más cercana a uno de los márgenes del río, no daba crédito a sus ojos. Sus posibilidades de huir por mar eran nulas. Debería ir campo a través por los extraños bosques del valle de los Kitsune. El Shogun estaba golpeando con rapidez y dureza a sus enemigos. La totalidad del país del sol rojo caería bajo su poder con facilidad. Los fortines de río habían sido cercados y aislados unos de otros, de tal forma que si uno intentaba auxiliar a sus compañeros, caería masacrado. Shigeru vio cómo los puentes estaban siendo dinamitados por algunos oficiales del ejército de Tawaraya.
En el palacio de la ciudadela la resistencia se hizo más enconada,