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Línea de cuatro (epub)
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Libro electrónico425 páginas6 horas

Línea de cuatro (epub)

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Información de este libro electrónico

Junio de 2018. El único candidato a la presidencia de la FIFA, el
sueco Roger Fredriksson, es asesinado en el Palacio Nacional del
Kremlin de Moscú pocos minutos antes de asumir el cargo. Entre
los miles de asistentes al acto se descubre la presencia de una de
las terroristas implicadas en los múltiples atentados previos a la
celebración de la Eurocopa de dos años antes. El entonces máximo
responsable de la investigación, el agente británico George
Mitchell, se tendrá que poner al frente de un nuevo equipo, desplazarse
a la capital rusa y descubrir quién está detrás del magnicidio
cuando falta menos de una semana para el inicio de la Copa
del Mundo. Todo ello mientras sobrevive a los tentáculos de la
corrupción que rodea al máximo organismo del fútbol mundial.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 may 2023
ISBN9788419884152
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    Línea de cuatro (epub) - Jordi Agut Parres

    Sinopsis

    Junio de 2018. El único candidato a la presidencia de la FIFA, el sueco Roger Fredriksson, es asesinado en el Palacio Nacional del Kremlin de Moscú pocos minutos antes de asumir el cargo. Entre los miles de asistentes al acto se descubre la presencia de una de las terroristas implicadas en los múltiples atentados previos a la celebración de la Eurocopa de dos años antes. El entonces máximo responsable de la investigación, el agente británico George Mitchell, se tendrá que poner al frente de un nuevo equipo, desplazarse a la capital rusa y descubrir quién está detrás del magnicidio cuando falta menos de una semana para el inicio de la Copa del Mundo. Todo ello mientras sobrevive a los tentáculos de la corrupción que rodea al máximo organismo del fútbol mundial.

    Biografía

    Jordi Agut Parres (Valls de Torroella, 1975) es originario de una antigua colonia textil conocida por haber sido, con la denominación de Colònia Valls, el pueblo del legendario extremo del Barça Estanislao Basora. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde 1997 trabaja en el diario Regió7 de Manresa. Publicó El último defensa con Editorial Milenio en 2018. Línea de cuatro es la continuación de la historia.

    Portada

    Jordi Agut

    Créditos

    Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte

    Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

    espai

    es una colección de libros digitales de Editorial Milenio

    © del texto: Jordi Agut Parres, 2019

    Imagen de la cubierta de Sílvia Belmont a partir de una idea de Jordi Cirera

    © de la edición impresa: Milenio Publicaciones, S L, 2019

    © de la edición digital: Milenio Publicaciones, S L, 2023

    C/ Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida

    editorial@edmilenio.com

    www.edmilenio.com

    Primera edición impresa: octubre de 2019

    Primera edición digital: abril de 2023

    DL: L 355-2023

    ISBN: 978-84-19884-15-2

    Conversión digital: Arts Gràfiques Bobalà, S L

    www.bobala.cat

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, ) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

    Dedicatoria

    A todos aquellos que, pase lo que pase, confían en mí y me levantan cada vez que me caigo.

    FASE DE CLASIFICACIÓN

    Moscú, viernes 8 de junio de 2018, 17:00 h (hora local)

    Sabía que aquella sería su única oportunidad para matarlo y tenía que aprovecharla. No habría otra. Al menos antes de que todo empezara y ya no se pusiera más a tiro. La misión era arriesgada, y más para un anciano como él. ¿Pero a cuántos ancianos no les habría gustado encontrarse en su estado de forma a punto de llegar a las ocho décadas de vida? Durante las últimas horas había ido pensando en si valía la pena, en si hacía falta llegar a aquel extremo por un asunto tan personal, a estas alturas de la película. Podía haberse quedado en casa viendo las noticias, pasadas con total seguridad por la criba de un control político que no se alejaba tanto de épocas anteriores, y observando como aquel personaje a quien no conocía, con quien no había intercambiado nunca ni una sola palabra, accedía al cargo.

    Ya había pensado en aquello durante los últimos días. Se maldecía por volver a abrir un tema que estaba cerrado, pero la palabra final tenía que ser suya. Siempre hacía lo mismo, daba vueltas a las decisiones hasta que estas caían de maduras o de mareadas. Y una vez llegado a una respuesta definitiva, a una determinación, ya no había marcha atrás. Era el punto de no regreso, como al que llegan los aviones antes del despegue. Había sopesado los pros y los contras y siempre desembocaba en el mismo final: si no lo hacía, se arrepentiría y el castigo interior sería más duro que el que le infligirían si lo atrapaban. A pesar de que sus actos atentaran contra ciertas voluntades poderosas, confiaba, posiblemente de forma demasiado optimista, en que los servicios prestados y su situación actual le servirían de atenuante; pero confiaba todavía más en su habilidad y en que el plan no fallaría.

    Aquel hombre se había puesto en su punto de mira desde el preciso momento en que descubrió su nombre. Le ofrecía la oportunidad de tejer un plan y llegar a su verdadero objetivo, y esta era una posibilidad que no se podía dejar de lado, por enrevesada que fuera. Todo ello le provocaba un gran estado de excitación, ni que el resultado fuera a ser trágico. Le removía demasiados recuerdos, demasiados momentos de su vida. Y era algo que, desde los años del antiguo régimen, siempre había tenido interiorizado: un hombre tiene que conservar su honor por encima de todo.

    —¿De verdad que usted publica un diario en Internet? ¿A su edad?

    Las preguntas impertinentes de los periodistas de la nueva ola ponían a prueba su paciencia. Había accedido al congreso gracias a la falsificación de una acreditación de prensa que le había conseguido un contacto. Una foto hecha con la cámara web de un móvil casi 1.0, pero que a él ya le servía, enviada a través de un sMs había sido suficiente. En cuarenta y ocho horas, en el buzón de casa, dentro de una revista envuelta en un papel de plástico que seguro que no levantaría las sospechas de nadie, recibió el pasaporte para entrar en todas las salas del edificio. Quizás poca gente podía creer que con aquel aspecto dominaba un medio de comunicación tan moderno, pero seguramente nadie se detendría a comprobarlo.

    Había llegado a primera hora, cuando casi no había nadie. Pero él, sí. Todos estarían pendientes de lo que decía. Él no. Simularía que iba introduciendo datos y declaraciones en un pequeño portátil que se había comprado en la gran superficie de al lado de casa. No tenía que ser muy potente, ni muy sofisticado. Que tuviera un procesador de textos bastaba para serle útil. A él le interesaba más qué hacía aquel personaje cuando no estaba en la sala. Dejaba con total confianza el ordenador en la mesa de la tribuna de prensa. Si se lo robaban, no pasaba nada. Solo contenía el texto de las noticias que, en teoría, tenían que salir publicadas en el diario digital. Pero en realidad solo tecleaba los caracteres para simular que escribía un artículo que nunca vería la luz. A todos allí les daría igual.

    Durante toda la mañana salía cuando él salía. Conocía bien los pasillos del edificio. Sabía cómo se tenía que mover para no despertar sospechas cuando se acercara. Y su trabajo de campo fue muy útil. Encontró una pauta, descubrió todo lo que hacía justo antes de pronunciar sus discursos. Siempre lo mismo. Error. No se puede hacer siempre lo mismo. Te hace vulnerable.

    Consultó el horario de la jornada y marcó con un rotulador verde aquel momento. Sería su oportunidad. Ahora sabía cuando, pero tenía que saber cómo.

    Pasó las horas del mediodía estudiando todas las posibilidades. El congreso había dictaminado un descanso hasta la tarde. Todo el mundo estaba en los hoteles y las medidas de seguridad se habían relajado. Tendría al menos un par de horas. Tiempo más que suficiente. Entró en el cuarto de ba-ño y lo observó. Seis urinarios situados en fila con cuatro tazas detrás de las puertas de rigor. Miró al techo. Estaba allí. Dio un vistazo al plano que traía en el bolsillo interior de la chaqueta. Comprobó qué había en el piso de encima, salió del lavabo y subió las escaleras. Descubrió que no era igual. Encima había una especie de claraboya, seguramente para facilitar la ventilación. Esta quedaba expuesta, sin techo. Lo pudo ver a través de una cristalera. Estudió a donde llevaba y observó que, aparte de su ventana, había un par más. Dio la vuelta a la apertura exterior. Una de ellas era ciega, no conducía a ningún sitio. La otra sí. Conducía a un pasillo adyacente repleto de habitaciones.

    Miró a ambos lados y no encontró a nadie. La abrió. Asomó la cabeza y se fijó en la trampilla que comunicaba con el cuarto de baño de abajo. De manera disimulada puso un pie y después el otro. Se dirigió hacia allí y la intento abrir desde fuera. Le sorprendió la facilidad con que cedió. Tenía una protuberancia que permitía hacerlo con facilidad. Dejó en ella una especie de pinza para evitar que se cerrara. Así podría abrirla desde abajo, a pesar de que primero tenía que escalar. No era complicado, él lo podía hacer. Se giró e investigó la ventana. Ninguna cerradura, ningún pasador, ningún problema. Cuando volvió al pasillo comprobó las habitaciones y se fijó en una: Sala de prensa. Abrió la puerta y pudo ver a tres o cuatro corresponsales que escribían las respectivas crónicas mientras comían. Ahora ya tenía una ubicación para su portátil durante toda la tarde.

    2

    Una de las virtudes que le había acompañado durante toda su carrera había sido la sangre fría en los momentos decisivos. Confiaba en cómo lo comprobaba todo. Creía en aquella frase que dice que la inspiración mejor que te pille trabajando. Por ello, cuando las manecillas del reloj se acercaban a la hora que había marcado en verde en aquel papel sus pulsaciones ya habían bajado de frecuencia.

    —¿De verdad que escribe para una web? ¿Y dónde tiene, el ordenador, abuelo? —dijo medio riendo el mismo tarambana de la mañana.

    Se giró, lo observó con aquella mirada penetrante que, pese a los años, atemorizaba, y le soltó:

    —El ordenador se tiene en la cabeza, hijo, este seguro que no se cuelga sin que lo hayas guardado todo.

    No le volvió a molestar.

    Sabía que ahora era el momento. Abandonó su posición y pasó dos controles con naturalidad. Sacó la acreditación y se la colgó en la solapa de la camisa. Superó los accesos haciendo ver que hablaba por el móvil y sin ni mirar a los guardias. Sabía que su aspecto provocaría que pensaran que era uno de los participantes al congreso. No lo pararían. No lo pararon.

    Entró en el cuarto de baño y accedió a uno de los receptáculos cerrados. Se subió encima de la taza, con la tapa cerrada y se sentó en la cisterna. Y allí esperó. No entraba nadie. Solo lo haría él. Los demás estaban demasiado ocupados.

    Pasaron diez minutos sin ningún movimiento. Y entonces oyó pasos que venían de afuera. Suela de zapato diplomático. No venía solo. Le acompañaban dos escoltas, seis pies. La puerta se abrió y él entró. A solas. Los de seguridad se quedaron fuera. Era el momento. Tendría veinte segundos, quizás veinticinco si le costaba empezar. Quizás treinta si se la sacudía.

    El anciano tiró de la cadena y abrió la puerta. El objetivo estaba allí, en el sexto urinario, el del rincón. Es lo que suelen hacer todos los hombres cuando van a orinar solos, ponerse cuanto más lejos de la puerta mejor. Era perfecto. Se le acercó por detrás y se situó justo al lado. El otro se mostró incómodo. Si había cuatro más ¿por qué no iba al de más a la punta, aquel personaje? Se bajó la cremallera y el otro le echó un vistazo. Fue entonces cuando el viejo se lo dijo.

    God kväll.

    Y no le dejó tiempo a responder. Del bolsillo sacó una navaja que brilló ante la víctima. Antes de que pudiera llamar, le tapó la boca con la mano derecha, le estampó la cabeza contra la pared y con la izquierda le clavó el arma en el abdomen. La sangre empezó a brotar de manera escandalosa encima del pene flácido del que aún manaba líquido y que mojaba los pantalones de un negro de rigor. El anciano retiró su arma blanca con cuidado de no mancharse y se la asestó tres veces más en la barriga antes de perforarle el corazón. Lo había hecho procurando no estar situado delante de la víctima. Solo la mano izquierda había quedado empapada de color rojo.

    Cuando se aseguró de que estaba muerto, corrió hasta el inodoro y cerró la puerta, pero no lo hizo con pasador para que los escoltas que entrarían en pocos segundos en la sala lo tuvieran más complicado para ver por donde había huído el asesino. Antes de escapar, lanzó el cuchillo a la cisterna y se limpió las manos con rapidez para que no quedara sangre. Volvió a subir a la taza, pegó con fuerza en la trampilla superior y, con una agilidad propia de un gimnasta, subió a pulso hacia el patio de luces.

    De fondo ya se oían los golpes en la puerta de los escoltas, que tardarían diez segundos en entrar y encontrarse con todo el montaje. Consiguió subir con gran rapidez, pese a la altura, y vio que no había nadie. Todos estaban en la gran sala de congresos, tal como había supuesto. Cerró la compuerta y abrió la ventana para salir al pasillo de al lado. La ajustó con fuerza mientras oía gritar en el piso de debajo. La meta era ahora en la cuarta puerta. Allí estaba la sala de prensa y su ordenador, puesto en marcha y conectado con una página de Word abierta y a medias. Llegó sin hacer ruido. Allí había tres periodistas que ni siquiera repararon en su presencia. Se sentó, controlando la respiración, se secó el sudor con un pañuelo de algodón y esperó a que los acontecimientos se precipitaran.

    FASE DE GRUPOS

    Los cinco primeros mundiales (1930-1954)

    Las tres primeras ediciones de la Copa del Mundo de fútbol se disputaron antes de la Segunda Guerra Mundial. Uruguay e Italia ganaron las dos primeras, disputadas en su casa, la segunda bajo una gran influencia del dictador Mussolini, y los transalpinos también vencieron en 1938, en la vecina Francia. Después del conflicto, Brasil organizó el torneo del 1950, pero cayó contra los uruguayos en el partido decisivo, en el llamado Maracanazo. El 1954, en Suiza, el triunfo de Alemania Federal fue sorprendente y, con los años, polémico por sospechas de dopaje. Los favoritos eran los fantásticos húngaros, que parecían imbatibles. Los cinco primeros mundiales fueron diferentes pero tuvieron un hecho en común: en ellos no participó la Unión Soviética.

    Birmingham, sábado 9 de junio de 2018, 11:30 horas

    Resaca! Hacía años que no sufría sus efectos y había olvidado la sensación que causaba. Malestar, pinchazos en las sienes, dolor de cabeza y náuseas en cuanto la levantaba más de 45 grados. ¡Qué asco, haber terminado de esa manera! ¿Pero qué esperaba? Aquello era tocar fondo. Llegó a esta conclusión después de unos minutos de saber que ya se encontraba en el mundo real y no en el de los sueños, en el que resultaba más sencillo subsistir.

    George Mitchell notó aquella sensación desagradable de no controlar tu cuerpo segundos antes de intentar abrir los ojos por primera vez. Temió por un momento que se lo hubiera hecho encima. Se palpó y afortunadamente los calzoncillos estaban secos. ¿Pero eran muy pequeños, no, estos calzoncillos? Se fue pasando la mano hacia el lado y ya no notó tela. En cambio, siguió un hilo delgadísimo que se le metía entre las nalgas. ¿Un tanga? ¿Desde cuándo llevaba tangas? ¿Dónde habían ido a parar sus bóxers de la tarde anterior?

    Entonces tuvo una mala sensación. La de algo que yacía a su lado en aquella cama, no tan ancha como la de su casa. Mejor dicho, de sus casas. Tuvo miedo de abrir los ojos y notar que había alguien indeseado a su lado. En realidad, hasta que no vio por primera vez el techo encostrado del piso de su amigo no supo exactamente dónde se encontraba. Notaba una presencia y fue moviendo la mano derecha hacia atrás, rogando para que el muslo que tocara no fuera demasiado peludo. Pero no era ningún muslo. Era cartón. Una estúpida y enorme caja llena de cintas de vídeo que su propietario dejaba encima de la cama, como si fuera su amante.

    George situó una pierna encima de la otra y sintió el chirrido de los muelles de un somier que ya necesitaba ser cambiado. La luz del día entraba por la ventana. A pesar de que el verano estaba a punto de llegar, no era muy intensa. Afuera llovía. ¡Qué raro, que lloviera en Birmingham! Se sentó en la cama y cerró los ojos para que el mareo no le hiciera vomitar allí mismo. En el suelo estaban los pantalones, estrujados, y un poco más lejos vio un calcetín que daba toda la impresión de que era suyo. ¿Cómo había llegado hasta allí?

    El piso de su amigo Joshua era el mismo desastre de siempre. Mostraba la misma imagen de todas las veces en que lo había ido a visitar, que últimamente habían sido demasiadas. Claro, ¿a dónde más podía ir? Ahora disponía de todo el tiempo del mundo y no tenía familia. Bueno, sí que la tenía, pero apartada, en Londres, dejando pasar aquellos meses de alejamiento que, según Doris, les irían bien, pero que a él lo estaban destruyendo. La separación era dura y la excedencia que había solicitado en el trabajo, lejos de ser una solución, como él pensaba al inicio, le había dado demasiado tiempo libre para hacer cosas que no le convenían.

    Ahora tenía que auyentar este dolor de cabeza. ¿Qué funcionaba, contra la resaca? Hacía tanto, que no pillaba una turca de estas dimensiones, que ni lo recordaba. Fue dibujando eses desde la habitación hasta el cubículo que Joshua usaba de salita, de comedor, de cocina y de todo. No se podía pasar por allí. ¡Malditos obstáculos! Vio que la luz del piloto de uno de los ordenadores estaba puesta en marcha. Llegó allí casi a cuatro patas y movió el ratón. Bingo. El aparato estaba descargando ficheros. Seguramente aquello era ilegal, pero no estaba de servicio, ni siquiera en activo. Halló en el teclado las letras de google como pudo y se le hizo un mundo escribir remedios contra la resaca. Aparte de marcas de pastillas que seguro que no encontraría en aquel piso, descubrió que tenía que hacer zumos o bien caldos con verduras para depurar.

    —¡Debo de tener el hígado del tamaño de un camión, me tendría que tomar un huerto de alcachofas, para evacuar todo lo que tomé ayer por la noche!

    Poco a poco empezó a recordar que Joshua le había propuesto que se acercara a Birmingham y que así pasarían un fin de semana salvaje que auyentaría sus preocupaciones. Llegó en tren a mediodía, justo cuando su amigo ya había puesto punto y final a su semana laboral, y se instaló como pudo en el pequeño piso.

    —Puedes intentar desenterrar el sofá de debajo de todo este material, pero te aviso que tiene una madera que lo atraviesa de lado a lado y que se te clavará en la espalda. Tratándose de un par de noches puedes dormir en la cama conmigo... ¡pero no me metas mano, que te conozco! —soltó el friki del fútbol cuando se saludaron, aquel viernes.

    —¡Cuida de que no ligue yo antes y te echemos de tu propia casa! —respondió el antiguo agente estrella de la Interpol, con ganas de aparentar que se encontraba en un buen momento, aunque no fuera cierto.

    —¡Así me gusta, Georgie! ¡Campeón!

    No le apetecía demasiado juntarse con toda la tropa de Joshua. Se veía acoplado, como si no formara parte de aquel grupo, pero también le sabía mal rehusar de nuevo una invitación de una de las pocas personas que no le había vuelto la espalda cuando todo aquello se había sabido, cuando se supo que había sido infiel a Doris, ni que hubiera sido en aquellas circunstancias.

    Así, el viernes por la noche empezó en el pub, continuó en el pub, y al cabo de dos horas aún estaban todos en el pub. A partir de este momento, las cervezas, mezcladas con algún que otro licor, empezaron a hacer efecto. Y ya no recordó nada más. Tan solo que Joshua había conocido a una chica y que lo había dejado en manos de sus colegas. Pero si le preguntaban ahora cómo era esa loca, porque se tenía que estar loca para intentar ligar con su amigo, no habría sabido responder. Solo tenía en la cabeza los gritos de aquellos dos... ¿como diantre se llamaban? Martin y Arthur. Ambos iban detrás de Lisa como verdaderos perros en celo. Lisa. ¿Pero esta no era aquella a quien Joshua había perseguido desde siempre? Bueno, Joshua y los otros dos, que no paraban de atacarla. Pero... ¡claro, sí, ahora lo recordaba! Ella le había metido mano casi desde que se habían saludado. Al principio había pensado que era casualidad, pero más tarde se dio cuenta de que no era así.

    Y entonces... ¡caray, sí! ¡Pasó! Ahora lo recordaba. Mien-tras Joshua había desaparecido con la recién llegada y los otros dos habían rivalizado para saber quién iba a buscar la siguiente ronda de cervezas, él, que ya iba un poco contento, atrapó a aquella muchacha, se la llevó a una habitación en que figuraba un letrero en la puerta que rezaba privado y la empotró en la pared junto a unas estanterías y al lado de las escobas.

    —¡Ahora me podrás meter mano con tranquilidad, cariño! —soltó, bastante perjudicado por el alcohol.

    —¡Adelante, señor agente! ¡Me puede poner las esposas, si así lo desea!

    No hizo falta. Fue un pim-pam-pum. Todo abajo y todo arriba otra vez. La ropa, se entiende. Pero durante el proceso parece que el tanga de Lisa escaló por las piernas equivocadas. ¡Uf! ¡Qué cacao! También recordó que, al salir, Martin y Arthur, dos ratas de biblioteca, estaban debatiendo sobre ni se sabe qué propiedad de la materia y casi ni se enteraron de que el objetivo de sus ataques había aprovechado el momento. George, por lo tanto, se lanzó de nuevo hacia Míster Guinness y ya no volvió a ver qué cara mostraba el mundo hasta aquel sábado por la mañana.

    Ahora buscaba aspirinas y hortalizas para superar el dolor de cabeza. Abrió la nevera y le cayó el alma a los pies. Tres yogures, uno de ellos destapado y con la cuchara dentro, otro caducado desde hacía dos meses y solo uno con el que podría atreverse. Pero era de pera. ¡Qué asco! Odiaba la pera. Nada más de lo de allí era comestible. Solo tres paquetes de cervezas y... ¿qué diablos era aquello? ¿Podía ser? ¡Un archivador con fichas! ¿Qué hacía un archivador dentro de una nevera? Abrió y leyó una de ellas, húmeda por la temperatura de dentro del electrodoméstico: Nottingham Forest-Malmö, Copa de Europa 1979. Final. DVD número 293.

    —¡La Virgen! ¡Tiene el archivo de las referencias de los DVD en la nevera! Está como un cencerro!

    Ante la falta de material, decidió volver a la cama y esperar a que se le pasara todo el malestar. Entonces oyó ruido de pasos en la entrada. Mucho ruido. Y casi gritos y gemidos. Parecía Joshua, pero también se percibía una voz femenina. ¡Y qué voz! Decir que era desagradable sonaba a eufemismo. ¡Tan aguda! ¡Y aquella risa, tan... poco humana! Eran chillidos insoportables. Valoró si no sería mejor esconderse nuevamente en la habitación y espiar desde allí, pero decidió que no, que no tenía por qué ocultarse y que, de paso, Joshua le podría explicar como había acabado la noche, más que nada para saberlo.

    La puerta se abrió y la imagen que deparó fue tragicómica. El propietario del piso, aquel especimen gordo, melenudo y desastrado, entrando de perfil con una chica colgada del cuello, literalmente, y enganchados labios contra labios. Contra, porque parecía que se estuvieran escupiendo. ¡Qué asco, por Dios! Se le revolvió el estómago y tuvo que correr al cuarto de baño con urgencia para no tener que pasar el mocho después. Cuando se rehizo y salió del baño, Joshua y su amiga lo observaban con curiosidad.

    —¡Georgie, amigo! —soltó como si se acabaran de encontrar después de una larga temporada cuando, de hecho, ya se habían visto el día anterior—. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Bueno, en realidad no sé muy bien cómo acabasteis vosotros, pero a mí me ha cambiado la vida!

    —¿Ah sí? —respondió el agente sin saber qué cara hacía, ni qué cara tenía que hacer ante los invitados—. ¿Y por qué, si se puede saber?

    —¡Pues porque el misterio de la oscuridad me trajo una princesa!

    —¡Oh, Joshua! ¡Que romántico! ¡No me habían dicho nunca algo tan bonito! —exclamó la chica.

    En realidad, chillar, más que exclamar, era la expresión justa. ¡Qué timbre de voz, por favor! Si un banco de delfines hubiera pasado por la calle en aquel momento se habría sentido atraído. Era lo que le faltaba para completar una imagen... ¿cómo se podría decir? Diferente. Cabellos rubios, seguramente sucios y con las raíces descuidadas y desordenados, excesivo lápiz de ojos, pintalabios y colorete, unas gafas de culo de vaso considerables y una indumentaria particular, que no podía pertenecer a alguien que no fuera daltónico, en un cuerpo de curvas, eso sí, generosas.

    —No hay nada que sea suficiente para mi lady, lady —respondió el otro antes de volverle a endosar un beso en la boca.

    El exceso de glucosa ya se estaba tornando insoportable. George prefirió girarse, pero al cabo de unos segundos tuvo que toser disimuladamente para que aquellos Romeo y Julieta de andar por casa recordaran que allí había alguien más.

    —¡Uy, perdón! —dijo la heredera del tono de voz de Flipper—. Tendría de ir al lavabo a retocarme un poco. Os dejo un rato solos, para que habléis de vuestras cosas.

    —¡Vuelve pronto, Caramelito! —respondió Joshua, al cual la baba ya se le caía.

    —¡No tardo nada, Bolita! —respondió ella.

    El dolor de cabeza de George aumentaba a marchas forzadas.

    —¿Caramelito y Bolita? —preguntó a Joshua cuando ella ya estaba en el retrete— ¿Pero de dónde lo has sacado, este ejemplar?

    —¡Amigo Georgie! —empezó a decir agarrándolo por los hombros—. Cupido ha llamado a mi puerta y he soltado todos los cerrojos para decirle que ya podía ir pasando. ¿No es un amor, Mildred?

    —¡Y encima se llama Mildred! —respondió el agente—. ¿Desde cuándo la conoces?

    —Desde ayer por la noche, mientras tu estabas entregado a la cebada y a la avena líquidas. Nos encontramos en el pub y fue instantáneo. Me abordó y ya no pude decir que no.

    —Pero Joshua. ¿Tú la has oído? ¡Si podría romper los cristales de esta habitación con un grito! ¡Y qué pintas trae, que parece salida de Barrio Sésamo! ¿De verdad, te has enamorado?

    —Como una bestia. Después de dejaros en el pub donde, por cierto, algún día me tendrás que explicar tus tiradas de caña a Lisa, me trajo a un hotel de por aquí cerca. Me dijo que se tenía que ir al grano y, caray, si fuimos al grano. ¡Y a la paja, ya te lo puedo asegurar!

    —¡Vamos, desagradable! ¡Tampoco no hacen falta detalles, ahora!

    —Y, además, no sabes lo mejor. Esta muchacha es una mina. Parece que es directiva, o secretaria, o qué sé yo de la empresa Bears for Fears.

    —¿Bears for Fears? ¿Quieres decir aquella marca de chucherías de nombre lamentable y oportunista?

    —¡Sí, sí! Tan lamentable y oportunista como quieras, pero con una facturación monstruosa al final del año. Tanta, que se permiten ser los patrocinadores de muchos acontecimientos deportivos y musicales. ¿Tú sabes que la cercana gira de Justin Bieber está patrocinada por ellos?

    —¿Ah, pero aún canta, Justin Bieber?

    —Se ve que sí. Hará una gira mundial que parece que será sonada, según me ha dicho ella. Le pagan un pastón y tiene derecho a entradas y viajes y todo.

    George se lo quedó mirando y se puso a reír.

    —Ahora no me dirás que te convertirás en un gruppie de Justin Bieber. Joshua, hijo, que tenemos una edad. Que podrías ser su padre.

    —¡Que no es eso, loco! ¡Aún no te lo he dicho todo! ¿Sabías que Bears for Fears también es patrocinador oficial de la FIFA?

    —¿Ah sí? Ni idea. Ya sabes que desde hace un par de años paso bastante de todo esto del fútbol, y más que pasaría si no viera tus DVD por aquí todo el día.

    —Pues sí —respondió Joshua ignorando las protestas de su amigo—. Lo es. Y se ve que a Mildred, votada como la trabajadora del trimestre en su oficina, se encuentra en posesión de un auténtico tesoro, al menos a mis ojos.

    —¿Y qué es? ¿Un abono perpetuo a todas las cadenas que dan fútbol del mundo?

    —Casi. Un viaje a Rusia para dos personas con entradas para ir a partidos del Mundial que empieza la semana que viene. ¡Uoooo! ¿Cómo te has quedado, chaval?

    —¡Ah, amigo! ¡Ahora lo veo claro! ¡Ya sé qué te ha enamorado a ti, de esta chica! ¡No podía ser nada más! ¡Eres un materialista de mierda, Joshua! La utilizarás para ir al Mundial y después la dejarás tirada. ¡Es muy feo, esto que haces, supongo que lo sabes!

    —¡Bueno, tanto como tirada, tirada, tampoco! Puedo aguantar algunas semanas. Te has fijado en el par de razones que tiene aquí delante, para no abandonarla enseguida como a un perro?

    —¡Eres un cerdo, Joshua!

    —¡Eh, tío! Soy alguien que aprovecha sus oportunidades. Esta se ha presentado, pues la he cazado al vuelo. ¿Tú sabes cuánto cuesta adquirir entradas para el Mundial, papeles en una sola semana para entrar en Rusia y todo eso? Ella me lo consigue todo y yo le doy lo mejor de mí. Creo que es un trato justo. Además, con el follón de ayer en Moscú, aún no sé si lo podré aprovechar.

    George había estado en otra órbita durante unas horas y no sabía a qué se refería.

    —¿A qué follón te refieres?

    —¿No te has enterado? Chaval, ayer acabaste peor de lo que pensaba. Pon la tele, no hablan de nada más.

    Joshua conectó el aparato de televisión del fondo de la sala. Sintonizó las noticias de la BBC y apareció inmediatamente. En los rótulos de la parte inferior de la pantalla George lo leyó lentamente.

    Sigue el misterio sobre la muerte del candidato a la presidencia de la FIFA Roger Fredriksson, asesinado ayer pocos minutos antes de ser escogido, en Moscú.

    En la pantalla iban apareciendo imágenes de unos lavabos de algún lugar de la capital rusa y declaraciones de dirigentes que se mostraban consternados sobre el hecho.

    —¿En serio, no lo sabías? —preguntó Joshua.

    —¡Vaya, pues no se habla de nada más! —pronunció una desagradable voz, la de Mildred, que ya había salido del cuarto de baño—. En la empresa incluso me han llamado para informarme de que han pensado en aplazar el principio del Mundial y que quizás el viaje con Bolita no se podrá llevar a cabo hasta más adelante.

    George tardó unos segundos en descifrar que Bolita era Joshua.

    —¡Mujer —dijo este—, no creo que lleguemos tan lejos! ¿Y no has recibido ninguna llamada para avisarte del tema, Georgie? Tú estuviste muy involucrado en él.

    El agente inglés recordó, entonces, que en medio de todo el maremágnum de la noche anterior se le había agotado la batería del móvil.

    —¡Disculpad, tengo que hacer algo urgentemente!

    Corrió hasta la habitación eludiendo todos los objetos que había en medio, entró en ella y empezó a buscar el teléfono.

    —¿Dónde repámpanos lo puse? ¡A ver si me lo han robado!

    Buscó en los pantalones, en el bolsillo de la chaqueta, y nada. Entonces pensó que quizás se había deslizado debajo de la cama. Se estiró encima del colchón, todavía con el tanga puesto, y Joshua silbó desde la puerta.

    —¡Vaya, Georgie, porque tengo aquí a Mildred, que, si no, me lanzaba encima tuyo!

    —¡Cállate, idiota, y ayúdame a buscarlo!

    —¿Te refieres a esto? —dijo enseñándole el teléfono mientras George se giraba cómo podía.

    —¿De dónde lo has sacado?

    —Del alféizar de la ventana. Nada más y nada menos. Te lo debías de dejar ayer al llegar. Por cierto, lo tendrás que cargar, se ha descargado la batería.

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