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Madame Bovary: Costumbres de provincia
Madame Bovary: Costumbres de provincia
Madame Bovary: Costumbres de provincia
Libro electrónico645 páginas9 horas

Madame Bovary: Costumbres de provincia

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"Lo que le reprochamos [a Flaubert] es no haber sabido darles interés verdadero a ninguno de sus personajes. Madame Bovary resulta repelente, y Monsieur Bovary, Monsieur Homais, Monsieur Rodolphe y Monsieur Léon son todos repelentes, muy comunes, almaceneros, burgueses. Es la vida,
dirán; peor para ustedes si es así; yo prefi ero la vida de una novela bien falsa, bien fantástica, llena de imaginación y de quimeras, en la que encuentre con felicidad, si no el mundo que me rodea, al menos los sueños que me consuelan".
Anatole Claveau, Courrier franco-italien, 1857

"No hay calificación, no hay crítica para las obras de este tipo.
El arte cesa en el momento en que nos invade la basura. Ha sido necesario el espantoso desarreglo de los espíritus, su libertinaje, su insolencia, sobre todo su incurable estupidez, para que un hombre que lleva un nombre recomendable e ilustre, según dicen, haya osado reivindicar públicamente el honor que puede conferir una publicación tal".
León Aubineau, L'Univers, 1857
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2024
ISBN9789877123296
Madame Bovary: Costumbres de provincia
Autor

Gustave Flaubert

Gustave Flaubert was born in Rouen in 1821. He initially studied to become a lawyer, but gave it up after a bout of ill-health, and devoted himself to writing. After travelling extensively, and working on many unpublished projects, he completed Madame Bovary in 1856. This was published to great scandal and acclaim, and Flaubert became a celebrated literary figure. His reputation was cemented with Salammbô (1862) and Sentimental Education (1869). He died in 1880, probably of a stroke, leaving his last work, Bouvard et Pécuchet, unfinished.

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    Madame Bovary - Gustave Flaubert

    PRIMERA PARTE

    I

    Estábamos⁵⁰ en el Salón de Estudios, cuando entró el Director, seguido de un nuevo⁵¹ vestido de calle y de un bedel que traía un gran pupitre. Los que dormían se despertaron, y todos nos pusimos de pie, como si nos hubieran sorprendido en pleno trabajo.

    El Director nos indicó con una seña que otra vez nos sentáramos; luego se volvió hacia el maestro:

    –Monsieur Roger –le dijo a media voz–, le recomiendo a este alumno, entra en quinto. Si su trabajo y su conducta lo hacen meritorio, pasará con los grandes, lo que por su edad le corresponde.

    En un rincón, detrás de la puerta, desde donde apenas se lo veía, estaba el nuevo, un muchacho campesino, de unos quince años y más alto que cualquiera de nosotros. Tenía el pelo cortado recto sobre la frente como un integrante del coro de pueblo y un aire discreto y muy incómodo. A pesar de que no era ancho de espalda, su saco de paño verde con botones negros debía quedarle chico de sisa y dejaba ver, a través de las aberturas de los puños de las bocamangas, las muñecas enrojecidas, acostumbradas a estar descubiertas. Sus piernas, con medias azules, surgían de unos pantalones amarillentos muy estirados por los tiradores. Tenía unos zapatos resistentes, mal lustrados y tachonados de clavos.⁵²

    Comenzamos el recitado de las lecciones. Las escuchó muy atentamente, como si fueran un sermón, sin siquiera animarse a cruzarse de piernas ni a apoyarse sobre el codo y, a las dos horas, cuando sonó la campana, el maestro tuvo que indicarle que se pusiera en la fila.

    Al entrar a clase, teníamos por costumbre tirar nuestras gorras al piso para así tener las manos más libres; había que lanzarlas debajo de los bancos desde el umbral de la puerta, de manera que golpearan contra la pared levantando polvo; se hacía así.

    Pero, ya fuera que no hubiera notado esa maniobra o que no se hubiese animado a realizarla, la lección había terminado y el nuevo seguía con la gorra sobre las rodillas. Era una de esas gorras de tipo compuesto, en las que se encuentran elementos del gorro de piel, de la chapska,⁵³ del sombrero melón, del gorro de nutria y del de algodón, en fin, uno de esos engendros cuya muda fealdad posee la misma profundidad de expresión que el rostro de un imbécil. Ovoide e hinchada de ballenas, empezaba en tres cilindros; luego, separados por una banda roja, se alternaban rombos de terciopelo y de pelo de conejo; después venía una especie de bolsa que terminaba en un polígono acartonado, cubierto con un complicado bordado en trencillas, de donde colgaban, al cabo de un cordón largo y demasiado delgado, hilitos de oro a manera de borla. Era nueva, le brillaba la visera.

    –De pie –dijo el profesor.

    Se puso de pie; se le cayó la gorra. Toda la clase se echó a reír.

    Se agachó para recogerla. Un alumno vecino la hizo caer de un codazo y él volvió a recogerla.

    –Deshágase del casco –dijo el profesor, que era un hombre ingenioso.

    Las carcajadas de los colegiales turbaron al pobre muchacho, que ya no sabía si tenía que sostener la gorra, dejarla en el piso o ponérsela. Se volvió a sentar y la posó sobre sus rodillas.

    –Levántese –repitió el profesor– y dígame su nombre.

    El nuevo, con voz balbuciente, pronunció un nombre ininteligible.

    –¡Repita!

    Se oyó el mismo balbuceo de sílabas, tapado por los abucheos de la clase.

    –¡Más alto! –gritó el maestro–. ¡Más alto!

    El nuevo, tomando entonces una resolución extrema, abrió la boca desmesuradamente y, con toda la fuerza de los pulmones, como para llamar a alguien, profirió esa palabra: Charbovari.⁵⁴

    De golpe comenzó un estrépito, que fue creciendo con estallidos de voces agudas (gritábamos, ladrábamos, pataleábamos, repetíamos: ¡Charbovari! ¡Charbovari!),⁵⁵ que pasó a notas aisladas calmándose apenas y que, de vez en cuando, recomenzaba en algún banco, o proseguía aquí o allí, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada.⁵⁶

    No obstante, bajo la lluvia de castigos, de a poco el orden se restableció en la clase, y el profesor, una vez entendido el nombre de Charles Bovary, después de hacérselo dictar, deletrear y releer, le ordenó al pobre diablo que se sentara en el banco al pie del estrado. Se puso en movimiento, pero antes de partir titubeó.

    –¿Qué busca? –preguntó el profesor.

    –Mi gor… –respondió tímidamente el nuevo, paseando a su alrededor una mirada inquieta.

    –¡Quinientos versos para toda la clase! –exclamó con furia el maestro, y detuvo así, como el Quos ego, una nueva borrasca–.⁵⁷ ¡Quietos! –continuó el maestro indignado, enjugándose la frente con el pañuelo que acababa de sacar de su bonete–. En cuanto a usted, alumno nuevo, va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.

    Después, con un tono más suave:

    –¡Eh, ya encontrará su gorra, pues no se la han robado!

    Todo volvió a la calma. Las cabezas se inclinaron sobre los cartapacios y el nuevo mantuvo durante dos horas una actitud ejemplar, si bien, de tanto en tanto, hubo alguna pelotita de papel, lanzada con una pluma, que le salpicaba el rostro. Pero él se secaba con la mano y permanecía inmóvil, con la mirada al piso.

    Por la tarde, en el Salón de Estudios, sacó sus cubremangas del pupitre, puso en orden sus cosas, ordenó cuidadosamente el papel. Vimos que estudiaba a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y tomándose mucho trabajo. Quizás, gracias a la buena voluntad que demostró, no descendió a la clase inferior, porque aunque sabía pasablemente las reglas, carecía casi de elegancia para expresarse. Dado que sus padres, para ahorrar, sólo lo habían enviado a la escuela lo más tarde que pudieron, quien lo había iniciado en el latín fue el cura de su pueblo.

    Su padre, Monsieur Charles-Denis-Bartholomé Bovary, ex asistente de cirujano mayor, envuelto, hacia 1812, en cuestiones de la conscripción,⁵⁸ y forzado, alrededor de esa época, a abandonar el servicio, había aprovechado ciertas ventajas personales para hacerse de una dote de sesenta mil francos, que un vendedor de géneros de punto ofrecía por su hija, quien se había enamorado del porte de él. Apuesto, presuntuoso, dispuesto a hacer sonar las espuelas, de patillas que se unían a los bigotes, los dedos siempre adornados con anillos y vestido de colores vivos, tenía aspecto de valiente y el ánimo fácil de un viajante de comercio. Una vez casado, por dos o tres años vivió de la fortuna de su mujer, cenando bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, volviendo a la casa por la noche después del espectáculo y frecuentando los cafés. El suegro murió y dejó poca cosa, y él se sintió indignado, se metió en la fabricación, allí perdió algún dinero y luego se retiró al campo, donde quiso hacer una diferencia. Pero como entendía tan poco de cultivos como de telas de algodón, montaba sus caballos en lugar de mandarlos a arar, se bebía la sidra en botella en lugar de venderla en barricas, se comía las más bellas aves de su corral y se engrasaba los zapatos de caza con la grasa de sus cerdos, no tardó nada en darse cuenta de que le convenía abandonar toda especulación.

    Por unos doscientos francos al año, encontró en una aldea, en los confines de Caux y de la Picardía, algo para alquilar, una especie de vivienda, mitad granja, mitad residencia; y, triste, roído por el disgusto, acusando al cielo, envidioso de todos, a los cuarenta y cinco años, se encerró asqueado de los hombres –decía– y decidió vivir en paz.⁵⁹

    Antes, su mujer lo había amado locamente; lo había querido de mil maneras serviles que lo habían separado aún más de ella. Alguna vez jovial, expansiva y muy cariñosa, al envejecer se había convertido (como el vino expuesto al aire, que se vuelve vinagre) en una mujer de humor difícil, chillona, nerviosa. ¡Cuánto había sufrido, primero, sin quejarse, cuando lo veía correr detrás de todas las mujerzuelas del pueblo y volver por la noche de los lugares malos, hastiado y apestando a alcohol! Luego, el orgullo se había rebelado. Entonces se calló, tragándose la rabia con un estoicismo mudo, que mantuvo hasta la muerte. Siempre estaba ocupada en compras, haciendo negocios. Iba a ver a los procuradores, al director, se acordaba de los vencimientos de los pagarés, obtenía prórrogas; en la casa planchaba, cosía, lavaba, supervisaba a los obreros, pagaba las facturas, mientras que, sin preocuparse de nada, Monsieur, continuamente abotagado, en una somnolencia terca de la que no se despertaba salvo para decirle a su mujer cosas desagradables, se quedaba fumando al amor del fuego, escupiendo sobre las cenizas.

    Cuando ella tuvo un hijo, fue necesario dejarlo con una nodriza. De regreso a la casa, el crío fue mimado como un príncipe. Su madre lo alimentaba con mermeladas; su padre lo dejaba correr sin zapatos y, para dárselas de filósofo, decía incluso que podía ir completamente desnudo, como las crías de los animales. Contrariando las tendencias maternas, tenía en mente un cierto ideal viril de la infancia, según el cual intentaba formar a su hijo, queriendo que se lo educara con dureza, a la espartana, para darle una buena complexión. Lo mandaba a dormir sin encender el hogar, le enseñaba a beber ron a grandes tragos y a insultar las procesiones. Pero, de naturaleza apacible, el niño respondía mal a sus desvelos. Su madre lo arrastraba siempre con ella, le cortaba estampas, le contaba cuentos, se entretenía con él en monólogos interminables, llenos de humor melancólico y de tiernas fantasías. En el aislamiento de su vida, trasladó a esa cabeza infantil todas sus vanidades confusas y rotas. Ella soñaba con cargos destacados, lo veía ya grande, apuesto, espiritual, establecido, ingeniero o magistrado. Le enseñó a leer, e incluso le enseñó, en un viejo piano que tenía, a cantar dos o tres romanzas. Pero, a todo esto, M. Bovary, poco interesado en las letras, decía que ¡no valía la pena! ¿Acaso tendría cómo mantenerlo en las escuelas gubernamentales, cómo comprarle un cargo o un fondo de comercio? Por otra parte, con tupé, un hombre siempre triunfa en el mundo.⁶⁰ Madame Bovary⁶¹ se mordía los labios y el niño vagabundeaba por la aldea.

    Él seguía a los labradores y, con terrones de tierra, espantaba a los cuervos que salían volando. Comía moras en las zanjas, cuidaba a los pavos con una vara, segaba el heno, corría en el bosque, los días de lluvia jugaba a la rayuela bajo el atrio de la iglesia y, durante las grandes fiestas, le suplicaba al campanero que lo dejara hacer sonar las campanas para colgarse con todo su peso de la gran soga y sentirse llevado por ella con el impulso.

    De ese modo, el niño creció como un roble. Desarrolló manos fuertes, bellos colores.

    A los doce años, su madre consiguió que comenzara sus estudios. El encargado fue el cura. Pero las lecciones eran tan cortas y tan discontinuas que no podían servir de mucho. Tenían lugar a las perdidas, en la sacristía, de pie, a toda prisa, entre un bautismo y un entierro; o bien el cura mandaba a buscar a su alumno después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a la habitación del cura, se instalaban: las moscas y las polillas giraban alrededor de la vela. Hacía calor, el niño se dormía y el cura, adormeciéndose con las manos sobre el vientre, no tardaba en roncar, con la boca abierta. En otras oportunidades, cuando el señor cura, al volver de darle la extremaunción a algún enfermo de los alrededores, veía a Charles haciendo travesuras en el campo, lo llamaba, lo sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerlo conjugar un verbo al pie de un árbol. La lluvia, o algún conocido que pasaba, los interrumpía. Por lo demás, el cura estaba contento del muchacho, decía incluso que el joven tenía mucha memoria.

    Charles no podía quedarse en eso. La madre fue enérgica. Avergonzado, o más bien cansado, el padre cedió sin resistencia, y se esperó un año aún para que el muchachito hiciera su primera comunión.

    Pasaron seis meses más y, al año siguiente, Charles fue definitivamente enviado al colegio de Ruán, adonde fue llevado por su padre en persona, hacia fines de octubre, en la época de la feria de Saint-Romain.⁶²

    Ahora a cualquiera de nosotros le resultaría imposible acordarse de él. Era un muchacho de temperamento moderado, que jugaba en los recreos, que se aplicaba en el estudio, escuchando en clase, durmiendo bien en el dormitorio, comiendo bien en el comedor. Tenía trato con un ferretero mayorista de la rue Ganterie, quien lo sacaba una vez por mes, el domingo, luego de haber cerrado su negocio, y lo mandaba a pasear al puerto para mirar los barcos y luego lo llevaba al colegio a las siete, antes de la cena. La noche de cada jueves, el muchacho escribía una carta larga a su madre, con tinta roja y tres barras de lacre; luego repasaba sus apuntes de historia, o bien leía un viejo volumen de Anacharsis,⁶³ que andaba por ahí. Cuando salía a pasear, conversaba con el criado, que era del campo, como él.

    A fuerza de aplicarse, siempre se mantuvo hacia el medio de la clase; incluso una vez ganó una primera mención en historia natural. Pero al final de su tercer año, los padres lo retiraron del colegio para hacerlo estudiar medicina, persuadidos de que podría arreglarse sólo con su examen de bachillerato.

    Su madre le eligió una pieza, en el cuarto piso de Eau-de-Robec,⁶⁴ en casa de un tintorero conocido suyo. Ella concluyó los arreglos para la pensión, le procuró muebles, una mesa y dos sillas, hizo traer de su casa una vieja cama de madera de cerezo silvestre y además compró una estufa de hierro colado, con provisión de leña, para calentar a su pobre hijo. Después, al cabo de una semana, partió, recomendándole mil veces que ahora, que iba a ser abandonado a su propia suerte, se portase bien.

    El programa de los cursos, que leyó en los carteles, le produjo un efecto de aturdimiento: curso de anatomía, curso de patología, curso de fisiología, curso de farmacia, curso de química, y de botánica, y de clínica, y de terapéutica, sin contar la higiene ni la materia médica, nombres todos cuyas etimologías él ignoraba y que estaban como otras tantas puertas de santuarios llenas de augustas tinieblas.

    No entendió ni jota: por más que escuchaba, no retenía nada. Sin embargo, estudiaba, tenía cuadernos, seguía todos los cursos, no se perdía una sola visita. Cumplía con su pequeña tarea cotidiana del mismo modo que el caballo de una noria, que da vueltas por el mismo lugar con los ojos vendados, ignorante del trabajo que lo abruma.

    Para ahorrarle gastos, su madre le mandaba cada semana, a través de un mensajero, un pedazo de ternera cocida al horno, con el cual comía por la mañana, cuando volvía del hospital a toda prisa para calentarse los pies. Después había que correr a las clases, al anfiteatro, al hospicio y volver a la casa a través de todas las calles. A la noche, luego de la magra cena de su casero, subía a su habitación y se ponía a estudiar, con la ropa mojada que emanaba humedad mientras se secaba ante la estufa al rojo.

    Durante los bellos anocheceres estivales, a la hora en que las calles tibias están vacías, cuando las sirvientas juegan al volante⁶⁵ en los umbrales de las puertas, abría su ventana y se acodaba en ella. El río, que hace de ese barrio de Ruán una innoble Venecia en miniatura, corría a sus pies, amarillo, violeta o azul, entre sus puentes y rejas. Los obreros, acuclillados en la orilla, se lavaban los brazos en el agua. Sobre las vigas que salían de lo alto de las buhardillas, se secaban al aire madejas de algodón. Enfrente, más allá de los techos, se extendía el gran cielo puro, con el sol rojo poniente. ¡Qué bien se estaría allá! ¡Qué frescura bajo las hayas! Y abría las narinas para aspirar los buenos olores del campo, que no llegaban hasta él.

    Adelgazó, se afinó su talle y su figura tomó una especie de expresión doliente que lo volvió casi interesante.

    Naturalmente, por desidia, terminó desentendiéndose de todas las decisiones que había tomado. Una vez faltó a la visita, al día siguiente a su clase y, saboreando la pereza, paulatinamente dejó de ir.

    Se aficionó a la taberna, con pasión por el dominó. Encerrarse cada noche en un lugar público y sucio para golpear allí, sobre las mesas de mármol, huecesillos de cordero marcados con puntos negros le parecía un acto precioso de su libertad, que lo colmaba de autoestima. Era como la iniciación al mundo, el acceso a placeres prohibidos; y, al volver, posaba la mano sobre el picaporte con una alegría casi sensual. Entonces, muchas cosas comprimidas en él se dilataron; aprendió de memoria coplas que cantaba como bienvenida, se entusiasmó con las canciones de Béranger,⁶⁶ aprendió a hacer ponche y, finalmente, conoció el amor.

    Gracias a sus trabajos preparatorios, aplazó completamente su examen para ser oficial de la salud.⁶⁷ ¡Esa misma noche lo esperaban en la casa paterna para festejar su éxito!

    Partió a pie y se detuvo a la entrada del pueblo, donde hizo que fueran a buscar a su madre y le contó todo. Ella lo disculpó, atribuyendo el fracaso a la injusticia de los examinadores y lo consoló un poco, encargándose de arreglar las cosas. Sólo cinco años después, M. Bovary supo la verdad; ella era vieja y él lo aceptó, pero sin poder suponer que un hombre engendrado por él fuera un tonto.

    Charles volvió al estudio y preparó sin descanso las materias de su examen, para el cual, de antemano, se aprendió todas las preguntas de memoria. Se recibió con una nota bastante buena. ¡Qué hermoso día para su madre! ¡Se ofreció una gran cena!

    ¿Adónde iría a ejercer su arte? A Tostes.⁶⁸ Allá sólo había un médico viejo. Desde hacía mucho tiempo Madame Bovary esperaba que éste muriese y, cuando todavía no había pasado a mejor vida, Charles se instaló enfrente, como su sucesor.

    Pero no bastaba con haber criado a su hijo, con haberle hecho estudiar medicina y descubrir Tostes para que ejerciera: le hacía falta una mujer. Le encontró una: la viuda de un ujier de Dieppe, que tenía cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta.⁶⁹

    Aunque era fea, seca como un palo y estaba más llena de granos que una mazorca, a madame Dubuc no le faltaban pretendientes. Para alcanzar sus fines, la madre de Bovary se vio obligada a eliminarlos a todos y desbarató con mucha habilidad las intrigas de un fabricante de embutidos a quienes apoyaban los curas.

    Charles había entrevisto en el matrimonio el advenimiento de una condición mejor, imaginándose que sería más libre y podría disponer de su persona y dinero. Pero la que mandaba era su mujer, porque él, delante de la gente, tenía que decir esto y no aquello, debía ayunar todos los viernes, vestirse como a ella le parecía, hostigar por orden suya a los pacientes que no pagaban. Ella le abría las cartas, espiaba sus movimientos y lo escuchaba a través del tabique cuando había mujeres.

    Tenía que zamparse el chocolate que le hacía todas las mañanas, sus caprichos eran interminables. Ella se quejaba todo el tiempo de los nervios, de los dolores de pecho, de sus humores. El ruido de pasos le hacía mal; si la dejaban, la soledad se le hacía odiosa; si volvían junto a ella, sin duda era para verla morir. A la noche, cuando Charles regresaba, ella sacaba de entre las sábanas sus brazos flacos y largos, se los pasaba alrededor del cuello y, haciéndolo sentar en el borde de la cama, se ponía a hablarle de sus penas: ¡él la olvidaba, quería a otra! Ya le habían dicho que sería desgraciada; y terminaba pidiéndole algún jarabe para la salud y un poco más de amor.

    ⁵⁰ Uno de los primeros y más serios problemas que plantea Madame Bovary es el de la primera persona del plural del primer capítulo, puesto que ésta desaparece y da lugar a un narrador omnisciente del todo impersonal. Esa primera persona, sólo presente en los primeros treinta párrafos del texto, aparece únicamente diez veces: ocho, bajo la forma de nous, el pronombre personal para la primera persona del plural, que en francés debe acompañar al verbo, y dos bajo la forma de nos, como adjetivo posesivo.

    Según señala Thierry Ferraro: "Se sabe que los textos de juventud de Flaubert, tales como Memorias de un loco, eran obras de inspiración autobiográfica a la manera de los románticos. Se sabe igualmente que le fue necesario madurar para decretar ese principio de impersonalidad del que esperaba una nueva literatura, de carácter científico. Pasando del pronombre personal al pronombre indefinido, la primera persona del plural de las primeras páginas de Madame Bovary pronto se disuelve en una tercera persona que, a su vez, desaparece como absorbida por la exigencia de impersonalidad".

    Claude Duchet, por su parte, opina que La escritura realista enuncia lo innombrable, da forma de necesidad a lo arbitrario, hace coincidir el sujeto lingüístico y el sujeto textual, funda lo verosímil en la puesta en escena de un proceso de enunciación: aquí, la primera persona del plural inicial, figura retórica del ‘punto de vista’. De hecho, se trata de una engañifa: esa primera persona mediatiza al referente y lo transforma en espacio-tiempo tramposo porque ya ha sido vivido por un ser textual.

    Béatrice Didier, en cambio, simplifica la cuestión señalando que esa primera frase de Madame Bovary supone la existencia de un narrador que sería un amigo o, al menos, un condiscípulo de Charles Bovary. Pero ese narrador se va desvaneciendo en el curso del relato en una tercera persona que el lector siente, en general, como salida del novelista.

    Jean-Paul Sartre, en una entrevista con Catherine Clément y Bernard Pingaud, simplifica aún más el problema y, apelando a la intuición antes que a la lógica, la resume en términos más drásticos, aunque no necesariamente más ciertos: [La cuestión] se puede explicar de múltiples maneras: por un lado, era el modo de contar de la época; por otro, esa primera persona se refería realmente a su propia clase, ruidosa y desatada; y luego, finalmente, Flaubert se releía a sí mismo muy mal. Había cosas que no entendía. No puede decirse que fuera tonto, pero no puede decirse que fuese inteligente. Era otra cosa. La suya era una inteligencia muy del montón, pero con momentos de gran penetración. Desde mi punto de vista, esa primera persona del plural es un error.

    Para Pierre-Marc de Biasi, acaso uno de los mayores especialistas contemporáneos en la génesis de Madame Bovary, esa primera persona no estaba presente en el manuscrito final. El texto, de hecho, comenzaba así: Acababa de sonar la una y media en el reloj del colegio, cuando el Director entró en el Salón de Estudios…. Según indica De Biasi, Flaubert, con el libro ya terminado, tachó esa primera frase y la reemplazó por la que hoy se conoce que, sin embargo, ya constaba en el tercer esbozo general de la obra. De Biasi arriesga varias hipótesis. La primera indica que Flaubert descubre la posibilidad, por medio de esa primera persona, de sintetizar un colectivo autobiográfico y socio-histórico de una clase del colegio real de Ruán, detrás de la cual se perfila una primera persona comunitaria representativa de una clase social y, por lo tanto, discriminatoria. Y más adelante se pregunta qué es lo que buscaba decirnos Flaubert con ese artilugio. Y responde: Que las ilusiones románticas han fabricado una sociedad sin piedad que termina mandando a los niños a la fábrica. Que ese minúsculo ‘mundo intelectual’, esa primera persona literaria de la que los hijos de la burguesía estaban tan orgullosos en la década de 1830 sirvió de pantalla de humo y de máquina de crear estereotipos para enmascarar otra historia: la marcha hacia una dictadura política y la construcción de un universo social helado en el cual el interés personal más inmediato, la bajeza y la estupidez son los que ahora, con total impunidad, dicen ‘nosotros’ y triunfan.

    ⁵¹ Según anota Mario Vargas Llosa, "En Madame Bovary hay poco más de un centenar de palabras o frases que, para diferenciar de las otras, el autor hizo imprimir en cursiva. En algunos casos esta distinción tipográfica obedece a una costumbre tradicional y Flaubert la usa, como otros autores de su tiempo o del pasado, para los títulos de un libro, de un periódico o el nombre de una ópera, para un anglicismo, un italianismo o un latinismo de[l personaje] Homais, o para algún regionalismo, como esos panecillos en forma de turbante, los cheminots, que se comen en Ruán durante la cuaresma; para los apodos, para algún modismo de grupo (los escolares de Ruán llaman nouveau [nuevo] al alumno novato) o para precisar que se trata de una escritura fonética: Charbovari". Como se verá más adelante, hay también otros usos de naturaleza más singular. Algunos de ellos pueden ser corroborados en el artículo de Sophie Sarrazin citado en la bibliografía.

    ⁵² Jacques Neefs advierte en una de sus notas que los detalles de vestimenta son muy precisos e indican, a la vez, el estatus social y la relación en las costumbres y la moda. Señala luego que el saco de paño verde es modesto y está fuera de moda. Las menciones del saco verde, de los botones negros, las muñecas enrojecidas, las medias azules y los pantalones amarillentos contribuyen a darle a Charles Bovary un aspecto colorido y pintoresco, como de Arlequín.

    ⁵³ Según nota de Bernard Masson, Flaubert se refiere a los sombreros característicos de los lanceros polacos, adoptados por sus pares alemanes y franceses durante el lapso comprendido entre el Primer y el Segundo Imperio.

    ⁵⁴ En Gustave Flaubert (1922 y, en versión ampliada, 1935), uno de los primeros estudios de conjunto, el influyente Albert Thibaudet (1874-1936), acaso uno de los más importantes críticos franceses de entreguerras, se lee una hipótesis algo osada, con la que tal vez tenga sentido discutir, pero a la cual resulta necesario considerar: "Como David Copperfield [de Charles Dickens (1812-1870)] o El molino del Floss [de George Eliot, seudónimo de Mary Ann Evans (1819-1880)], Madame Bovary puede pasar por una biografía, y, antes que por una individual, más bien por una sucesión de vidas implicadas las unas en las otras. Desde un cierto punto de vista, la biografía individual que da a la novela, no su figura principal, sino su dimensión exterior en términos de duración, sería la de Charles Bovary, dado que el libro se abre con su entrada al colegio –y con su gorra– y se cierra con su muerte".

    ⁵⁵ Jean Pommier y Gabrielle Leleu, criticados precursores de los estudios genéticos flaubertianos, lograron demostrar, en opinión de Béatrice Didier, que el barullo alrededor del apellido Bovary ha sido esencial para la imaginación del escritor, como resultan esenciales los nombres para que la creación novelesca se ponga en marcha. Y agrega una anécdota recogida por todos los biógrafos, que luego interpreta acaso con excesiva libertad: En El Cairo, Flaubert conoció a un hotelero que se llamaba Bouvaret; la palabra Bovary sugiere al bovino, al campesinado normando.

    ⁵⁶ Se retoma aquí la cuestión de la primera persona del plural, pero desde otra perspectiva. Para Pierre-Marc de Biasi: Esa primera persona del plural la constituyen los hijos de la élite burguesa (compuesta por la gran mayoría de las clases del colegio) frente un pobrecito venido del campo, inmediatamente marginalizado. Como tal, la primera persona nos lleva a un ritual escolar (la novatada que le espera al ‘nuevo’) y a la desproporción de la relación de fuerza entre un grupo integrado y un individuo aislado venido del exterior: la primera persona se siente primera en el rechazo al intruso. De Biasi concluye que se trata de una oposición social violenta entre dos mundos culturales: por un lado, el mundo intelectual, presentado aquí como un colectivo del cual forman parte esos estudiantes capaces de escribir una escena como la del principio de Madame Bovary, y, por otro, el mundo representado por la figura solitaria del campesino inculto y obtuso que no pertenece a ningún ‘mundo intelectual’, que desembarca en el colegio sabiendo apenas leer, que produce risa por sus torpezas rurales y que ‘traga’ sus manuales escolares para que no lo expulsen.

    ⁵⁷ Tanto Neefs como Masson y Didier indican la referencia a Virgilio. Más precisamente, a La Eneida, I, 135, donde se lee la amenaza contra los vientos impulsados por Eolo contra Eneas, lanzada por un colérico Neptuno con el objeto de detenerlos.

    ⁵⁸ De acuerdo con Neefs, ayudante de cirujano era un grado modesto. Luego, la conscripción a la que se refiere Flaubert se llevó a cabo en 1812, cuando, a consecuencia de la ruptura de la alianza entre Napoleón y el zar Alejandro I, tuvo lugar la campaña contra Rusia y la posterior retirada, particularmente sangrienta.

    ⁵⁹ En las Notas con que cierra su estudio sobre Madame Bovary, incluido en sus célebres Lecciones de literatura, Vladimir Nabokov señala: "[Q]uiero llamar la atención en primer lugar sobre el empleo que hace Flaubert de la conjunción y precedida del punto y coma (en las traducciones inglesas, el punto y coma es sustituido a veces sin fuerza alguna por una coma [lo que también sucede en muchas traducciones castellanas], pero nosotros volvemos a poner el punto y coma). Dicho punto y coma más la conjunción y vienen después de una enumeración de acciones, estados u objetos; el punto y coma crea entonces una pausa y la y lo que hace es redondear el párrafo, introducir una imagen culminante, o un detalle vívido, descriptivo, poético, melancólico, o divertido. Se trata de un rasgo peculiar del estilo de Flaubert". Sobre esta misma cuestión ha reflexionado también la cuentista estadounidense Lydia Davis, autora, en 2010, de una de las últimas versiones de Madame Bovary en inglés: La puntuación de Flaubert […] ha sido muy alterada por quienes han realizado traducciones previas [al inglés]; quiero decir, alterada más allá de lo que se necesitaba en razón de los diferentes requerimientos de las sintaxis del francés y del inglés. [En el caso de Flaubert], el punto y coma es tan importante como lo fue el guión para [Emily Dickinson]. El punto y coma a menudo interrumpe la frase en lugar de llevarla a una conclusión. Varios puntos y comas dentro de una misma frase llevan a que esta se interrumpa varias veces. El efecto, con frecuencia, es hacer que resulte más pausada, más pesada. Para completar el punto de vista de Nabokov, se sugiere la lectura del artículo de Stella Mangiapane citado en la bibliografía.

    ⁶⁰ Al referirse al empleo de la bastardilla en Madame Bovary, Vargas Llosa, luego de aclarar que Flaubert procede según usos y costumbres de su época (ver nota 51), destaca otro uso al que considera una innovación del punto de vista narrativo. Y emplea precisamente el presente párrafo para señalar que "[e]l estilo indirecto libre –el único aporte técnico de Flaubert que destaca la crítica– consiste muy claramente en una forma de narración ambigua, en la cual el narrador narra tan cerca del personaje que el lector tiene la impresión, por momentos, que quien está hablando es el propio personaje (por ejemplo, en ese párrafo, la frase ‘¿Acaso tendría cómo mantenerlo en las escuelas gubernamentales, cómo comprarle un cargo o un fondo de comercio?’). La raíz del estilo indirecto libre es la ambigüedad, esa duda o confusión del punto de vista, que ya no es del narrador pero no es todavía el del personaje. Una simple ojeada al ejemplo que cito basta para comprobar que en el caso de las frases en cursiva se trata de algo distinto. Aquí la ambigüedad ha cedido el paso a la certeza: en el párrafo, por brevísimo tiempo pero sin que quepa duda, hay una sustitución de narrador, una doble muda de voces. Al comienzo del párrafo, quien está contando es el narrador omnisciente, pero a la mitad de esa primera frase una voz intrusa se añade y superpone a la suya. Monsieur Bovary ha dicho ‘ce n’est pas la peine’ [‘no vale la pena’] que su esposa enseñe todas esas cosas al niño y el narrador recoge esa voz y repite con él lo que ha dicho, pero manifestando siempre su existencia: por eso emplea el imperfecto. Así, en la primera frase en cursiva conviven dos narradores: (1) Un narrador-personaje singular, M. Bovary, cuya presencia es delatada por la cursiva, señal tipográfica mediante la cual el relator invisible toma distancia, se aleja del relato sin desaparecer del todo, y (2) El narrador omnisciente, voz que narra a otra voz, sombra huidiza pero todavía detectable, por ese tiempo verbal que es el suyo (el imperfecto), que lo distingue de la voz intrusa. Luego, el relator invisible sigue narrando hasta la siguiente frase en cursiva. Allí ya no hay coexistencia, la doble voz se convierte en una sola, el narrador omnisciente es relevado por el narrador personaje. No cabe duda, quien dice avec du toupet, un homme réussit toujours dans le monde [con tupé, un hombre siempre triunfa en el mundo] es Monsieur Bovary. Además de la cursiva, ha cambiado el tiempo verbal y ese pretérito indefinido consuma el exilio, por el lapso fugaz de la frase, del relator invisible. Pero este retorna inmediatamente para referir que la señora Bovary se mordía los labios y que el niño vagabundeaba por el pueblo. Así pues, en pocas líneas de texto hemos asistido a varias mudas de narrador. Dos voces se han aliado, sin necesidad de puntos aparte ni seguidos –el aviso previo de la novela tradicional– para relatarnos ese episodio. Ha cambiado cinco veces el punto de vista; hemos sido acercados y alejados de la realidad ficticia: comenzamos viéndola desde afuera, con el relator invisible, luego fuimos introducidos en ella para escuchar lo ocurrido de la voz de un personaje, retornamos a la exterioridad, volvimos a la voz del mismo personaje y regresamos una vez más a la exterioridad. Vargas Llosa concluye que Flaubert fue el primero en instaurar este cambio veloz de punto de vista que, ya sin bastardillas, perdura hasta el presente. Al respecto, se recomienda igualmente la lectura de Signifiance et in-signifiance: le discours italique dans Madame Bovary", de Claude Duchet, en La production du sens chez Flaubert, y La parole des personnages, de Claudine Gothot-Mersch, en Travail de Flaubert.

    ⁶¹ Para evitar cualquier tipo de confusión, considérese que en la novela hay tres Madame Bovary: la primera es la madre de Charles, la segunda será Héloïse

    Dubuc, primera esposa de Charles, y la tercera –la que da título al libro– es Emma Rouault, su segunda esposa.

    ⁶² Considerada la segunda feria popular más importante de Francia, la feria de Saint-Romain tiene lugar desde fines de octubre a finales de noviembre. Se supone que comenzó en el siglo XI, cuando en la catedral empezaron a exhibirse las reliquias de Romain –patrono de Ruán y obispo de la ciudad en la primera mitad del siglo VII–, vencedor de un mítico dragón cuyos despojos se mostraron conjuntamente con los del santo. Al lugar acudieron campesinos, pero también buhoneros, juglares y ministriles, dando origen a una tradición que se repite año tras año desde entonces hasta la actualidad. Durante el siglo XIX, la feria comienza a convocar a grupos teatrales, coros, acróbatas y otras atracciones que, según Neefs, formaban parte de los recuerdos de infancia de Flaubert.

    ⁶³ Se trata de Voyage du jeune Anacharsis en Grèce vers le milieu du IVe siécle avant l’ère vulgaire (1779), del abate Jean-Jacques Barthélemy (1716-1795), eclesiástico, arqueólogo, numismático y escritor francés. La obra, ilustrada por Jean-Denis Barbié du Bocage, fue de referencia obligada en las escuelas francesas durante el siglo XIX.

    ⁶⁴ Masson indica que se trata del nombre de una antigua callejuela de Ruán, que bordea el arroyo del mismo nombre. Por su parte, Neefs lo identifica con una cloaca a cielo abierto, donde los tintoreros vertían sus aguas servidas.

    ⁶⁵ Con la palabra volante se identifica aquí a un objeto de corcho muñido de una corona de plumas –en la actualidad, volante o pluma–, que, ya en el siglo XVII, se impulsaba con raquetas para jugar a una suerte de bádminton.

    ⁶⁶ En la nota de Jacques Neefs, "Pierre-Jean de Béranger (1780-1857), cancionista muy popular en todo el siglo XIX, portador de una memoria viva de la Revolución

    de 1789 y de la época napoleónica: fue condenado en varias oportunidades bajo la Restauración por sus ataques contra la aristocracia y la monarquía; fue favorable a la revolución de 1830 y, por corto tiempo, miembro de la Asamblea Constituyente en 1848. Sus canciones y poemas han sido regularmente reeditados, sus obras póstumas (92 canciones y su autobiografía) fueron publicadas a partir de 1858. Hecha la presentación, vale la pena considerar lo que Flaubert pensaba de Béranger. Puede leerse en una carta dirigida a Louise Colet, a finales de diciembre de 1847: La carne del guiso es desagradable, sobre todo porque constituye la base de la alimentación de las familias modestas. Béranger es la carne del cocido de la poesía moderna".

    ⁶⁷ Neefs afirma que, durante el siglo XIX, en Francia, la medicina estaba muy jerarquizada según dos órdenes. Apoyándose en La France médicale au XIXe siècle (París, Gallimard/Juillard, 1978), de Jacques Léonard, señala que ambos reflejan fielmente la oposición entre la burguesía y el pueblo. De acuerdo con esta división, oficial de la salud es un médico de segundo orden, que no pasó el bachillerato y que sólo puede ejercer en el departamento en el cual obtuvo su título. Por lo tanto, sus intervenciones están estrictamente limitadas, pudiendo practicar operaciones quirúrgicas sólo bajo la supervisión y la inspección de un doctor. El título, aclara Neefs, desaparecerá en 1892.

    ⁶⁸ Masson arriesga que la imaginaria Tostes es la actual Tôtes, población y comuna de la región de Alta Normandía, en el departamento del Sena-Marítimo, en el distrito de Dieppe. Sin embargo, nada lo confirma.

    ⁶⁹ La libra –aclara Neefs– tenía el mismo valor que el franco, pero la palabra connota el Antiguo Régimen.

    II

    Una noche, alrededor de las once, fueron despertados por el ruido de un caballo que se detuvo justo en la puerta. La criada abrió el tragaluz del desván y parlamentó por un rato con un hombre que se había quedado abajo, en la calle. Venía a buscar al médico, tenía una carta. Nastasie descendió por los escalones tiritando y fue a abrir la cerradura y los cerrojos, uno tras otro. El hombre dejó su caballo y, siguiendo a la criada, entró abruptamente detrás de ella. Sacó del gorro con borlas grises una carta envuelta en un trapo y la presentó delicadamente a Charles, quien se acodó en la almohada para leerla. Cerca de él, Nastasie sostenía la vela. La señora de la casa, por pudor, se había quedado de cara a la pared y mostraba la espalda.⁷⁰

    En esa carta, lacrada con un pequeño sello de cera azul, se le suplicaba a M. Bovary que se hiciera inmediatamente presente en la granja de los Bertaux, para componer una pierna rota. Ahora bien, desde Tostes hasta los Bertaux hay seis buenas leguas de distancia, pasando por Longueville y Saint-Victor. La noche estaba oscura. Madame Bovary, la esposa de Charles, temía que su marido se accidentara. Entonces se decidió que el mozo de caballeriza se adelantase. Charles partiría tres horas después, al salir la luna. Se le enviaría a un muchachito para que le mostrara el camino de la granja y para que le abriese las cercas.

    Hacia las cuatro de la mañana, Charles, bien envuelto en su abrigo, se puso en camino hacia los Bertaux. Todavía dormido por el calor del sueño, se dejaba mecer por el trote pacífico de su caballo. Cuando éste se detenía por cuenta propia ante esos pozos rodeados de espinas que se cavan en el borde de los surcos, Charles, despertándose sobresaltado, se acordaba rápidamente de la pierna rota e intentaba recuperar la memoria de todas las fracturas que conocía. Ya no llovía; el día comenzaba a despuntar, y sobre las ramas sin hojas de los manzanos, los pájaros se quedaban inmóviles, con las plumitas erizadas por el viento frío de la mañana. El campo uniforme se extendía hasta perderse de vista y los grupos de árboles en torno de las granjas dejaban, a largos intervalos, manchones de un violeta oscuro sobre esa gran superficie gris, que se perdía en el horizonte en el tono sombrío del cielo. De vez en cuando, Charles abría los ojos; luego, cansada la mente y vuelto el sueño, pronto entraba en una especie de sopor en el que sus sensaciones recientes se confundían con los recuerdos, y se percibía a sí mismo doble, a la vez estudiante y casado, acostado en su cama como hasta hacía un rato, atravesando una sala de operados como en otros tiempos. El olor caliente de las cataplasmas se mezclaba en su cabeza con el verde olor del rocío; oía rodar sobre el barral los anillos de hierro de las camas y a su mujer durmiendo...⁷¹ Cuando pasaba por Vassonville, en el borde de un pozo, advirtió a un jovencito sentado en el pasto.

    –¿Usted es el médico? –preguntó el muchachito.

    Y, con la respuesta de Charles, agarró los zuecos con las manos y se puso a correr delante de él.

    El oficial de la salud, por el camino, comprendió gracias al discurso de su guía que Monsieur Rouault debía ser uno de los agricultores de posición más holgada. Se había roto la pierna la noche de la víspera, volviendo de festejar Reyes, en lo de un vecino. Su mujer había muerto hacía dos años. Sólo tenía consigo a la señorita, que lo ayudaba con la

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