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Las ambiciosas. Retratos de mujeres que aspiraron a más, y lo lograron
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Las ambiciosas. Retratos de mujeres que aspiraron a más, y lo lograron

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Las mujeres han protagonizado, en los últimos dos siglos, uno de los cambios sociales más significativos de la historia. Algunas desde el anonimato, otras colocando sus nombres junto a los de hombres ilustres, buscaron, y casi siempre lo lograron, el camino de una libertad que les garantizara su propia identidad. Voluntariosas, intrépidas, postergadas, amantes del conocimiento, sacrificadas, han compartido sentimientos y pasiones que las promovieron hacia el centro de la historia contemporánea. En esta colección se evocan sus figuras.
Las ambiciosas: Maria Callas, Isadora Duncan, Leni Riefenstahl, Jacqueline Kennedy
Las Transgresoras: Alfonsina Storni, Anais Nin, Simone De Beauvoir, Chavela Vargas.
Las Desafiantes: Katherine Mansfield, Dolores Ibarruri, anna Ajmatova, Margaret Mead.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jun 2012
ISBN9781939048097
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    Las ambiciosas. Retratos de mujeres que aspiraron a más, y lo lograron - Beatriz Actis

    Ambición: una palabra que altera, aunque sea levemente, su significado, según el género al que se aplique.

    Si un hombre es ambicioso, se entiende esto como una cualidad positiva.

    Si se trata de una mujer, va a envolverla un aura de ligera sospecha. Cuando se dice de una mujer que es ambiciosa, puede tácitamente esperarse que el mundo de los afectos no sea para ella el centro de su vida. Y esto, a la mujer, todavía se le cuestiona. Porque una mujer ambiciosa se supone que deja a un lado el amor o muchas veces lo coloca en un lugar más práctico que sensible. Y lucha en pie de igualdad con el varón.

    También ocurre que se sospeche de ella que es intrigante. O cercana a la traición, a la insidia, aun al asesinato, para conseguir sus fines.

    De todo esto hay ejemplos, porque sin duda la personalidad de la mujer ha ido siendo moldeada en circunstancias de excepcionalidad.

    Catalina, de Rusia, Lucrecia Borgia, Margaret Thatcher, son solamente unos pocos nombres de ambiciosas condenadas unánimemente.

    Las mujeres de las que trata este libro no representan sino un momento de transición en el camino hacia la autonomía auténtica de la mujer.

    Nacidas al borde del turbulento siglo XIX –como Leni Riefenstahl o Isadora Duncan– o ya avanzado el siglo XX, como es el caso de Jacqueline Bouvier Kennedy, comparten todas ellas algunas características que podrían considerarse como las razones de sus complejas personalidades.

    Salvo Leni Riefenstahl, la alemana que no reconoció límites éticos en su permanente búsqueda de la perfección formal, y cuyos padres permanecieron casados toda la vida, los padres de estas mujeres son figuras conflictivas.

    Los señores Bouvier y Duncan son hombres no adaptados a sus respectivos mundos sociales.

    El padre de Isadora abandona a la esposa; Bouvier, padre de la que sería luego esposa del presidente de los Estados Unidos, es alejado de sus hijas por su complicada conducta financiera y su alcoholismo; los señores Riefenstahl y Callas no están de acuerdo con el destino que sus esposas han planeado para sus hijas Leni y María.

    Pero aquí se debe hacer referencia a una de las razones, al menos, que corresponden a esto que se ha llamado transición: el vínculo con sus madres.

    La ambición de estas dos mujeres, Leni y María, comienza como el desdoblamiento de la frustración de sus propias madres. Todavía las mujeres eran el instrumento de los intereses desplazados de otros.

    Las madres son aquí las artífices.

    La de Leni engaña a su marido y la lleva en secreto a una academia de baile.

    La señora Callas, a quien sus padres le impidieron ser cantante, ve en sus hijas un futuro en el mundo del arte. Y la regordeta, tímida y miope María emerge como una voz prodigiosa gracias a su presión.

    Las dos niñas son manipuladas por sus madres, que subordinan los intereses personales a la necesidad casi obsesiva de alcanzar éxito y dinero.

    Se cuenta que Litza, la madre de María Callas, al separarse finalmente de su marido y enemistada con su hija, vendía muñecas a las que les pintaba la cara de la cantante.

    El caso de Jacqueline Bouvier es distinto, tal vez porque creció en un país, los Estados Unidos, en el que las libertades personales ocupaban un lugar importante en la sociedad.

    Aunque podríamos decir también que, en un nivel oculto, todavía la mujer debía asumir el lugar de la sumisión. En el libro de firmas del elegante colegio al que acudió en sus primeros años, cuando debe decir cuál es su máxima ambición, escribirá no ser ama de casa.

    Estas mujeres atravesaron guerras, revoluciones, hambrunas, vivieron pobremente, fueron rechazadas por algunos sectores sociales por su atrevimiento –como ocurrió con Isadora y sus desnudos–, humilladas por las familias de su amante –como ocurrió con Callas y los Meneghini–, francamente cuestionadas por una adhesión política tan fuerte como la de Leni Riefenstahl al nazismo.

    La conducta de Jacqueline Kennedy al abandonar su rol de la viuda del presidente asesinado en Dallas y casarse con uno de los hombres más ricos del mundo aún sigue siendo un tema polémico.

    Pero los obstáculos estaban hechos para hacerlas avanzar.

    Aun cuando sea el mismo Goebbels, nada menos que el encargado de las comunicaciones del régimen de Hitler, quien se opone a ciertos proyectos de Leni Riefenstahl, ella sabrá cómo inventar una estrategia que le permita no solo seguir filmando sus propios proyectos, sino también, una vez terminada la guerra, convencer a parte de sus contemporáneos de que a pesar de ser la gran constructora de imagen del nazismo.

    Su compromiso no fue más que una obligación a la que se vio sometida por las circunstancias.

    Nada de esto les impidió seguir con sus vocaciones: el desenfreno de sus vidas no fue un obstáculo al desarrollo serio de una profesión.

    Por sus vidas pasaron las personalidades más notables: Luchino Visconti, Gore Vidal, Truman Capote, William Holden, André Malraux, Tatiana Pavlova, Constantin Stanislavsky, Edward Gordon Craig, Eleonora Duse, Gustav Pabst, Sergei Esenin y muchos otros, muchísimos otros.

    La vida emocional de estas mujeres es, en todos los casos, atravesada por ramalazos de tragedia.

    De todas ellas, la muerte de los hijos es la más terrible: los hijos muertos a poco de nacidos, como en el caso de Jackie; el accidente que arrebata los dos a una de ellas, Isadora; el hijo que no se sabe si existió o es parte de la leyenda, en el caso de María Callas.

    Tampoco los hombres con los que se vincularon pudieron entenderlas, y en muchos casos les propinaron malos tratos.

    Onassis insultó tanto a la Callas como a Jacqueline; Esenin, el gran amor de Isadora, la hizo sufrir con sus crueles demandas amorosas.

    Pero también sus vínculos amorosos se mueven entre la insatisfacción y la conveniencia.

    Jacqueline Kennedy acepta de su suegro Joe la oferta de un millón de dólares si no se separa de John –ella pensaba hacerlo justo cuando empieza la campaña presidencial–, y arregla por intermedio de su cuñado Ted el casamiento con Onassis, de modo tal que el arreglo económico se vuelve más importante que el amor.

    Pocos años después la relación se corrompe pero ella, fiel a su papel de viuda, estrenado el día en que matan a su marido el presidente en Texas, se comporta como la viuda de Onassis aunque ni siquiera lo asistió en sus últimos momentos.

    María Callas se vincula a Meneghini porque éste le ofrece financiar su carrera y es por intereses económicos que resuelve abandonarlo, pero recién lo hace cuando aparece en su horizonte Aristóteles Onassis.

    Si analizamos el derrotero de estas mujeres, la ambición de la personal e innovadora Isadora Duncan es quizás la más genuina, porque se corresponde con un profundo deseo de crear.

    Lo mismo ocurre con Leni Riefenstahl, si bien en ella la vocación de bailarina se transforma en una búsqueda de la belleza por otros caminos más cercanos a sus posibilidades.

    María Callas es una gran cantante, aunque haya sido la frustración de su madre lo que la llevó a seguir ese camino, aun a costa de su felicidad personal.

    El caso más enigmático es quizás el de Jacqueline, que no quiso ser ni bailarina ni cantante ni artista ni siquiera escritora, pero tuvo bien claro que aparecer en los diarios y tener dinero más que suficiente era lo que más deseaba en el mundo.

    Su actuación más destacada consistió en interpretar el papel de esposa de un presidente joven, demócrata, innovador, y a la vez, madre joven de dos niños en una Casa Blanca a la que transformó en centro del buen gusto y el arte.

    Pero fueron apenas dos años: el resto de su vida debió vivir del recuerdo de estos momentos de gloria. Y construir una leyenda.

    Las ambiciosas lo arriesgan todo. Generalmente son incomprendidas, muy pocas logran una creación universalmente válida, pero algo las une: pagan un precio muy alto, a costa de su propia felicidad personal, por ver concretada su ambición.

    Josefina Delgado

    Buenos Aires, marzo de 2007

    María Callas

    (1923 - 1977)

    París, febrero de 1977. (María Callas recorre el cementerio de Père Lachaise)

    Ya soy un fantasma.

    Apenas salgo a la calle (Recluida como la Garbo, ha dicho alguna vez la prensa sobre mí, en estos que serán –tal vez– los años finales de mi vida), y la luz y la noche no son suficientes para recuperar la voz de la memoria, o la memoria de mi voz.

    Ya nadie me visita, ¿ya nadie me recuerda? Suenan en mi departamento una y otra vez los discos célebres.

    En algunas breves y aisladas ocasiones, camino por la ciudad, siempre espectral. Me deslizo por las veredas crudas del invierno de París –el Sena, paralelo a mi cuerpo– hasta el cementerio de Père Lachaise, bajo la nieve, y allí me quedo, meditando frente a las tumbas antiguas, las obsesiones marcadas en mi rostro que alguien calificó como esculpido bellamente en la piedra: el pasado esplendor, el amor perdido, el eco de aplausos que ya no resuenan.

    Y miro de soslayo para ver si encuentro entre mausoleos a gente como yo, gente extranjera, bajo el helado aire parisino, en un cementerio de famosos, enfrentando a los muertos de una buena vez, a los muertos ilustres entre los que yo, seguramente, un día yaceré.

    Hace, tal vez, quince años, representaba Medea en La Scala.

    Mi voz ya no era mi voz, ya no era aquella voz aclamada, comparada con coros de ángeles y con dioses griegos.

    Fue durante el primer acto, en el dueto con Jasón, cuando comenzaron los silbidos, que se clavaban en mí como puñales.

    En el instante en que Medea dice a Jasón: ¡Hombre cruel!, dejé de cantar (fueron sólo unos segundos, pero interminables).

    Miré al público –que alguna vez fue mi público, para el que yo fui su reina– y dije: ¡Crudel!, hice una pausa –el silencio volvía al teatro rígido como un sepulcro– y comencé a cantar otra vez, y éstas fueron mis solas palabras: Ho dato tutto a te, te he dado todo de mí.

    Al final de la función, La Scala fue mía otra vez. Estalló el aplauso.

    Entro al cementerio como a una patria compartida.

    Mientras camino por Père Lachaise siento por primera vez el sinsentido de aquellas pasiones mías atadas al pasado: el éxito, el amor, el halago.

    Un cielo bajo va ahogando la tarde y empiezan a caer en forma lenta copos de aguanieve sobre mis hombros. Veo un aljibe en el centro del lugar más apartado, erguido junto a estatuas en una pequeña plazoleta a modo de rotonda.

    Lo cierto es que atardece en el invierno francés, tan lejos del sol griego de los días felices, y yo, la gran Callas, estoy sola e incluso un poco perdida o aturdida en algún lugar del antiguo cementerio, añorando el cuerpo de aquel que fue mi amor, las imperfecciones de aquel cuerpo, y la nostalgia del deseo se resume en la nostalgia de nuestro último encuentro.

    Él descansa hoy en suelo griego. Sin embargo, en mi recuerdo idealizado se escapan de sus manos flores frescas.

    Hace, tal vez, cinco años, hice mis últimas apariciones en público junto a mi fiel Di Stefano, a quien no ofende sino que halaga que lo llamen aún el tenor de la Callas.

    En Nueva York impartí clases maestras en el Juilliard School.

    Después (hoy), mi residencia de París y la más completa soledad. Llego a una esquina de calles con panteones, estoy sola, un gato se escabulle entre los senderos.

    Robo un ramo de narcisos –yo, que he recibido miles de flores de mis amantes, de mis colegas, de mis admiradores– y los reparto sobre tumbas que a veces reconozco y otras veces desconozco.

    Cuando termino, me quedo un rato quieta en el mismo lugar, temblando por el frío, sintiendo el reflejo, los espasmos de aquel horror tardío al conocer hace dos años la noticia de que aquel que más amé había muerto en París.

    Y como en una revelación, sé que mi cuerpo no yacerá en Père Lachaise sino que allí arderá para ser un día cenizas y volar (volver) sobre el Egeo, cerca del lugar en que nacimos los dos.

    Un árbol a mi lado se agita como se agitan las ventanas de una casa abandonada, como el agua bajo el viento –en verdad, hay cierta extrañeza que brindan los paisajes tenebrosos, la lenta poesía de la muerte–, y decido que es el momento de partir.

    María y su madre. Nace la ambición

    María Callas nació el 2 de diciembre de 1923 en Nueva York. Su nombre de nacimiento difiere en algo del que la haría famosa décadas más tarde: Anna Cecilia Sophia María Kalogeropoulos. Sus padres, Yorgos Kalogeropoulos y Evangelia Dimitriadis, habían llegado a los Estados Unidos el 2 de agosto de ese año para unirse a la cuantiosa comunidad griega que se había establecido principalmente en el barrio neoyorquino de Queens. Traían consigo a una niña de seis años llamada Yacinthy.

    Yorgos, que en su país de adopción cambió su nombre por el de George, se había casado con Evangelia en Grecia en 1916. Los Dimitriadis eran una familia que, si bien no era adinerada, tenía un nombre en la sociedad ateniense y cierto abolengo patricio. En los ancestros de esta familia podían encontrarse militares ilustres y hasta un médico personal del rey. Evangelia –a quien llamaban Litza– era hija de un militar, y en las reuniones familiares solía divertir a los suyos cantando arias y canciones populares. Litza asistió desde niña a representaciones de ópera en Atenas y se animaba a cantar esas melodías que escuchaba en la familia y en los escenarios. Cuando le expresó al coronel Petros Dimitriadis su deseo de estudiar canto lírico, éste se negó rotundamente: la actividad artística no era decorosa para una mujer de su clase.

    Sin embargo, la ambición trunca de Litza no moriría: quedaría latente y como agazapada, hasta el despertar artístico de su hija menor, décadas después.

    El deseo familiar, motorizado por los padres de Litza, era encontrar un esposo adecuado para una Dimitriadis.

    Yorgos Kalogeropoulos no era exactamente lo que esperaban. De profesión farmacéutico, era galante, simpático y emprendedor, y casi tenía el doble de la edad de Litza cuando ambos se conocieron. Él venía de una familia pobre del Peloponeso.

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