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Pésima memoria: Antes de antes y después de después
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Pésima memoria: Antes de antes y después de después
Libro electrónico477 páginas6 horas

Pésima memoria: Antes de antes y después de después

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Información de este libro electrónico

Antes de antes y después de después, el autor recorre su
propia vida en tiempos revueltos desde el origen de sus
orígenes hasta el día posterior a su desaparición.
Libro intenso y atípico, Pésima memoria rompe los
márgenes de la autobiografía y se adentra en la trayectoria de la especie humana que ha desembocado en el
devenir excepcional del protagonista.
En tiempos en que la humanidad se enfrenta al abismo de su supervivencia en un planeta herido, el autor
se sumerge desde su infancia chilena en los territorios,
costumbres e idiomas de diversos países y continentes
que exhiben tradiciones luminosas y episodios de guerras y muerte.
Aquí y allá, desplazándose entre dos siglos hasta
regresar a su país natal, participa en acontecimientos
históricos, unos portentosos y otros trágicos, y convive
estrechamente con grandes figuras de la bohemia, la cultura, la alta política, así como con seres aparentemente
insignificantes que van marcando su existencia.
El autor evoca con orgullo algunas actuaciones propias junto a otras que preferiría olvidar.
Pésima Memoria es una obra apasionante y rupturista,
que desafía la estructura de la autobiografía tradicional
para explorar las profundidades de la condición humana.
Es una invitación a redescubrir el valor de la memoria
y el poder de las historias en un mundo donde el tiempo y el espacio parecen diluirse. En momentos en que
la humanidad se enfrenta al abismo de su supervivencia
el autor, desde la memoria sus excepcionales vivencias,
arroja nuevas luces sobre nuestro tiempo que no pueden
dejar a nadie indiferente.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Catalonia
Fecha de lanzamiento17 dic 2024
ISBN9789564151311
Pésima memoria: Antes de antes y después de después

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    Vista previa del libro

    Pésima memoria - Eduardo Labarca

    L

    ABARCA

    , E

    DUARDO

    PÉSIMA MEMORIA

    Antes de antes y después de después

    Santiago de Chile: Catalonia, 2024

    304 pp. 15 x 23 cm

    ISBN: 978-956-415-130-4

    AUTOBIOGRAFÍA

    CH 920

    Diseño de portada: Felipe Campos

    Imagen de portada: Mateo Infante V.

    Corrección de textos: Hugo Rojas Miño

    Composición: Salgó Ltda.

    Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco 

    Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl).

    Primera edición: noviembre, 2024

    ISBN: 978-956-415-130-4

    ISBN digital: 978-956-415-131-1

    RPI: trámite zrbzss.

    © Eduardo Labarca, 2024

    © Catalonia Ltda., 2024

    Santa Isabel 1235, Providencia

    Santiago de Chile

    www.catalonia.cl - @catalonialibros

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Índice

    PRIMERA PARTE: INVIERNO

    1 Muerte

    2 Partieron

    3 Lluvia

    4 Einstein, Albert

    5 Paracetamol

    6 Cromosomas

    7 Carolina Freire, Clínica

    8 Banco Anglo, Escalinata del

    9 Labarca Labarca

    10 López Obrador, Andrés Manuel, alias AMLO

    11 Terremoteado

    12 Chicureo, Matanza de

    13 Vendidos al Perú

    14 Lillian y Lillian

    SEGUNDA PARTE: OTOÑO

    1 Pizza

    2 Sorondo, Enriqueta

    3 Perón, Juan Domingo

    4 Hitler y Stalin

    5 Genocidas, Troika de

    6 Monte Amboto

    7 Trenes

    8 París

    9 Desliz

    10 Berlín, Bloqueo de

    11 Château Labarcá

    12 América

    13 Allende, Salvador

    14 Yo Presidente

    15 Yo periodista

    TERCERA PARTE: VERANO

    1 Radio Bío Bío

    2 Libros

    3 Guevara, Ernesto, alias Che

    4 Paredón

    5 El arte de matar

    6 Vallegrande

    7 Eufrósine

    8 Aglaya

    9 Talía

    10 Henrichsen, Leonardo

    11 Septiembre de 1973

    12 Bombal, María Luisa

    13 Vergara, Marta

    14 Brum, Blanca Luz

    15 Pinochet, Augusto

    16 Escucha Chile

    CUARTA PARTE: PRIMAVERA

    1 Bañados, Patricio

    2 Prats, Carlos

    3 Striptease

    4 Corvalán

    5 García Márquez, Gabriel, alias Gabo

    6 Naira

    7 Griguliévich, Iósif

    8 Krassnoff, Miguel

    9 Yo comunista

    10 Yo novelista

    11 Placas de Viena

    12 ¿Animales humanos?

    13 Hora Cero

    14 ¿Somos Sapiens?

    PRIMERA PARTE: INVIERNO

    1 Muerte

    Ruedo. Ruedo rodando. Soy un leño que rueda cuesta abajo.

    Cuesta abajo, colina abajo, montaña abajo. Sobre guijarros, tierra seca, nieve, tierra húmeda, blanda, esponjosa.

    Ruedo por una nube, sábana blanca que dos manos descomunales levantan desde la cumbre para hacerme rodar. Hacerme rodar a una colchoneta que me acoge. Que me acoge y comienza a deslizarse sobre ruedas.

    Transportan mi cuerpo por túneles y pasillos, bajo luces frías, a través de sombras muertas. Rechinan las ruedas en una curva y el balanceo de esta nave me adormece sobre mis dolores, mis ahogos, mis estertores. Nos detenemos por fin y aquí estoy, aquí llegué rodando desde una sábana con el tictac de mi existencia herida. Me han traído en un intento de librarme de un virus –¿alguien sabe qué es un virus?– que carcome mi cuerpo y muchos cuerpos.

    Los anzuelos penetran por mi nariz, raspan mi garganta, tratan de inyectarme vida, de prolongar mi vida, de estirar mi vida, una vida cansada que ya no quiere que la alarguen. Es el último escalón de mi recorrido infinito. Es la hora, cierro los ojos, voy muriendo. No quiero extinguirme de un patatús, quiero que mi muerte sea el último acto de mi vida, conocerla, vivir mi muerte con lucidez, despedirme palpitando hasta el final como una vela que se consume y termina apagándose con un latido, así, suavemente, morir sabiendo que estoy muriendo, saber que estoy muerto. Muero. Oscuridad.

    Y aquí, bajo mis párpados cerrados para siempre, los dolores se esfuman, la noche desaparece y todo se ilumina, se ve mejor, se entiende mejor, lo entiendo mejor, lo veo mejor, y dentro de mi muerte recupero mi pasado de vida y junto a mi pasado lejano y mi pasado cercano vislumbro el futuro, toda mi existencia, lo vivido y lo por venir a la vez, lo efímero y lo eterno, mi existencia redonda, compacta, aplastada dentro del pendrive que contiene mis suspiros, mis risas, mis lágrimas, mis instantes de euforia, de tristeza, de aburrimiento, amontonados para que yo, apretando una tecla, pueda escoger y recorrerlos, entenderlos por fin, volverlos a vivir, vivir mis esperanzas, descubrir si se llegarán a realizar.

    Y en medio de este invierno, es antes, antes de antes y después de después.

    Yo no soy todavía, ¿yo seré?

    Clic: 1937 antes de ser.

    2 Partieron

    Una luz más poderosa que el faro del puerto de San Antonio que, yendo y viniendo, me alumbraba aquí en Las Cruces por las noches, ilumina mi pasado remoto, o mejor dicho mi ante-pasado, el tiempo de 1937 en que todo comenzó. ¿Todo? Sí, mi todo, porque cada uno de nosotros, cada humano, es, somos, hemos sido un todo, un todo que nos contiene y a la vez contiene el universo en su totalidad. Si yo no hubiera existido, mi mundo, el mundo, la luna y las estrellas no existirían ni antes, ni durante, ni después de mí.

    1937. Mientras 2.000.000.000 de habitantes del planeta Tierra (¡vivan los millones con toditos los ceros!) afilan las estacas para la Segunda Guerr…, segunda olimpiada mundial de la muerte, 250.000.000.000.000 de espermatozoides, nube de aerolitos solo visibles a través de un telescopio, inician, iniciamos la carrera de la vida trepando por las sustancias húmedas, tibias, resbaladizas de un túnel que, desafiante, nos llama con sus olores. La maratón es de vida o muerte, el instinto nos dice que solo uno conseguirá vencer a la guardia, cruzar el puente levadizo, derribar la compuerta, ser acogido en la fortaleza palpitante, sobrevivir, fundirse con mi contraparte, conmigo, con el óvulo que espera, que espero para dar vida.

    Sí, porque se acercan cargando los signos de sus genes a cuestas, el espermatozoide que yo admita atravesará mi pórtico de óvulo solitario, del yo, del óvulo, yo la óvula que bailando chachachá aguardo con mis propios genes y con un cromosoma X el momento de ser fecundada por el vencedor. Si fuese fecundada por un espermio que también tuviese cromosoma X, originaremos un ser de estructura femenina; si el espermatozoide fecundante cargase un espermio de cromosoma Y, el nuevo ser tendrá cuerpo masculino. Eso lo sabremos después, por ahora, atento yo que avanzo raudamente, atenta yo, que espero para elegir.

    Es noviembre de 1937 y, tras el pistoletazo de partida, yo espermatozoide, nosotros, bólidos espermáticos impulsados por la hélice enloquecida de nuestras colas somos cada cual el 50 % de una vida hipotética en movimiento, movimiento de vida en que cargo, cargamos, una bolsa con las señales que pretende, pretendemos, pretendo transmitir: ojos de cielo, de carbón, de menta verde; cabello de sol, de trigo, de caverna; piel de luna, de atardecer, de noche oscura. En el pelotón de esta carrera formamos una masa compacta, vital, desbocada, desenfrenada, más veloz que la luz. Carrera loca cuya descripción podría tomar horas, días, años sin jamás quedar acabada por tratarse de una estampida inenarrable, inconmensurable, demencial. Sin aflojar en la arremetida, clavo mi vista en los más enérgicos con los que compito codo a codo, cabeza con cabeza, colmillo a colmillo y veo, tatuado en la frente de cada cual, el destino que ha de alcanzar si logra derrotarme y conseguir el triunfo.

    Este espermatozoide, portador de un cromosoma X, al penetrar en el óvulo que nos aguarda haría su aporte al nacimiento, nueve meses más tarde, de Afrodita, afamada modista que, inducida por un gen generoso del óvulo, regala vestidos de novia a mujeres vulnerables, como las llaman los políticos.

    Aquel, que exhibe un cromosoma Y, determinaría que nazca Baltazar, quien por herencia genética del espermio se convierte en un eficaz narcotraficante y que por mandato de los genes del óvulo se esmera en dar de baja a sus competidores.

    Aqueste, que lleva un cromosoma X, daría origen a Carilda, con genes que hacen de ella una implacable jueza del crimen, que por dictamen de un gen sombrío del óvulo se suicida tragando medio litro de cloro batido con yema de huevo la mañana en que la ascienden a ministra de corte.

    Este otro, con cromosoma Y, sería decisivo para que nazca Gordon, al que transmite los genes que hacen de él un industrial que, obediente a un gen del óvulo, produce las bombas de racimo más baratas del mercado y las vende a los bandos enfrentados en una guerra cualquiera.

    El que va allá, cargado con cromosoma X, marcaría el origen genético de Eduvigis, aclamada mezzosoprano que por influencia de los genes bohemios del óvulo abandona la ópera para reciclarse como cantante de trap.

    El de más acá, con cromosoma Y, generaría a Fructuoso, cabo de Carabineros que, impulsado por los genes del óvulo, se convierte en el torturador más eficiente y condecorado de su generación.

    Los que vienen detrás, provistos de cromosomas X, darían origen a Irma, influencer que, gracias al dinamismo que le transmite el óvulo, se hace millonaria promoviendo en Instagram una crema contra las arrugas preparada con cuescos de palta que algunos insisten en llamar semillas de aguacate; a Karen, cajera de supermercado que, por una tendencia proveniente de un cromosoma del espermio, bebe varias chelas con las amigas en un after work antes de protestar a pedradas contra el gobierno a instancias del óvulo e irse a bailar cumbia a La Cucaracha; a sor Circuncisión, que, por influencia del óvulo, encabeza los desfiles contra el aborto y vende con delivery guaguas de madres pobres a parejas ricas estériles; a Likanrayen, madre soltera, a quien impulsa a dirigir una toma de terrenos, mientras el óvulo la induce a declararse en huelga de hambre para que la Primera Dama les envíe un aljibe con agua dos veces al mes; a Torcuata, dueña de casa que, a instancias de un gen espermático, se inscribe en un casting en el supermercado y que, impulsada por un gen del óvulo, se convierte en estrella de una serie de terror de Netflix.

    Un espermatozoide con cromosoma Y generará al padre Hipólito, obispo peruano a quien el papa Francisco, en castigo por su pedofilia proveniente de un gen del óvulo, envía a Chile como guía espiritual de una residencia del Sename que acoge a niños arrancados a sus padres para protegerlos.

    Los espermios que lo siguen, todos con cromosomas Y impresos en la frente, generarían a Ludovico, farmacéutico que por la iniciativa de un gen del espermatozoide se dedica a la política y que, a instancias de un gen del óvulo, se presenta dos veces de candidato a la presidencia con un programa de derecha y dos veces con uno de izquierda, y saca siempre nueve votos: el suyo, el de su mujer, el de sus cinco hijos y dos de electores misteriosos; a Nicolás Larraín, novelista bestseller que, por mandato de un gen anidado en el óvulo, viaja a operarse a una clínica de Tailandia y vuelve convertida en la escritora Nicolasa Larraína; a Onofre, que, por dictado de los genes paternos, es barman y, por exhortación de los genes del óvulo materno, se niega a servir un pisco sour al tirano P. y es fusilado; a Quintín y hará de él un vendedor callejero que, interpelado por el óvulo, sigue ofreciendo libros pirateados de Isabel Allende, Jorge Baradit y Eduardo Labarca, a pesar de los perdigones policiales que lo dejaron tuerto; a Lincoyán, al que un gen paterno sitúa desde los veinte años como maestro de una escuela mapuche y que a los cincuenta invierte 10.000 pesos en bitcoins a instancias de un gen del óvulo y a los sesenta aparece en la revista Forbes con 6.329.000.000 de dólares a su haber, el doble que un presidente de eterna sonrisa al que en un sueño pesadillesco –¿premonición?– he visto morir en un lago al mando de su helicóptero; a Walterio, adolescente autista que, a instancias de un gen del espermio, pasa día y noche frente a la pantalla hasta ser proclamado, gracias a un gen del óvulo, campeón olímpico de videojuegos.

    Pero yo, espermatozoide, no pierdo más tiempo con mis observaciones y adquiero una velocidad mil veces superior a la más rapidísima Fórmula Uno que solo usted sería capaz de calcular, amigo Albert Einstein. Los espermatozoides que vamos a la vanguardia somos una polvareda –cientos de millones– que nos aproximamos furiosamente a la raya y –ahí está– divisamos a la castellana. Yo, la castellana, los veo que se acercan, tendré una centésima de segundo para observar con ojo de láser a unos y otros y otros y otros, compararlos, echar a girar la ruleta, decidir: mi voluntad es que hagamos un hijo con pene, por lo que descartaré al primer vistazo a los espermatozoides portadores de un cromosoma X tatuado en la frente. Solo valdrán para mí los que exhiban un cromosoma Y que, fundido con mi X, generará un varón: XY.

    A coletazos furibundos, a cabezazos salvajes, a mordiscos de fiera, yo, espermio guerrero con cromosoma Y, avanzo una milésima de milésima de milésima de milímetro sobre la multitud, salto por encima de millones de millones de millones de competidores y diviso a la reina que nos mira. Ahí vienen, forman una nube, yo, la monarca, la poseedora del óvulo, he de elegir a uno, no puedo equivocarme, mi responsabilidad es grande, gigantesca, de vida o muerte, de vida y vida de un nuevo ser humano. Al dar un vistazo a este y ese y aquel que corren por delante con el tatuaje de un cromosoma Y adivino el nacimiento de un poeta iluminado, un cocinero de buena sazón, un maratonista entusiasta, un burócrata minucioso, un vividor empedernido, un político con la ambición a tope, un constructor de torres, un amigo de los animales, un haragán simpático, un ciclista tenaz, un pescador de océano adentro... ¡Atención! ¡Aquel con una Y engendraría conmigo un hijo de ojos observadores y mentón enérgico, capaz de soñar y construir una casa con sus manos... escribir una novela y tocar el saxo... amar la lluvia y las lagartijas... discutir y a la vez escuchar... ¡Ese!... Desde la vorágine él me clava su pupila seductora con un guiño, es la hora, el instante preciso, le sonrío y abro el pórtico, una rendija en lo que dura un chispazo, y ahora está dentro, le doy la bienvenida con un abrazo posesivo mientras millones de espermios se estrellan contra la barrera que he vuelto a cerrar. ¡Gloria, yo, el elegido para penetrar! ¡Gloria, yo que lo he elegido y lo recibo en mí! Él trae en su mochila su esperado cromosoma Y, yo, la óvulo, lo acojo con el tesoro de mi cromosoma X. Su 50 % se abraza, se fusiona con mi 50 % y estalla el milagro: un nuevo espécimen de Homo Sapiens al 100 % queda concebido. Dentro de nueve meses habrá en el planeta un flamante ser de sexo masculino. Señoras y señores, ¿para estar a la moda debería yo decir o pensar en un ser humano de género masculino? Ese ser insignificante seré yo.

    3 Lluvia

    Desde el universo de mi muerte navego de clic en clic por los rincones de mi vida, los tiempos se amontonan, se aplastan, forman un trozo de metal denso, densísimo, del tamaño de una moneda de un euro y mil toneladas de peso. Los hechos y los personajes que me han obsesionado me tiran de la manga, cada cual exige ser protagonista, mi mente gira, vacila, aterriza en el tiempo que precede mi nacimiento y a la vez en el que sucede a mi extinción. Un día cualquiera un líquido amarillento comenzó a fluir de mi nariz. Flujo multiplicado con eco de estornudos en mi vida de anciano solitario. Y entonces un vaso de agua de la llave (sí, de la llave, no me vengan con agua del grifo) y una taza quemante de agüita de menta fueron un alivio, alivio pequeño, breve, durante la comunión con mi pantalla, mi cuaderno, mi hoja de papel, mi lápiz por la mañana. Así empezó, así comienza mi Vía Crucis, mi Vida Crucis...

    Desde aquella soledad intento varias veces con mano tiritona, y finalmente lo consigo, pinchar en mi celular el número de emergencia 600 60 7777 que me aprendí hace sesenta años y que sigue estampado en mis arrugadas, doloridas neuronas... Y cuando escucho aló profiero el ancestral ¡auxilio! (pido por ayudaasking for help– dicen a lo gringo en las teleseries dobladas en México). Antes de interesarse por mi salud, una voz de metal –¿hombre?... ¿mujer?... ¿robot?– me conmina: ¡Su RUT!. Por fortuna los estornudos no han dañado mi memoria y enuncio mi antiquísimo número identificativo que comienza con 2: todos los portadores de los números iniciados con 1 han muerto y con 2 quedamos cuatro pelagatos, pues a esta altura los jóvenes ya van con los RUT que empiezan con 34. La voz química me responde que vendrá un ????? sanitario –solo entiendo la última palabra–, pero que debo tener paciencia pues hay una demora indefinida debido a que estamos en pandemia, palabra que escucho por primera vez, y me ordena que abra la ventana, y cuando empiezo a explicarle que esa ventana la tengo boquiabierta hacia el océano Pacífico desde hace ¿una hora?... ¿un mes?... ¿un año?... ¿desde mi nacimiento?... ¡clic! se acaba la conversación, el fluido vuelve a gotear de mis fosas nasales y viajo de regreso a líquidos lejanos, al origen original de mis orígenes, a mi origen húmedo anterior a mi muerte y a mi nacimiento. Un mundo líquido: 1937.

    ¿Simple resfrío?...

    En un mundo líquido, sí, pero no de agua... Porque allá en Santiago de Chile no llueve en noviembre de 1937 cuando en las calles, caminos y campos arrecian las escaramuzas entre manifestantes con enojos excluyentes. Yo avanzo con una bandera roja y más allá me atravieso con una suástica.

    ¿Romadizo?...

    En 1937 hay agua y tormenta tropical en República Dominicana, cuando los tiburones devoran los cadáveres de 20.000 haitianos que hemos sido ultimados con machetes, cuchillos, bayonetas, hachas, y arrojados a las aguas del Caribe por orden de un tal Trujillo. Es la Masacre del Perejil, la palabra que para nosotros, negros haitianos, constituye un trabalenguas –"pegsí, pegsil, pronunciamos–, lo que a nosotros, los verdugos de uniforme, nos permite separarlos de nuestros negros dominicanos que sí pueden decir perejil" y seguir vivos.

    ¿Catarro?...

    También llueve hoy, noviembre de 1937, aquí en la ciudad de Nankín, donde los soldados japoneses preparamos el asalto en que daremos muerte por orden de nuestro emperador a 200.000 chinos, cantidad insignificante pues en este día los chinos somos más de 500.000.000: ¡vivan las cifras millonarias cargadas de ceros, no vayan ustedes, mis taquígrafos y taquígrafas o los algoritmos de ChatGPT, a escribirlas con letras!

    ¿Influenza?...

    Llovizna asimismo aquí en Berlín cuando Hitler, nuestro idolatrado Führer, nos promete a los alemanes el espacio vital –Lebensraum– que necesitamos, para lo cual deportará y matará a millones de polacos, ucranianos, rusos, checos, eslovacos y otros humanos de razas inferiores, a homosexuales, discapacitados y enfermos mentales, y acometerá el Samudaripen, genocidio de nosotros los gitanos, y el Holocausto de nosotros los judíos.

    ¿Gripe española?...

    En España nuestra guerra civil arde en todos los frentes, y a los aviadores del Caudillo la lluvia no nos impide bombardear Lérida y matar, matarnos a nosotros, 250 civiles de todas las edades, cantidad insignificante.

    4 Einstein, Albert

    La película enceguecedora corre bajo mis párpados a ritmo de cueca. Nítidamente va rodando el mundo en noviembre de 1937 con agua, lluvias y cientos de miles de seres humanos, nosotros, baleados, carbonizados o despanzurrados por nosotros, otros seres humanos, con las armas prime de la civilización. Armas tan revolucionarias como un día fueron para mí, para ti, para usted, para nosotros la piedra que yo arrojo con estas manos, el garrote que descargo contra la cabeza de este desconocido, el arco que tenso para ensartar con una flecha a un hombre a la distancia, o esta lanza que aferro a dos manos para atravesar el pecho de un extraño de greñas largas cubierto de pieles, armas tan modernas como lo serán las que estamos preparando para la carnicería planetaria que denominaremos elegantemente Segunda Guerra Mundial: II GM. Una guerrita en familia con más de 50.000.000 de muertos que culminará con el bautismo de miles de avenidas y plazas con los nombres de los generalísimos y mariscales victoriosos, cuyas figuras de mármol se recortarán contra el cielo en lo alto de magníficos pedestales y corceles, guerra que de rebote dará alas a nuestra imaginación de novelistas, poetas, músicos, cineastas, directores de TV y Netflix, y nutrirá los productos que iremos entregando a la industria del entretenimiento, del bestseller y el streaming: novelas belicistas, películas y teleseries con mares de sangre y montañas de cadáveres, himnos heroicos, poemas épicos, historias de veinte tomos, dibujos animados, cómics, canciones de cuna, rondas infantiles, soldaditos de plomo, videojuegos. ¿No ha sido acaso la Guerra de Troya fuente de inspiración de todos los que vinimos después como bien saben en Hollywood? Y cuando estamos faltos de una guerra para inspirarnos, inventamos una Guerra de las Galaxias para no aburrirnos. Con el pasaporte de mi propia muerte en la mano, comienza una nueva guerra iniciada por los humanos de un lado que saltamos una valla para matar a los del otro lado, a lo que respondemos desde el lado contrario saltándola al revés para matarnos a nosotros, los que empezamos la trifulca, en un combate en que han de demostrar su eficacia los tanques dinosáuricos, los aviones cenitales, los cohetes etéreos, los torpedos resbaladizos, los submarinos abismales, los cañones irascibles, las ametralladoras saltarinas, los fusiles picarescos, los gases perfumados, los drones bailarines y el arma que a todos enamora: la glamorosa Bomba Atómica, llamada elegantemente Bomba-A.

    Y aquí fuera del tiempo, sentado frente a mí en carne y hueso, canoso y melenudo está él, Albert Einstein, y a ti me dirijo. Muerto yo física pero no mentalmente –¿es física la mente?– a ti, Albert Einstein, endilgo la voz moquillenta que un virus me dejó de regalo para felicitarte por haberte sacado de la chistera –no me refiero a un chiste, pero si no conoces la palabra, googléala querido Albert–, haberte sacado del sombrero tu asombrosa Teoría de la Relatividad, cuyo significado nunca he intentado comprender. Y aquí mi mente salta con garrocha a mis años de trabajo en el OIEA (la agencia atómica de la ONU: Organismo Internacional de Energía Atómica), donde traduciré del inglés, el francés y el ruso al español/castellano miles de páginas de torturante complejidad técnica y jurídica sobre temas nucleares hasta el día en que me marche, y al tomar mi última caña de cerveza con mi amigo español A. F. le confieso que me alejo al cabo de veinte años sin haber entendido lo que es un átomo, a lo que él, experto de prestigio mundial en la materia, me responde: Yo tampoco lo sé. Y de vuelta a tu presencia, Albert Einstein, me veo obligado a enrostrarte con pena tu contribución al nacimiento de la mentada Bomba-A. Esa contribución arranca precisamente de tu famosa, poética, enigmática fórmula musical:

    E = mc²

    y agarra vuelo con la carta que tú y tu compadre, el húngaro Szilárd, hacen llegar en conjunto a la silla de ruedas del presidente Roosevelt en julio del 39, cuando yo cumplo once meses sobre la Tierra, informándole de la posibilidad de construir la bomba y advirtiéndole del peligro de que los alemanes se adelanten. Estimado Albert, sabio insistente, no te hagas el distraído, pues te recuerdo que en marzo y en abril del 40 vuelves a dirigir sendas cartas sobre el tema al dubitativo Roosevelt, quien finalmente te hace caso y pone en marcha el Proyecto Manhattan, el que culminará con la fabricación de la superbomba. Dime, tú, el genial judío Einstein, que te declaras antinazi y pacifista, ¿qué piensas en esos días acerca de ese proyecto en el que no participas, ya que no te invitan porque tienes fama de izquierdista, pero en cuyo surgimiento estás más que involucrado? Unos 80.000 vecinos japoneses de todas las edades, suficientes para llenar el Estadio Maracaná, moriremos instantáneamente en la ciudad de Hiroshima el 6 de agosto de 1945, casi una semana antes de que al niño chileno que soy yo me celebren con una torta Selva Negra mi cumpleaños número siete, que es aproximadamente el tiempo que ha tardado la fabricación de Little Boy Niñito, qué nombre tan simpático, las bombas estadounidenses son de sexo masculino–, cuando esa encantadora Bomba-A, enviada cariñosamente por el presidente Truman (mi mente casi dijo Trump), nos estalle sobre las cabezas. Tres días más tarde, cuando faltan otros tantos días para mi cumpleaños, 40.000 vecinos de Nagasaki, que llenarían nuestro Estadio Nacional, moriremos esta vez por efecto de Fat Man El Guatón, diríamos en chileno–, el segundo bombón masculino de míster Truman explosionado (así dicen mis colegas de la tele) allá arriba. Por suerte el emperador Hirohito se asusta y termina rindiéndose, ya que los científicos y militares de EE.UU. tenían a punto la tercera Bomba-A, llamada Rufus, que no alcanzaron a lanzar, por lo que quedaron, quedamos muy frustrados. Y no cuento a decenas de miles de sobrevivientes de las dos bombas arrojadas que seguiremos muriendo en los días, años y decenios posteriores mientras la carne irradiada se nos cae a pedazos. Para no desviarme, quiero decirte a ti, el gran Albert Einstein, viejo cabrón, que en tu lugar, después de Hiroshima y Nagasaki, yo no habría conseguido pegar un ojo y probablemente habría bebido en copa de cristal una sustancia radiactiva, me habría ahorcado, cortado las venas o disparado un balazo... o un bombazo, y esto te lo digo recordando el momento en que por última vez en mi vida me soné las narices con un pañuelo de papel de la marca Elite.

    Y termino contándote que por los días en que estallaron tus dos bombas, una tarde en que mi mamá me trae de la mano de vuelta de mi escuelita, en una calle de Buenos Aires, tenemos que esperar que descarguen (esperar por que descarguen dice a lo gringo –waiting for– mi amigazo Carlitos Larraguibel) desde un camión una enorme, descomunal tubería para el alcantarillado, y un pibe bonaerense de mi edad que viene con su padre le pregunta: ¿Papá, decime, esa es la bomba atómica?. La escena transparenta (así decimos ahora) y nos permite visualizar y dimensionar (así también nos gusta decir) el impacto con que la bomba explosionó en las mentes de nosotros, los seres humanos de todo el planeta y de todas las edades. Al chiquilín bonaerense yo le habría contestado: Che, preguntale al tío Albert, un famoso pacifista, preguntale.

    Como ves, Albert, soy nacido y criado con tu Bomba-A, ella es mi hermana y entretanto hemos pisado el acelerador, la bomba bebé de mi infancia ha crecido y se ha reproducido como los conejos: hace tiempo que no veo un conejo, los dos que mi nieto y yo alimentábamos cariñosamente con hojas de lechuga, en una cueva en el terreno de mi modesta casa de Las Cruces, fueron devorados por los perros de la famosa Villa María Luisa, colindante.

    En realidad hemos seguido reproduciendo y sobajeando la Bomba-A y lo seguiremos haciendo al ritmo del calendario pandémico y pospandémico mientras hierven diversas guerritas en Yemen, Sudán, Mali, Siria, Nigeria, Eritrea, etc., seguro que algunas se me escapan, y agarra vuelo la nueva y flamante guerra de Ucrania, de la que alcancé a informarme en mi lecho de muerte, y se anuncia la futura guerra de Gaza que visualizo desde aquí como si fuera hoy. Se trata durante mi niñez, cuando tú, Albert, aún estás vivo, de unas bombitas de juguete, con un estallido de apenas 16 kilotones (16.000 toneladas de TNT, trinitrotolueno, el famoso explosivo amarillo) en Hiroshima, y un poquito más, 22 kilotones (22.000 toneladas de TNT), en Nagasaki. Digo apenas, porque a partir de entonces y después de tu muerte hemos multiplicado entusiastamente en forma exponencial el número y la potencia de las bombas en una magnitud que tú, a pesar de que eras adivino, no alcanzaste a imaginar. En 1961, un tal Nikita, patrón de la URSS –¿alguien recuerda a ese señor y ese país?–, anuncia la producción de una Bomba-A de 100 megatones; vale decir, con una potencia de 100.000.000 toneladas de TNT, tan poderosa que ni el mismísimo Nikita se atreve a probarla. Viene luego la maravillosa bomba termonuclear limpia, la Bomba de Hidrógeno, Bomba-H con una potencia de 50 megatones que la URSS ensaya allá en el océano Ártico, dando muerte a decenas de miles de osos polares, focas y pingüinos, y a millones de peces, porque si lo hiciera en tierra firme podrían desaparecer todos los habitantes de ese enorme expaís, incluso los que estuviesen quinientos metros bajo tierra en el refugio bien provisto de vodka en que Nikita se guarece con sus colegas del Politburó. Los Estados Unidos, Inglaterra y Francia se suman a la fabricación en serie y la Bomba-H pasa a ser tan popular que inspira alegres canciones y el nombre de una banda de rock.

    En el instante en que estas visiones se alojan en mi cerebro iluminado, los terrícolas nos vanagloriamos de atesorar 18.000 ojivas nucleares –la cifra la escuché en la tele, seguro que siguen aumentando– entregadas al capricho de los gobernantes de una decena de países que, más que habitar glamorosos palacios presidenciales o monárquicos, deberían estar con camisa de fuerza en el manicomio. Con esas ojivas podríamos convertir el planeta en un desierto humeante –algunos estrategas se llenan la boca con una elegante guerra limitada con armas nucleares tácticas, como quien dice unas bombitas atómicas de bolsillo– y reducir a cenizas a todos los seres vivos que lo habitamos, incluidas las bacterias y los virus, aunque no sé si los virus están vivos. En todo caso, los humanos somos infinitamente más asesinos que los virus, pues nos bastará con apretar un par de botones para borrarnos de un zuácate unos a otros íntegramente del planeta, mientras que los virus atacan pacientemente a las personas una por una.

    Aquí en Chilito rebautizamos el antiguo Ministerio de Guerra como Ministerio de Defensa... no vayan a pensar que... Aún el guerrerista más feroz jura y rejura que es partidario de la paz y lo mismo afirman los reyes y reinas, los presidentes y presidentas, los primeros ministros y primeras ministras de los países que invierten como Chile el 80 % de sus ingresos en defensa, vale decir armas y tropas para la guerra; igual cosa dirán los mariscales, almirantes y generalísimos que viven de y para la guerra, y lo repetirán sus señoras y sus hijos, y hasta el conscripto que está de guardia a la entrada del regimiento. Todo el que inicia una guerra dice que lo hace por la paz y el que es atacado se defiende con el mismo argumento, otros hacen guerras revolucionarias o contrarrevolucionarias; ellos, ellas, nosotros, nosotras, todos y todas participamos en la misma maquinaria de exterminio, esencia de la civilización.

    A tono con la afirmación de Maquiavelo sobre la necesidad del mal en la sociedad humana, la muy inteligente Simone de Beauvoir afirma, según creo recordar, que la naturaleza del hombre es malvada, su bondad es cultura adquirida. Esa bondad se llama poesía, el fruto más extraordinario del espíritu humano. Los poetas existen al interior de una galaxia; cantan a la aurora y a la primavera conforme

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