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Una ciudad más sucia, más gris, más necia
Una ciudad más sucia, más gris, más necia
Una ciudad más sucia, más gris, más necia
Libro electrónico412 páginas6 horas

Una ciudad más sucia, más gris, más necia

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La ciudad es necia, no pide disculpas. 
No se las pide a la mujer, pronta a convertirse en otro cadáver citadino, mientras cae desde el piso once de una torre en Polanco, enfrascada en lo que, sin lugar a dudas, son demasiados pensamientos para una caída tan libre. 
Ni tampoco se las pide a la niña de nueve años que, sin decirle a nadie, de­cide dejar de vivir. No quiero morirme, piensa la niña, solo dejar de vivir. Así se escapa, sin que nadie la note, tragada por la ciudad que no se preocupa. 
Ni a la anciana que intenta protegerse de las avenidas que la oprimen con cobijas y mascadas, confundida entre amores imposibles y conciencia masacrada. Ni del bloguero / artista conceptual que navega por la vida a través de una pantalla, ni del dueño de un museo, ni del reconocido artista que hace obras que solo él comprende. Menos, de la abuelita que descubre los placeres de ver cuerpos desnudos en su tableta. 
Tampoco, por supuesto, perdona a Calvo. 
En ese amor-odio con la ciudad, Calvo se desnuda ante ella sin conven­cerla. Ni borracha contigo, le insiste la ciudad, necia a pesar de su entusias­mo y evidente necesidad. Si él no la entiende, ella apenas lo tolera. 
Escudado detrás del güisqui, de sus memorias, de su inocencia, Calvo circula por las calles en el Caprice '77, en el Metrobus y a pata, tratan­do de esconder sus hallazgos para desenredar el caso de la mujer voladora, arrastrando como siempre, la sombra de Rocío, su ex mujer de quien vive enamorado.
IdiomaEspañol
EditorialBONART
Fecha de lanzamiento31 oct 2020
ISBN9786078636754
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    Una ciudad más sucia, más gris, más necia - Miguel Esteva Wurts

    Una ciudad más sucia, más gris, más necia

    Primera edición en papel 2020

    Edición ePub: julio 2020

    De la presente edición:

    D.R. © Miguel Esteva Wurts

    ISBN 978-607-8636-72-3 (Bonilla Artigas Editores)

    ISBN digital 978-607-8636-75-4 (Bonilla Artigas Editores)

    Responsables en los procesos editoriales: Bonilla Artigas Editores

    Cuidado de la edición: Marisol Pons Saez

    Formación de interiores: Maria L. Pons

    Diseño de la portada: D.C.G. Jocelyn G. Medina

    Realización ePub: javierelo

    Hecho en México / Printed in Mexico

    Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,

    comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

    El piso 11 de un edificio en Polanco

    Mientras descendía, hasta el momento en que su cuerpo se estrelló en el parabrisas del Jetta GLX 2012 plateado, se fue fijando en lo claro de la noche, en que la luna estaba –todavía alcanzó a acordarse de sus clases de ciencias naturales en quinto de primaria– en cuarto menguante. También observaba la nitidez extrema, casi ridícula, de la ciudad. Se fijó hasta en las estrellas, le llamó la atención poder verlas, cosa poco común en estos días de contingencia ambiental, agradeciendo que su descenso fuera panza arriba. Y así fue como, mientras caía, admitió que gozaba de todo, empezando con el poder ver con una claridad absoluta. De no haber sido porque sus labios peleaban contra la gravedad, habría sonreído.

    Se dio cuenta de que aun en este viaje, el último que haría, no podía más que admirar la belleza de lo que veía, y sin sentir el coraje pertinente por estar ya tan cerca de morir mucho antes de lo esperado. Asesinada y toda la cosa. Se le ocurrió que este era el mejor momento para admirar lo que la rodeaba, a menos de dos segundos de su propia muerte.

    Inclusive, justo antes de que su cuerpo quedara incrustado, con la espalda doblada cual tortilla de esas duras de taquería gringa, envuelto alrededor del volante del coche plateado estacionado justo debajo del letrero de Prohibido Estacionarse, alcanzó a ver las luces intermitentes de un avión que se perfilaba hacia el aeropuerto Internacional Benito Juárez, de la Ciudad de México. Si tan solo hubiera volado unas décimas de segundo adicionales, o de haber sabido algo de aviones, habría distinguido que se trataba de un 747 de KLM, descendiendo con aparente desidia al aeropuerto, después de doce horas y media de vuelo –cinco de retraso– desde Schiphol. Pero su propio tiempo de vuelo finalizó encima del coche alemán, por lo que solo vio parpadear las luces de aquel avión con la vana ilusión de admirar una estrella fugaz.

    Eso sí, tuvo la presencia de mente para acordarse de que aceleraba en su descenso a 9.8 metros por segundo al cuadrado. Justo antes de que su hombro quedara fijo de manera permanente alrededor de la palanca de velocidades, pareció escuchar la voz de su papá diciéndole, en su español de británico educado en Madrid, Lo que bien se aprende hija, lo que bien se aprende... De lo que no logró acordarse, era lo de la variante en la aceleración que aplicaba tomando en cuenta que caía en la altura de la Ciudad de México, no al del nivel del mar. Quizá si hubiera caído desde un piso más alto, uno solo, hubiera tenido tiempo de acordarse. Pero no, eso de no acordarse fue lo último que registró mientras era jalada por la fuerza gravitacional de la tierra a darse su espaldarazo final en el automóvil fabricado en Puebla.

    Siempre pensó que esos últimos instantes serían un repaso de su vida, tal como aseguraban los conocedores: pequeños recuerdos, fotos instantáneas, clips de lo vivido. Siempre había imaginado que aquellas imágenes finales las vería en videos de diferentes tonalidades, acompañados por música pertinente al recuerdo: sepia por aquellos momentos cursis con alguna canción de Mocedades; los recuerdos más difusos serían en Technicolor con algo de David Bowie de fondo; los momentos más movidos, obviamente a todo color y patrocinados por los Stones. Ella hubiera jurado de que esas imágenes finales serían una suerte de presentación final tipo PowerPoint, incluyendo puntos de interés en bullets: la muerte de Papá, su primera publicación, su último gran amor. Cosas así, pues. Pero no fue así, solo consiguió tener una aglomeración de pensamientos diseminados que de nada le sirvieron.

    Pero en este, su último viaje, por primera vez en mucho tiempo, quizá en toda su vida, sintió la libertad de volar. Siempre quiso volar. Aun mientras esquiaba en Beaver Creek, esos saltos en la bajada a la montaña que tanto amaba, jamás le otorgaron esa sensación de libertad que ahora sentía. Esos últimos segundos, los 2.59 segundos que tardó su cuerpo en descender desde la ventana rota de su departamento en el piso once del departamento de Polanco, hasta el momento en que se estampó contra el techo del Jetta, sintió la libertad plena y absoluta de estar volando.

    Le hubiera gustado pensar como Lennon/McCartney, como lo hizo desde que se dio cuenta de que alguien andaba hurgando en su recámara momentos antes de salir volando, que era el amor lo que la dejaba ser libre, sentir esa sensación estúpida, fugaz pero absorbente, de sentirse atada a alguien. Pero incluso ahora, mientras descendía, se daba cuenta de que en la misma definición estaban las cadenas. A pesar de esas ataduras del amor, jamás en su vida pudo dejar de amar. Ahora, mientras volaba, sabía que su amor por ella, por esa mujer, era fuerte, entero, completo, a pesar de que amarla iba en contra de todos sus instintos. Ya había querido a otras mujeres, ese no era el problema. Pero una mujer tan, ¿cómo decirlo? Bueno pues, tan mayor. Justo eso era lo que la había tomado por sorpresa: tan mayor, tan gorda, tan dejada, tan… valga… tan llena de pliegues, tan arrugada, tan vivida, tan vieja, tan gris, tan experimentada, tan seca, tan áspera, tan… tan abundante, con tanta carnosidad, pues. Después de todo, ella tenía treinta y cuatro años, y lo primero que le atraía de los demás había sido siempre la apariencia física. Sí claro, estaba consciente de lo superfluo, de lo egoísta, de lo juvenil que eso sonaba, eso de ser atraído por la apariencia física. Pero no podía evitarlo. El ver un cuerpo perfecto, delgado, fuerte, músculos marcados, piel enjuta, dientes blancos… sí, dientes blancos, eso, justo eso, era lo que primero le atraía hacia una persona.

    Pero con ella no se fijó en eso. Nunca le dijo, pero ella siempre se negó a ver aquel cuerpo viejo, aunque sabía que su amor no tendría empacho en mostrarle sus pliegues, sus arrugas, sus várices, todos sus recovecos, esos dobleces en su piel que ella portaba orgullosa por considerarlos la estampa de los años en su cuerpo. En cambio, ella, Zoe, ya le había enseñado todo su cuerpo a plena luz del día, dejando que ella lo admirara, lo acariciara, lo pellizcara, lo mordisqueara, lo lamiera, vamos, le hiciera todo lo que un amante hace con el cuerpo del objeto de su amor.

    Amor, pensó nuevamente mientras descendía, antes de que sus pensamientos finiquitaran sobre el techo plateado, tantas definiciones, tanto análisis, tanto escrito de la palabra. Todavía llegó a acordarse, durante su caída libre, de la pequeña caja de chocolates que tenía guardada en el refrigerador, que ella, su amor, le había dado con motivo al próximo catorce de febrero. Detestaba la fecha, pero los chocolates, esos eran otro cuento. Había reservado uno para cada noche sin ella.

    Intuyó, cuando se levantó buscando con un presentimiento de desesperación el bate de beisbol que guardaba debajo de la cama, que no se trataba de ella aun a pesar de que en la oscuridad podrían confundirse las figuras. Pero entrar así, sin avisar, era algo que ella no hacía. Ella sabía que Zoe odiaba ser sorprendida en las noches, y por eso siempre tocaba la puerta antes de entrar, siempre le murmuraba un: Soy yo, soy yo, antes de meterse debajo de las sábanas, no sin antes darle un beso rápido en la oscuridad. A Zoe le parecía curioso que después de tanto tiempo no nada más entrara, se metiera a la cama sin decirle nada y terminara acurrucada a su lado. Después de todo, Zoe fue quien le dio la llave de su departamento casi desde la primera noche que pasaron juntas, y admitió que adoraba despertar con ella a su lado. Pero ella era de otra generación, siempre tocaba la puerta antes de entrar, y ya adentro canturreaba ronroneando su, soy yo, soy yo, con su voz ronca, vieja, atascada de cigarros fumados, de tequilas, de tacos de canasta, de conchas y de corbatas. Entraba precavida evitando asustarla, por eso, en su medio sueño, Zoe intuyó que no era ella.

    Y ahora, mientras descendía, Zoe sabía que no había sido ella quien había entrado, no había sido ella quien la había despertado antes de que pudiera agarrar el bate, y sabía que no había sido ella quien la había empujado con tal fuerza contra la ventana, que terminó resquebrajándose en cientos de pedazos, llevándola a caer directo al vacío. La cosa es que de haber durado más tiempo su descenso, se hubiera dado cuenta de que traía aferrada en su mano derecha, una bufanda que le pertenecía a ella. Claro que por falta de tiempo, tampoco se fijó que tenía un trozo de vidrio como de quince centímetros cuadrados incrustado en su muslo derecho, ni tampoco se fijó que volando detrás de ella venía un pedazo de vidrio más grande. Ese segundo cacho de vidrio fue el que le cercenó la cabeza al momento del impacto, tasajeando su cuello de un solo golpe, depositando la cabeza de Zoe a varios metros de distancia del Jetta GLX 2012 plateado.

    Eran las 2:14am. Zoe lo supo porque en su cuarto todavía tenía el reloj despertador Sony de los que parpadean la hora cada segundo, sus enormes números azules iluminando el cuarto meros instantes. Fue un regalo de Papá, de cuando ella se mudó a Londres, porque Papá se quejaba de su puntualidad. Siempre andas tarde, le decía, eres my very own slowky–pokey. Durante todo el incidente, desde que se levantó asustada de su cama, hasta que salió volando por la ventana, la hora en el reloj Sony marcó las 2:14am.

    La policía capitalina llegó al departamento hasta casi las seis treinta de la mañana. Hubieran llegado antes, por supuesto, pero nadie dio aviso. Y nadie lo hizo, porque nadie se dio cuenta. Quizá hubiera sido distinto si la alarma del Jetta se hubiese activado, pero el coche traía un desperfecto de fábrica y la alarma nunca se activó. El techo metálico del coche se dobló cual almohada con el impacto del cuerpo sin que se activaran los sensores del coche. Nadie se despertó cuando se rompió la ventana, ni cuando se escuchó el sonido seco del choque del cuerpo en el coche. Ni uno solo de los vecinos se inmutó, porque la mayoría de los habitantes del edificio llevaban viviendo mucho tiempo en la colonia, su dormir inoculado contra los perennes ruidos nocturnos de la Ciudad de México. También era cierto que casi todos los departamentos de los edificios de la zona estaban sellados con ventanas de doble vidrio templado que amortiguaban los ruidos de la calle.

    De haber tenido una de esas ventanas con doble vidrio templado, Zoe hubiera rebotado hacia el interior del departamento, sin encontrarse en su vuelo final debatiendo el alcance de sus memorias, el significado de la palabra amor, ni admirando la claridad de la noche en la Ciudad de México.

    Durante su descenso, Zoe tampoco tuvo tiempo de voltear a ver su departamento. Si tan solo hubiera podido girar la cabeza, hubiera podido ver la mirada sorprendida de quien la había empujado al vacío. Los ojos de quien la vio volar sabían que, si bien el resultado final era lo que estaba buscando, el nivel de atención que tendría un cuerpo estrellado en la calle de Flaubert, en Polanco, era más de lo que pretendía. Para eso, la figura que se quedó viéndola volar todavía portaba la bufanda negra amarrada como soga de montañista alrededor del cuello. A aquella figura, sombra, en la oscuridad del cuarto en el onceavo piso, jamás se le ocurrió que la ventana de la recámara de Zoe tuviera una sola hoja de vidrio; que el cristal se resquebrajaría como piel de cebolla seca ante el golpe. Tampoco pensó que la había empujado tan fuerte. De haber tenido que declarar, hubiera dicho que Zoe se había levantado de estar en cuclillas buscando algo debajo de su cama, trastabilló, que se tropezó con lo que parecía un bate de beisbol en el piso de la recámara, que después del ligero empujón, cayó para atrás y para abajo. Todavía se le ocurrió que su pensamiento sonaba como promesa de campaña política honesta: para atrás y para abajo.

    Su terror a las alturas hizo que sintiera unas nauseas tremendas al ver a Zoe volando, y tuvo que contener la necesidad de correr detrás de ella, acompañarla en su vuelo. Para su fortuna, tuvo la presencia de mente de no hacer ninguna de las dos cosas. Si de algo tenía terror, aparte de lo de las alturas, era de terminar en un reclusorio, en donde sabía que no sobreviviría ni una sola noche. Fue eso lo que enfrío su mente, detener ese impulso de sobrevivir a través de la muerte. Al ver que ninguna luz de los departamentos de la colonia se encendía después del golpe, que solo le pareció retumbar fuerte en el piso once donde estaba, caminó hasta la puerta del departamento, verificando que todavía trajera puestos sus guantes; la abrió con sigilo para caminar por el pasillo y bajar por las escaleras de servicio.

    Era un edificio construido en los años setenta, por lo que, a pesar de que en la última junta de vecinos habían acordado poner cámaras de circuito cerrado, aún estaba pendiente pedir la cotización para instalarlas. Quizá había cierta renuencia a hacerlo porque había varios inquilinos judíos ortodoxos, quienes querían mantener privado el sacrificio anual del borrego que llevaban a cabo en el estacionamiento del edificio durante su celebración de Pascua. Por eso, con todo el dolor de sus rodillas, pudo bajar los once pisos por las escaleras de servicio sin que cámara alguna detectara sus movimientos. El velador nocturno del edificio solo escuchó el ruido de la puerta de aluminio pintada en negro cuando se cerraba, y al no ver a nadie en el pasillo, se acurrucó para pescar otro sueño en su silla de metal, en el frío lobby del edificio.

    Una vez afuera, corrió, intentando no fijarse en el cuerpo sin cabeza cobijado por el techo del Jetta GLX plateado. Lo que no pudo evitar fue encontrarse, metros más adelante, la cabeza de Zoe que parecía rodar todavía en silencio con, pensó, una expresión condenatoria. Fue hasta ese momento que el esfuerzo de bajar los once pisos tan rápido como pudo, la imagen de pensarse en alguna cárcel entre miles de presos, y la cabeza cercenada, le hicieron perder el contenido de su estómago de una sola arcada que dejó un dolor intenso en su estómago durante horas enteras. Pero la vomitada sucedió en el asfalto de la calle, por lo que para cuando llegó la policía a recoger la cabeza, que se anidó entre las llantas de una camioneta Jeep Cherokee Sport verde, el charco del vómito ya había sido apachurrado, esparcido y transportado por las llantas de varios automóviles, dejando solo una huella húmeda e invisible en el asfalto, sin que pudiera ser considerada como evidencia, aun ante la posibilidad de que alguien se hubiera fijado en ella.

    Sopa de poro y papa

    Cuando Lucero cumplió nueve años, decidió dejar de vivir.

    No se lo dijo a nadie. Su decisión, su descubrimiento, su gran noticia, se la quedó para ella misma. Se imaginó que dejaba su secreto encerrado en una caja, que la cerraba, que se tragaba la llave, que todo permanecería encerrado dentro, pero muy dentro, de ella.

    Así de sencillo guardó su secreto de dejar de vivir.

    No era que quisiera morir como lo hizo la abuela, la del supuesto origen austriaco, cuando una buena tarde enojada porque el chaparro bigotón alemán se robó Austria y nadie ni dijo nada, para darles una lección a todos en la familia, la abuela, la del supuesto origen austriaco, decidió dejar de respirar. No, Lucero no quería morir como la abuela, más bien, solo decidió dejar de vivir.

    Lo quiero hacer como cuando alguien cierra la llave de agua de una regadera, pensó, calladita, así, sin importunar a nadie.

    Tampoco era que alguien la anduviera molestando en la casa, o que le espantara su entrada a cuarto año de primaria –a pesar de que era cierto, estaba aterraba del cambio del grado– ni tenía nada que ver el que hubiera descubierto el que Papá era en realidad el Niño Dios, los Santos Reyes, el Conejo de Pascua, todo comprimido en uno mismo como si fuera una enorme bola de periódicos de mentiras. O menos era el que la abuela hubiera muerto sin despedirse, sin recibir los últimos ritos lo que la condenaba, cómo había sentenciado Mamá una noche mientras cenaban con el Cura Robles, a pasarse un buen rato en el purgatorio.

    Si alguien le hubiera preguntado a Lucero del porqué de su decisión de querer dejar de vivir, ella misma no hubiera sabido bien a bien qué responder.

    Pero nadie le preguntó. Ella tampoco estaba como para andarle ofreciendo esta información a nadie, sobre todo considerando que su decisión era esa, dejar de vivir.

    Al principio, no sabía si alguien se daría cuenta de su decisión. Su hermana mayor Rosita andaba, como siempre, leyendo en su cuarto, perdida entre sus cuentos. Su hermano Pablo Ignacio, en edad mayor que ella pero menor que Rosita, estaba afuera, o persiguiendo una pelota en el jardín de la casa o andando en la bicicleta alrededor de la cuadra con alguno de sus múltiples amigos. En cualquier caso, Lucero sabía que su hermano estaría ensopado en sudor, sucio, por lo que le importaría un verdadero comino el enterarse de la decisión que ella, Lucero, había tomado. Menos probable aún era el que su hermana menor, Mika, quien apenas tenía tres años, se diera cuenta de su decisión de dejar de vivir.

    La única que pensaba que quizá se podría llegar a dar cuenta era Domitila, la empleada. En edad, Domitila era un poco mayor que Rosita, su hermana. Domi era la empleada quien se encargaba de tener sus recámaras siempre limpias, las camas tendidas de acuerdo con los requerimientos de Mamá, así como de guardar de regreso, todos los juguetes en el juguetero en las tardes después de que los niños hubieran terminado de jugar con ellos. Algunas veces, Domitila en medio de andar recogiendo el tiradero, ordenando la ropa, encontraba un tiempito para jugar con Lucero, o para cuando ya andaban cansadas del día, de simplemente ponerse a platicar. Ahora, al pensar en ella, Lucero se quedó callada, sentada en su silla de estar, tratando de escuchar por dónde en la casa era que andaba Domitila. Pero solamente escuchó el ronroneo de la podadora del jardinero y el desastre con las ollas abajo en la cocina lo cual significaba que la cocinera estaba en plenos preparativos para la comida. Por más que se concentró en tratar de escucharla, Lucero no detectó la ubicación de Domitila en la casa.

    Probablemente estaba haciendo la recámara de su hermano, que siempre era una verdadera zona de desastre, como le reclamaba Mamá a Pablo Ignacio con su garganta cargada de frustración y de coraje.

    Luego, cuando llegaba Papá, el licenciado Mier, en la tarde después de trabajar, Mamá agregaba: creo que tu hijo, Pablo Ignacio, me deja todo su cuarto echo un auténtico desastre a propósito… nomás para sacarme de mis casillas y verme trinar.

    Lucero en cambio, hasta antes de tomar su decisión, mantenía su cuarto en un orden perfecto, casi militar. Suponía que por eso era que Mamá casi no entraba nunca a verla, que jamás pisaba el interior de su recámara. En realidad solo Domitila era quien entraba a su aposento a hacer el aseo de la recámara, a platicar con ella.

    Siempre que la señora Ángeles empezaba la conversación con quejas con respecto a la catástrofe que era la recámara de Pablo Ignacio, el licenciado Mier fijaba la vista en el plato con la sopa de verduras, hundiendo su cuchara en ella como si de allí pudiera pescar la respuesta o, por lo menos, pensaba resignado, intentar ahogarse en el plato de sopa sin tener que escuchar la queja de su esposa. En realidad, pensaba el licenciado mientras observaba el humo desenredarse de su plato, el estado pulcro de las habitaciones de nuestros hijos es más el terreno de ella que el mío, pero supongo que aguanto todo lo que un hombre debe soportar en aras de mantener la felicidad de un matrimonio.

    Lucero sabía que ni Mamá ni Papá se darían cuenta de su decisión de dejar de vivir. Por lo menos, no al principio. No hasta que alguien se los hiciera notar, quizá. Sabía que ambos andaban con sus propias preocupaciones, y que las decisiones de su hija, fueran cuales fueran, sería la menor de ellas.

    Pero a esta hora de la mañana, recién tomada la decisión el dejar de vivir, Lucero disfrutaba del silencio de su recámara confiada en la certeza de su resolución.

    Las ventanas de su recámara daban al jardín, por lo que Lucero se dedicó a escuchar el jaloneo de la máquina de podar del jardinero. De la nada, se acordó de que el jardinero se llamaba Maclovio, apenas sonriendo ante la memoria del nombre, mismo que le causaba risa. Observando desde su cuarto al jardín, una mañana tiempo antes de que tomara su decisión, Domitila se lo presentó desde lejos, orgullosa, como si fueran novios. Desde donde cortaba el pasto, Maclovio miró a la ventana del cuarto e hizo el esfuerzo de quitarse el sombrero de paja, llevándoselo al pecho como señal de respeto, para luego inclinar un poco la cabeza a modo de saludo. Desde arriba, Lucero se fijó que no había mucho que los diferenciaba con respecto a los otros jardineros que habían ya trabajado en la casa, excepto por el nombre, Maclovio, que fue lo que le llamó a la atención. También imaginó, con el esfuerzo que habían hecho ambos para saludarla desde el jardín, que andaba de novio de Domitila. De no haber ya decidido el dejar de vivir, le hubiera preguntado a Domitila, pero ya no lo hizo.

    De su recuerdo de aquella mañana la sacudió el grito de Mamá. Más que un grito, fue un aullido de loba. Era poco usual que doña Ángeles levantara la voz, pero cuando lo hacía, toda la casa se enteraba. Esa mañana, el grito de Mamá fue tan feroz que Lucero pudo escuchar cómo a alguien se le caía algo en algún otro lado de la casa. El silencio que se hizo fue tal en la casa, que fue lo primero que se escuchó, ese algo que chocaba en contra del piso. Fiel a su decisión, Lucero permaneció callada, escuchando a la gente de servicio escurrirse por los pasillos de la casa, abriendo y cerrando puertas, corriendo hacía donde pensaban haber escuchado el grito de doña Ángeles. Corrían cual cucarachas asustadas hasta que Lucero escuchó cómo todos se congregaban en el cuarto de Pedro Ignacio. Por supuesto, concluyó Lucero, en la recámara de Pedro Ignacio. A pesar de que sintió cierta curiosidad, de levantarse e ir al barullo, se mantuvo firme en su silla de estar, callada, respetando la decisión que apenas había tomado esa mañana.

    Pedro Ignacio era dos años mayor que Lucero pero a ella se le hacía que era menor, considerando los líos en los que se metía todo el tiempo.

    A este niño lo veo con designios de entregarle su vida a Nuestro Señor, concluyó un martes el cura Robles a la hora de la cena, mientras empezaban con la sopa de lentejas. Los martes, el Cura Robles cenaba en casa con ellos. Los martes era el día en que Doña Ángeles circulaba por la casa con los nervios de punta, cuando más giraba órdenes a la gente de la cocina, cuando más exigía a Domitila que todo estuviera recogido, ordenado, sacudido, pulido, vuelto a pulir, vuelto a sacudir. Hasta que la plata brille solita, ordenaba. Esos martes, antes de que llegara el cura, pedía varias docenas de rosas para ponerlas en los floreros que colocaba sobre mesas, repisas, donde creía que el cura pudiera llegar a transitar.

    Rojas para los floreros de la sala para alimentar la conversación y amarillas para los del comedor para que no se nos escape el hambre, decía doña Ángeles. Durante una cena, enfrente de todos, a voz en cuello, el licenciado Alfonso Falcó le hizo notar que las amarillas eran la flor de luto en el Japón, siendo aquella la última vez que los Falcó cenaron en la casa de los Mier. Si por mera educación no le conteste lo que se merecía, se quejó doña Ángeles al licenciado Mier cuando ya estaban ambos en su recámara en los preparativos para acostarse.

    Debería de ver cómo tiene su recámara y luego usted me dirá, le contestó doña Ángeles al cura Robles esa noche que insinuó el que Pedro Ignacio era materia de sotana. De cómo tiene su cochinero, más bien se me hace que ese pequeño demonio está destinado para sacarle las greñas al mismísimo Satanás.

    Lucero observó cómo se le congelaba la cara al cura.

    Hay Madre del Señor doña Ángeles, le contestó el cura Robles a doña Ángeles, por lo que más quiera no diga eso. Bien sabe usted que El Tenebroso lo escucha todo y nada más busca una rendija para entrar y romper con la unión de nuestra… su familia. Al terminar su súplica, el cura Robles se persignó tres veces seguidas a una velocidad que cautivó a Lucero, respiró profundo, para luego agachar la cabeza para besar en silencio el crucifijo qué colgaba alrededor de su cuello.

    Al mismo tiempo que les guiñaba el ojo a sus cuatro hijos en aquella cena, el licenciado Mier hizo todo lo posible por incluir a Satanás en su conversación, para divertirse viendo como el cura Robles besaba su crucifijo, persignándose tres veces, sin atreverse, como le había pedido a la señora Ángeles, que se abstuviera de mencionarlo mientras cenaban. Fue hasta después, en su recámara, mientras el matrimonio Mier hacía sus abluciones nocturnas, cuando el licenciado Mier sufrió las consecuencias a manos de su esposa: te las conté Joaquín Heberto, empezó, increíble que no te pudieras contener. Mencionaste veintitrés veces el nombre de Lucifer, siete veces dijiste Satanás… vamos, hasta tres veces usaste el nombre de Belcebú, ni creas que no te las conté. El pobre del cura Robles no disfrutó nada, pero nada, su sopa de lentejas con tocino y nopales que tanto le gusta.

    Pero ahora, en el silencio de su cuarto, Lucero escuchó los pasos de toda la servidumbre corriendo a congregarse en la recámara de Pedro Ignacio después del grito de Mamá. A fuerza de recriminaciones por parte de doña Ángeles, Domitila sabía que la primera recámara que tenía que asear en las mañanas era la de Pedro Ignacio, por eso era extraño que el grito proviniera de allí. Lucero sabía que a esas horas, la recámara de Pedro Ignacio ya estaría limpia, el tiradero de su hermano recogido por Domitila. Escuchó cómo los pasos de todos se detuvieron en la puerta de entrada a la recámara como si hubiera una barrera invisible. Desde donde estaba sentada Lucero, reconoció los pasos cortitos de Domitila que fue la única quien se atrevió a entrar a la recámara donde ya la esperaba la señora Ángeles.

    Lucero tenía cierta curiosidad de ir al cuarto de su hermano, a ser parte de toda la conmoción, pero dada su resolución, se quedó sentada en su cuarto. Estaba segura de que Domitila luego le daría una reseña de lo acontecido.

    No me lo va a creer, señorita Lucero, le dijo ya después cuando entró corriendo a contarle jadeando sin poder contener el ritmo de su respiración como si hubiera tenido que subir las escaleras varias veces sus mejillas adquiriendo un color púrpura oscuro, el joven Pablo Ignacio tenía una serpientita escondida debajo de su cama.

    A pesar de los reglazos que le propinó la señora Ángeles a Pablo Ignacio, éste nunca le admitió que fue él quien introdujo la pequeña culebra de agua a su cuarto. Pablo Ignacio juró, por todo lo que él consideraba sagrado, que no entendía cómo era que había llegado el reptil a la caja debajo de su cama. Por eso, la señora Ángeles luego ordenó que trajeran al cura Robles para que protegiera con agua bendita la casa entera. Solo fue hasta muchos años más tarde, ya cuando doña Ángeles llevaba muchos años de muerta, que Pablo Ignacio admitió entre risas nerviosas a su hermana menor, Mika, que días antes había encontrado un nido de culebras en el jardín adoptando una como suya, la que le pareció la más en necesidad de tener un padre adoptivo, trayéndola a su cuarto para cuidarla. Pensé que le podía dar leche como lo hicimos cuando nacieron los perritos, le dijo a Mika entre risotadas. Para lo mucho que nos sirvió que el pendejo del cura Robles bendijera la casa, le contestó Mika, fiel a su costumbre de siempre mentar madres contra el clero.

    Lucero sonrió al ver la emoción con la que Domitila le contó lo ocurrido con todo y que la criada se llevó buena parte de la gritoniza por parte de la señora Ángeles quien le repitió varias veces, es que ni te creas por un instante que soy de esas a las que les gusta que me vean la cara. Domitila todavía tenía las orejas rojas como de golpiza cuando subió a contarle lo sucedido a Lucero. Sus oraciones, describiendo el evento, le salían en exabruptos.

    Estaba chiquita. La víbora, empezó. Ya andaba toda guanga. Así nomás colgaba toditita desguanzada la pobre. Toda muerta de hambre. Su hermano. El joven Pablo Ignacio. Él fue quien terminó de matarla. Con la pala. En el jardín. Uso la pala de Maclovio. Luego. Su hermano. Pues que se echó a correr. Ya para cuando la pobre serpientita estaba toda partida. En dos. La cabeza por un lado. La cola por el otro. Todavía la vi zangoloteando. Él nomás corrió. La señora Ángeles. Su Mamá de usted. Ella le ordenó a Maclovio. Anda

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