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Los oficiantes
Los oficiantes
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Libro electrónico404 páginas5 horas

Los oficiantes

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Información de este libro electrónico

Se les ocurrió después de la muerte de Alec por sobredosis: tal vez si su amigo hubiera podido oír lo que los demás dijeron en su funeral, las cosas hubieran sido diferentes. Con ese espíritu, el resto del grupo que se conocieron en Berkeley —Naomi, Craig, Marielle y los Jordan—, sellaron el pacto: aunque pasaran los años y dejaran de verse, cada uno tenía derecho a convocar al resto para que oficiaran su funeral en su presencia y conocer en vivo lo que normalmente le está reservado a los muertos.

Ahora los años han pasado y cada uno lidia como puede con los conflictos de la vida adulta: Marielle debe superar un matrimonio que se desmorona; Naomi, la muerte de sus padres; Craig, un proceso judicial…

A través de escenas agridulces, con diálogos ácidos y sofisticados, Steven Rowley despliega una mirada compleja sobre la amistad, alejada de sus clichés de felicidad. "Los oficiantes" cuenta la historia de un grupo de estudiantes que juntos se creyeron invencibles y que, por separado, descubren lo lejos que cada uno está de serlo.
IdiomaEspañol
EditorialAlba Editorial
Fecha de lanzamiento12 sept 2024
ISBN9788411780902
Los oficiantes
Autor

Steven Rowley

Steven Rowley has worked as a freelance writer, newspaper columnist, and screenwriter. Originally from Portland, Maine, he is a graduate of Emerson College. He currently resides in Los Angeles with his boyfriend and their dog. He is the author of Lily and the Octopus, The Editor, and The Guncle. Follow him on social media @MrStevenRowley.

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    Los oficiantes - Steven Rowley

    Para Stephanie Chernak Maurer y la sexta planta

    La vida es lo que se celebra. Todo. También el final.

    JOANNE HARRIS, Chocolat

    Otra vez ayer

    (Jordan, 2023)

    ERA EL ASTRONAUTA DE UNA PELÍCULA: su misión le había llevado a un planeta en un lugar remoto del sistema solar: Saturno, tal vez Neptuno. Se había ido para una temporada (tres años, quizá cinco. Un tiempo significativo, pero limitado), y, de alguna manera, todas las personas a las que Jordan Vargas conocía en la Tierra habían vivido una vida entera mientras él estaba en el espacio. Naomi, con sus gafas de cerca, luchaba para entender el mando de la tele, como si fuera la primera vez que veía ese artilugio; su cara pasó de la irritación a la ira. Craig, en la cocina, leía menús de comida a domicilio con la linterna del móvil, quejándose constantemente de la tenue luz amarilla de la casa de Big Sur, que le hacía confundir el curry amarillo con el verde. ¿Qué diferencia hay? Sí, claro, el color. Pero uno tiene cúrcuma. ¿Qué hostias es la cúrcuma? Marielle les instruía con todo lujo de detalles sobre los gatitos a los que había llevado el fin de semana. Nacieron sin ojos, «una condición que se conoce como microftalmia», explicó, causada por una mutación genética que, a veces, también provoca que sus lenguas sean más pequeñas de lo habitual. Y Jordan Tosic, el leal Jordy, el marido de Jordan y su otra mitad, el hombre que hacía que fueran «los Jordans» para tanta gente («¿invitamos a los Jordans?», «¡¿no conoces a los Jordans?!», «¡adoro a los Jordans!»). La metamorfosis de Jordy a Jordan le impactó menos que la del resto, porque llevaban juntos desde la universidad y se habían visto envejecer poco a poco, con tiempo más que suficiente para acomodarse al deterioro del otro como el que se adapta con los años al tapizado de una silla.

    Por supuesto, Jordan Vargas no era astronauta ni nada parecido. Era un ejecutivo de relaciones públicas, atado a la Tierra por la gravedad, una hipoteca, un negocio que regentaba con su marido y unos padres inmigrantes, envejecidos, que vinieron de Bogotá cuando Jordan tenía ocho años para darles a él y a su hermano una vida mejor. No vibraba al sentarse sobre el motor criogénico de combustible líquido de un cohete en una lanzadera a punto de zarpar, sino con la emoción genuina de darles a sus clientes amplia cobertura mediática. O al menos así era antes, pero ahora se dedicaba a acumular resentimiento contra el periodismo de clickbait y los clientes pesados a los que había acabado por ver como problemas antes que como personas. Y ningún viaje espacial le habría separado tanto de sus amigos, ni ninguna peligrosa misión (por muy poético que fuera pensarlo), como lo hacían su trabajo y el triste hecho de que los amigos (incluso los que lo son desde hace treinta años) se distancian.

    Jordan empezaba a impacientarse ante la incapacidad de Craig para leer un simple menú. Habían ido a Big Sur para pasar el fin de semana; pasarían juntos, como siempre, un tiempo limitado. Enrolló una de las viejas National Geographic del señor Ito que estaban apretujadas en el estante que tenía al lado y, desde la butaca en la que estaba sentado, golpeó la mesita del salón.

    –Joder, Craig, ¿cuántos años tienes?

    Craig resopló molesto.

    Naomi le miró por encima de las gafas.

    –No hagas eso con las revistas de mi padre.

    Jordan se amedrentó, desenrolló la revista y la estiró.

    –¿Puede ayudar alguien a Nana con la comida? Estoy famélico.

    –Necesito más luz. –Craig palpó la pared tras el anticuado protector de salpicaduras en busca de un interruptor, pero solo consiguió encender el triturador de basuras.

    –Ya te lo he dicho: están todas las luces encendidas. –Naomi trataba de abrir el mando, pero la carcasa de plástico estaba atascada. Su madre siempre usaba monedas para abrir los compartimentos de las pilas, pero nadie llevaba ya dinero suelto.

    –Te ayudo –se ofreció Marielle–. Yo todavía veo bien.

    Era un año más joven que el resto porque la habían adelantado un curso, así que era la única que todavía no había cumplido los cincuenta. Su pelo era indomable, de un rubio cenizo con destellos grises y solo un pequeño rastro del rojo anterior. De los cinco, era la que menos había renovado su estilo, y parecía el único miembro femenino de un trío de música folk retirado: solo le faltaba la pandereta.

    –Yo no veo mal. Es por la luz –dijo Craig quejumbroso.

    –No es por la luz –repitió Naomi.

    Jordy se rió.

    –Los gatos no pueden decir lo mismo.

    –Ellos tampoco ven mal –dijo Marielle ofendida, absorta en el cesto de la ropa que había cogido para hacerles una cama–. Es solo que no tienen ojos.

    Jordan miró a Craig.

    –Dime tu número.

    –Solo tengo una barra. –En la casa no había casi cobertura.

    –No te he preguntado cuánta cobertura tienes, ¡te he dicho que me digas tu teléfono!

    Marielle, en una sobreactuación cómica pero sincera, saltó para hacer de escudo humano frente a los gatos y todos se rieron.

    Naomi Ito, Craig Scheffler, Marielle Holland, Jordy Tosic, Jordan Vargas. Tenían apenas diecinueve años la noche que se conocieron; parecía que había sido ayer. Los cinco, con Alec Swigert, fueron estudiantes que se cambiaron a Berkeley, coincidieron en el mismo piso de la misma residencia y se graduaron con la promoción de 1995 (excepto Alec, que no vivió lo suficiente para graduarse).

    Jordan golpeó el dorso de la mano de su marido y señaló su móvil, que estaba cargándose, pensando que sería más fácil pedir la comida por internet, aunque solo tuvieran una barra de cobertura, que esperar a que Craig descifrara un menú impreso. Jordy cogió el teléfono y Jordan todavía vio una vez más en su cuerpo de 1,80 al joven atleta del que se enamoró en la universidad. Los sobresaltaron los tres golpes rápidos y secos que dio Naomi con el mando en la mesa baja del comedor y que hicieron que la sombra de la luz de la lámpara se desviara. Naomi se dio cuenta de que les había molestado a todos.

    –¿Qué pasa? Craig tiene mal los ojos, pero no el corazón.

    –Tenemos un perro con el corazón muy débil en el refugio, un soplo de grado cinco, un basset –dijo Marielle a modo de oferta mientras se sentaba en la butaca y colocaba a los gatitos en su regazo. Dobló las piernas haciéndolas desaparecer bajo su vestido–. Se hizo amigo de un malinois ciego. Son tan monos los dos; queremos que alguien se los lleve juntos.

    Hacía varios años que Marielle había dejado su vida en Washington D. C. para abrir un refugio animal en Tedio, Oregón. («No estoy diciendo que Oregón sea tedioso», se justificaba a menudo como si la obligara a ello la Cámara de Comercio del estado de los Castores. «Es como se llama el pueblo, literalmente.»)

    Craig levantó la vista del menú y alzó a la vez el teléfono cegando a Jordy con la linterna:

    –¿Queréis comer tailandés? También podemos pedir pizza.

    Naomi había conseguido abrir el mando.

    –Las pilas están oxidadas. Creo que mi madre tenía pilas de repuesto arriba.

    Conservaba la casa de Big Sur, años después de la muerte de sus padres, como un santuario.

    –¿Y sushi? –propuso Jordy frotándose todavía los ojos.

    –Sorpresa, sorpresa. Los Jordans quieren sushi.

    –Yo soy como Suiza –dijo Jordan.

    –Ah, perdón, rectifico: Tosic quiere sushi, Vargas… fondue.

    –Nada de sushi. Soy vegetariana –les recordó Marielle.

    –¡YA LO SABEMOS! –gritaron los demás.

    Naomi fue hacia las escaleras y Marielle la siguió como si estuviera desesperada por estar con ella a solas.

    A medida que ellos habían envejecido, la casa se había ido rejuveneciendo; el estilo retro que parecía tan anticuado hacía veintiocho años, cuando se reunieron la noche que enterraron a Alec, estaba otra vez de moda entre los arquitectos. La casa estaba muy elevada respecto al mar, construida en un acantilado entre una arboleda y unas rocas escarpadas. La fachada era de madera y tenía unos enormes ventanales para que las vistas al océano fueran lo más espectaculares posible; toda ella era un homenaje a los Estados Unidos de mediados de siglo y su estética minimalista. La mayor parte de la casa la constituía una única planta, un palafito que se elevaba sobre el mar, pero había una segunda planta en la parte trasera, sobre la puerta de acceso. Todas sus líneas eran limpias; de hecho, la escalera que conducía al primer piso no tenía ni siquiera barandilla. Por un desafortunado juego de palabras, la habían llamado Sur la Vie.

    Cuando los chicos se quedaron solos, Craig señaló la camiseta de Jordy.

    –¿No te has comprado una camiseta nueva en treinta años?

    Jordy bajó la mirada y vio BERKELEY en letras azules.

    –Jordan me regaló esta cuando cumplí los cincuenta y volví a nadar.

    El doctor de Jordy le había dicho que correr le estaba pasando factura en las rodillas, y su gimnasio en Chelsea Piers tenía piscina.

    –Me he propuesto completar la Carrera de los 20 Puentes de Manhattan.

    Craig se horrorizó.

    –¿Vas a nadar en el East River?

    –En realidad está más limpio que nunca.

    –Bueno, el Santa Helena está más inactivo que nunca y yo no me metería en el cráter.

    Jordan estaba mirando un cuadro que colgaba casi recto de la pared del comedor. Se acordaba de ese paisaje marino de la primera vez que fue a Big Sur, cuando murió Alec; lo odió, le pareció demasiado luminoso y demasiado alegre para un momento así y un mar así, pero ahora empezaba a gustarle, porque veía el mundo como un lugar más oscuro y apreciaba esa pizca de luz.

    –Yo creo que esto es un Rembrandt.

    –Muy gracioso –dijo Craig, al que, evidentemente, no le había hecho ninguna gracia.

    –En serio, Nana. A lo mejor tú lo puedes confirmar.

    Nana era el apodo que le habían puesto a Craig en la universidad por sus pijamas anticuados y porque se acostaba antes de las nueve.

    Un estruendo atrajo sus miradas hacia el rellano: Marielle y Naomi reaparecieron en lo alto de las escaleras.

    –¡Es verdad! –dijo Marielle en mitad de lo que parecía una conversación tirante–. Durante el último año he sentido que era mi peor enemiga. –Miró a Naomi quizá esperando un gesto de empatía femenina.

    –¿En serio? –Naomi llevaba una caja de pilas AAA que seguramente estuvieran caducadas. Marielle asintió–. Porque voy a empujarte por las escaleras como no vayas más deprisa.

    Con sus gafas y su pelo gris, Naomi se parecía bastante a su difunta madre, que no tenía un aspecto precisamente fácil de emular.

    –¡DIOS MÍO! –gritó Marielle agarrando la mano de Naomi–. ¿Esto es una alianza?

    Escrutó la doble banda de oro y la piedra verde y ovalada. Naomi escondió rápidamente la mano y empezó a bajar las escaleras; Marielle fue rápidamente tras ella.

    –No saquemos conclusiones.

    –Pero ¿tú y…?

    –He dicho que no saquemos conclusiones.

    –Pero es jade. –En lo que se refería al amor, Marielle era muy tradicional.

    –Es una broma entre nosotros. –Naomi quería dejar el tema lo antes posible.

    –No la pillo.

    –Porque no eres parte de ella. –Conocía a sus amigos. No había forma de escapar si toda la atención estaba puesta en ella–. Se supone que el jade es curativo… No sé, para las dolencias del riñón o algo así. Gary dice que soy insoportable, pero aun así quiere casarse conmigo.

    –Qué romántico –concedió Jordy.

    Naomi no estaba dispuesta escuchar ningún consejo sobre relaciones de los Jordans, que nunca habían tenido que enfrentarse a las formas actuales de cortejo. Para ella era la pedida de mano perfecta.

    A Marielle se le iluminó el rostro.

    –¡Tenemos que celebrarlo!

    Jordy la interrumpió:

    –Ya estamos celebrando. A Jordan.

    Naomi se tapó la cara con las manos.

    –¿Sabes qué? Estaba con Fleetwood Mac cuando llamaste.

    –Fleetwood Mac… ¿el grupo? –preguntó Marielle.

    –No, Fleetwood Mac… & Cheese, el restaurante de Reno. Sí, el grupo. –Naomi era ejecutiva de un sello discográfico y la habían enviado a supervisar la gira de los miembros que quedaban vivos.

    Craig volvió de la cocina.

    –Bueno, Jordan, ¿nos vas a contar por qué nos has traído aquí?

    Jordan fingió que estaba absorto en el teléfono y Naomi tomó la palabra mientras colocaba las pilas nuevas en el mando.

    –¿No creéis que estamos un poco viejos para el pacto?

    Marielle regañó a Naomi:

    –Solo lo dices porque tu funeral ya lo celebramos.

    –Y el tuyo, si no recuerdo mal –dijo Naomi–, y el de todos.

    –El mío no –dijo Jordy, y todos le miraron–, ¡el mío no! –insistió.

    –Pobre Jordy –Naomi agachó la cabeza fingiendo lástima–, invitado a todos los entierros sin ser nunca el cadáver.

    Craig reunió todos los menús.

    –Me llevo todo esto donde lo pueda leer bajo los focos esos para espantar mapaches. Que no venga nadie.

    –Nadie pensaba ir –contestó Jordan cuando Craig ya había salido.

    –¿Le deberíamos decir que los focos son para asustar a los pumas, no a los mapaches?

    Con las nuevas pilas, Naomi encendió la televisión y puso una reposición de The People Upstairs sin sonido. El brillo cálido de la televisión hizo que todos se sintieran como en casa.

    –Me encantaba esta serie –dijo Jordan.

    Craig irrumpió en la casa.

    Jordan le miró.

    –¿Algún puma?

    Craig no entendía:

    –¿Pumas? No. Pero huele a podrido.

    –Son los árboles. Se llama naturaleza –le explicó Naomi.

    Craig, que seguía viviendo en el Lower East Side, en Manhattan, al lado de la galería en la que antes trabajaba, contestó:

    –No es eso. Huele como a abono.

    –¿QUÉ TE CREES QUE ES EL ABONO? –Naomi gesticuló irritada con ambos brazos para hacerle ver que estaban rodeados de tierra y madera.

    Marielle comprobó que los gatitos estaban bien y después se tiró en el sofá colocando los pies sobre el reposabrazos. Se dirigió a los Jordans:

    –Deberías adoptar a mis perros. Al basset y al malinois.

    Jordy miró aterrado a su marido. Acababan de llegar y ni siquiera habían pedido la cena. ¿Iban a tener que dar la noticia antes de abrir la segunda botella de vino?

    –No es un buen momento.

    –Nunca es un buen momento. Son excusas. Se hace porque hay muchos perros que lo necesitan.

    Para Marielle era como tener hijos. Si ella hubiera esperado el momento adecuado, nunca habría tenido a Mia, y eso que ella adoraba a su hija (a pesar de sus sentimientos encontrados hacia el padre de Mia).

    Jordy buscó atropelladamente una excusa:

    –Vivimos en una ciudad. En un apartamento. No es un sitio para tener un perro.

    –Ooooooh –se quejó Marielle, dispuesta a no ceder ni un centímetro–. Tenemos a cuatro hermanos maltipoos. –Lo dijo con la presunción de alguien que estuviera contando que conoce a Michelle Obama.

    –¡CUATRO! –dijo Craig, sobresaltado.

    –¡No estoy hablando contigo! Se lo digo a los Jordans.

    –¡Mírales las caras! ¡A Tosic le va a dar un infarto!

    Marielle se sentó y puso las manos sobre las rodillas.

    –¿Tú no se supone que estabas en la cárcel?

    Craig frunció el ceño. Había conseguido que le liberaran pronto, pero no estaba preparado todavía para bromear.

    Si entrecerraba los ojos, Jordan podía verlos tal y como eran a los veintidós años, la noche que fueron por primera vez a Sur la Vie. Pusieron música, Sarah McLachlan y Sophie B. Hawkins y Shawn Colvin, y, por alguna razón, también a The Carpenters; lo recordaba vivamente por lo pesada que se puso Naomi. Estuvieron perdiendo el tiempo, confusos y aturdidos, intentando asimilar que la muerte de Alec era irreversible. Alec entraría por la puerta en cualquier momento (estaban convencidos de que iba a pasar); estaría drogado con su revuelto particular, una mezcla de éxtasis, ketamina y dios sabe qué más (ninguno conocía la receta, en eso Alec era como el Coronel Sanders¹), y haría una declaración grandilocuente como que jamás dos personas han llegado a conocerse, o que todos ellos solo existían dentro de él. La juventud había dejado de ser invencible esa noche, pero aún quedaba parte de su aliento. Antes de ese día, como casi todos los jóvenes, pensaban que vivirían para siempre.

    –Que alguien ponga música –indicó Naomi–. Esto parece un velatorio.

    Jordan solo pudo decir:

    –Ja.

    –¡Voy yo! –se ofreció Marielle.

    –Cualquiera menos Marielle.

    Marielle protestó, pero todos sabían exactamente por qué Naomi había dicho eso. A Marielle le gustaba la música comercial, las canciones que ponían en la radio. Naomi odiaba los singles, toda su vida había declarado la guerra a la música popular y solo reconocía que le gustaba una canción si los demás no la conocían. Era así en ese momento, en el que trabajaba en la industria, y lo era cuando estaba en la universidad y compartía su cuarto con compañeros asignados aleatoriamente; desde que se tenía memoria. Naomi llegó a Berkeley con una caja enorme de discos, Marielle con una cajita de cintas.

    Cuando Naomi quiso darse cuenta, Jordan le había entregado el móvil a Marielle y la animaba a que eligiera. Sonrió. Segundos después, los acordes de un piano se propagaban desde el altavoz, Marielle buscó la mano de Jordan y empezaron a bailar mientras la voz exquisita, rotunda como un Cabernet, de Karen Carpenter llenaba la habitación.

    When I was young, I’d listen to the radio…

    Dio el pie a Marielle y ella dejó claro que bailaba mucho mejor que él.

    –¡NO! ¡VETO! –Naomi se acercó corriendo para quitarle el móvil a Jordan.

    –¡DENEGADO! –dijo Jordan entre risas.

    Naomi suspiró con desprecio:

    –Tú verás lo que haces –refunfuñó, resignada. Habían pasado veintiocho años, más de la mitad de sus vidas, desde que hicieron aquel pacto y esa broma nunca dejó de hacerles gracia.

    Jordan colocó sus brazos alrededor de la cintura de Marielle como si estuvieran en el baile de graduación, y ella colocó el suyo en sus hombros, dejando el espacio justo entre los dos para no alarmar a los adultos encargados de supervisarles. Restregó las manos en el jersey de Jordan y una mirada de preocupación se instaló en su rostro.

    Qué delgado estás, dijeron sus ojos.

    No te preocupes, dijeron los de él.

    –¿Qué tal el sitio al que fuimos cuando lo de Alec? –preguntó Jordy, que seguía centrado en la cena.

    –¿Nepenthe? –Era una institución en Big Sur, pero Naomi no había sido capaz de volver.

    –Era comida griega. O de Oriente Medio.

    –Mediterránea.

    Jordan y Marielle se abrazaron mientras se mecían y entonaban cada sha-la-la-la y cada uo-u-ou.

    –¿Tienen reparto a domicilio?

    Naomi se tiraba de los pelos:

    –¡NO PUEDO PENSAR CON ESTA MÚSICA DE MIERDA!

    Marielle le susurró a Jordan:

    –Ha dicho música.

    Jordan susurró también:

    –Vamos mejorando.

    –Llama y vemos, Craig. Tienen pescado, creo. Y shawarma. Y ensalada de garbanzos para Marielle. Pide cualquier cosa. Pídelo todo. Baba ghanoush.

    Gesundheit –dijo Craig.

    Jordy sonrió con satisfacción mientras buscaba su cartera.

    –Hoy pago yo la cena.

    Marielle murmuró:

    –Tienes que comer.

    Jordan tenía la esperanza de que el jersey que había elegido, porque siempre tenía frío por efecto del tratamiento y por su notable pérdida de peso, pero también porque era ancho, ocultara hasta qué punto ya no era la persona de siempre.

    –Lo haré.

    De hecho, estaban allí reunidos para celebrar su funeral. Igual que se habían reunido en ocasiones previas para celebrar el de Marielle, después el de Naomi, después el de Craig; en momentos de crisis y necesidad, según el viejo pacto que hicieron en pleno luto por Alec con el fin de celebrar sus funerales cuando todavía estuvieran vivos y que así ninguno tuviera que plantearse qué significaba para los demás. «No dejar nada sin decir» fue el lema que propuso Marielle cuando tuvieron la idea. Al menos tendrían la certeza de que alguien los quería. Pero este funeral no se parecía en nada a los anteriores. No estaban allí porque Marielle se fuera a divorciar, o porque el avión privado de los padres de Naomi se hubiera estrellado, o porque Craig hubiera sido condenado por fraude. No era el juego de siempre: un funeral para levantar el ánimo, para que tus mejores amigos te recordaran que tenías la posibilidad de vivir una nueva vida en el momento en el que habías llegado a un callejón sin salida. Este funeral era un adiós de verdad. Pero nadie lo sabía todavía. Ni lo sabía Craig mientras llamaba para pedir humus, ni Naomi luchando por conectar su móvil con los altavoces para liberar sus oídos de los clásicos de la radio de los setenta, ni Marielle bailando a Karen Carpenter con un hombre que también estaba peligrosamente delgado.

    Porque Jordan todavía tenía que contarles a sus amigos que el cáncer de próstata que le detectaron años atrás había vuelto para vengarse y ahora estaba en los pulmones, el hígado y los huesos. En lugar de decirlo en voz alta en ese momento, Jordan Vargas prefirió imaginarse que era un astronauta preparado para una nueva misión, esta vez sin fecha de regreso. Era más fácil que contarles a los mejores amigos que había tenido nunca que se estaba muriendo.

    Los Jordans

    LA SALA DE ESPERA del hospital Sloan Kettering en York con la 68 era de un blanco cegador; quien hubiera elegido ese color para pintarla se había equivocado de forma grotesca. Hay cientos de tonos entre los que elegir (oso polar, susurro, puro, suizo, paloma, nube, témpano, niebla, papel, encaje… pensaba Jordan), ¿y el decorador había escogido ese? Jordy se estiró para agarrar el muslo de Jordan con su mano derecha mientras con la izquierda buscaba en el móvil, como si pudiera llamar a alguien que lo fuera a solucionar todo, aunque todavía no supiera exactamente a quién. La cita fue tal y como temía Jordan, y no como ambos deseaban. Pero Jordan lo sabía. No por sus síntomas (entre ellos, el bulto que había descubierto en la parte derecha de su abdomen y atascaba sus nódulos linfáticos), sino por el presentimiento tenaz de que algo no estaba yendo bien. Sentía que su cuerpo llevaba un mes sin dormir y que ni la cafeína de un café helado de Starbucks en un vaso tamaño cubo podía curar su malestar.

    –¿Qué te dijeron cuando acabaste el tratamiento? ¿Cinco años? –le preguntó Jordy.

    –Cinco años –confirmó Jordan. Es lo que le dijeron los médicos después del primer diagnóstico y de que tuviera éxito la quimioterapia. Cinco años sin recaer para superar el estado de remisión y poder decir que lo había superado.

    –¿Y cuánto tiempo ha pasado?

    Jordan se revolvió en la silla; le sudaban los muslos.

    –Cuatro años, diez meses y tres días.

    –Entonces solo puede ser un error cruel.

    Dos meses. Sesenta días. Cuatrocientas horas. La meta parecía estar tan cerca que sentía que podía tocarla con la punta de los dedos. Joder, no era solo un error cruel, era crueldad en estado puro.

    Jordan dejó el teléfono. Tenían buenos contactos, pero no conocían a nadie con la autoridad o la experiencia para solucionar aquello.

    –Pues ponemos el contador a cero. Lo hicimos una vez y lo vamos a volver a hacer.

    «Lo hicimos.» A Jordan le molestó esa forma de hablar. No era como si hubiera recaído en la bebida y tuviera que volver a estar sobrio. O tuviera que recuperar una inversión. El cronómetro que se acababa de activar era muy diferente, contaba el tiempo que le quedaba y ellos estaban perdiendo unos minutos preciosos rodeados de aquel blanco cegador.

    Jordy probó de otro modo:

    –¿Por qué no cenamos hoy en el Carlyle?

    Jordan miró a su marido, que estaba casi tan blanco como las paredes, e igual de inexpresivo.

    –¿Para celebrar?

    –No. Para… –Jordy no sabía cómo acabar la frase, al menos no en voz alta. Ya estaba haciendo la lista de todas aquellas cosas que le gustaría volver a hacer con Jordan antes de que su marido estuviera demasiado enfermo–… para olvidarnos de todo esto.

    Habría sido hasta tierno que Jordy pensara que un buen martini y una bisque de langosta podían hacer olvidar a alguien una sentencia de muerte si no fuera tan absurdo. Jordan cerró los ojos para imaginar la oscuridad permanente, pero entraba mucha luz por la ventana y había demasiado ruido para que pudiera sumergirse en la nada.

    –¿Por qué crees que Alec ocupa un espacio tan grande en nuestras vidas?

    Jordy parecía sorprendido.

    –¿Qué tiene que ver Alec con esto?

    ¿No es obvio?, pensó Jordan.

    –¿Estás invocando el pacto?

    –No estoy invocando nada. Te estoy haciendo una pregunta.

    Jordy miró por la ventana el East River y Roosevelt Island para pensar en ello. Las nubes vespertinas cubrían a escasa altura el hormigón de la ciudad mientras él se encogía en la silla. Tardó un rato en decir:

    –Personifica nuestra juventud.

    Jordan cerró sus manos con firmeza, agradecido porque no hubiera eludido la pregunta. Y la respuesta de Jordy tenía sentido para él. Alec era una versión de ellos mismos que permanecería siempre joven. Al morir, de alguna forma, se había hecho inmortal.

    Jordy agarró su propio brazo y pellizcó la piel del codo:

    –Y esto ¿qué es? –dijo viendo cómo la piel no volvía inmediatamente a su lugar. Lo hizo para demostrarle que ya no eran jóvenes, pero el gesto solo sirvió para resaltar sus envidiables brazos; seguían siendo tan musculosos como siempre.

    Jordan le apartó.

    –Eso no es porque seas viejo, es porque estás deshidratado.

    Y, de hecho, había derramado muchas lágrimas en la consulta.

    Se oyó una campanilla, la misma que tocó Jordan cinco años antes (no, perdón, cuatro años y diez meses) para celebrar el fin de la quimioterapia. Otra persona había acabado con éxito su tratamiento.

    –Deberían tener un gong para casos como el mío. –Humor del patíbulo, pensó, pero es que necesitaba pegarle un golpe a algo.

    –Volverás a tocar esa campana –dijo Jordy, pero no era lo que Jordan quería oír. Tendrían que aceptar su destino, y rápido, si querían aprovechar el tiempo que le quedaba.

    –¿Bisque de langosta? –La mente de Jordan se dejó llevar por el supuesto poder sanador de la sopa. Quizá tuviera sentido salir esa noche. Habían ido directamente a la consulta desde la oficina, por lo que estaban vestidos para cenar, y volver a casa podía ser demasiado triste.

    –Yo prefiero el carpacho de pulpo –dijo Jordy, como si la decisión estuviera en pedir una cosa u otra–. ¿Puedes levantarte?

    Las piernas de Jordan parecían de gelatina.

    –Todavía no.

    Se quedaron sentados y quietos, observando a otros en la sala de espera que también parecían estar

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