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Sois dioses
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Libro electrónico530 páginas8 horas

Sois dioses

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Jesús fue el más grande revolucionario de entre los enviados de Dios, fue el primero en transgredir todas las costumbres antiguas, y expió en la cruz la audacia que tuvo al decir que él era hijo de Dios al igual que lo son todos los seres humanos. La insistencia con la que Jesús subrayaba la filiación divina del hombre, escandalizaba e irritaba a los escribas y a los fariseos hasta el punto de que, un día, intentaron lapidarle. Pero Jesús les dijo: "Os he hecho ver varias buenas obras que vienen de mi Padre: ¿por cuál de ellas me lapidáis? Los judíos le respondieron: No te lapidamos por ninguna buena obra, sino por una blasfemia, y porque tú, que eres un hombre, te haces pasar por Dios." Y fue entonces cuando Jesús les recordó un versículo de los Salmos: "¿Acaso no está escrito en vuestra ley: yo he dicho: sois dioses?
IdiomaEspañol
EditorialProsveta
Fecha de lanzamiento23 abr 2024
ISBN9788410379077
Sois dioses

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    Sois dioses - Omraam Mikhaël Aïvanhov

    Portada.jpg1.png

    Omraam Mikhaël Aïvanhov

    Sois dioses

    Salmos 82: 6

    Evangelio de san Juan 10: 34

    Traducción del francés

    ISBN 978-84-10379-07-7

    Título original:

    VOUS ÊTES DES DIEUX

    © Copyright reservado a Editions Prosveta, S.A. para todos los países. Prohibida cualquier reproducción, adaptación, representación o edición sin la autorización del autor y del editor. Tampoco está permitida la reproducción de copias individuales, audiovisuales o de cualquier otro tipo sin la debida autorización del autor y del editor (Ley del 11 de marzo 1957, revisada). - www.prosveta.es

    Parte I - Sois dioses

    1

    Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto

    El ser humano es débil, miserable, pecador... Esto es lo que desde hace siglos la Iglesia repite sin cesar a los cristianos. El pecado original, la falta cometida por sus primeros padres les ha condenado definitivamente a una vida de tinieblas, de errores y de miserias. El hombre es concebido en el pecado, nace en el pecado, y no puede escapar a esta condición pecadora... Pues bien, debo deciros que subrayando y fomentando en las criaturas semejante idea, se debilita en ellas la esperanza y el deseo de desprenderse de sus limitaciones. Los humanos deben rechazar estas concepciones que les mantienen demasiado abajo, en sus debilidades. El hombre es pecador, es malo, de acuerdo, pero no está escrito en ninguna parte que deba seguir siéndolo durante toda la eternidad. Diréis: ¿Y el pecado original? ¡Ningún ser humano puede escapar a las consecuencias del pecado original! Pero ¿dónde habéis leído semejante cosa? ¡Desde luego no habrá sido en los Evangelios! ¿Habló Jesús, acaso, del pecado original? No. Y no sólo no habló de él, sino que pronunció estas palabras increíbles: Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto... Así pues, ¿cómo unos seres disminuidos podrían realizar este ideal de perfección divina?

    Al afirmar la realidad de un Dios único, Moisés aportó algo fundamental para la conciencia religiosa, e incluso, de una forma más amplia, para la comprensión del hombre y del universo. Pero este Dios era un amo implacable, un fuego devorador: los humanos no eran, ante Él, más que criaturas temerosas y temblorosas, esclavos obligados a aplicar sus mandamientos bajo pena de ser aniquilados. Después vino Jesús y enseñó que este Dios único es un Padre cuyos hijos somos nosotros. Se ha acortado, por tanto, la distancia que nos separa de Él: estamos unidos a Él por lazos familiares. Todo ha cambiado. Y, en realidad, ¿dónde está este cambio? En la conciencia. Pero ¿cuántos cristianos han comprendido, verdaderamente, lo que significa ser hijos de Dios? ¿Cómo se imaginan a su Padre Celestial? Como un anciano con una larga barba ocupado en observarles y anotar sus buenas y sus malas acciones, o bien, como un buen hombre indulgente sobre cuyas rodillas van a subirse para tirarle de la barba y de los pelos... Aunque desde hace siglos repiten: Padre nuestro, que estás en los Cielos,¹ los cristianos todavía no han profundizado suficientemente todas las consecuencias de esta filiación divina. Si el hombre es hijo de Dios, es que es de la misma naturaleza que Él (un hijo no puede ser de naturaleza distinta a la de su padre) y por tanto debe abstenerse ya de invocar el pecado original para explicar el lamentable estado en el que se encuentra... ¡y en el que, según parece, debería permanecer obligatoriamente!

    Diréis que esta idea de un pecado original a causa del cual Adán y Eva, nuestros primeros padres, fueron expulsados del Paraíso, se encuentra en el Antiguo Testamento, y que no es una invención de la Iglesia. Sí, y este castigo fue acompañado de palabras terribles que Dios dirigió a Adán: El suelo será maldito a causa de ti. A fuerza de trabajo sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida, y te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba de los campos. Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de la que has salido, porque polvo eres y al polvo volverás. Después, Dios puso en la entrada del jardín a unos ángeles armados con una espada flamígera para prohibir en lo sucesivo la entrada en él.

    ¿Acaso significa esto que la humanidad ha sido rechazada definitivamente? No, esta concepción del castigo divino infligido a los humanos a causa de la desobediencia de sus primeros padres, corresponde a la imagen del Dios implacable y vengador del Antiguo Testamento. Al enseñar que Dios es un Padre, Jesús no sólo nos llevó a una mejor comprensión de la Divinidad, sino que también hizo evolucionar nuestra concepción del hombre y de su predestinación. Incluso aunque no habló claramente del pecado original, trató de esta cuestión en la parábola del hijo pródigo mostrando que el hijo que se había alejado de la casa paterna, podía también volver a ella; si comprendía la falta que había cometido, su padre le acogería, y no sólo le acogería, sino que daría un banquete para festejar su retorno y le reintegraría en su dignidad primordial.

    Todos aquéllos que no tienen conciencia de su dignidad de hijos de Dios, se exponen a toda clase de desórdenes y desesperanzas porque nunca encontrarán lo que buscan en lo más profundo de sí mismos. ¿Cómo el ser humano puede realmente desarrollarse si deja de lado lo que es su verdadera naturaleza, su naturaleza divina con la cual debe identificarse? Esto es lo que Jesús reveló diciendo: Mi Padre y yo somos uno...

    Sé que vais a replicar: Sí, pero Jesús no es lo mismo que nosotros. Él es verdaderamente el hijo de Dios, mientras que nosotros... Pues bien, escuchad lo que al respecto debo deciros. Si la Iglesia ha querido hacer de Jesús el equivalente de Dios mismo, la segunda persona de la Trinidad, Cristo, es decir un principio cósmico, poniendo así entre él y los hombres una distancia infinita, es asunto suyo, pero ha cometido ahí un gran error, y este error ha tenido consecuencias deplorables.² Jesús, en cambio, nunca dijo semejante cosa, nunca pretendió ser de una esencia diferente a la de los otros hombres. Cuando dijo que era el hijo de Dios, no fue para subrayar que era, por naturaleza, superior al resto del género humano. Al contrario, al proclamarse hijo de Dios, subrayó también la naturaleza divina de todos los hombres, porque ¿qué significarían, si no, estas palabras del Sermón de la Montaña: Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto, y también: El que crea en mí hará las obras que yo hago, e incluso más grandes que yo? Sólo que, para interpretarlas correctamente, hay que empezar por admitir la realidad de la reencarnación. (Parte IV, cap. 2)

    Si Jesús dijo que nosotros podemos hacer las mismas obras que él, es porque somos de la misma naturaleza, de la misma esencia que él. ¿Por qué no tienen en cuenta los cristianos este aspecto de su enseñanza? En primer lugar, porque son perezosos; no quieren hacer ningún esfuerzo para caminar tras las huellas de Jesús. Dicen: Puesto que era el hijo de Dios, era perfecto, y no hay pues que extrañarse de que haya manifestado un saber, unas virtudes y unos poderes excepcionales. Mientras que nosotros, pobres desgraciados pecadores, es normal que seamos débiles, egoístas y malos, y por tanto, seguiremos siéndolo. No, no, no es normal, nosotros somos hijos de Dios exactamente igual que Jesús era hijo de Dios. La única diferencia es que Jesús era consciente de su naturaleza y de su predestinación divinas, y había trabajado ya en este sentido en sus reencarnaciones anteriores. Llegó a la tierra con unas posibilidades inmensas y con una idea muy clara de su misión, pero también él tuvo que hacer un gran trabajo interior, resistir a las tentaciones, ayunar, rezar. ¿Habéis leído un poquito los Evangelios?... ¿Por qué tuvo que esperar hasta los treinta años para recibir el Espíritu Santo? ¿Y por qué el diablo trató de tentarle?

    Con sus palabras, con su vida, Jesús no cesó de subrayar su filiación divina que es también la nuestra. Mientras no tomemos conciencia de ello, no podremos saber quiénes somos ni podremos tampoco manifestarnos como seres verdaderamente libres. Sí, porque la peor de las esclavitudes que podemos infligir al hombre, es la de mantenerle en la ignorancia, en la inconsciencia de su dignidad de hijo de Dios. Precisamente Jesús fue crucificado porque quiso revelar esta gran verdad a la multitud. Porque revelar que todo hombre es hijo de Dios, suponía decir que todos los hombres son iguales. Con lo que una pequeña minoría de seres privilegiados se hubieran visto privados del derecho a ser considerados superiores a los demás y por consiguiente, también de sus poderes y prerrogativas, cosa que los fariseos y los saduceos no podían aceptar.

    Jesús fue el más grande revolucionario de entre los enviados de Dios, fue el primero en transgredir todas las costumbres antiguas, y expió en la cruz la audacia que tuvo al decir que él era hijo de Dios, al igual que lo son todos los seres humanos. La insistencia con la que Jesús subrayaba la filiación divina del hombre, escandalizaba e irritaba a los escribas y a los fariseos hasta el punto de que, un día, intentaron lapidarle. Pero Jesús les dijo: "Os he hecho ver varias buenas obras que vienen de mi Padre: ¿por cuál de ellas me lapidáis? Los judíos le respondieron: No te lapidamos por ninguna buena obra, sino por una blasfemia, y porque tú, que eres un hombre, te haces pasar por Dios..." Y fue entonces cuando Jesús les recordó un versículo de los Salmos: "¿Acaso no está escrito en vuestra ley: yo he dicho: sois dioses?"

    Al insistir, pues, en la divinidad del hombre, Jesús no hacía más que referirse de nuevo a una verdad que estaba ya inscrita en el Antiguo Testamento. Esta verdad había sido voluntariamente apartada, y en cierta forma, todavía lo está hoy. Incluso la Iglesia, cuya misión es transmitir la enseñanza de Jesús, no se ocupa demasiado en transmitir este saber gracias al cual los humanos podrán comprender y sentir que son hermanos porque tienen el mismo origen divino. Sí, todos los hombres son hermanos porque todos tienen el mismo origen divino. Y eso, no sólo lo reveló Jesús con palabras, sino con actos. No frecuentaba a la gente rica, importante e instruida, sino a los humildes, a los pobres, a los ignorantes, y hasta a la gente de mala vida: les acogía, les hablaba, comía con ellos, y esta conducta exasperaba a los fariseos.

    Conocéis el episodio de la Samaritana, en el Evangelio de san Juan: "Como tenía que pasar Jesús por Samaria, llegó a una ciudad de Samaria, llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado por el viaje, permanecía sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Una mujer de Samaria se acercó para sacar agua del pozo. Jesús le dijo: Dame de beber. Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. La mujer samaritana le dijo: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? (Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.) Jesús le respondió: Si conocieses el don de Dios y quién es el que te dice: ¡Dame de beber! tú misma le habrías pedido a él de beber, y él te habría dado agua viva. – Señor, le dijo la mujer, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo: ¿de dónde sacarías, pues, esa agua viva? ¿Es qué tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y del que bebió él mismo, así como sus hijos y sus rebaños? Jesús le respondió: Todo el que beba de este agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brotará hasta la vida eterna. La mujer le dijo: Señor, dame de este agua para que no tenga más sed, y no tenga que venir aquí a sacarla. – Vete, le dijo Jesús, llama a tu marido, y vuelve acá. La mujer le respondió: No tengo marido. Jesús le dijo: Tienes razón al decir: No tengo marido. Porque has tenido cinco maridos, y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho verdad. Le dijo la mujer: Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís, en cambio, que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. — Mujer, le dijo Jesús, créeme, llega la hora en que no será ni en este monte ni en Jerusalén donde adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros, en cambio, adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, (ya estamos en ella), en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque estos son los adoradores que el Padre pide. Dios es espíritu, y es preciso que aquellos que lo adoren, lo hagan en espíritu y en verdad La mujer le dijo: Sé que el Mesías va a venir, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo. Jesús le dijo: Soy yo, el que te está hablando..."

    No es, pues, a un hombre importante, ni siquiera a un hombre instruido, al que Jesús hizo estas revelaciones que dan las llaves de la vida espiritual, sino a una mujer, a una mujer sencilla que le preguntaba cosas ingenuas, a una mujer que, a los ojos de la moral ordinaria, llevaba una vida disoluta, y además, a una mujer que pertenecía a un pueblo enemigo de los judíos: los samaritanos. Es a ella a quien habla de un agua que da la vida eterna. Es a ella a quien revela que poco importa el lugar, montaña o templo, en el que se rinde culto al Señor, porque Dios sólo puede ser adorado más allá de toda forma material: en espíritu y en verdad,³ es decir, en lo que el ser humano tiene de más sagrado y de más íntimo. Finalmente, es a ella a quien le revela que él es el Mesías: Soy yo, el que te está hablando.

    ¿Cómo explicar esta actitud de Jesús? Y es que las verdades que él traía, no sólo concernían a algunos doctores de la ley o a algunos personajes poderosos. Concernían a cada ser humano, a lo que hay en él de más esencial y que puede ser abordado independientemente de su instrucción, su clase social, su sexo o su nacionalidad. Con esta actitud, Jesús provocaba a las autoridades políticas y religiosas de su tiempo porque, de esta manera, socavaba las bases mismas de su poder.

    Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto... ¿En qué pensaba Jesús cuando dijo estas palabras? ¿Acaso conocía tan mal a la naturaleza humana? ¿Cómo dio a los hombres un ideal en apariencia tan inaccesible? Porque sabía que la verdadera naturaleza del hombre es su naturaleza divina, y veía en cada hombre lo que posee de inmortal y todopoderoso: su espíritu, una chispa desprendida del seno del Creador.

    Entonces, ¿por qué la cristiandad da un espectáculo tan triste? Hace dos mil años que Jesús dijo: Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto, y por todas partes en el mundo, vemos a los cristianos combatirse y devorarse de cualquier forma como si fuesen animales. Siguen mostrándose débiles, miserables, egoístas, malvados. Ello prueba que los conocimientos y los métodos que se les dan son insuficientes, ineficaces, que tienen necesidad de algo más. Todo está en los Evangelios, los Evangelios contienen tesoros, pero tesoros que todavía no se han sabido descubrir y todavía menos, poner en práctica. Sí, todo está en los Evangelios, pero es en la cabeza de los cristianos donde no hay gran cosa.

    Ningún libro puede enseñarnos verdades más esenciales que los Evangelios.⁴ Diréis que los habéis leído y que no habéis descubierto nada en ellos, y que por eso buscáis ahora vuestro camino en las religiones o las filosofías orientales... Pues bien, la verdad es que no habéis comprendido nada de la inconmensurable sabiduría contenida en los Evangelios. Claro, ya sé que estáis saturados de los textos conocidos y que deseáis cambiar un poco de alimento. Pero es peligroso ir a buscarlo en unas enseñanzas que no comprenderéis porque no están adaptadas ni a vuestra estructura ni a vuestra mentalidad. Algunos occidentales las han estudiado practicado con provecho, pero son raros. Para nosotros los occidentales, la enseñanza idónea es la de los Evangelios. Sin haberlos leído seriamente ni meditado, buscáis otra cosa, ¿pero con qué fin? Muy a menudo la gente sigue una enseñanza oriental para vanagloriarse con ella ante los demás o, simplemente, para singularizarse ante sus propios ojos. Pero eso no sirve de nada, y sólo prueba que les gusta el exotismo, no la simple verdad. Abandonan a Jesús, pero ¿para seguir a quién?...⁵

    Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto... La enseñanza de Cristo conduce al ser humano hacia la realización del más alto ideal que pueda haber: el de parecerse a este modelo divino que lleva en sí mismo. ¿Qué encontraréis por encima de esto?

    2

    Mi Padre y yo somos uno

    Al presentar a Yahvé como el único Dios, Moisés aportaba una idea verdaderamente revolucionaria. Pero este Amo del universo era temible y no podía inspirar a los humanos más que sentimientos de temor. Así se dice: El temor del Señor es la sabiduría... Pero el temor es un sentimiento negativo. Aquél que actúa siempre bajo el imperio del temor, no puede realmente desarrollarse, y con el tiempo este temor ejerce una acción destructiva sobre su vida psíquica. Con el amor, por el contrario, el hombre se desarrolla, y por eso vino Jesús, para decir que Dios era un Padre. Claro que el niño también teme un poco a su padre, pero esto es bueno porque debe sentir que hay reglas que no puede transgredir, y que si las transgrede, recibirá un castigo. Pero el padre es, sobre todo, el que es amado por sus hijos, no sólo porque les ha dado la vida, sino porque comparte con ellos todas sus riquezas, y de esta manera sus hijos se desarrollan.

    Jesús nos mostró, sin embargo, que podemos ir más lejos todavía. Mientras situemos al Señor en alguna parte a lo lejos, en una región del universo que se llama Cielo, con sus ángeles y sus arcángeles, aunque nos consideremos como hijos suyos, admitimos una separación, una ruptura. Si pensamos que Dios está fuera de nosotros y que nosotros estamos fuera de Él, nos vemos obligados a padecer todo lo que hay en este intervalo, estamos fuera de su luz, de su paz y de su amor. He ahí porqué debemos llegar a este estado de conciencia en el que sentimos que estamos en Él y que Él está en nosotros. Y esto es lo que expresó Jesús al decir: Mi Padre y yo somos uno...

    Diréis: Pero aunque Dios sea nuestro Padre, ¿no es acaso más respetuoso considerarle como un rey cuyo trono está en el Cielo y a quien debemos venerar y adorar? Esto es lo que nos han enseñado... Como queráis. Pero la verdad tiene infinitos grados, y la verdad sobre Dios debe evolucionar en el hombre a medida de su evolución, es decir, de que el hombre toma conciencia de la riqueza y de la complejidad de su vida interior. No os escandalicéis si os digo que no hay una verdad única y absoluta sobre Dios. El hombre descubre a Dios a medida que se descubre a sí mismo. Por eso en la Iniciación de la Grecia antigua se enseñaba Conócete a ti mismo y conocerás el universo y los dioses.

    Los seres que todavía no han desarrollado la conciencia de su vida psíquica, son sobre todo sensibles a los fenómenos de la vida física: la luz y la oscuridad, el calor y el frío, el bienestar y el dolor, y sólo pueden concebir a un Dios cuyas manifestaciones se asemejen a las de las fuerzas de la naturaleza a las cuales están sometidos. Pero ahora que el hombre ha hecho grandes progresos en la conciencia y el conocimiento de sí mismo, puede descubrir que este Dios que siempre sentía como exterior a él, está, en realidad, en él. Dios es el infinito, la inmensidad, impregna todo el universo con su presencia; nosotros somos una parte de Él, una parcela infinitesimal de Él, y al mismo tiempo, Él está en nosotros. Hace dos mil años que Jesús dijo: Mi Padre y yo somos uno, pero los humanos todavía no han aprendido a tener verdaderamente una comprensión semejante de Dios, a sentirle como una vida, una fuerza, una luz de la que nada puede separarles. De vez en cuando, encontraremos esta idea expresada por un místico, por un poeta, por un filósofo, y diremos: ¡Qué poético, qué profundo! Pero no nos detendremos a trabajar con esta idea para vivirla. Seguiremos considerando a Dios como externo a nosotros, y por eso seguiremos sintiéndonos limitados, insatisfechos. ¡Tantos obstáculos nos separan de Él! Imposible unirnos a Él...

    No debemos extrañarnos, pues, si en los momentos actuales hay tantos hombres que dicen que ya no creen en Dios y niegan incluso su existencia. Es normal, no pueden seguir aceptando la imagen exterior, estereotipada, que se les da de Él, y como tampoco saben dónde deben buscarle, se plantean entonces preguntas inútiles sobre su existencia. Pero no es así como encontrarán respuestas. Obtendrán respuestas si trabajan para profundizar dentro de sí mismos la conciencia de una vida, de una presencia divina. Sólo dentro de nosotros mismos descubrimos la realidad de Dios hasta el día en que, como Jesús, podamos llegar a decir: Mi Padre y yo somos uno...

    Pronto se producirán cambios en las concepciones religiosas de los humanos, no puede ser de otra manera. Ya hubo el Antiguo y el Nuevo Testamentos, y ahora habrá un Tercer Testamento que vendrá a completar los dos precedentes.⁶ En este Tercer Testamento encontraremos subrayada, reforzada, esta verdad que será presentada como esencial: que el hombre debe acercarse a Dios hasta el punto de sentirle vivir dentro de sí mismo. Entonces, ya no se cuestionará su existencia y dejará de sentirse abandonado por Él.

    ¡Cuántos místicos se han quejado de que Dios les había abandonado! No, Dios no les había abandonado, fueron ellos quienes no supieron mantener la conciencia de su presencia en sí mismos. Dios no nos abandona nunca. Los cambios se producen en nuestra conciencia. A veces, nuestra alma es más receptiva y nos sentimos penetrados por la luz y por el calor divinos; y otras, por el contrario, se cierra y nos vemos privados de esta luz y de este calor. ¿De quién es la culpa?

    Os daré una imagen. Hace buen tiempo, el sol brilla... Pero de pronto empiezan a aparecer unas nubes, el sol se oscurece y tenéis frío. Estáis a merced de las nubes. ¿Qué hacer, entonces? Podéis esperar, y mientras tanto quejaros diciendo: El sol me ha abandonado. Esto es un error, el sol nunca abandona a nadie, sólo sucede que vosotros estáis debajo de las nubes. Así que, debéis elevaros por encima de ellas y ya nada podrá interponerse entre el sol y vosotros; él está ahí, brilla, no os ha abandonado. Si os sentís abandonados, es porque habéis descendido demasiado abajo, por debajo de las nubes. Para aquél que ha sobrepasado la región de las nubes, el sol brilla sin cesar, se siente penetrado por su luz y por su calor, ya no hay pantallas entre el sol y él.

    Lo mismo sucede con el Señor. Si nos quedamos demasiado abajo, siempre habrá nubes que nos separarán de Él. Debemos subir, subir siempre más arriba para acercarnos al Señor, y acercarnos tanto a Él que lleguemos a introducirlo en nosotros, a llevarle tan interiormente en nosotros mismos que nos sintamos, sin cesar, sumergidos en su presencia. Mientras sigamos concibiendo al Señor como exterior a nosotros, también nosotros seremos exteriores a Él. Y si somos exteriores a Él, seremos para Él como objetos.

    Y precisamente, ¿qué es un objeto? Es algo que está situado ante nosotros, en nuestro exterior. Tomemos, por ejemplo, a un campesino, a un artesano o a un obrero: tiene necesidad de objetos, de sus herramientas, que son, evidentemente, distintas de él. Las utiliza durante unos momentos y después, una vez terminado el trabajo, las deja, y a la mañana siguiente las vuelve a coger. Nosotros también, si creemos que existimos fuera de Dios, tenemos la sensación de que Él nos toma, y que, después, nos deja como si fuésemos objetos. Sí, observad al alfarero con sus vasijas, o a la cocinera con sus cacerolas. Si las cacerolas tuviesen conciencia, gemirían: ¿Por qué nos abandona nuestra dueña? Cuando ella se sirve de nosotras nos calentamos, la comida que se cuece suena como una música, y nos rasca un poco con la cuchara. Pero siempre acaba abandonándonos. ¡Qué crueldad! Sí, el destino de las cacerolas es el de permanecer guardadas y postergadas en los armarios durante algún tiempo. Y si nosotros somos como cacerolas con respecto al Señor, es normal que Él nos olvide también, de vez en cuando, y no podemos reprochárselo. ¿Qué le diríais a una cacerola que viniese a quejarse de que la habéis abandonado?

    Mientras consideréis a Dios como exterior a vosotros, debéis esperar que de vez en cuando seáis arrinconados sin derecho a quejaros por ello. Y si le rezáis pensando que está en alguna parte, más allá de las estrellas, ¿cómo queréis que vuestra oración llegue hasta Él? Mientras que, si sentís que está ahí, muy cerca, dentro de vosotros, inmediatamente entráis en comunicación con Él y os sentís penetrados de su presencia. Hasta que no hayáis aprendido a buscar a Dios dentro de vosotros, no cesaréis de pasar por altibajos: por unos momentos sentiréis gozo, inspiración, y después seréis invadidos por una sequía terrible, por la aridez y el desierto, y diréis: Dios me ha abandonado. No, es un error, Dios está en nosotros y no puede abandonarnos. Pero, claro, es muy difícil mantener constantemente esta conciencia de la presencia de Dios en nosotros. Incluso los más grandes santos, a pesar de su amor, a pesar de su elevación, conocieron, en uno u otro momento, esta sensación de ser abandonados por Dios. Incluso santa Teresita se quejaba diciendo: Señor, ¿por qué juegas conmigo como si fuese una pelota? A veces me tomas, y después me dejas...

    Si nos sentimos abandonados por el Señor, es porque nosotros también le abandonamos. ¿Acaso estamos nosotros siempre con Él? No. ¿Por qué, entonces, debería estar Él siempre con nosotros y pensar siempre en nosotros? ¿Qué somos nosotros, qué representamos para que esté siempre obligado a ocuparse sin cesar de nosotros?... En realidad, el Señor piensa siempre en nosotros, pero de una manera diferente a cómo nosotros nos lo imaginamos.

    Cuando un niño nace, la Inteligencia cósmica le da todo lo que necesita para vivir en la tierra. Nada le falta: la cabeza, los brazos, las piernas, los órganos, lo tiene todo. Le envían a la tierra completamente equipado como se hace con los soldados: les dan su uniforme, sus botas, su casco, su fusil, sus municiones, y después, tiene que espabilarse. También a nosotros el Señor nos ha dado todos los elementos que necesitamos para vivir y desarrollarnos espiritualmente, así como todos los órganos físicos y espirituales precisos para que podamos atraer y conservar estos elementos.⁷ Y es culpa nuestra si no sabemos utilizarlos para hacer de todo nuestro ser el templo de la Divinidad. Sí, mejor que un palacio, un templo. Evidentemente, sería un buen logro transformar nuestro fuero interno en un palacio, pero en el palacio falta este elemento de santificación que encontramos en el templo. Dios entrará en aquél que llegue a hacer de sí mismo un templo, y ya nunca le abandonará: la Divinidad no abandona el santuario que le ha sido consagrado y en el que se le sigue rindiendo un culto en la pureza y en la luz.⁸

    Es preciso que los cristianos se decidan a seguir esta vía que Jesús trazó para ellos, la única que permite al ser humano realizarse en tanto que criatura espiritual y hacer el bien a su alrededor; porque las verdaderas posibilidades, las verdaderas riquezas, le vienen de la conciencia de que Dios está presente en él. Cuando hacía milagros, Jesús decía: No soy yo, sino mi Padre que actúa a través de mí. Aquél que desaparece, aquél que se funde en el Señor para ser uno con Él, se convierte en un poder formidable. Sí, al empequeñecernos hasta fundirnos con el Señor, es cuando nos hacemos grandes. Mientras que aquél que se afirma ante Él, como un ser separado de Él y oponiéndose a Él hasta negar su existencia, se debilita sin cesar. Si rechazáis a vuestro verdadero yo, que es Dios mismo, os priváis de sus riquezas. No puede dároslas: vosotros y Él sois dos mundos separados que no pueden comunicarse entre sí porque no vibran al unísono. Pero el día en que aprendáis a entrar en las vibraciones divinas, ya no habrá separación.

    Todas las disciplinas espirituales tienen la finalidad de conseguir que el hombre se conozca como siendo Dios mismo. Cada progreso que podáis realizar en la identificación, os acercará a vuestro verdadero yo. Esta conciencia divina que habréis logrado desarrollar, participará en todas vuestras actividades. Empezaréis a sentiros otro ser, y Dios mismo vendrá a manifestarse en vosotros. Este es el sentido de las palabras de Jesús: Mi Padre y yo somos uno... Los Iniciados de la India han resumido este trabajo de identificación en la fórmula Yo, soy Él. Es decir, sólo Él existe; yo sólo existo en la medida en que consigo identificarme con Él. Y los discípulos aprenden a meditar en esta fórmula que pronuncian hasta que se hace en ellos carne y hueso.

    Aquél para quien esta identificación se convierte verdaderamente en una realidad, vive en la plenitud. Claro que no todo el mundo puede llegar hasta esta cima, pero haciendo esfuerzos, es posible lograr escapar a ciertas limitaciones siempre que se sepa utilizar los medios que Dios ha puesto a nuestra disposición. Dios ha dado a todos los seres la posibilidad de acercarse a Él y de llegar a ser como Él.⁹ Hasta las criaturas más limita. das, las más imposibilitadas, poseen los medios de superarse, de sobrepasarse siempre que acepten dirigir su mirada y su pensamiento hacia estas regiones en donde brilla la chispa divina. Entonces comprenderán dónde está su verdadera predestinación.

    Vosotros también podéis, pues, meditar en estas fórmulas: Mi Padre y yo somos uno y Yo, soy Él y repetirlas, pero sin olvidar que sólo se trata de un ejercicio. ¡No vayáis a imaginaros que ya sois Dios mismo! Porque, si no, os volveréis insoportables, y hasta os arriesgáis a perder la razón. Cuanto más nos acercamos interiormente a estas realidades divinas, tanto más sencillos y humildes debemos ser, sin deseo alguno de aplastar a los demás con nuestra superioridad. Al contrario, debemos tener cada vez más generosidad y amor. Porque Dios es amor. Si vais a exterminar a los demás para mostrarles que sois una divinidad, es que no habéis comprendido nada; a eso se le llama hipertrofia de la personalidad y no identificación con el Señor. Por lo tanto, os prevengo, este ejercicio, que es el mejor, puede ser también muy peligroso. Debéis estar atentos y tomar precauciones, es decir empezar por reconocer que los demás, lo mismo que vosotros, son una parte de la Divinidad. Y puesto que son una parte de la Divinidad, igual que la Divinidad, están en vosotros, y vosotros en ellos. Toda la humanidad habita en vosotros, y vosotros en ella. Al pensar así, dejáis de oponeros a los seres que os rodean, empezáis a sentir sus necesidades, sus preocupaciones, sus sufrimientos, y os sentís impulsados a ayudarles. Si no, os convertís en unos monstruos para quienes los demás no son más que insectos que se pueden aplastar. Cuando os doy ciertos métodos, debo también advertiros de las precauciones que hay que tomar para que estos métodos no os perjudiquen.¹⁰

    Mantened siempre presente en el espíritu, el pensamiento de que todas las criaturas que están ahí, a vuestro alrededor, son una parte de vosotros. Cuando caminamos en este camino de la verdadera filosofía, nos damos cuenta de que todas las criaturas son uno. No existe, en realidad, más que un solo Ser, el Creador; todas las criaturas dispersas por una y otra parte, no son más que células de su inmenso cuerpo. Aprended, pues, a conectaros con el pensamiento con todas estas células: de esta manera realizaréis plenamente la identificación con el Creador.

    La verdadera transformación del hombre está en esta conciencia de la unidad: nosotros no existimos como individualidades separadas, cada uno representa una célula del inmenso organismo cósmico, y nuestra conciencia debe fundirse en esta conciencia universal que abarca el hombre en su totalidad.

    3

    El retorno a la casa del Padre

    El relato del pecado original, tal como es presentado al principio del Génesis, es uno de los más difíciles de interpretar.¹¹ Conocéis este relato. El sexto día de la creación, Dios creó al hombre y a la mujer y los puso en el jardín del Edén. Les autorizó a comer del fruto de todos los árboles del jardín, excepto del Árbol del Conocimiento del bien y del mal, diciéndoles: Si coméis de él, moriréis... Pero la serpiente persuadió a Eva para que desobedeciese al Señor, y Eva, a su vez, persuadió a Adán. Comieron del fruto del Árbol del Conocimiento del bien y del mal, y para castigarles por esta desobediencia, Dios les expulsó del Paraíso. Ello se ha interpretado como que la situación creada por este acto de desobediencia, no entraba en los planes del Señor. Pues bien, esto no es seguro en absoluto.

    ¿Quién era esta serpiente que sabía hablar tan bien y que poseía tantos conocimientos? Y ¿por qué el Señor les había permitido a tales criaturas (porque lo mismo que Adán y Eva no representan solamente a un hombre y a una mujer, sino a toda la humanidad, la serpiente representa también a toda una categoría de seres) habitar en el Paraíso? Nadie podía penetrar en él sin el permiso del Señor. Y si había creado a la serpiente, antes incluso de crear a los humanos, es porque tenía determinados proyectos, nada podía suceder al margen de su voluntad.

    La serpiente, que repta sobre el suelo, es un símbolo de la materia. Y la historia del pecado original, es la historia del descenso del hombre a la materia. Se plantea, pues, la cuestión de saber si, al escoger descender, los hombres iban absolutamente en contra de la voluntad divina, o bien, si el Señor, que les dejaba libres, había considerado ya esta posibilidad para ellos.

    En cuanto Adán y Eva hubieron comido del fruto prohibido, Dios dijo: He ahí que el hombre se ha vuelto como uno de nosotros, para el conocimiento del bien y del mal. Impidámosle ahora que extienda su mano, tome de los frutos del Árbol de la Vida, coma de ellos, y viva eternamente... ¿Había, entonces, un árbol? ¿Habían dos?... En realidad, lo importante es esta imagen del árbol, y si sabemos interpretarla, nos ayudará a comprender lo que los teólogos han llamado la caída. Podemos decir que, cuando se hallaban en el Paraíso, los primeros hombres estaban instalados en la cima del Árbol cósmico. Simbólicamente, la cima representa las flores. Adán y Eva vivían, pues, en las flores, es decir, en la luz, el calor, la belleza, la libertad. Pero, poco a poco empezaron a plantearse cuestiones: ¿Qué es este árbol en el que nos encontramos? ¿De dónde viene esta energía que lo alimenta? Vemos unas ramas, un tronco... Pero, más abajo, todavía hay algo que no vemos, ¿qué es? Nos gustaría conocerlo..." Y como para conocer las cosas hay que explorarlas, abandonaron su morada magnífica, que tocaba el cielo, y descendieron a través del tronco para llegar finalmente hasta las raíces, bajo tierra. Pero bajo tierra está oscuro, hace frío, ya no se tiene la misma libertad de movimientos, y por eso acabaron sintiéndose aplastados. Las raíces representan un estado de conciencia. Dios les había dicho a Adán y Eva: Si coméis de este árbol, moriréis... Pero no murieron; comieron y sin embargo siguieron viviendo, sí, pero en otra parte, porque la muerte de la que hablaba el Señor, era solamente un cambio de estado. La muerte es siempre tan sólo un cambio de estado. Interiormente, los primeros hombres dejaron la región de las flores para irse a la de las raíces.

    Lo que la tradición llama la caída, no es otra cosa que esta elección que hicieron los primeros hombres de irse a explorar el mundo para adquirir el conocimiento. Eran libres y decidieron descender para conocer el árbol en su totalidad. Esto está muy bien, sólo que, cuando cambiamos de lugar, cambiamos también de condiciones. Y como las condiciones de la tierra no son las del cielo, se vieron obligados a padecer el frío, las tinieblas, la enfermedad y la muerte. Quisieron poseer los conocimientos de la serpiente, es decir, explorar la materia, y esto es lo que hicieron, ¡mirad qué éxito tuvieron en su empresa! Diréis: ¡Pero Dios les castigó! No. Él dejó. solamente. que sufrieran las consecuencias de esta decisión. Dios no ha rechazado a los humanos, al contrario: si ellos quieren dejar las raíces para volver a la cima del árbol, a la luz, al calor, entre las flores y los frutos coloreados y perfumados, pueden hacerlo. Sólo que, antes, deben terminar la experiencia empezada.

    No hay que imaginarse que Dios está furioso contra los humanos, no. El es liberal, comprensivo, y deja que hagan sus experiencias. El día en que quieran volver, volverán, el Señor está siempre dispuesto a acogerles, les espera para recibirles, para tomarles en sus brazos. Les ha dado la eternidad, encarnaciones y encarnaciones... Dice: Sufrirán durante algún tiempo... (es decir, durante unos millones de años, claro, pero ¿qué son unos millones de años comparados con la eternidad?) pero son mis hijos, su espíritu es inmortal y un día, cuando vuelvan hacia mí, serán tan felices que se olvidarán de todos sus sufrimientos... Este es el razonamiento del Señor. Y mientras esperan volver hacia Él, los humanos siguen instruyéndose.

    Mientras el hombre vivía en el Paraíso, podía permanecer en él. Pero una vez desencadenado el movimiento de caída, es preciso que llegue hasta el final pasando por todas las etapas. Y si ahora quiere volver a subir, debe recorrer todo un itinerario. Imaginaos que estáis en la cima de una montaña: si sois razonables, si tenéis cuidado y procuráis no resbalar, mantenéis el equilibrio y podéis permanecer allá arriba todo el tiempo que queráis. Pero desde el instante en que os dejáis deslizar, os veis obligados a pasar por un camino determinado a través de rocas, de malezas, de abrojos, pudiendo incluso caer en un precipicio. Ya nada depende de vosotros, porque una vez que habéis desencadenado el movimiento, ya no sois libres. Y si queréis después volver a la cima, ¡qué dificultad para escalarla!

    Desde el momento en que dejamos la cima, nos vemos obligados a soportar las leyes de un mundo sobre el que ya nada podemos, somos nosotros los que dependemos de él. Para conservar nuestra libertad, debimos quedarnos junto a Dios. Allí todo el espacio nos pertenecía, todo dependía de nosotros porque el mundo divino está formado por una materia tan sutil, tan maleable, que teníamos todo poder sobre ella. Allí éramos verdaderamente libres. El error de los primeros hombres – que es el de todos los humanos – fue el de confundir la libertad con el derecho de actuar a su antojo. Y no, nuestra libertad es la libertad de elegir, y una vez que hemos elegido ya no podemos escapar a las consecuencias de esta elección.¹²

    No debemos imaginarnos que la historia del hombre se ha podido desarrollar sin el consentimiento del Señor, y que nada, ni su desobediencia, ni las peripecias de su destino, estuvieron previstas de antemano. El hombre se alejó de Dios, pero Dios no se opuso a ello en absoluto porque, si no, no hubiera podido alejarse; todo lo que el hombre hace, sólo es posible, de alguna manera, con el consentimiento de Dios. Y si quiere volver hacia Él, Dios le recibirá.

    Para que veáis que esta idea no es contraria a la filosofía de Jesús, os leeré la parábola del hijo pródigo. "Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde. Y el padre repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su herencia viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquél país, y empezó a pasar necesidad. Se puso entonces al servicio de uno de los ciudadanos de aquél país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré hacia mi padre, y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose fue hacia su padre. Estando aún lejos, su padre le vio llegar y conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: Padre, pequé contra el cielo y ante ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus siervos: ¡Traed aprisa el mejor vestido y vestidle; poned un anillo en su dedo, y

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