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Marco Polo
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Libro electrónico232 páginas3 horas

Marco Polo

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Víktor Shklovski —hoy ya considerado un clásico de la literatura rusa— reconstruye en la presente obra las extraordinarias aventuras de Marco Polo.
Nacido en el seno de una familia de ricos mercaderes de la todopoderosa Venecia del siglo xiii, Marco Polo se embarcó a los diecisiete años en un viaje que le llevó hasta Pekín. Su nombre pasaría a la historia por sus viajes, por no tener miedo a nada y por su memoria, pero sobre todo porque se dejó entusiasmar por el mundo y sus gentes. También por la forma en que lo hizo: aprendió hasta cinco lenguas, conversó y escuchó hasta ganarse la confianza de todo tipo de personas de tierras lejanas, incluso de reyes y emperadores.
Shklovski recrea con maestría el épico relato que Marco Polo hizo sobre sus viajes cuando fue hecho prisionero de los genoveses. Durante su cautiverio, dictó a uno de sus compañeros de celda las aventuras vividas durante más de veinte años, una de las primeras crónicas occidentales sobre el Asia medieval de las que se tiene noticia. Shklovski toma nota de este testimonio y nos presenta de manera certera y sin exceso de artificios el incisivo retrato del mercader veneciano, sus legendarias andanzas y los contextos y ambientes de la época. Sus páginas transmiten la curiosidad insaciable, el hambre de conocimiento y la necesidad de traspasar los límites de los que hizo gala el gran Marco Polo.
Publicado originalmente hace casi un siglo, esta nueva edición cuenta con la traducción del experto en literatura rusa Ricardo San Vicente, e incluye un posfacio del periodista y escritor Xavier Aldekoa, que nos invita a su lectura y en el que reflexiona sobre la influencia de los grandes viajeros en la historia de la humanidad.
IdiomaEspañol
EditorialArpa
Fecha de lanzamiento2 may 2024
ISBN9788419558855
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    Marco Polo - Víktor Shklovski

    LA CIUDAD DE SAN MARCOS

    Sobre Venecia se ha escrito mucho y casi en todos los idiomas del mundo. Las dos obras teatrales más famosas que tienen esta ciudad como escenario son del inglés Shakespeare. El mercader de Venecia, Shylock, era judío, y el general veneciano Otelo, moro.

    Venecia es una ciudad internacional y su nombre proviene de un pueblo, el de los vénetos, un pueblo muy antiguo. Cuando los vénetos que poblaban la costa adriática oriental desaparecieron al disolverse en la multitud de pueblos del Imperio romano, en Europa —concretamente en las costas del Báltico— aún quedaban otros vénetos. Y ya entonces, hace más de dos mil años, los científicos discutían si los vénetos adriáticos y los vénetos bálticos estaban o no emparentados. Los vénetos del Báltico tenían su ciudad —Véneta— situada en unos bancos de arena cercanos a la actual Szczecin, la antigua ciudad eslava de Szczecin. Los vénetos del Báltico eran eslavos y el geógrafo griego Estrabón, que vivió al principio de nuestra era, estaba convencido de que los vénetos del norte y los vénetos del mar Adriático eran un mismo pueblo. En la antigüedad, los pueblos vecinos del sur y de Occidente llamaban a los eslavos vénetos, vendos, y también antos. Los historiadores actuales creen que, por su nombre báltico y probablemente por su origen, los vénetos estaban relacionados con la tribu de los viatichi. Los viatichi vivían en el centro de Rusia, en los bosques que riega el Oká, en las orillas de los ríos. Su emblema tribal —el tótem— era el castor.

    Sin embargo, la relación entre los vénetos bálticos y los adriáticos no está probada. De las costas adriáticas los vénetos desaparecieron ya en la más remota antigüedad; su cultura se disolvió en la cultura del Imperio romano, y el latín absorbió su lengua. En sus orígenes, la cultura véneta no era más débil que la romana y de ello nos hablan las losas funerarias y las inscripciones vénetas descubiertas en las excavaciones cercanas a la ciudad de Este. El autor de la Historia de Roma, Mommsen, afirma que, después de la derrota de los romanos en Alia, quienes salvaron el Capitolio no fueron los gansos de la leyenda, sino los diestros y valerosos guerreros vénetos. El conocido historiador romano Tito Livio era originario de la ciudad véneta de Padua.

    La modalidad de vida de la antigua Venecia tiene sus orígenes en las costumbres y usanzas vénetas. Era este un país que miraba al mar, tierra de barcas, y en Bizancio al color azul marino lo llamaban veneciano. Estrabón llegó a ver el antiguo país de los vénetos y decía de él: «Está cortado en canales y tierras de relleno... Algunas de aquellas ciudades se asemejan a islas». Acerca de la ciudad véneta de Rávena, Estrabón escribió: «Rávena es una ciudad entre pantanos, construida en madera. Allí se comunican por medio de puentes y barcas».

    La ciudad de Venecia surgió hace unos mil quinientos años. En los tiempos de Estrabón, en el lugar donde ahora se levanta Venecia, solo había bancos de arena yermos. Los pescadores vivían en casas erigidas sobre pilones y para defenderse de las olas y la arena levantaban setos trenzados. La ciudad de Venecia se alzó sobre los bancos de arena porque temía los peligros de tierra firme.

    Desde el Danubio hasta la lejana China se extiende la estepa. En ella vivían, ya en los tiempos más remotos, pueblos pastores trashumantes. En Europa ni siquiera se sabía quiénes eran, y hasta sus nombres llegaban cambiados. En cierto lugar, el mar Caspio corta la extensa franja de la estepa. El camino del sur sigue la costa y pasa a través de un estrecho desfiladero por Derbent; otro camino más largo, hacia Oriente, conduce a través de la estepa a las costas septentrionales del Caspio. En la estepa vivían los nómadas. En verano estos se marchaban a las montañas, y en invierno bajaban a los llanos. En invierno, el ganado comía la hierba seca cubierta por la nieve. Los itinerarios de los rebaños eran fijos y formaban círculos, cada uno de los cuales pertenecía a un clan distinto. En los círculos había pozos, a veces muy profundos, y las paredes de los pozos estaban reforzadas con ramas trenzadas o muros de piedra. El agua se extraía de ellos mediante largos pellejos de cuero que se vaciaban en los abrevaderos. Junto a ellos se apretujaban las ovejas. Una vez saciada la sed de los rebaños, los hombres se ponían en marcha. Tras el ganado marchaban los pastores y los camellos que llevaban las tiendas.

    Los anillos de los nómadas atravesaban las grandes rutas de las caravanas, caminos que llevaban a lejanos países que en Europa nadie conocía. Las rutas de las caravanas estaban gastadas por las patas callosas de los camellos, holladas por la poderosa pezuña del caballo y el estrecho casco del asno. Los caminos eran profundos y parecían zanjas; a ambos lados de ellos se encontraban las manchas negras de las hogueras y, cual rejas blancas, yacían allí huesos secos de camellos y caballos.

    En los años de sequía o de guerra, o cuando una tribu derrotaba a otra y el jefe vencedor lograba reunir las hordas de la estepa, se rompían los círculos trashumantes y los nómadas, siguiendo las rutas de las caravanas, se encaminaban hacia China o hacia las ricas ciudades persas, o hacia la lejana Europa. La estepa se ponía en movimiento. Un círculo invadía a otro, se mezclaban los rebaños y se reunían los hombres. Los vencidos formaban la vanguardia de la horda. Esta seguía su avance; los rebaños se comían la hierba y los nómadas talaban los árboles para alimentar con sus ramas a las ovejas. Marchaban las tropas. Nubes de polvo se alzaban sobre ellas. Los guerreros rodeaban las ciudades, las tomaban por asalto y las convertían en cenizas. Pero a menudo, incluso entonces, los guerreros protegían las rutas de las caravanas y los mercaderes marchaban a través de estados en guerra.

    En el siglo V pasaron por Europa los hunos. Su caudillo, Atila, conquistó todo el norte de Italia hasta el Po, y cuentan que fue tan grande el terror que causó, que las aves salvaban a sus crías llevándolas en sus picos hacia los pantanos salados del mar. En las orillas de aquel mar hervía sin cesar la blanca espuma y, al llegar al mar, los ríos dejaban lenguas de tierra. Las olas blancas y turbulentas del mar corrían al encuentro del agua dulce. El limo de los ríos se encontraba con la arena del mar, los bancos de limo y arena cerraban el paso a los ríos, y pequeñas islas y médanos rodeaban y atravesaban la laguna. Las gentes huían de los hunos y se dirigían a las islas, tras las lagunas, y allí fue donde los vénetos recibieron a los fugitivos. Los hunos no conquistaron las islas. Más tarde marchó sobre Venecia el ejército del emperador germano Carlomagno, pero los eslavos de la costa adriática derrotaron a sus tropas y las poblaciones de las lagunas de Venecia quedaron intactas. Los poblados crecían sobre los bancos de arena, que se unían mediante puentes.

    En los primeros tiempos, las islas conservaron la antigua forma véneta de gobierno: los elegidos en cada barrio gobernaban la ciudad; las islas grandes se llamaban Mayores, las demás, Menores. La ciudad crecía, pero lo hacía sumida en la intranquilidad. No eran príncipes quienes la gobernaban, sino dux elegidos. De los primeros veintinueve dux, a cuatro les sacaron los ojos, otros cuatro marcharon al destierro, a tres los mataron, y cinco abandonaron el poder por propia voluntad. La intranquila ciudad prosperaba, se dedicaba al comercio de la sal. Con su sal los venecianos recorrían los mares y echaban en diversos puertos sus áncoras de dos puntas.

    El mundo era grande y desconocido; los países estaban unidos por las rutas de las caravanas, pero las caravanas y el polvo ocultaban la lejanía. Venecia comerciaba con Grecia y rendía vasallaje a Bizancio. Había conquistado la costa dálmata; necesitaba sus robles para construir barcos y sus hombres para reclutar marineros entre ellos. Los barcos venecianos también llegaban a Egipto y hasta el gran mar cerrado al que llamaban Ruso o Negro. De allí se importaba trigo, pescado, cera, pieles finas, pieles de cordero y esclavos.

    Venecia se buscó su propio santo y contrató a unos griegos para que construyeran el templo de San Marcos. Se estaba convirtiendo en una ciudad dedicada al transporte marítimo, ya que los venecianos se encargaban de transportar mercancías y se hacían cargo de los riesgos, cobrando por el flete el tres por ciento del valor de la carga. En las islas hicieron su aparición los artesanos, fundidores, tejedores de lana, joyeros, tintoreros, al tiempo que adquiría fama el vidrio veneciano.

    Los vénetos del Adriático ya no hablaban en latín; en las islas se oía la lengua italiana. Vivían en casas de madera con techados de paja y listones, y las casas se levantaban sobre pilones. Entre ellas pasaban los canales. Entre las edificaciones quedaban unos pasajes estrechos por los que no podían pasar tres personas juntas, pero en algunos lugares estas callejuelas se ensanchaban y formaban descampados, donde pacían vacas y cabras. La plaza de San Marcos estaba cubierta de hierba y rodeada de árboles. Crecían en el lugar más de diez árboles y por eso la llamaban jardín.

    Por la ciudad corrían sueltos unos cerdos, propiedad del monasterio de San Antonio. El cerdo no es animal que guste a musulmanes y judíos, que no comen su carne; y por este motivo los cerdos parecían pertenecer a la religión verdadera. Se cuenta que un hombre quiso matar a un cerdo de San Antonio, pero el cerdo se lanzó sobre él, le dio un mordisco y, librándose de su acoso, se marchó.

    Así vivían los venecianos en aquella estrecha ciudad levantada sobre los bajíos de la gran isla. Viajaban lejos, pero poco contaban acerca de lo que veían. Los caminos eran secretos, pues conducían a la riqueza.

    EL LEÓN DE SAN MARCOS SE ALZA SOBRE LA ADRIÁTICA

    Venecia tenía ciudades rivales. Una de ellas era Amalfi, pero la destruyeron los pisanos. Las lagunas protegían a Venecia. Los barcos venecianos ayudaban a Bizancio, y por ello Venecia obtuvo en el año 1085 nuevos privilegios y dominios, e incluso un barrio propio en la misma Constantinopla. En el Bósforo se encrespaban altas y cortas las olas. El puerto de Constantinopla estaba protegido del enemigo por una puerta enrejada, de madera, y en la costa se alzaba un titán, la estatua del emperador Justiniano, que, amenazante, señalaba con la mano hacia Oriente, lugar de procedencia de los sarracenos. Constantinopla comerciaba y barcos venecianos transportaban las mercancías.

    En otros tiempos, la seda llegaba a Roma procedente de un pueblo desconocido al que llamaban los seros, y también de la India. Una libra de seda valía su peso en oro, y poco a poco este comercio pasó a manos de los venecianos. Venecia comerciaba con Oriente, con Egipto, con la lejana Persia y con Bujará. Pisa y Génova eran rivales de Venecia.

    Cuando los cruzados iniciaron sus campañas hacia el rico Oriente, a la conquista de Egipto y Palestina, cuando comenzaron las Cruzadas y se instigó al pueblo para que fuese a liberar el Santo Sepulcro, en la costa los venecianos esperaban con sus naves a los cruzados y se ofrecían para transportar las tropas. Los cruzados no tenían con qué pagar el transporte, pero se estimó que entre cristianos no había lugar a echar cuentas. El dux de Venecia propuso a los cruzados que, como pago de sus servicios, pacificaran la ciudad croata de Zara, sublevada contra Venecia.

    Zara se encontraba en las costas del mar Adriático, en Dalmacia. Era un lugar próspero. El mar bañaba la ciudad por tres costados; las aguas de un canal, por el cuarto. La ciudad estaba construida a la manera véneta. En Zara vivían croatas y había templos de mármol, fuentes y plazas. La ciudad era rival de Venecia. Los cruzados aceptaron conquistar Zara, pero durante el asedio descubrieron que resultaba más ventajoso atacar Constantinopla.

    Los cruzados y los venecianos primero tomaron la ciudad como aliados del derrocado emperador bizantino Isaac. Sacaron al emperador de su mazmorra y lo reinstauraron en el trono, pero luego, al no saldar Isaac sus deudas, le quitaron la ciudad y Constantinopla fue saqueada. Los cuatro caballos de bronce dorado que adornaban el hipódromo de Constantinopla fueron llevados a Venecia y colocados en la fachada del templo de San Marcos. Allí siguen todavía. También fueron a parar a Venecia las puertas de bronce de la catedral de Constantinopla y los venecianos se llevaron además numerosas estatuas, columnas de mármol blanco, negro y de colores, y de serpentina. Las arcas venecianas se enriquecieron.

    Venecia comerciaba con sal, hierro, vidrio, paños y con su ayuda a los contendientes. En las tumbas de los guerreros venecianos las inscripciones cuentan que aquellos hombres fueron «el terror de los griegos». El dux veneciano Dóndolo fue el primero en subir a la destruida muralla de Constantinopla y clavar en ella la bandera de San Marcos. Dóndolo tenía entonces noventa y cuatro años. Recibió el título de «dominador del cuarto y la mitad del Imperio romano» y llevaba botas rojas, signo distintivo de los emperadores bizantinos. Los caminos del mundo se hallaban bajo las zarpas del león de San Marcos. Incluso se llegó a pensar en trasladar el centro del estado a Constantinopla, pero las lagunas vénetas eran más seguras.

    En aquel tiempo a Venecia solo le quedaba un rival: Génova.

    En el asedio de Zara y en la toma de Constantinopla, los venecianos descubrieron una nueva ocupación: la construcción de máquinas de guerra. Un pueblo que sabía construir barcos no tuvo problemas para fabricar arietes, catapultas y ballestas. En los asaltos a las murallas de Dalmacia y el Bósforo junto a los cruzados participaron muchos venecianos. Probablemente, allí estuvieron los hermanos Polo, que más tarde pondrían sus conocimientos en el arte de asaltar ciudades al servicio del emperador de China, Kubilai. Pero de la vida de los hermanos Polo, que tenían una casa en Venecia y otra en Soldaia, se hablará más adelante.

    LOS TÁRTAROS

    Por la estepa, desde los confines del mundo, de allí de donde no llegaba noticia alguna, avanzaban los tártaros. Marchaban de las profundidades del continente hacia el mar. De los tártaros se decía que no se asemejaban a los demás seres humanos, ni por los pómulos, ni por los ojos, ni por las ropas; que no tenían leyes sobre la justicia o la injusticia de los actos y que no les estaba prohibido pecado alguno.

    Solo consideraban pecado tocar el fuego con el cuchillo, sacar con el cuchillo carne del puchero, usar el hacha junto a la hoguera y herir así el fuego; y también era pecado para ellos apoyarse en el látigo, golpear el caballo con las riendas, orinar junto a la tienda de sus jefes, escupir la comida, lavar la ropa y recoger setas. Se decía que todo lo demás les tenía sin cuidado y podían hacer lo que quisieran.

    Los tártaros marchaban hacia Occidente llevándose consigo pueblos enteros; el primer cuarto del siglo XIII está teñido del color del fuego. Todos los hombres se estremecían de pavor, y en Inglaterra los pescadores se quejaban de no tener a quién vender sus arenques, pues del continente no llegaban los mercaderes a comprar pescado. «Si había que morir, poco importaba estar hambriento», pensaban muchos.

    Los tártaros seguían su camino. Comían todo lo que se pudiera masticar y mataban a todo aquel que se les resistiera. No conocían la fatiga y siempre llevaban consigo monturas de refresco. En sus marchas a caballo eran capaces de aguantar intensos fríos. A su cabeza marchaba un hombre al que llamaban Chinguiz (Gengis); este caudillo había conquistado el pueblo llamado kitai, los chinos. La tierra ardía y con el fuego de los incendios tártaros se empezaron a ver los confines del mundo.

    Se cuenta que los tártaros quisieron pasar el mar Caspio por su costa derecha, pero oyeron hablar de la montaña de Imán y, ante el temor de que el monte atrajera sus armas, prefirieron atravesar el Cáucaso. De este modo, en los confusos relatos a la luz del incendio prendido por los tártaros, aparecieron por primera vez en la historia aquellos lugares que siete siglos más tarde serían escenario decisivo de guerras más terribles. La primera noticia sobre esta montaña nos ha llegado a través de los escritos del monje italiano Giovanni da Pian del Carpine, quien, para dar a conocer aquellas tierras, marchó al encuentro de las hordas tártaras.

    Los tártaros seguían su camino. Al principio estaban lejos, allá en Asia, pero en el año 1224, a través de Persia del Norte y el Cáucaso, irrumpieron en Europa. Los príncipes rusos salieron a la estepa, al encuentro del enemigo, y se encontraron con él en el río Kalka. Los rusos lucharon con valor pero sin unión, compitiendo en honor. Los tártaros atacaron todos a una, derrotaron a los rusos, hicieron prisioneros a los príncipes y, colocando unos maderos sobre los cautivos, se sentaron sobre aquellas tablas para celebrar la victoria...

    En su marcha hacia Occidente, los tártaros avanzaron en oleadas. Después de grandes batallas y considerables pérdidas, una vez devastadas las tierras invadidas, volvían atrás pero al cabo de unos años reaparecían, y una nueva oleada cubría nuevas tierras. Así sucedió también después de

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