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Dieciséis años sin «Desperdicios» El Aventorero
Dieciséis años sin «Desperdicios» El Aventorero
Dieciséis años sin «Desperdicios» El Aventorero
Libro electrónico188 páginas2 horas

Dieciséis años sin «Desperdicios» El Aventorero

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Veinte años en la por entonces deteriorada América del Sur de la primera mitad del siglo XIX han sido suficientes para que nuestro personaje decida regresar a España casi tal y como viajó la primera vez. Es cuando, por circunstancias, coincide con un verdadero símbolo de la historia de la tauromaquia, el torero Manuel Domínguez, al que por su templanza y valor en el Nuevo Mundo, según sus propias palabras, lo llegan a llamar «Señó Manué, el Bravo», «el Americano» o «Desperdicios»; entre otros apelativos.
La obligada compañía y la monotonía de un largo viaje dentro de la fragata Amalia llevan al espada a contar su rica historia americana y a vivir juntos un sinnúmero de situaciones no previstas a bordo de la embarcación. 
Enriquece este trabajo la invaluable aportación gráfica de Diego Ramos, reconocido maestro de la pintura y profundo conocedor del arte de torear.

Nicolás Sampedro Arrubla nació en Bogotá en 1970. Publica sus dos primeros libros sobre técnica, filosofía e historia del toreo, Cargar la suerte. Interpretación de un misterio taurómaco, en 2014, y Y después de Fuentes ¿nadie? Apreciaciones para una correcta ejecución de las suertes del toreo, en 2017. Pero su inquietud y su clara vocación lo llevan en 2020 al terreno de la narrativa con su primera novela: El Aventorero, entre «Agujetas» y «Badila», usando como argumento algunos relevantes hechos históricos. 
Ha colaborado en diversos medios y publicaciones, destacando su participación en el libro José Tomás, de Nimes al cielo (2013), en la Revista de Estudios Taurinos, de la Fundación Real Maestranza de Caballería de Sevilla (2016-2019), en el estudio Impacto económico de la Feria Taurina de Olivenza, de la Diputación de Badajoz (2019), y en la Revista Quites, de la Diputación de Valencia (2023). Ha pronunciado numerosas conferencias y participado en diversos coloquios, tanto en Europa como en América.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ene 2024
ISBN9791220149167
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    Dieciséis años sin «Desperdicios» El Aventorero - Nicolás A. Sampedro

    1

    CABO VERDE

    Isla de San Vicente. Cabo Verde.

    Viernes, 21 de mayo de 1852

    Pocos días antes de llegar a Cádiz, atracamos en el Puerto Grande de la isla de San Vicente. Hacía veinte años que no pisaba este lugar; lo visité en su momento, camino de la que pensaba que sería la empresa de mi vida, que al final no fue. Ahora me encuentro de vuelta, solo, a punto de llorar por las cosas que antes me hacían reír y, aunque se pudiera pensar lo contrario, libre de todo tipo de lujos.

    Según me han contado algunos miembros de la tripulación, esta parada se hacía para proveer a la fragata de recursos suficientes para alcanzar nuestro destino y, de paso, para reemplazar el carbón. La isla contaba con un enorme depósito de propiedad inglesa. San Vicente se había convertido en parada obligada para el abastecimiento general de todos los navíos que buscaban cruzar el Atlántico y en centro de referencia para el tráfico de esclavos.

    A lo largo de los años, esta tierra ha vivido a la espera de una prosperidad que hasta el momento no alcanza. El estado de abandono en que se encuentra cada una de las islas, entre otras cosas debido a la explotación, es desalentador y desolador. Como hace unos años, al desembarcar me sentí en otro mundo, no solo por venir de América, sino porque me sorprendió ver el mismo árbol solitario que vi cuando vine la primera vez, pero esta vez a punto de morir a causa de la evidente aridez. Estaba plantado a orillas de un lago que era como el eje central de algunos cafés y tabernas en los que, a pesar del deterioro generalizado, la multitud de culturas que allí confluyen permiten aspirar cierto aire bohemio alrededor de la literatura, la música y la cultura en general.

    Mis provisiones personales también escaseaban, como las de todos los tripulantes. El ron, el anís, el whisky y el tabaco son moneda de cambio en alta mar, así que, una vez recargados los suministros, preferí aprovechar el tiempo quedándome a bordo para poner en orden las notas que, como casi cada tarde o noche, tomaba de las historias que escuchaba en nuestro centro de reunión en la proa de la fragata, cuando las condiciones del tiempo no lo impedían.

    Cualquier papel para escribir ha servido a cada uno de los relatos de la embarcación y las vivencias en ultramar en las que el señor Manuel Domínguez ha intervenido y que generosamente ha depositado en mí, durante estos largos días de viaje. Una corta —36 años creo que tiene— pero intensa vida llena de aventuras, en la que la adversidad y el afán de supervivencia lo han llevado a vivencias y hechos que, por su carácter, dudo de que sean del todo motivo de orgullo. Seguro que no todas sus acciones han favorecido su imagen, pero conociendo su ambición, su fortaleza, su creatividad y su instinto natural de superación, no dudo del buen puerto al que pueda llegar en todos los futuros líos en los que llegue a participar.

    El señor Manuel es un tipo raro en el trato personal; portador, de manera natural, de esa frágil gestualidad que tiene la sabiduría taurómaca; hombre de sangre fría, con mucho carácter y valor. Excéntrico sin buscar serlo, de exquisito trato y delicadas maneras con las personas, mucho más si son aficionados a los toros, con quienes además es muy amable. Generalmente hace el esfuerzo de vestir de manera impecable: sale a cubierta con sombrero trenzado inclinado sobre no recuerdo cuál de sus ojos y camisas con chorreras cubriendo un erizado y áspero pelamen en su pecho, amén de exhibir cigarros tan grandes como la torre de Cádiz.

    No es fácil escucharlo hablar de sus compañeros, más aún si es para destacar sus virtudes. Cuando toma la palabra, llena el espacio, es altanero, pundonoroso y bravo; no acepta una crítica, sobre todo si es injusta, y mucho menos un toque a manera de consejo para algo que esté haciendo.

    Entre todo lo que me ha contado, se me antoja decir algo que explica su carácter. En una ocasión, en Sevilla, alternando con Juan Martín «la Santera», sufrió una voltereta que lo elevó algunos metros del suelo. Cuando Domínguez se levantó, «la Santera» le preguntó:

    —«¿Qué ha sido ello, Manuel?

    —Nada —le respondió—, que he subido a contar las embarcaciones que había en el río»¹.

    Conozco a muy pocos lidiadores de reses bravas, por no decir que a ninguno. Ni lo he visto torear ni sé lo que pensarán «los puristas» de la tauromaquia, como él mismo llama a los que presumen de saber lo que evidentemente desconocen. Pero no dudo que es, ha sido y será una leyenda de la vida. Luce un aspecto desmejorado si se compara con la persona fuerte y vigorosa de la que me habían hablado, demostrando un evidente deterioro físico por tanto tiempo a caballo, al sol, en guerras, en ingenios de azúcar, como enlazador en saladeros en la Pampa y hasta contrabandista en empresas de aduanas, por nombrar algunas de las tantas cosas que ha hecho.

    Si en adelante alguien se refiere a él, creo que tendría que hacerlo destacando a un hombre valiente, inteligente en su oficio o en lo que el destino se empeñe que haga, y con las ideas muy claras sobre su futuro. Bajo este contexto, intentaré contar lo que recuerdo de este fabuloso viaje para complementar mis notas de nuestros encuentros y lo que él me ha contado en otros momentos sobre su vida, desde que nos embarcamos en el puerto de Montevideo.

    Pasamos dos días en la isla antes de que la fragata levara anclas. Domínguez aprovechó la escala para visitar en el puerto a un médico y de paso a un curandero que le recomendó el capitán, quien le dijo que este último tenía ungüentos para todos los males. Esto, claro está, como segunda opinión, pues nunca se sabe... Una úlcera en el tobillo izquierdo ha hecho que todas las tardes-noche, en cubierta, el espada gesticule de dolor, que disimula muy bien cuando lo miran, especialmente cuando se despierta de su siesta diaria en su amplio sillón de enea que tomó en propiedad al abordar. Nunca he visto que se queje de algo: aguanta todo con serenidad y entereza. El malestar del tobillo lo viene sufriendo desde hace algunos años, según me dijo, y el sedentarismo en el barco durante más de un mes de navegación no ha sido la mejor cura para su mal.

    2

    Montevideo. Uruguay.

    Domingo, 18 de abril de 1852

    Tomé la decisión de embarcarme de regreso a España cuando apenas había terminado la «Guerra Grande» en el Río de la Plata. Un conflicto ajeno, entre Fructuoso Rivera y Manuel Oribe, en el que de una u otra manera hemos tenido que participar muchos españoles por carecer de protección consular, aunque hasta el momento no hayamos recibido una explicación clara del porqué lo hemos hecho.

    A lo largo de estos veinte interminables años en América, la necesidad me ha enseñado a vivir de todas las maneras. De lo poco que recuerdo de mi padre, entre otras cosas siempre me dijo: «La austeridad es un lujo». Por lo que ante la precariedad casi constante, esa frase la he convertido en una máxima de mi vida. Él se marchó de Cádiz varios años antes de que yo lo hiciera, con la intención de regresar algún día, como muchos otros viajeros entre los cuales ahora me incluyo.

    Me embarqué a Montevideo con el objetivo de seguir su huella, con mucha ilusión pero sin la menor de las pistas para su rastreo. Una navaja francesa y sus profundas frases son los únicos motivos que tengo para recordarlo. Son frases que no he podido olvidar, porque de tanto repetirlas para mantener viva su memoria, se han ido convirtiendo en mi filosofía de vida: «No te preocupes ni te desgastes por lo que no ha pasado; tampoco por lo que no tiene remedio, y mucho menos por aquello que la solución no está a tu alcance». Esto me ha inspirado para que, en muchos casos, pueda resignarme a vivir conforme, a no sufrir por lo que no toca o por aquello que no es el momento de hacer.

    Aparte de esto, en mi memoria guardo su imagen al salir por la puerta de nuestra casa en Cádiz, cuando todos, salvo mi madre y yo, dormían en profundidad. Aún lo veo en mi deteriorada memoria cuando se acercó, nos dio un beso en la frente a cada uno y repitió otra de sus frases que, creo sin temor a equivocarme, ha sido un lema, sin querer que fuera, para todos aquellos que siempre nos hemos atrevido a embarcar en cualquier momento con una mano delante y otra detrás, sin más destino que lo desconocido: «No regresaré con las manos limpias».

    Como supongo que pasa en la mayoría de este tipo de casos, si llegara a estar vivo, seguro que tendrá que continuar con las manos limpias porque nunca más le volvimos a ver la barba, aunque siempre me ha rondado la duda de si la suerte y la fortuna por aquellas tierras en algún momento lo han llegado a acompañar.

    Su búsqueda la abandoné al poco tiempo de llegar a América, cuando pude darme cuenta de que mi esfuerzo era en vano. Antes de desembarcar, supongo que como a todos nos pasa, pensaba que aquella interminable tierra era un poco más grande que Andalucía —que ya era bastante grande—, cuando verdaderamente era todo un mundo desconocido.

    La crudeza y el miedo me obligaron a descubrir en mi personalidad una realidad paralela que hasta ese momento desconocía tener; entendí que es posible vivir un rol completamente diferente al que tenía en España y de esta manera aprender a sobrevivir durante tantos años sin lo que por entonces pensaba que echaría de menos, encontrando a faltar solo aquellas pequeñas cosas que cuando las tenía a mano no consideraba esenciales. Las nuevas, aunque modestas costumbres a las que por fuerza me fui adaptando, me permitieron valorar todo lo que antes consideraba como parte irrelevante del paisaje.

    Por aquellos años, en América, una vez conquistada la independencia de todos aquellos países, un ciudadano recién llegado como yo tenía dos opciones para echar adelante: llegar con las suficientes conexiones sociales como para disfrutar de la abundancia, en ocasiones a costa de la propia vida, o la modestia, dentro de una sociedad proletaria y trabajadora donde se llegaba de cierta forma a disfrutar de la auténtica aunque por momentos peligrosa realidad local. Reconozco que, por cuestiones ideológicas, en principio mi primer objetivo era una mezcla de las dos alternativas: por un lado, buscaba riqueza, pero, por otro lado, no tenía esa falta de principios necesaria ni el suficiente valor para conseguirla; así que el destino me obligó a escoger la segunda opción, no sin antes quejarme

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