Ayuda internacional y desarrollo humano integral
Por Philip Booth
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Los cristianos en los países ricos tienen la obligación de ayudar a los que luchan por subsistir en las economías en desarrollo. La pregunta clave sigue siendo: ¿Cómo es este deber lo mejor de alta? Convencionalmente, los líderes de la iglesia a menudo han recomendado gobierno a gobierno transferencias de ayuda como una estrategia fundamental para promover el desarrollo en los países pobres. Philip Booth, apoyándose en los principios de la enseñanza social católica y la evidencia de la economía del desarrollo, sostiene que esta estrategia ha sido en gran medida un fracaso. Stand llama la atención sobre las condiciones indispensables para el desarrollo económico, nos insta a reconsiderar nuestro enfoque de la ayuda internacional a la luz de esta evidencia, y nos recuerda que el bienestar material es sólo una dimensión del desarrollo humano integral.
Philip Booth
Philip Booth is Director of Catholic Mission and Professor of Finance, Public Policy and Ethics at St Mary’s University, Twickenham, London.
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Ayuda internacional y desarrollo humano integral - Philip Booth
Prefacio
Una marca distintiva del cristianismo desde sus inicios ha sido el cuidado de los pobres. El origen de esta preocupación no guarda ningún misterio: el propio ministerio de Jesús tenía como eje la compasión por los seres marginados y el persistente reconocimiento de la dignidad de todas las personas.
Con el surgimiento del sistema internacional contemporáneo de naciones-estado y el extraordinario progreso económico en muchas de esas naciones, la Iglesia Católica Romana identificó una nueva dimensión a su habitual preocupación por los pobres. Al percatarse del inquietante desequilibrio en los niveles de desarrollo entre los países, los pastores católicos instaron a los países más ricos a tener en cuenta a sus hermanos y hermanas excluidos
Sin embargo identificar una obligación y ponerla en práctica son dos cosas diferentes. Con la ayuda de economistas y líderes políticos, la Iglesia se esforzó por comprender los principios del desarrollo con el objetivo de responder a la pregunta: ¿Cómo pueden los países ricos ayudar de un modo más efectivo a los países menos desarrollados? Resulta increíble que esta pregunta, en apariencia tan sencilla, sea tan difícil de responder.
Es evidente que una solución posible es que los gobiernos de las naciones desarrolladas transfieran fondos a los gobiernos de las naciones en vías de desarrollo, proveyéndoles de esta manera los recursos para crear las instituciones, los servicios y la infraestructura necesarios para el desarrollo económico. Este enfoque ya ha sido aplicado y no demostró resultados satisfactorios, dado que con la ayuda llegaron la corrupción y la dependencia casi al punto de desacreditarla por completo.
Debimos haberlo previsto. Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los cristianos han reconocido que la colaboración material por sí sola es inadecuada para el auténtico desarrollo de la persona. A partir de estas reflexiones e inspirándose en la enseñanza social de las encíclicas papales, el experto en finanzas Philip Booth plantea que nunca se alcanzará el desarrollo si se trata de solucionar el problema solo con dinero. En lugar de ello, quienes están preocupados por el desarrollo deberían tener en cuenta toda la gama de enseñanzas de la Iglesia acerca de la caridad, la justicia, la solidaridad y la subsidiariedad. Este enfoque, más respetuoso de la dignidad y de la complejidad de la naturaleza humana, puede ayudar a no caer en las acostumbradas dificultades de la ayuda de los gobiernos al desarrollo.
Al entrar en la segunda década del siglo XXI, se despliega ante nosotros una larga y ostensible historia del viejo modelo de asistencia gubernamental, tal como lo corroboran los datos que aporta Booth. Perdidos en sus buenas intenciones, los líderes católicos mismos han caído algunas veces en recomendaciones simplistas que aconsejan la ayuda internacional. Booth nos exhorta a que volvamos a familiarizarnos con la rica tradición de la enseñanza social de la Iglesia, examinemos los efectos económicos y también los que resultan de los diferentes programas asistenciales, y repensemos de modo creativo el enfoque de la asistencia. Solo así cumpliremos con nuestra obligación de cuidar de estos hermanos míos más pequeños
, poniendo en marcha un proceso de desarrollo genuino que lleve a la prosperidad tanto material como humana.
Kevin Schmiesing
Acton Institute
* * * * *
I
Introducción
De todas las enseñanzas de Cristo reflejadas en los relatos del Evangelio, no hay ninguna tan consistente ni formulada con tanta insistencia como la defensa de los pobres y oprimidos. Apoyada en este mensaje, la enseñanza social de la Iglesia católica ha enfatizado la obligación de los cristianos —y por cierto de toda la sociedad— de brindar asistencia a los pobres y, en términos más generales, de poner el don de la riqueza al servicio del bien común. Los principios de solidaridad, opción preferencial por los pobres y destino universal de los bienes han impulsado el pensamiento de la doctrina social católica en este tema.
Estos principios son relevantes no solo para la política interna y la acción individual en el ámbito local, sino también para las relaciones internacionales y las responsabilidades individuales y sociales hacia los pobres y marginados que se encuentran más allá de nuestras fronteras. La Iglesia católica, una institución presente en todos los rincones del mundo y profundamente comprometida con las actividades de caridad en cada lugar adonde llega su influencia, ha proclamado a viva voz el mensaje de que los países en desarrollo merecen la atención y la ayuda de las naciones más ricas.
Las encíclicas sociales han sido así recordatorios valiosos y necesarios de nuestra obligación de justicia y de caridad hacia quienes se encuentran en situación de inferioridad. La tentación de la apatía y de la indiferencia están presentes en todas partes, amenazando con viciar la solidaridad que la doctrina social católica ha sabido con razón promover como la solución a la injusticia, la inseguridad y el conflicto.
Inclusive allí donde existe un amplio consenso respecto de los principios y los objetivos de la enseñanza social católica, los enfoques y las propuestas concretas de los líderes de la Iglesia en sus escritos sobre la ayuda y el desarrollo internacional están abiertos a la discusión y el debate. Por cierto, la Iglesia señala claramente que las aplicaciones de su enseñanza sobre política económica son cuestiones de juicio prudencial.
Para dar un ejemplo, en todos los documentos de la enseñanza social católica del último medio siglo, ha habido un consenso generalizado respecto de que el mundo desarrollado debe transferir recursos económicos al mundo en desarrollo a través de la ayuda financiera de un gobierno a otro, mediante el sistema tributario. El tenor de las enseñanzas no deja lugar a dudas. Estas enseñanzas han sido expresadas —incluso magnificadas y a menudo sacadas de contexto— por conferencias locales de obispos y agencias y organizaciones católicas. Sin embargo, los católicos tienen la libertad de discrepar de esta postura.
No es difícil ver por qué se termina adhiriendo a ella. Ciertamente, la parábola del Buen Samaritano implica que la caridad no debe respetar límites nacionales; del mismo modo, se podría alegar que ayudar a quienes sufren grandes privaciones o promover el proceso de desarrollo mediante la ayuda gubernamental financiada por los impuestos no debería quedar limitada a las fronteras de un país. Sin embargo, el argumento es menos claro respecto de la ayuda gubernamental que respecto de la caridad.