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Los dioses que huyeron
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Los dioses que huyeron
Libro electrónico290 páginas3 horas

Los dioses que huyeron

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Veinticuatro voces cantan la cólera de una Historia de cuatro siglos. Una nube de personajes de distintas culturas teje un único relato. De Malintzin (a quien Cortés llamaba "mi lengua") hasta Claude Lévi-Strauss, el etnólogo belga, pasando por el defensor de los indios, el padre De las Casas; el pacificador de idólatras fray Diego de Landa; el franciscano fray Bernardino de Sahagún, enamorado de aquello que destruye; la monja poeta sor Juana Inés de la Cruz, primera soñadora nuestra; el polímata Humboldt; la romántica dama de compañía de la emperatriz Carlota, la condesa Paula Kolonitz; el excéntrico arqueólogo Alberto Ruz Lhuillier… Estos y otros cronistas y viajeros son los aedos que buscan la autoría del Nuevo Mundo. "La novela es la epopeya del mundo abandonado por los dioses", escribió Georg Lukács; en LOS DIOSES QUE HUYERON se relata ese abandono, esa diáspora, ese exilio, ese regreso.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 dic 2023
ISBN9786078923793
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    Los dioses que huyeron - Maximiliano Sauza Durán

    cover-image, Los dioses que huyeron

    los dioses que huyeron

    maximiliano sauza durán
    Imagen 6
    UNIVERSIDAD VERACRUZANA

    Martín Gerardo Aguilar Sánchez

    Rector

    Juan Ortiz Escamilla

    Secretario Académico

    Lizbeth Margarita Viveros Cancino

    Secretaria de Administración y Finanzas

    Jaqueline del Carmen Jongitud Zamora

    Secretaria de Desarrollo Institucional

    Agustín del Moral Tejeda

    Director Editorial

    Primera edición, 5 de diciembre de 2023

    D. R. © Universidad Veracruzana

    Dirección Editorial

    Nogueira núm. 7, Centro, CP 91000

    Xalapa, Veracruz, México

    Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88

    direccioneditorial@uv.mx

    https://www.uv.mx/editorial

    ISBN electrónico: 978-607-8923-79-3

    Maquetación de forros: Enriqueta del Rosario López Andrade

    Fotografía de portada: detalle de Xolotl, 1960s, © Archivo Manuel Álvarez Bravo, S.C.

    Cuidado de la edición: Nina Crangle.

    Producción de ePub: Aída Pozos Villanueva

    A René Cabrera Palomec,

    quien me enseñó lo literario de la Antropología

    y lo antropológico de la Literatura…

    Con postal a un amoxcalli en el Mictlan

    ¿Quién es el autor del Nuevo Mundo?

    ¿Colón, que lo pisó primero, o Vespucio, que primero lo nombró?

    ¿Los dioses que huyeron, o el Dios que llegó?

    Carlos Fuentes

    Oí en plena noche alejarse la música del relevo

    de los dioses protectores que se marchan…

    Marguerite Yourcenar

    América:

    Si el pedir que yo no muera,

    y el mostrarte compasiva,

    es porque esperas de mí

    que me vencerás, altiva,

    como antes con corporales,

    después con intelectivas

    armas, estás engañada;

    pues aunque lloro cautiva

    mi libertad, ¡mi albedrío

    con libertad más crecida

    adorará mis Deidades!

    Sor Juana Inés de la Cruz,

    Loa de

    El divino Narciso

    Libro primero o de la Edad de los dioses

    El dios cristiano intentó entrar en esta desgracia colectiva como un lenitivo. Los indios decidieron, empero, morirse.

    Pablo Montoya

    Lo que había sido el reino de sus padres

    era ahora la tumba de sus dioses vencidos.

    William Ospina

    Dioses desterrados que caminan en nuestro interior como esos hijos a los que nunca vimos nacer, y que se comportan como las sombras de nuestros sueños. Ecos de nuestros pensamientos que una vez formaron parte de nuestras entrañas, pero que se volatilizaron en el instante en el que quisimos hacerlos de carne y hueso. Dioses desterrados que se transforman en dioses perdidos de una cultura clásica que no existe.

    Fernando Pessoa

    Los dioses se van porque su tiempo se ha acabado;

    pero regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.

    Octavio Paz

    Esparto enredado

    tengo en mis manos esta piedrita de jade tiene mi nombre tallado en su centro me fue obsequiada por el mismísimo Huey Tlahtoani Motecuhzoma Xocoyotzin que en paz descanse si es que paz puede recibir en la muerte aquél que lo perdió todo en la vida esta mañana me puse mis cacles castellanos pero mis pies siguen callosos de aquellos años princesa en mi infancia esclava en mi juventud traidora hoy en el ocaso de este día debajo de este naranjo yo fui la lengua del de los sueños plateados los ojos de su tribu las manos que abrieron brecha en sus senderos los pies descalzados en que cabalgaba su Conquista apenas y recuerdo los paisajes de mi tierra originaria unas llanuras verdes custodiadas por una sierra de volcanes apagados y más allá un mar que habían llorado los dioses en tiempos antes del tiempo antes de que huyeran y más acá el lodo cocido por el barro del cielo Imix Cipactli en cuyo lomo flotamos sin rumbo veo mi piel prieta violada por Tabaxcoob en sus temibles orgías yo fui la flor de jadeíta de la noble casa de mi familia tiento mi nariz pequeña como un negro cajetito retiene los ecos perfumados del copal que prendía mi madre en el templo de Tonantzin donde me enseñó que acariciando las serpientes se aprenden a bordar los huipiles las tilmas y las enaguas siento lo que ven mis ojos herencias de mi padre de quien aprendí las lenguas chontal y yucateca la que balbuceaba el cerdo de Jerónimo de Aguilar y dicen que dominó el bizarro Gonzalo Guerrero veo en mi interior las imágenes de mis hermanos muertos porque de ellos no he tenido noticia alguna enterrados están en algún pantano de Xicalanco o ahogados en las aguas verdes de Catemaco encierro en mi boca mi lengua que fue la de Cortés el de los sueños plateados aún reza los cantos floridos que aprendí de aquellos que me precedieron aún recuerda los nombres de los dioses que huyeron yo soy la autora del Nuevo Mundo soy mi madre y soy mi hija soy mi abuela y soy mi nieta mi venganza es el silencio mi victoria mi derrota mi nombre en bárbaro es Malintzin esparto enredado yerba torcida también fue Tenepal la que habla y ahora soy doña Marina la Malinche la traidora la paridora de bastardos la que trae al Mundo hombres fingidos yo creo en todo porque sin mí nada hubiera sido soy la diosa de quien nacen las eras el numen que arde en la hoguera la huérfana prostituida soy la chingada y el horror la risa y el sueño el gesto y el aplauso soy la mariposa de obsidiana y el vaso de ónix rajado por la espada española contengo en mi corazón la tinta roja y negra hablo las lenguas de los vencidos y escribo en la del vencedor soy la herencia y la derrota la de las faldas de jade y la señora de los dientes limados soy la del cinto de serpientes y el collar de manos entre corazones enlazados soy la que canta cuando habla y la que sonríe cuando llora soy la que ata su falda con una culebra de visiones y fumarolas la que emana de sus palmas los bienes de los hombres la que toca el caracol a los cuatro rincones de Tlaltipac la que acompaña al Sol y chupa el tonalli de las orquídeas soy Tloque Nahuaque la dueña de lo próximo y lo inmediato soy Moyocoyatzin la que se inventa a sí misma la que se hace y se piensa a sí misma soy Ipalnemohuani la dadora de vida señora de los sustentos soy Omecíhuatl la de una máscara y dos cuerpos percibo lo secreto y lo oculto soy la señora de lo cercano y de lo junto soy la de la saya y la camisa la que desgrana de los racimos los pétalos soy el canto y el habla la de la estera y el sitial la de la ceiba y el ahuehuete soy el níspero y el aguacate la de los hijos sin padre la que mató a su verdugo soy la vagina telúrica y la víbora de fuego soy el mezquite y la biznaga la rosa de Castilla y el chalchíhuitl mexicano soy ya'ax chich tuun el jade precioso soy el nance y la ceiba la de los cascabeles en los tobillos y el nudo en el brazo la que tañe el tambor y el teponaztli soy la prudente y la vigilante soy la del ojo de reptil y la estrella matutina la que le sacaron el corazón y la que lloró en la pila bautismal la del buen hablar y la del canto de la comezón soy Ixcuina la de la lujuria la idólatra idolatrada soy el Demonio y el cenzontle soy el árbol la víbora y el fruto soy el escudo flechado y la macana que rompe del caballo el pescuezo la que pintó monos en el tecomate la que escribía dibujando soy el muro de tezontle y el cráneo más hermoso del tzompantli soy la balsa ardiendo del dios que llegó y el templo en ruinas de los dioses que huyeron soy el pasaje que atraviesa las montañas la cueva del ocelote y el malpaís en la pradera soy el eclipse y el lucero la casa de la aurora y el conejo en la cara de la Luna soy los malos aires y el inmundo cocoliztli soy la señora de las sirenas y la reina de los nahuales soy Tezcatlanextia el espejo que muestra las cosas todas soy Yohualli Ehécatl la noche impalpable y su viento invisible soy Ix Chel arrullo la mar con una estrella soy Tecolliquenqui la que anda vestida de negro soy Tlallamánac la que sostiene la Tierra soy Tlallichácatl la cubierta de algodones soy Yeztlaquenqui la vestida de rojo soy Citlalinicue la de la falda constelada soy la noche y la laguna soy el pavo y el ajolote soy el sapo y el venado soy la desollada la muerta en vida la que murió pariendo soy Tlazoltéotl la devoradora de inmundicias y los dientes chamuscados la de las aguas quietas la del arroyo tranquilo soy T'eem la que brilla silenciosa soy Cueráperi la que amamanta a los dioses terrenales

    sí soy el polvo del lodo sí soy la sombra del aire sí soy la risa y el sueño y sí soy la nada y su todo

    miro la piedrecilla de jade toco su dibujo tallado en el centro

    bárbaro jeroglífico de ciego error

    es mi antiguo nombre un esparto enredado unas yerbas torcidas

    Malintzin,

    Nepantla, primavera de 1529.

    El Diablo revestido

    El mundo estaba impaciente por redondearse.

    Alejo Carpentier

    Detalló un mundo irreal con suma precisión.

    José Luis Ontiveros

    Carísimo fray Marcos de Niza:

    Plugo a Dios que mi memoria estuviera como hoy lo están las islas y tierra firme de las Indias: hecha una soledad. Pero ni lo está ni puedo fingir que lo esté. Como soy incapaz, ya por tiempo, ya por mis labores, de escribir una Historia que relate la vera destrucción de las Indias, me limito a escribir una Brevísima relación, que espero llevar pronto a su estampa en Sevilla. El motivo deste papelillo es darle noticia y conocimiento de lo poco que me queda: mis dilatados recuerdos, mi flaca felicidad.

    No sé cómo comenzar y ya deseo que termine esta suerte de infierno. Le pregunto a vuesarced, que tanto como yo vio las infamias de los perros despedazadores, de esos leones insaciables del oro, ¿acaso no le atormentan los recuerdos, anidados en cada rincón de la memoria?, ¿no vienen éstos como un borrascoso mar que no cesa de azotarse contra las peñas inamovibles de la realidad? Apenas concluyó la cruzada contra los moros y judíos, y ¿ya vamos a acabar la que emprendimos contra los indios? Dijo San Agustín que las guerras justas se hacen contra los infieles, e infieles en España ha habido por millares. Pero los indios, que no conocían la Palabra, que no sabían de la existencia de Dios, ¿son acaso culpables de su alucinado servicio al Maligno? He llegado a pensar, incluso, que algún apóstol vino a dar prédica en estas tierras antes del arribo de Colón, porque los indios son virtuosos, como lo son nuestros cristianos abuelos. Hay que hacerle saber a Su Excelencia Carlos V que ninguno es ni puede ser llamado rebelde si primero no es súbdito. Los indios han sido despedazados, como mansos corderos, como fieles ovejas, por cruelísimos tigres, por rabiosos lobos y leones. Así, aperrados, los matan; así los derraman: despedazados.

    Vuesarced, usted con sus ojos y yo con los míos, hemos dado probanza de cuanta infamia presenciamos. Le relato brevemente uno de los tristes cuentos que me viene a la cabeza, y que no extiendo porque sería plagar de tinta infinita infinitas páginas: en la isla de Cuba, donde llegaron ciertos indios caribes, que venían huyendo de los colmillos de los malísimos perros, conocí a un cacique de la florida ínsula de Haití, que es hoy La Española, y llamábase tal cacique Hatuey. Éste iba guiando a su aldea por las aguas y los montes, huyendo de las hordas de los hambrientos españoles. El cacique dijo a sus aldeanos: vienen tras de nosotros, yermando toda la tierra que descubren, pero no son malos hombres, sólo vienen en búsqueda de su dios, un dios a quien aman y quieren mucho. ¿Y quién es ese dios?, preguntaron los indios de Hatuey. Es el Oro, respondió, hay que juntarlo todo y hacerle bailes, areitos, dicen los naturales en su lengua, y hacerle fiesta, porque quizá si le agradamos a su dios, éste les mandará que no nos maten. Y haciendo esto le bailaron e hiciéronle fiesta y echáronlo todo al río desde los cues, que son sus mojones de piedras. Supe después, por boca de un padre de San Francisco, cómo al poco tiempo los españoles aprehendieron a Hatuey y a sus aldeanos. Queriendo bautizar a los presos, sabiendo la desdicha que se les avecinaba, el santo varón se acercó al principal suscrito, y le dijo que si se arrepentía podría alcanzar el Cielo, donde hay gloria sempiterna y perpetuo descanso, y que, si no lo hacía, iría a parar al Infierno, a padecer perennes tormentos e infinitas penas. Hatuey, pensándolo un poco, preguntó al religioso si iban los cristianos al Cielo; el religioso respondió que sí, que allí van los cristianos que son buenos. Sin más pensarlo, el cacique respondió que entonces prefería ir al Infierno, donde no pudiera toparse con tan cruel gente. ¡Así nos ven los indios! ¡Así se les ha mostrado la Cristiandad!

    Yo he visto, amigo mío, cómo súbitamente se les reviste el Diablo a los que dícense cristianos: metiendo cuchillo en las entrañas a los indios que les ofrecen techo y comida, y abusando de sus mujeres todas. He visto cómo los lobos se divierten quitándoles de las tetas a las mujeres sus infantes, y los arrojan a las bestias para ser despedazados, por nada más que risa y divertimento. Estos mis ojos han visto cómo los indios dan guerra justa a los que, afanosos de esmeraldas y oros, desembarcan en sus tierras; y cómo por tener poca industria son los naturales tiránicamente aniquilados; pues además las guerras entre los neófitos son pactadas, mientras que las de los españoles: vergonzosas emboscadas, matanzas que escudan bajo el nombre de castigos y pacificaciones. Un indio me dijo una vez, hinchado de amargura, que nunca dejarán sus hermanos de lamentar en pasmo y angustia, en luto y agonía, la muerte de su mundo todo. ¿No dijo esto también Helena en una rapsodia de Homero: que los dioses nos envían tan mala suerte a fin de que seamos motivo de cantos para los hombres de mañana? Item, he sido testigo de los engaños de los españoles, que pactan conocer en son de paz a los mayores y principales caciques, para luego meterles en el pecho el cuchillo y la espada, quemarles las casas con las mujeres y niños dentro, y luego dejar la tierra entera yermada y hecha toda una soledad. Y parece que cada español que desembarca no sabe hacer otra cosa sino ser más cruel y tirano que su antecesor. Y desde la Nueva España hasta el Río de la Plata, el Paraíso que era el Nuevo Mundo ha devenido el Averno en la Tierra. Lo que eran colmenas de indios son ahora páramos de cenizas.

    Otro tristísimo cuento: en la provincia que se llama Yucatán, al sureste de la Nueva España, los españoles no sólo hacen sus carnicerías humanas, también se les meten los demonios, haciendo dellos unos hipócritas y fingidos, al llevar el fuego y la lanza a los pueblos indios bajo el sello de la Corona, y ante el abrigo y la custodia de la Iglesia y su Príncipe, el Rey de Roma, pregonando que sólo hay un Dios, demoliendo sus altares, quemando sus sinagogas y mezquitas, y masacrando a los herejes; pero luego les roban los ídolos que no destruyen, y que no son pocos, y llévanlos a vender tan pronto como pueden a otros pueblos y comarcas. Y desto deja testimonio un indio de aquella provincia: ¿Por qué nos habéis mentido, engañándonos que no habían de entrar en esta tierra cristianos? ¿Y por qué nos habéis quemado nuestros dioses, pues nos traen a vender otros dioses de otras provincias vuestros cristianos? ¿Por ventura no eran mejores nuestros dioses que los de las otras naciones? Y reclamando amargamente esto los indios a los frailes que allá hacían su empresa, porque le diré a vuesarced que estas atroces vendimias no las hacen sólo los corsarios, sino también los evangelizadores, y no sabiendo éstos qué responder, diéronles los neófitos merecida y justificada muerte.

    Tan sólo por darle último ejemplo de esto que hoy oscurece los días de mi vida y de las Indias, le redacto un último cuento que ordeno entre mis billetes sueltos: recién he sumado las atrocidades de una de las provincias septentrionales de la Nueva España, aquella llamada Nueva Galicia, que usted mejor que yo conoce, donde un moderno tirano, Nuño Beltrán de Guzmán, ha quemado, ufanándose de ser mejor conquistador que Cortés, más de ochocientos pueblos de indios, haciendo desertar pocos sobrevivientes a los peñones que en aquella provincia abundan, como el buey que huye cuando puede de la carnicería, y han sido liderados por algunos caciques que, al no poder actuar con la pluma, reaccionan con sus saetas y macanas, pues sólo quieren los indios que se vayan los barbudos cristianos de sus tierras, y dan defensa haciéndolos pedazos cuando pueden, y los exterminarían a todos si fuerzas y armas tuvieren. Y han ya matado a dos franciscanos que allá evangelizaron: a uno tirándole el cerco de los dientes con una macana, y a otro flechándolo desde los peñones. Y desta guerra que llaman del Miztón, porque así se llama el peñón que les sirve de cuartel general, es resguardo de muchos indios que dan resistencia y son despiadadamente despojados de sus sitios, pues estas provincias no son como las del Anáhuac, donde se formó un imperio mexicano, allí van a empeñolarse como dicen, al Miztón; en estas comarcas del Septentrión, así como en la de Chiapas donde fui Obispo (donde había tzotziles, tojolabales, tzeltales, zoques), está llena de pequeños reinos, reinos de indios que hablan lenguas distintas entre sí, y que son coras, huicholes, zacatecos, tepohuanes, zapotecos, xuxutecuanes, tecoles, y otros muchos que llaman chichimecos mexicaneros, y son todos azotados por los cristianos que llaman descubrir al acto de destruir.

    Carísimo fray Marcos, amigo mío, yo, que fui encomendero y esclavista, que anduve y desanduve en búsqueda de riquezas y aventuras; yo, que en algún momento fui cegado por el mismo sueño que tuvieron los monstruos Nuño Beltrán de Guzmán, Ponce de León, Diego de Nicuesa, Vasco Núñez de Balboa, Hernández de Córdoba, Diego Velásquez, Francisco de Orellana, Hernando Cortés y los hermanos Pizarro y la caterva entera de sus corsarios, no descubrí ni encontré ni hallé ni vi sino la destrucción de grandísima parte de la estirpe y linaje humanos.

    ¡Santiago a ellos! Ese era el axioma de todos los días, infinitas veces lo oí yo, y lo sigue siendo aunque ya no lo oiga: un rezo unánime de los crueles cabalgantes del Apocalipsis, que han ido a buscar oro, y al no encontrarlo como su codicia exige, hacen matanzas de cuanto cordero su camino atraviesa, porque no han entendido la enseñanza prima de nuestra Fe, que San Pablo refiere a los gálatas en una bellísima epístola, y en la que dice el Pilar de Roma que no hay judío ni griego ni hay esclavo ni libre ni varón ni mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús. Y esta enseñanza parece que nunca la han aprendido los españoles que han arribado al Nuevo Mundo. Así ha sido desde que comenzó la fallida empresa. A mí me consta, pues sólo han ido para llenar sus carnicerías de pieles inocentes. Los malos cristianos han cercenado y desollado la estirpe humana en nombre del Altísimo.

    Esto y más infinitas cosas son dignas de lamentar y recordar, amigo Marcos de Niza, porque hemos despoblado y dejado desiertas las felicísimas tierras de las Indias.

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