Cuando te envuelvan las llamas
Por David Sedaris
4/5
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Información de este libro electrónico
David Sedaris tiene la extraordinaria habilidad de transformar las pequeñas miserias de la vida cotidiana en situaciones desternillantes y delirantes. En este nuevo libro de relatos autobiográficos, se supera a sí mismo para llevar su ironía marca de la casa a niveles insospechados de comicidad. Así, nos habla de los posibles usos recreativos que brinda un instrumento tan sofisticado como un catéter, de cómo se puede conseguir un esqueleto humano, de un fascinante gusano parásito que vivió durante un tiempo en la pierna de su suegra o de un peculiar método para dejar de fumar viajando a Tokio.
Sedaris deja claro que jugar con cerillas puede provocar un incendio devastador y que él mismo, siguiendo la estela de Groucho Marx y Woody Allen, es el más talentoso de los jugadores. Como siempre, esta nueva obra maestra de la literatura cómica, repleta de una sátira mordaz y salvaje de la clase media estadounidense, consigue restituir a la perfección la dimensión cotidiana de lo absurdo y -como por arte de magia- hacer reír al más triste.
La crítica ha dicho...
«Sedaris es un escritor brillante; si quieren pasar un buen rato, reír a carcajada limpia, léanlo.»
El País
«El humor es inteligente por definición y Sedaris atesora mucho en sus textos.»
Pedro Galiano, El ojo crítico
«Sedaris es la Elvira Lindo de los estadounidenses [...] un personaje digno de una aguda sitcom al estilo de Frasier [...] el hermano gemelo de Woody Allen.»
María José Furió, La Vanguardia
«La principal virtud de Sedaris es que ha sabido enlazar la tradición norteamericana del ensayo breve humorístico con el discurso autoirónico y contrariado de los artistas del monólogo.»
Jordi Puntí, El País
«Sí, es cierto: el humor siempre ha estado ahí, tronchándose en las páginas dislocadas de David Sedaris.»
David Morán, ABC
«Lo que trasciende del trabajo de Sedaris es su humanidad: adora a algunas personas verdaderamente espantosas, pero sabe presentarlos llenos de dignidad e incluso de gracia... es el mejor.»
Judith Newman, People
«El escritor norteamericano más agudo desde Dorothy Parker.»
New York Magazine
«Un observador burlón de lo surrealista. Su relato sobre el intento de dejar de fumar en Tokio es una obra maestra.»
Times
«Un humor refinado, una puesta en escena impecable y una progresiva fascinación por la humanidad y la moral.»
The Guardian
«Incluso la experiencia más mundana es descrita a través del particular prisma de su sensibilidad.»
The New York Times
«¡Es un hombre divertido, muy divertido!»
The New York Observer
«El rey del absurdo más mordaz triunfa con esta colección de relatos.»
Publisher Weekly
David Sedaris
David Sedaris is the author of the internationally bestselling Barrel Fever, Naked, Holidays on Ice, Me Talk Pretty One Day, Dress Your Family in Corduroy and Denim, When You Are Engulfed in Flames, and Squirrel Seeks Chipmunk.
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Comentarios para Cuando te envuelvan las llamas
2,850 clasificaciones149 comentarios
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jan 15, 2025
I really enjoyed Sedaris' absurdist humor in these essays. I think the only other work by him I've read (listened to) is [Holidays on Ice]. I'll certainly seek out more. Most often, he begins with a fairly mundane story or observation, but then kicks it up with exagerration and hyperbole and glimpses into his own mind and how he connects seemingly unrelated things. Somehow, I don't think I'd enjoy this as much in print; while his voice can get a little grating, he knows exactly how to read his own work, providing perfect emphasis and intonations.
4 stars - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
Oct 18, 2023
I just continued after "Let's Explore Owls" with the audiobook of When You are Engulfed in Flames and I must say, the transition was seamless. Seeing as they are exactly the same book I am going to give this exactly the same rating.
I just want to mention the last two chapters. I have never smoked, I have no opinion on smoking, I just don't care. So hearing someone whining about smoking and quitting smoking for about 2 hours was tedious to say the least. I totally get that since these chapters are about a subject for which I give not one shit the only problem here is that I couln't relate, not that the writing is bad. I'm just going to pretend these chapters don't exist. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
May 23, 2023
Real Rating: 4.25* of five
The Publisher Says: It's early autumn 1964. Two straight-A students head off to school, and when only one of them returns home Chesney Yelverton is coaxed from retirement and assigned to what proves to be the most difficult and deadly - case of his career. From the shining notorious East Side, When You Are Engulfed in Flames confirms once again that David Sedaris is a master of mystery and suspense.
Or how about...
when set on fire, most of us either fumble for our wallets or waste valuable time feeling sorry for ourselves. David Sedaris has studied this phenomenon, and his resulting insights may very well save your life. Author of the national bestsellers Should You Be Attacked By Snakes and If You Are Surrounded by Mean Ghosts, David Sedaris, with When You Are Engulfed in Flames, is clearly at the top of his game.
Oh, all right...
David Sedaris has written yet another book of essays (his sixth). Subjects include a parasitic worm that once lived in his mother-in-law's leg, an encounter with a dingo, and the recreational use of an external catheter. Also recounted is the buying of a human skeleton and the author's attempt to quit smoking In Tokyo.
Master of nothing, at the dead center of his game, Sedaris proves that when you play with matches, you sometimes light the whole pack on fire.
THIS BOOK WAS A GIFT FROM MY EX. IT'S GOING TO THE LITTLE FREE LIBRARY NOW.
My Review: Very funny guy writes more very funny observational comedy essays. If you like him, you'll love it; if you are irritated and annoyed by his shtik, you won't. Never read his stuff? Start anywhere. They're all much of a muchness. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jan 3, 2023
Great Sedaris. About a third of it was about him smoking and then quitting.
Listened to the audiobook of course! - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jun 15, 2022
I listened to this as an audio book, which is always best with Sedaris. He narrates, which makes his essays all the funnier. This book was pretty typical of the others I’ve listened to: clever, witty, laugh out loud funny. Highly recommend. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jul 19, 2021
not my favorite collection of his but definitely had its moments. i laughed quite a bit. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jul 3, 2021
adult nonfiction; humor/stories. David Sedaris produces another fine set of essays. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Jun 5, 2020
I got kind of David Sedaris overload a few years ago so haven't read anything of his in a while. This was read by him on an Overdrive book and I enjoyed it enormously. He's getting older and his observations are getting better. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Mar 14, 2020
This is another laugh out loud collection by David Sedaris. Truly enjoyable! - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Mar 12, 2020
Part of the enjoyment of reading David Sedaris is *listening* to David Sedaris. Like most of his books, this is a compilation of essays on various topics. And like most of his books, it's a mix of really good and just so-so. But I enjoyed it. I felt like in this compilation, he's matured a little more and you can see that in his writing. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
May 27, 2019
Often weird, often funny - I always enjoy David Sedaris. The major piece was about quitting smoking - in a long roundabout way. Some pieces were better than others of course and I'm glad that he embellishes the stories with enough personal weirdness to steer clear of Andyrooneyville. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Mar 20, 2019
When You Are Engulfed In Flames by David Sedaris and narrated by author is a book I picked up from the library. I enjoyed this book so much! The first story had me laughing so much!!! He has a way of telling a basic story but making it extraordinary and either heartwarming, thought provoking, or hilarious! I could relate to many of his characters! I think I have seem them all he listed. Love his books! - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jan 15, 2019
Here's the danger of listening to David Sedaris read his own book while you are driving your car: you start laughing so hard, you almost drive off the road. I've been a Sedaris fan since his early Holidays on Ice collection of Christmas hilarity and this book of wry essays does not disappoint. Whether it's his reliance on the expression "d'accord" to get him through conversations in PAris (and which ultimately lands him in the chair at the periodontist) or finally giving up cigarettes on an extended trip to Japan, Sedaris is always bot funny and human. We laugh at the absurdity of the situations he finds himself in, but always appreciate his innate kindness and humanity.
I hope he just goes on and on. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Feb 10, 2018
After attempting to read one of his books - I forget which - I've learned that a big part of my enjoyment of David is listening to him.... - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
Aug 4, 2017
This was a very funny book, greatly written. I laughed many times throughout. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jan 16, 2017
Fans of David Sedaris will enjoy this humorous collection of essays. If you're not familiar with Sedaris, I highly recommend borrowing an audio edition of one of his books so that you catch the nuance in his voice as he reads (he's one of the few authors that reads aloud well). I tend to prefer print editions, but for road trips Sedaris is one of my "go-to" authors for audio books to pass the time. His well-crafted pieces never fail to amuse. - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
Nov 6, 2016
Sedaris' stories provide me with a few chuckles, though I'd have been fine without some of the more "graphic" portions. I suppose I knew what I was getting into when I bought it, I mean, most essays discussing gay male life in some way, but some ("Road Trips" at least) just seemed a bit much. I'm still reading it and still liking it.
Done. Same opinion. I don't imagine I'll try another of his books though. - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
Jul 17, 2016
Quick, mostly funny, sometimes icky, just like on the radio. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jun 7, 2016
When You are Engulfed in Flames by David Sedaris was my final book for the week. I've been gobbling down his books ever since I read Let's Explore Diabetes with Owls back in the beginning of July! I especially enjoy listening to him narrate his own books. He makes me laugh out loud multiple times and his dry sense of humor leaves me coming back for more. When You are Engulfed in Flames was no different. He makes the mundane every day stories of life hilarious, and he has some pretty interesting encounters along the way as well. From his re-telling of the time he coughed up a lozenge on a sleeping passenger on a plane with whom he just had a fight, to his discussion of taking Japanese courses (and being the worst student), to talking about befriending his neighbors, Sedaris can put a spin on them that just leaves me in stitches! I simply can't wait to get my hands on another book by this witty, clever, fantastic author. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Aug 14, 2015
I listened to this read by Sedaris himself over several commutes, and I looked forward to resuming my place every day. I laughed out loud so many times, and just relished in the way he constructs a vignette and paints images with words.
Highly recommended to.....everyone. - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
Jun 14, 2015
After living in Korea for over a year, I have seen many a Konglish phrase. I'll upload a photo album of what I've seen one of these days. And maybe then, I'll be able to come up with a list of book and/or chapter titles that I would like to use someday.
I can't say that I was overly enthralled by this collection of essays by Sedaris. There were definitely some laugh out loud moments, usually when his humor matched my own, or just when there was a paticularly absurd situation that would happen. But then there were also some situations that seemed almost...planned out. Maybe I should start writing about the random things that happen in my life, and then right about them. I'm pretty damn sure that I would plump up my life stories with exaggerations and dramatics galore. But that's just me.
It's an entertaining read. Not too heavy; pretty good to read during a flight. You'll most likely read about one of his many adventures on a plane while you're on a plane too. When you are engulfed in economy class. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jun 11, 2015
This was my first David Sedaris book I've ever read, and I liked it. He was funny, he was definitely witty, and his comedic timing was impeccable. The topics that he touched upon were death, mortality, love of his partner Hugh, quitting smoking, and humanity itself.
My favorite passages were when he talked about Hugh. I couldn't quite figure Hugh out, even after he was mentioned in one way or another in almost all of the essays. He seems like a great guy, though, somebody that you just want to be around. I can see why Sedaris writes with such love whenever he's brought up.
The essays flowed nicely to me, and I didn't get tired of reading it. I could see how people say that when you read one Sedaris book, you've read them all; I really should read a second book, though, before affirming that claim.
Final judgment: if I ever see another Sedaris book at Goodwill or a garage sale, I'm DEFINITELY going to snatch it up! - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
May 6, 2015
I only read this because it came so highly recommended. After taking a great dislike to his Owls book, I considered not reading this but I saw it still on my list and gave it a try. This was much more enjoyable. At times, some of his writing problems which were ran through Owls reared their heads but then were quickly banished by a decent flow and some rather amusing stories. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Apr 6, 2015
I probably like David Sedaris a little too much. I could listen to his quirky stories for hours, and I now, literally have. I like all his books, but this one is exceptional. Very funny. I especially like the one about how he quit smoking by moving to Tokyo. - Calificación: 2 de 5 estrellas2/5
Mar 10, 2015
this book was my first full exposure to Sedaris’s writing and it immediately reminded me of Jean Shepherd of In God we trust: All others pay cash fame ...but a mean-spirited and snide Jean Shepherd. As Morgoth in Tolkien’s universe created the orcs from the elves through untold millennia of forced evolution and dark breeding practices, so someone created David Sedaris from Jean Shepherd.
Sedaris is the orc version of Jean Shepherd.
Sedaris’s wit is evident in many places but about halfway through i realized that i did not like the man himself and i was beginning to see that much of his humor stemmed from a kind of muted disdain and whining sometimes fully blooming into outright contempt and assholishness.
i have to agree with other reviewers that maybe Mr. Sedaris has lost his orginal impetus for sharing life through writing and become Great and Powerful DAVID SEDARIS, Best-Selling Writer and Overlord of Snark instead of just plain old David Sedaris from New York. in other words, maybe he’s like the sitcoms that change after they become wildly popular, coasting on their laurels, phoning in storylines instead of producing something truly artful. in fact, one reviewer pointed to interviews in which Mr. Sedaris has said that he will now act out in certain situations purposefully to create something he can write about later.
the stories are interesting, mostly, but, in the end, i did not leave the book feeling nice or uplifted or as if i’d learned something. or that i was even satisfied and entertained. i felt snarky and bitter. whereas Mr. Shepherd can turn heartache, melancholy, and middleclass ennui into pure tongue-in-cheek joy, Sedaris just belittles it and snickers as he walks away. just like an orc. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Sep 3, 2014
technically I'm LISTENING to this book, which I honestly think improves the experience with Sedaris's books, because you get his impeccable delivery. - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
Aug 22, 2014
Not my favorite of his books. Still has the Sedaris charm and wit but it didn't have the oomph of my favorite books he has written. I wouldn't recommend this one as a starter for picking up a Sedaris book, but entertaining no matter what. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Aug 13, 2014
The professor said to read as much of this as we could. In 5 days I read it all. Hilarious. Couldn't put it down. I am most struck by his ability to create something hilarious out of simple things, like flicking cigarette butts and sneezing with a cough drop in your mouth (something I think we have all done at least once). - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Jul 8, 2014
A really lovely book to take along on a trip. We listened to the audiobook, and I was definitely entertained. Sedaris' ability to mine his life for comic gold is really remarkable. - Calificación: 2 de 5 estrellas2/5
Jul 3, 2014
When sitting down to consider the overall experience that I had when reading a writer like David Sedaris, never would it have occurred to me that I would get to show off my knowledge of Eric Havelock or the Parry-Lord thesis. I’ll spare you the details, but I promise the central idea is important: people used to saying things do so much differently than people used to writing things, even when those two sets of things are exactly the same. The example that Parry, Lord, and Havelock were most to cite was Homer, arguably the best-known western writer of pre-literacy. They say that Homer communicates things in such a way that would be very different, and even unnecessary in a literate society, because he simply didn’t have this thing we call “writing.”
Of course, the Parry-Lord thesis can quickly grow to be much more technically difficult than what I’ve said here, but the basic idea holds. When you’re reading something, the way you experience it is drastically different than from when you hear a raconteur “tell” it (especially a raconteur on the order of Homer). For about a decade, I’ve heard the occasional David Sedaris piece on NPR’s “This American Life” with host Ira Glass, who I imagine to be every bit as painfully awkward and borderline sociopathic as Sedaris is. I’ve never found Glass funny. He is what Philip Roth would have become had he taken up comedy, and one of the words that doesn’t come to mind when I think of Philip Roth is “comedian.” Sedaris, however, got the occasional chuckle out of me. I appreciate a sense of humor that’s off the beaten path, and his reflections on this or that – I somehow never seem to quite remember the content of his stories – did the trick.
So, I found this in a used bookstore the other day for three dollars (yes, yes, I know it’s a hardback, but even at Goodwill hardbacks are going for three dollars these days), thinking that I would make up for all those times of passing him up in the New Yorker to look at the cartoons. I finished the book yesterday, and if hard-pressed to match the plots of the stories with their titles, I’m still not sure I’d be able to do it – maybe because they hardly ever have anything to do with one another. But I suppose my point is: I find the writing to be incredibly flat, overly indulgent, repetitive, and too autobiographical (if such a criticism can be made). You will hear endlessly that he lives in France, of his international travels, his long-suffering partner Hugh, et cetera. These are incessantly and grindingly shoved in your face, so much so that the book begins to lose the sense that it might have an audience.
The lack of interest in the stories on the page is probably attributable to Sedaris’ whiny, effete voice and overall stage presence. He just so much sounds the persnickety curmudgeon that he can’t help but be occasionally funny. His voice – both its physicality and tender faux sentimentality – are lost on the page. I suppose what I really found funny was his unashamed prissiness, his unmitigated misanthropy – both available, at least to me, only when I hear him reading his stories to a live audience. While even the prissiness and misanthropy can get old after a while, they never even struck me while simply reading him on the page. My reaction to this collection (at least as presented here, in book form)? Eh. I could really take it or leave it. In the future, I’ll probably do more of the latter.
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Cuando te envuelvan las llamas - David Sedaris
TODO SE PEGA
Mi amiga Patsy estaba contándome una historia. «Un día en el cine —me dijo—, estaba yo sentada con el abrigo bien colgado sobre el respaldo de mi butaca, cuando me viene uno y me dice…» En ese punto tuve que interrumpirla, porque el asunto este de los abrigos siempre me ha dado que pensar. Yo cuando voy al cine o al teatro dejo el abrigo doblado sobre las rodillas o colgado del reposabrazos. Patsy, en cambio, cubre el respaldo de la butaca con el suyo, como si la pobre tuviera frío, y ella no pudiera disfrutar con la función de imaginársela sufriendo.
—¿Y por qué haces eso? —le pregunté.
Patsy me miró extrañada.
—Por qué va a ser, por los microbios, tonto —dijo—. Piensa en la cantidad de gente que apoyará ahí la cabeza. ¿No te da repelús?
Tuve que confesar que nunca se me había ocurrido.
—¿Verdad que cuando estás en la habitación de un hotel no te tumbas sobre la colcha? —me preguntó.
—¿Por qué no? —insistí—. En la boca quizá no me la metería, pero tumbarme sobre ella mientras hablo por teléfono… es lo que hago siempre.
—Pero limpiarás antes el auricular, ¿no?
—Mmm… No.
—Pues que sepas que es… peligroso —advirtió Patsy.
En la misma línea, un día acompañé a mi hermana Lisa a comprar, y me fijé en que estaba empujando el carrito con los antebrazos.
—¿Te pasa algo? —pregunté.
—¿Eh? No —dijo—, es que no se debe tocar nunca la barra del carrito con las manos si no llevas guantes. Estos carros están infestados de microbios.
¿Serán manías propias solo de norteamericanos o pasa lo mismo en todo el mundo? Una vez en París, en el supermercado del barrio, vi a un hombre que hacía la compra con su cacatúa, un pajarraco del tamaño de un águila adolescente encaramado sobre la barra del carrito.
—¿Ves? —me dijo Lisa cuando se lo conté—. A saber qué enfermedades podría llevar en las patas ese animal.
Algo de razón tenía, pero tampoco es que sea muy habitual ir al supermercado con una cacatúa. En toda mi vida de comprador, era el primer pájaro exótico que había visto curioseando en el mostrador de las carnes.
La única medida preventiva que yo aplico es lavar las prendas que compro en las tiendas de segunda mano; y eso solo porque una vez pillé ladillas por culpa de unos pantalones usados. Tendría yo unos veinticinco años por aquel entonces, y de no ser porque un amigo me condujo a una farmacia, donde adquirí un frasco de un producto llamado Quell con el que, como su propio nombre en inglés indica, exterminarlas, a buen seguro habría acabo rascándome hasta el tuétano. Tras aplicarme la loción, me pasé una lendrera por el vello púbico, y lo que encontré entre sus púas fue toda una revelación: allí estaban aquellos monstruitos que llevaban semanas cebándose en mi carne. Supongo que son bichos así los que Patsy imagina cuando tiene una butaca delante, o los que Lisa ve acechando en su carrito del supermercado.
Pero esos bichos son una nadería comparados con los que atacaron a Hugh. Cuando tenía ocho años y vivía en el Congo, advirtió que le había salido una roncha roja en la pierna. Nada del otro mundo; una picadura de mosquito, supuso. Al día siguiente, la roncha empezó a dolerle, y al otro, cuando se miró la pierna, vio una larga lombriz asomando por ella.
A las pocas semanas, lo mismo le ocurrió a Maw Hamrick, que es como yo llamo a la madre de Hugh, Joan. Su lombriz no era tan larga como la de su hijo, aunque en realidad el tamaño es lo de menos. Si yo de niño llego a ver un bicho asomando por la pierna de mi madre, me voy directamente a un orfanato o me ofrezco en adopción. Quemo todas las fotos de mi madre, destruyo todo lo que haya pasado por sus manos y empiezo desde cero, porque, la verdad, no se me ocurre nada más repugnante. No sé por qué pero que un padre vaya por ahí infestado de parásitos tiene un pase, pero que sea una madre, o cualquier mujer, la verdad, no tiene perdón.
—Un poco machista por tu parte, ¿no? —objetó Maw Hamrick. La madre de Hugh había venido a París a pasar las navidades con nosotros, al igual que mi hermana Lisa y su marido, Bob. Ya habíamos abierto los regalos, y Joan estaba recogiendo los envoltorios usados y los planchaba con las manos—. Solo era un gusano de Guinea. En el Congo todo el mundo los tenía. —Miró hacia la cocina, donde Hugh estaba haciendo no sé qué con un ganso—. Cariño, ¿dónde quieres que ponga estos papeles?
—Quémalos —respondió Hugh.
—Uy, con lo bonitos que son. ¿Seguro que no vais a querer volver a usarlos?
—Quémalos —insistió Hugh.
—¿Qué decíais de un gusano? —preguntó Lisa, adormilada. Estaba tumbada en el sofá, donde se había echado a dormir la siesta, tapada con una manta.
—Aquí Joan, que tuvo una lombriz viviendo en la pierna —contesté.
Maw Hamrick tiró un envoltorio a la chimenea y dijo:
—Hombre, tanto como viviendo…
—¿Pero la tuviste dentro metida? —quiso saber Lisa, y yo imaginé lo que se le estaría pasando por la cabeza: «¿He ido alguna vez al váter después que ella? ¿He tocado alguna vez su taza de café o comido de su plato? ¿Cuándo podría hacerme un análisis? ¿Habrá algún hospital abierto en 25 de diciembre o tendré que esperar a mañana?».
—Fue hace mucho tiempo —dijo Joan.
—¿Cuánto? —quiso saber Lisa.
—Yo qué sé… en 1968, quizá.
Lisa movió la cabeza arriba y abajo, como uno suele hacer cuando está calculando mentalmente.
—Vale —dijo, y yo lamenté haber sacado a relucir el tema.
Lisa ya no miraba a Maw Hamrick, la traspasaba con los ojos, como a través de una máquina de rayos-X: el desnudo rompecabezas de huesos y, pululando entre ellos, los miles de parásitos que no habían abandonado aquel hábitat en 1968. Yo había reaccionado de la misma manera, pero después de casi quince años de conocerla, lo tenía superado; ya solo veía a Maw Hamrick. Maw Hamrick planchando, Maw Hamrick lavando los platos, Maw Hamrick sacando la basura. Maw quiere ser una invitada ejemplar y siempre está buscando cosas que hacer por casa.
«¿Te importa si…?», pregunta, y antes de que termine la frase, ya le he contestado que no, claro, adelante.
—¿Tú le has dicho a mi madre que se arrastrara por el salón a cuatro patas? —me pregunta Hugh, y yo respondo:
—Bueno, no, yo no he dicho eso exactamente. Solo he sugerido que si iba a limpiar el polvo del zócalo, que mejor lo hiciera de rodillas.
Cuando Maw Hamrick está en casa, no muevo un dedo. Todos mis quehaceres domésticos pasan automáticamente a sus manos, y yo me limito a sentarme en una mecedora y levantar de vez en cuando los pies para que pueda pasar el aspirador por debajo. Es muy cómodo, aunque no da muy buena impresión de mí, sobre todo cuando se ocupa de tareas pesadas, como, por ejemplo, bajar muebles al sótano, otra ocurrencia que, una vez más, partió enteramente de ella. Yo solo había mencionado de pasada que aquella cómoda apenas se usaba ya, y que algún día habría que llevarla abajo. No me refería a que la bajara ella precisamente, aunque a sus setenta y seis años, la mujer tiene más fortaleza de la que Hugh le atribuye. Como buena oriunda de Kentucky, Maw está acostumbrada a dar el callo. A talar, cavar, a todo lo que conlleve arrimar el hombro: para mí que esas cosas se llevan en la sangre.
El único inconveniente es cuando vienen invitados a casa y se encuentran a aquella menuda ancianita de pelo cano con la frente chorreando sudor. Lisa y Bob, sin ir más lejos, que se habían alojado en el apartamento desocupado de Patsy. Cada noche, cuando venían a cenar a casa, Maw Hamrick les colgaba el abrigo y luego se iba a planchar las servilletas y poner la mesa. Después servía las copas y se metía en la cocina con Hugh para echarle una mano.
—Qué suerte has tenido —decía Lisa, entre suspiros, viendo a Maw correr a vaciarme el cenicero. La suegra de Lisa acababa de ingresar en una residencia asistida para ancianos, una institución de esas que reniega de la expresión «tercera edad» y se refiere a sus residentes como «nuestros lozanos veteranos»—. La madre de Bob es un encanto, pero la de Hugh… ¡qué mujer! Y pensar que los gusanos se la comían.
—Bueno, comérsela no se la comían —repliqué.
—¿Y de qué crees que se alimentaban los bichos aquellos si no? No me irás a decir que entraron en su cuerpo cargando con su propia comida.
Supongo que tenía razón, pero ¿de qué se alimentan los gusanos de Guinea? De grasa no, desde luego, porque entonces no habrían recurrido a Joan, que pesa cuarenta kilos, como mucho, y todavía cabe en el vestido que estrenó para el baile de gala del instituto. Y de músculo tampoco, porque entonces no habría podido hacerse cargo de mis tareas domésticas. ¿Beben sangre? ¿Perforan el hueso y succionan el tuétano? Me disponía a preguntarlo, pero en cuanto Maw Hamrick regresó al salón el tema de conversación saltó de inmediato al colesterol.
—No quisiera ser indiscreta, Joan —dijo Lisa—, pero ¿tú qué índice tienes?
Era una de esas conversaciones de las que yo estaba condenado a quedar excluido. No solo nunca me he hecho una analítica, sino que a decir verdad ni siquiera sé muy bien en qué consiste eso del colesterol. Cada vez que oigo la palabra me imagino una salsa blancuzca hecha a mano y llena de grumos.
—¿Has probado el aceite de pescado? —preguntó Lisa—. Bob estuvo tomándolo un tiempo y le bajó el colesterol de tres ochenta a dos veinte. Antes estaba con el Lipitor.
Mi hermana se sabe el nombre y la medicación correspondiente de toda enfermedad identificada por el ser humano, una proeza impresionante teniendo en cuenta lo autodidacta de sus conocimientos. Ictiosis congénita, miositis osificante, espondilolistesis, y sus respectivos tratamientos a base de Celebrex, Flexeril, hidrocloruro de oxicodona. Al bromear yo de que ella no había comprado en su vida una revista, porque las leía gratis en las salas de espera de las consultas, me preguntó qué índice de colesterol tenía.
—Pues ya puedes estar yendo al médico, guapo, porque no te creas que eres tan joven. Y de paso, a ver si te echan un vistazo a esos lunares.
No eran temas en los que apeteciera mucho pensar, sobre todo en pleno festejo navideño, con la chimenea encendida y el olor a asado que invadía el apartamento.
—¿Y si hablamos de accidentes? —propuse—. ¿Sabéis de alguno bueno?
—Bueno, accidente exactamente no es —dijo Lisa—, pero ¿sabíais que hay cinco mil muertes infantiles al año a consecuencia de sustos? —Era un concepto difícil de asimilar, así que Lisa se quitó la manta de encima y se dispuso a representarlo—. Imaginad a una niña que corretea por el pasillo, jugando con sus padres, y de pronto el papá va y se asoma por una esquina y le grita: «¡Buuu!» o «¡Te pillé!» o algo por el estilo. Pues, resulta que a esa niña de hecho podría darle un síncope y morirse.
—No tiene ninguna gracia —dijo Maw Hamrick.
—No, claro —repuso Lisa—. Yo solo digo que por lo visto ocurre cinco mil veces al año como poco.
—¿En Estados Unidos o en todo el mundo? —quiso saber Maw Hamrick, y mi hermana llamó a voces a su marido, que estaba en la otra habitación.
—¡Bob! ¿Los cinco mil niños que mueren de un susto al año es en Estados Unidos o en todo el planeta? —En vista de que su marido no contestaba, Lisa decidió que la cifra se refería exclusivamente a Estados Unidos—. Y eso contando solo los casos de los que se tiene constancia —añadió—. Seguro que muchos padres no querrán admitirlo, y la muerte de sus hijos se atribuirá a otras causas.
—Pobres criaturas —dijo Maw Hamrick.
—¡Y pobres padres! —añadió Lisa—. ¿Os imagináis?
Trágico es para ambos bandos, pero a mí me dio por pensar en los demás hijos de esas parejas o, peor aún, en los que llegaran para reemplazarlos y crecieran en un ambiente de preventiva sobriedad.
«A ver, Chiqui Dos, cuando entremos en casa habrá un montón de gente escondida detrás de los muebles que saltará de pronto y te gritará ¡Feliz cumpleaños!
. Te aviso de antemano porque no quisiera que te alteraras demasiado.»
Nada de sorpresas, nada de bromas pesadas, nada inesperado, pero ningún padre es capaz de controlarlo todo, y hay un mundo ahí fuera con el que lidiar, un mundo de coches con tubos de escape petardeantes y sus equivalentes humanos.
Tal vez algún día bajen ustedes la vista y descubran la triste y fálica cabecita de una lombriz asomando por una escotilla excavada en su pierna. Si eso no les provoca un síncope, ya me dirán qué, aunque tanto Hugh como su madre parecen haber sobrevivido. Revivido, incluso. Los Hamrick están hechos de una materia muy superior a la mía. Por eso dejo que sean ellos quienes preparen el ganso, quienes cambien los muebles de sitio o eliminen los horripilantes parásitos que infestan mis prendas de segunda mano. Si hay algo que puede matarles del susto es que yo me ofrezca a arrimar el hombro, de ahí que siga recostado en el sofá con mi hermana y agite la taza en el aire, como indicando que quiero otro café.
A LA ZAGA
La calle de París donde vivo lleva el nombre de un cirujano que impartía clases en la cercana facultad de medicina y a quien se debe el descubrimiento de una rara afección dermatológica, una contractura que hace que los dedos de la mano se doblen hacia dentro y con el tiempo termina cerrándolos permanentemente en un puño. Es corta, la calle, ni más ni menos interesante que el resto de la zona, sin embargo parece ejercer cierta atracción para los turistas americanos, que se empeñan por algún motivo en venir a darse gritos bajo la ventana de mi despacho.
Hay casos en que las discusiones se deben a cuestiones lingüísticas. Antes de emprender el viaje, la consorte pretendía conocer el idioma. «He estado escuchado unas cuantas cintas», o tal vez «Estas lenguas romances son todas muy parecidas, y con mis conocimientos de español no tendremos ningún problema». Pero luego a los lugareños les da por hablarte en argot o preguntarte cosas inesperadas, y la cosa se complica. «¿No decías que sabías francés?» Esa frase la oigo a todas horas, y cuando me asomo a la ventana me encuentro a la pareja de turno mano a mano en la acera.
—¡Qué quieres! —salta la mujer—. Yo al menos hago un esfuerzo.
—Pues esfuérzate un poco más, maldita sea. Nadie te entiende una palabra.
El segundo puesto lo ocupan las discusiones geográficas. Los turistas reparan en que ya habían pasado por mi calle, tal vez media hora antes, cuando su único pensamiento era el cansancio, el hambre y la necesidad de encontrar un cuarto de baño.
—Por amor de Dios, Phillip, es solo una pregunta, no se te van a comer.
Y yo, tumbado en mi sofá, pienso: «¿Y por qué no preguntas tú? ¿Por qué tiene que hacerlo Phillip?». Pero estas cosas suelen ser más complejas de lo que parecen. Quizá Phillip había pasado por aquí de visita veinte años atrás y pretendía conocer la ciudad. O tal vez sea uno de esos que se niegan a ceder el plano, o a desplegarlo, no vaya a parecer un turista.
El deseo de hacerse pasar por nativo es un terreno minado susceptible de desembocar en la más desagradable de las trifulcas. «El problema, Mary Frances, es que te las quieres dar de francesa, y no ves que eres una americana más». Ese día me acerqué a la ventana y vi desmoronarse un matrimonio ante mis propios ojos. Pobre Mary Frances, con su boina beige. Seguro que al encasquetársela en el hotel le pareció muy apropiada, pero de pronto resultaba estrafalaria y ridícula, una crepe de fieltro barato resbalándole por la coronilla. Por si fuera poco, se había anudado el clásico pañuelito al cuello, y eso que era verano. Aún podría haber sido peor, pensé. Podría haberse colocado la típica camiseta marinera a rayas también; pero, en fin, el atuendo, el disfraz de hecho, ya era bastante ridículo de por sí.
Hay turistas que se pelean a voz en grito —les da igual que los oigan—, pero Mary Frances hablaba entre susurros. A su marido también eso se le antojó pretencioso y no consiguió sino encolerizarlo más todavía.
—Nosotros somos americanos —insistió—. No vivimos en Francia, vivimos en Virginia. En Vienna, Virginia. ¿Entiendes?
Miré al tipo aquel y tuve la certeza de que si alguien nos hubiera presentado en una fiesta él habría dicho que vivía en Washington capital. Y si le hubiera preguntado en qué calle, habría desviado la mirada, farfullando: «Bueno, en las afueras de la capital».
Cuando se discute en casa, la parte afectada puede retirarse a otro extremo de la vivienda o salir al jardín y liarse a tiros contra una lata, pero al otro lado de mi ventana las opciones se limitan a llorar, enfurruñarse o regresar encorajinado al hotel.
—Por el amor de Dios —oigo—. ¿Es que no podemos intentar pasarlo bien o qué?
Decir eso es como exigirle al otro que te encuentre atractivo, y no funciona. Lo sé por experiencia.
La mayoría de las discusiones en las que Hugh y yo nos enzarzamos cuando vamos de viaje están relacionadas con el paso. Yo ando deprisa, pero él tiene las piernas más largas y le gusta ir seis metros por delante de mí como poco. Un transeúnte cualquiera podría pensar que intenta darme el esquinazo, viéndolo doblar esquinas como una flecha, intentando perderse a propósito. Cuando me preguntan por mis últimas vacaciones, siempre respondo lo mismo. No importa si he estado en Bangkok, Liubliana, Budapest o Bonn: ¿Que qué he visto? La espalda de Hugh, fugazmente tan solo, desapareciendo entre el gentío. Estoy convencido de que antes de salir de vacaciones, llama a la oficina de turismo del destino en cuestión y pregunta por el estilo y color de abrigo más popular entre los lugareños. Pongamos por ejemplo que le dicen que las cazadoras azul marino, pues eso que lleva. Es asombrosa la capacidad que tiene para mimetizarse. Cuando estamos en una ciudad asiática, juro que se hace más bajito. No sé cómo, pero se le ve más bajito. En Londres hay una librería que vende guías de viaje acompañadas de novelas que se desarrollan en tal o cual país determinado. La idea es que uno busque la información práctica en la guía y el ambiente en la novela; todo un detalle, aunque a mí con leer ¿Dónde está Wally? me basta y me sobra. Toda la energía se me va en seguirle la pista a Hugh, con lo cual no consigo disfrutar de nada.
La última vez que eso sucedió fue cuando estábamos en Australia, donde yo tenía que asistir a un congreso. Hugh disponía de todo el tiempo libre del mundo, pero el mío se limitaba a cuatro horas un sábado por la mañana. En Sidney hay montones de cosas que ver, pero mi lista la encabezaba una visita al Taronga Zoo, donde tenía la ilusión de ver un dingo. Como nunca había visto la película aquella con Meryl Streep, la criatura era todo un misterio para mí. Si me hubieran dicho «Me dejé la ventana abierta y entró un dingo volando», me lo habría creído, igual que si me hubiesen dicho «¡Dingos! En casa tenemos el estanque infestado de ellos!». Dos patas, cuatro patas, aletas, plumas: no tenía ni remota idea de cómo sería el animal, lo cual, por otra parte, añadía aún más emoción al hallazgo, todo un acontecimiento en estos tiempos que corren, cuando uno tiene a su disposición documentales televisivos veinticuatro horas al día. Hugh se ofreció a dibujarme el animal, pero después de haber cruzado el charco y llegado hasta allí, prefería prolongar mi ignorancia un poco más y plantarme ante la jaula, la pecera o lo que fuera y ver a aquella criatura con mis propios ojos. Era una oportunidad única, y no deseaba estropearla en el último momento. Tampoco deseaba ir solo, y ahí empezó la discordia.
Hugh se había pasado gran parte de la semana nadando y tenía dos rodales oscuros bajo los ojos, dos marcas idénticas que le habían dejado las gafas de natación. Cuando nada en el mar, Hugh se lanza hacia lo hondo durante horas, más allá de las boyas, hasta adentrarse en aguas internacionales. Da la impresión de que quisiera volver a casa nadando, lo cual es una vergüenza cuando tú te quedas en la orilla con los anfitriones. «Le encanta este país, de verdad —digo—. En serio.»
Si aquel día hubiera amanecido lloviendo, quizá me habría acompañado de buen grado, pero así las cosas, Hugh no tenía el menor interés por los dingos. Tras una hora de lamentos conseguí que cambiara de opinión, pero aun así, no lo veía muy dispuesto. Ni yo ni nadie. Tomamos un ferry para llegar hasta el zoo, y durante la travesía Hugh se entretuvo mirando lánguidamente el agua y chapoteando en ella con las manitas. Su tensión iba en aumento por segundos, y en cuanto desembarcamos tuve que correr literalmente para seguirle el paso. Vi los koalas como en una nube borrosa, y lo mismo a los visitantes que se encontraban ante ellos, posando para la foto. «¿No podríamos…?», dije entre jadeos, pero él ya había pasado de largo los emúes y no podía oírme.
Hugh posee el sentido de orientación más extraordinario que jamás he visto en un mamífero. Incluso en Venecia, donde se diría que las calles han sido diseñadas por hormigas, fue salir de la estación de tren, echar un vistazo al plano, y conducirme directo al hotel. No llevábamos una hora en la ciudad, y ya estaba indicando el camino a los turistas, y cuando nos marchamos incluso sugería atajos a los gondoleros. Es posible que Hugh oliera los dingos. Es posible que hubiera divisado su redil desde la ventanilla del avión, pero fuere cual fuese su secreto, el caso es que enfiló directo a ellos. Yo le di alcance un minuto después y me quedé doblado un momento, tomando aliento. Luego me tapé la cara con las manos, me erguí, separé lentamente los dedos y vi primero una valla y a continuación, detrás de ella, un foso no muy profundo cubierto de agua. Vi unos árboles —y una cola— y luego, no pudiendo soportar la intriga por más tiempo, bajé las manos.
—Pero si parecen perros —observé—. ¿Seguro que era aquí?
No recibí respuesta, y al volverme me encontré junto a una japonesa avergonzada.
—Disculpe —le dije—. Pensé que era la persona que me he traído desde el otro lado del mundo. Y en primera.
El zoo es un lugar idóneo para montar un espectáculo, puesto que la gente que te rodea dispone de cosas más repugnantes o fotogénicas a las que dirigir su atención. Un gorila dándose gustito mientras mastica un cogollo de lechuga iceberg resulta mucho más entretenido de contemplar que un cuarentón que va de acá para allá como una exhalación hablando solo. En mi caso, el monólogo siempre es el mismo, el ensayo de mi discurso de despedida: «…porque esta vez, amigo, se acabó. Hablo en serio». Me imagino haciendo la maleta, echando mis cosas en ella sin molestarme en doblarlas siquiera. «Si por casualidad me echaras de menos, te sugiero que te busques un perro, un chucho gordo y viejo que tenga que correr para darte alcance y emita esos jadeos lejanos a los que tanto gusto les has tomado. Pero lo que es conmigo no cuentes, porque hemos terminado.»
Saldré por la puerta y nunca volveré la vista atrás, nunca le devolveré las llamadas, nunca abriré sus cartas. Los cacharros de cocina, todas las cosas que hemos ido adquiriendo juntos, ya se las puede quedar todas, así de insensible seré. «Vida nueva», ese es mi lema, ¿qué necesidad tengo yo de esa caja de zapatos llena de fotos o del cinturón color habano que me regaló cuando cumplí los treinta y tres, en la época cuando acabábamos de conocernos y él aún no comprendía que los cinturones te los regala tu tía y no tu novio, sean de la marca que sean. Aunque, a decir verdad, después mejoraría mucho en lo tocante a obsequios: un verosímil cerdo mecánico en piel de cerdo auténtica, un microscopio profesional que me regaló cuando yo estaba en plena fase aracnológica y, el mejor de todos, una pintura del siglo XVII en la que se ve a un campesino holandés cambiando un pañal sucio. Todo eso sí me lo quedaría… ¿por qué no? Y también aquel escritorio regalo suyo, y la repisa de la chimenea y, aunque solo fuera por principio, la mesa de dibujo, que claramente compró para él pero intentó que colara como regalo de Navidad.
Si seguía así, iba a tener que marcharme de casa en furgoneta en lugar de a pie, pero de todos modos, me marcharía, vaya que sí, me juré a mí mismo. Me imaginé alejándome del portal de casa al volante de la furgoneta, y de pronto me acordé de que no sé conducir. Tendría que ayudarme Hugh con el traslado, y vaya si lo haría después de lo mal que me lo había hecho pasar. El otro inconveniente que se me presentó fue hacía dónde encaminarme con la furgoneta. A otro apartamento, evidentemente, pero ¿de dónde iba a sacar yo un apartamento? Si casi no me sale la voz del cuerpo cuando voy a la oficina de correos, ¿cómo voy a comunicarme con un agente inmobiliario? Y no porque existan barreras lingüísticas, eso no tiene nada que ver, pues es tan poco probable que yo me atreva a buscar casa en Nueva York como en París. En cuanto se manejan cantidades superiores a los sesenta dólares, ya me pongo a sudar. Y no solo por la frente, sudo todo yo. Cinco minutos en el banco, y se me transparenta la camisa. Diez minutos, y me quedo pegado al asiento. Cinco kilos y pico perdí con la búsqueda del último apartamento, y lo único que tuve que hacer fue estampar mi firma. Hugh se encargó de todo lo demás.
Mirando el lado positivo, dinero tengo, aunque no sé muy bien cómo acceder a él. Recibo extractos bancarios regularmente, pero no abro ninguna carta que no venga dirigida a mí en persona o parezca una muestra gratuita. Hugh se encarga de todo eso, de abrir el correo molesto y hasta de leerlo. Él sabe cuándo vencen las pólizas del seguro, cuándo hay que renovar la visa, cuándo caduca la garantía de la lavadora. «No creo que haga falta ampliarla», dice, a sabiendas de que si el aparato deja de funcionar será él mismo quien lo arregle, como suele arreglarlo todo. Pero yo no. Yo si viviera solo y se me estropeara algo, saldría del paso como pudiera: usaría un cubo de pintura por váter, me compraría una neverita portátil y convertiría el frigorífico inservible en armario.
