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La clase de conducir
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Libro electrónico190 páginas2 horas

La clase de conducir

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La clase de conducir por Ben Rehder

Un chico y su abuelo hacen el viaje de su vida y se convierten en fugitivos en el camino.

Charlie Dunbar tenía grandes planes para las vacaciones de verano, aunque convertirse en fugitivo no era uno de ellos. Lo que era aún más inesperado es que su cómplice sería su abuelo enfermo. Ahora están huyendo, intentando cruzar el país para visitar a un particular médico, mientras el mundo queda fascinado con su viaje. Son objeto de acalorados debates en los canales de noticias. Miles de personas expresan su apoyo en páginas de Facebook. Y los propios padres de Charlie salen en directo en la televisión para suplicarle que vuelva a casa sano y salvo. Pero Charlie aún no está preparado. Está decidido a llevar a su abuelo a Seattle. La única pregunta es: ¿lo detendrá antes la policía?

Género: ficción contemporánea

Género secundario: literatura juvenil

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento7 jun 2015
ISBN9781507108796
La clase de conducir
Autor

Ben Rehder

Ben Rehder is a native Texan and a resident of Austin. He graduated from the University of Texas in 1986, and then entered the field of advertising. Rehder is an avid hunter and outdoorsman, interests which have fueled his fiction and magazine writing. His Blanco County mysteries have been nominated for the Edgar, Lefty, and Barry Awards. He lives near Austin, Texas, where he was born and raised.

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    La clase de conducir - Ben Rehder

    Para Tristan & Hayden.

    AGRADECIMIENTOS

    Me gustaría dar las gracias a las siguientes personas por hacer de este un libro mejor: Mary Summerall, Stacia Hernstrom, Becky Rehder, Helen Haught Fanick, Marsha Moyer, Tommy Blackwell, John Grace, Roxanne Tea y Allan Kimball. Y gracias a Laurence Parent por la foto de portada.

    1

    Si me hubierais preguntado, durante la última semana de mi primer año de instituto, qué planes tenía para ese verano, puedo aseguraros que convertirme en fugitivo no habría estado en la lista. Ni siquiera en una lista muy larga. Especialmente, si me hubierais dicho que no estaría solo, que seríamos mi abuelo y yo (en serio, mi Opa) juntos, huyendo, objeto de una persecución nacional. Sí, claro, os habría dicho. ¿Os habéis vuelto locos?

    Pero, como ahora sabemos, eso es exactamente lo que pasó. Parece que los acontecimientos conspiraron, como diría el señor Gardner, mi profesor de lengua. Y, antes de que todo el desastre terminase, nos habríamos convertido en un fenómeno internacional. El caos aumentaría, incluyendo...

    Policías por todo Texas pidiendo ayuda a la gente para localizarnos.

    Periódicos de Los Ángeles a Nueva York cubriendo las portadas con nuestras fotos, yo con mi cara de niño y mi pelo rubio casi blanco.

    John Walsh hablando de nosotros en America’s Most Wanted, insistiendo en que lo más probable era que no fuésemos armados. ¿Lo más probable?

    Gente tuiteando sobre nosotros, hablando de nosotros en Facebook, subiendo vídeos a YouTube en los que, supuestamente, salíamos desayunando en una parada de camiones en Iowa o de camping en el Parque Nacional Big Bend.

    Mis padres, Glen y Sara Dunbar, saliendo en la CNN: mamá rogando a Dios que envíe a «su pequeño Charlie» a casa sano y salvo, mientras papá está ahí sentado con aspecto incómodo y la presentadora buenorra asiente con compasión.

    Así que, sí, creo que podéis comprender por qué no me esperaba nada de esto. Tonto de mí, creí que lo más destacado del verano sería obtener la licencia provisional para conducir.

    ~ ~ ~

    El último sábado de mayo desempeña un papel importante en esta historia, porque fue entonces cuando Matt, mi mejor amigo, me convenció para que hiciera algo muy estúpido. En realidad, dos cosas estúpidas seguidas, la segunda peor que la primera.

    Quedaban unos treinta minutos para que anocheciera y nos dirigíamos a la bolera. Sí, suena aburrido. ¿Quién juega a los bolos? Pero es algo que Matt lleva haciendo desde que tenía cinco años, y yo conozco a Matt desde tercer curso, así que normalmente voy con él, y a veces también juego a los bolos. Mi mejor puntuación es 114. La de Matt, 223. Es evidente quién de los dos se esfuerza.

    En cualquier caso, pasábamos por una casa en construcción en las afueras del barrio en el que vivimos. No quedan muchos terrenos vacíos en nuestra zona pero, cada cierto tiempo, se vende uno de los terrenos que quedan y, en cuestión de unos meses, aparece una nueva casa. No hablamos de mansiones de lujo, sino de hileras de casas iguales a todas las demás casas de la zona. Esta, en particular, estaba casi terminada, y ya tenía un cartel de «se vende» en el patio recién cubierto de césped. «¡Soy maravillosa por dentro!», anunciaba el cartel. (Mi padre bromeaba diciendo que sonaba como el título de un libro pensado para desarrollar la autoestima de chicas adolescentes).

    En ese momento, Matt dejó de andar y dijo:

    —Charlie, mira. —Estaba mirando hacia la casa.

    —¿Qué?

    —La puerta delantera está abierta.

    Era cierto. Estaba completamente abierta, como si alguien hubiera olvidado trancarla y el viento le hubiera dado un empujón. Los obreros ya habían terminado la jornada. El lugar estaba silencioso y tranquilo.

    Yo también me detuve. ¿Y qué si la puerta estaba abierta? No podría pasar nada bueno si entrábamos en una casa en construcción, especialmente después de habernos metido en problemas por saltarnos una reunión en el colegio hacía menos de un mes. En esas circunstancias, solo un idiota entraría en esta casa.

    Matt dijo:

    —Vamos a entrar.

    —Olvídalo.

    —Solo un momento.

    —¿Por qué?

    —¿Por qué no?

    —Es una estupidez.

    —Solo quiero echar un vistazo.

    —Adelante.

    —Ven conmigo.

    —Nop.

    —Será divertido.

    —Será violación de propiedad.

    —No seas gallina.

    Ya estábamos. El as en la manga de Matt. Cada vez que quería provocarme, me llamaba gallina. Yo lo odiaba, y él lo sabía. Pero, por supuesto, mi única opción era hacer como que no me importaba, o me lo seguiría llamando cuando viviéramos en una residencia de ancianos. Así que dije:

    —Lo que tú digas, tío.

    —Gallina.

    —Muy maduro.

    —Gallina.

    —Joder, Matt, crece de una vez.

    —Gallina.

    —Igual convendría que ampliaras tu vocabulario.

    —Gallina.

    Sabía por experiencia propia que no me convenía seguir discutiendo con él. El cabrón puede ser muy insistente. Así que, aunque me gustaría retroceder en el tiempo y repetir aquella noche (utilizar el sentido común), bueno, creo que podéis imaginaros adónde voy con esto.

    ~ ~ ~

    Cerramos la puerta principal detrás de nosotros y nos quedamos parados unos segundos en el pasillo alicatado de la entrada, que en una casa más grande se llamaría vestíbulo. Tengo que admitir que el corazón me latía muy fuerte. No deberíamos estar allí, pero lo estábamos, y era emocionante. Estimulante, incluso.

    —Vamos —dijo Matt, y entró despacio en el salón, pisando la moqueta, que estaba limpia y perfecta. Toda la casa estaba impecable. Se podía oler la pintura fresca.

    Pero había algo raro, algo que me resultaba familiar. Entonces me di cuenta, y susurré: «¿Sabes qué? Este lugar tiene exactamente la misma distribución que mi casa».

    Y así era. El comedor por allí. Tres habitaciones al final de ese pasillo. Una chimenea con una ventana a cada lado. Qué extraño. Me hizo preguntarme cuántas casas exactamente iguales que la mía habría en el vecindario... aunque quizá pintadas de un color diferente, o con ladrillos en lugar de madera contrachapada.

    Matt no dijo nada. Estaba mirando a su alrededor con esta extraña sonrisilla en la cara. Disfrutando la emoción. La luz iba desapareciendo a medida que se ponía el sol, pero me di cuenta de que sus zapatillas estaban dejando manchas en la moqueta.

    —Matt, vámonos —le dije.

    —Aún no.

    —No hay nada que ver aquí. Este lugar está vacío.

    Sin respuesta.

    —¡Matt!

    Fue hacia una puerta abatible al otro lado del salón. Sabía que dirigía a la cocina, exactamente igual que en mi casa. Matt cruzó la puerta, pero yo me quedé detrás, al lado de una de las ventanas, para poder echar un ojo a la calle.

    Estaba empezando a ponerme nervioso. ¿Y si alguien nos había visto entrar? No es que hubiésemos sido muy listos entrando sin más por la puerta principal. Cualquiera que estuviera mirando sabría que no deberíamos estar aquí. Lo que significaría que la policía podía estar en camino en ese mismo momento.

    —¡Matt!

    Si nos pillaban... No quería ni pensar en cómo reaccionaría mi madre.

    De pronto, Matt, todavía en la cocina, dijo: «¡Genial!» Y apareció otra vez por la puerta, con algo en la mano.

    —Tío, mira lo que he encontrado.

    Era un taladro inalámbrico. Mi padre tenía uno como ese, pero de otra marca. Amarillo en lugar de azul. Yo estaba con él en Home Depot cuando lo compró. Casi doscientos dólares, que es mucho dinero.

    —Déjalo en su sitio —dije.

    —Alguien debe de haberlo olvidado.

    —Deja de hacer el idiota.

    Apretó el botón del taladro, que emitió un sonido zumbante. Sonó terriblemente alto en la casa silenciosa.

    —Tío, ¡yo podría usar esto! —dijo Matt.

    —¿Para qué?

    —Cosas.

    —Ni se te ocurra.

    Pero volvía a tener esa sonrisa en la cara. A veces odio esa sonrisa.

    A estas alturas, debería mencionar que peso unos catorce kilos más que Matt. Mido casi un metro ochenta, soy uno de los más altos de la clase, y a veces mi tamaño tiene sus ventajas. Como jugar de defensa central en el equipo de fútbol americano. O como ahora mismo. Si tuviera que hacerlo, podría quitarle el taladro a Matt y volverlo a dejar en la cocina. Entonces nos iríamos. Claro que Matt se mosquearía, pero se le pasaría. Más tarde se daría cuenta de lo estúpido que habría sido robar el taladro. Se daría cuenta de que, en realidad, le había hecho un favor. Así que ese era el plan: intentar convencerlo y, si eso no funcionaba, usar mi superioridad física para imponer mi voluntad.

    Y entonces fue cuando oímos la puerta del coche delante de la casa.

    ~ ~ ~

    Esto es lo que pasaría si me pillaban.

    Me castigarían, eso seguro: probablemente durante al menos un mes, y quizá durante todo el verano. Sin móvil, sin ordenador, sin videojuegos, sin televisión, sin iPod. Nada de ir al centro comercial, montar en bici, ir al cine ni invitar a amigos a casa para compartir mi miseria. ¿Sabéis que tendría que hacer en lugar de eso?

    Leer la Biblia.

    En serio. Mi madre insistiría. No importaba que ya la hubiera leído varias veces, de cabo a rabo, en mis casi quince años de vida. Cuando era más pequeño había partes que me daban algo de miedo, especialmente en el Antiguo Testamento. Es decir... ¿la gente piensa que Mortal Kombat es espantoso? La Biblia tiene una larga lista de razones para lapidar personas hasta la muerte. Tiene plagas, traídas por Dios, que aniquilan ciudades enteras, además de sacrificios humanos y animales, padres que tienen relaciones sexuales con sus hijas y otro montón de situaciones extrañas. Es bastante perturbador cuando eres un niño. Ahora que soy mayor, la verdad, solo me aburre. Pero Sarah Dunbar (esa es mi madre) cree firmemente que leer la Biblia puede curar todas las enfermedades. La versión del rey Jacobo, por supuesto.

    Cada vez que me meto en líos, aunque sea algo relativamente poco importante, como llegar tarde a clase, ella dice: «No te he criado para que te conviertas en un delincuente juvenil», y entonces pronuncia mi castigo. Pueden ser unos versos, un par de capítulos, o incluso un libro entero. Si estuviera muy enfadada, tendría que escribir un resumen sobre lo que he aprendido, suponiendo que hubiera podido descifrar lo leído.

    Así que comprenderéis lo fuertemente que deseaba que no me pillaran en esa casa.

    ~ ~ ~

    Matt abrió los ojos como platos, y estoy seguro de que yo también lo hice.

    Miré por la ventana y vi un Ford Explorer verde aparcado en el bordillo. Una mujer venía desde la parte delantera del todoterreno, caminando despacio, ya que estaba en medio de una conversación por el teléfono móvil. Tenía la edad de mis padres e iba bien vestida con una falda y tacones. Tenía toda la pinta de ser una agente inmobiliaria. Era la encargada de vender esta casa y, probablemente, había clientes en camino en ese momento para verla.

    —Mierda —dije, porque soy un genio de la lengua. Ahora mi corazón palpitaba fuertemente.

    —¿Quién es? —siseó Matt. No se había movido.

    —Una mujer. Puede que sea una agente inmobiliaria.

    —¿Va a entrar?

    —Está... está...

    —¿Está qué?

    —Está parada en el cartel de «se vende». Hay una de esas cajitas para folletos. Está comprobando si quedan folletos.

    Matt apareció detrás de mí y miró por encima de mi hombro. Yo empezaba a encontrarme mal.

    —Es tu culpa —dije.

    —Quizá solo ha venido a eso, a comprobar los folletos. Puede que se vaya.

    La agente inmobiliaria, sin dejar de hablar por teléfono, soltó la tapa de metal, que se cerró sobre la caja rectangular. Entonces se dirigió hacia la casa.

    Me giré rápidamente.

    —Sígueme —dije.

    Él me siguió. Era increíble cómo, de pronto, Matt estaba dispuesto a escuchar a un gallina como yo. Estaba demasiado paralizado por el miedo como para darse cuenta de que lo único que teníamos que hacer era salir por la puerta trasera, cosa que hicimos, y cerramos justo cuando oíamos que se abría la puerta principal.

    Solo cuando nos metimos por una puerta que había en la valla y empezamos a correr calle abajo, me di cuenta de que Matt aún llevaba el taladro inalámbrico.

    ~ ~ ~

    Llegué a casa sobre las nueve y media, casi seguro de que mis padres estarían esperándome, con mirada seria, dispuestos a montarme un pollo, porque sabía que la policía ya había resuelto el crimen y habían venido a casa a buscarme.

    Soy un cobarde en ese sentido, un auténtico manojo de nervios cuando existe la posibilidad de meterse en líos; tanto que mi madre, por lo general, sabe con solo mirarme a la cara que he estado

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