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De camino al trabajo, justo antes de la medianoche, Sam Cardel es testigo de cómo un hombre abusa de una mujer y, sin pensarlo, corre en su ayuda, comenzando una pelea brutal con su atacante. Con su extenso entrenamiento en artes marciales, Sam fácilmente domina al hombre, dejándolo maltratado y destrozado, mientras ella permanece impasible ante sus gritos.

Sam deja al hombre sangrando en la acera y continúa su camino, llegando al trabajo unos minutos más tarde, aparentemente indiferente a lo sucedido. Sin embargo, a medida que avanza la noche, ella no puede evitar la sensación de que algo no está bien.

Sam pronto se da cuenta de que las consecuencias de su buena acción serán mucho más severas de lo que jamás hubiera esperado. La pérdida que sufrirá tendrá tal impacto que su resiliencia flaqueará, dejándola insegura sobre su capacidad para perseverar. ¿Podrá encontrar la fuerza interior para defenderse y reclamar lo que es suyo por derecho? A pesar de su estado debilitado, ¿podrá Sam Cardel mantenerse decidida y seguir adelante?

IdiomaEspañol
EditorialMerly Burns
Fecha de lanzamiento21 ene 2023
ISBN9798224116843
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    Ímpetu - Merly Burns

    CAPÍTULO 1

    Veinte minutos antes de la medianoche y a pocos kilómetros de su trabajo en el refugio de animales, Sam Cardel estacionó su auto y caminó un par de cuadras de regreso. Los residentes de Pasadena se habían acostado temprano ese martes por la noche, por lo que no tenía que preocuparse de que alguien la viera.

    Desde la esquina, Sam observó a la pareja dentro de la camioneta negra. Solo unos minutos antes había visto al hombre golpear a la mujer sentada a su lado en el asiento del pasajero. Estaba agitando los brazos ahora, gritándole algo, pero los golpes parecían haber terminado. La mujer se tapaba la cara con las manos mientras apoyaba la cabeza en la ventana, o tal vez intentaba escapar, pero no podía. Sam estaba demasiado lejos para ver su rostro con más claridad. De repente, el hombre se volvió hacia la mujer, le echó el pelo hacia atrás y saltó encima de ella.

    Sam tenía toda la intención de golpear ligeramente el capó de la camioneta del hombre un par de veces, pero la chatarra sonó como si la hubiera golpeado con un martillo de cien kilos.

    El hombre se dio la vuelta y miró a Sam durante unos segundos. Después de que ella lo saludara con la mano, él abrió la puerta del pasajero y salió.

    —¿Qué diablos crees que estás haciendo? —le preguntó a ella.

    —¡Ay, pero qué casualidad! Estaba a punto de preguntarte lo mismo.

    No había mucho espacio delante de la camioneta, así que Sam volvió a la acera y se quedó a solo unos metros de él.

    —Será mejor que te vayas ahora, o te arrepentirás —le dijo.

    —¿Y perderme la fiesta? ¿Cómo se te ocurre?

    —Te estoy advirtiendo. Si no te vas ahora mismo…

    —No le tengo miedo a cobardes como tú. No soy tu mujer.

    El hombre la alcanzó con solo tres pasos.

    —¿Qué me dijiste?

    —¿Necesitas que te haga un dibujo? Creo que tengo un lápiz por aquí en alguna parte. Dame un segundo —dijo ella, revisando todos sus bolsillos.

    —Yo te voy a enseñar, estúpida —dijo el hombre, arremetiendo contra ella.

    Tan pronto como él se acercó a la cara de Sam con su puño, ella lo agarró de la muñeca y le rompió el brazo, perturbando el silencio de la noche con sus gritos. El hombre dio un paso atrás y trató de decirle algo, pero a Sam nunca le importaron mucho las explicaciones ni las excusas. Mientras su lloriqueo continuaba, ella lo hizo callar golpeándolo con fuerza en la nariz, llenándole la boca con su sangre. Luego le dio una patada en la rodilla, dejándolo tirado en el suelo como una marioneta pisoteada.

    La mujer salió de la camioneta mirando la escena como si mirara las secuelas de un repentino y desordenado accidente de tránsito. Su rostro estaba lleno de moretones y de un ligero corte en su ceja izquierda, un delgado hilo de sangre se abría paso hasta su cuello.

    —Deberías irte —le dijo Sam, bajándose la capucha de su sudadera, escondiendo su rostro. Pero la mujer, que seguía mirando al hombre, no se movió, por lo que Sam fingió atacarla hasta que ella agarró sus cosas y salió corriendo.

    Las sirenas de la policía en la distancia le recordaron a Sam la hora. Caminó de regreso esas dos cuadras, sintiendo un poco de envidia al mirar esas ventanas oscuras de los departamentos y las puertas de esos edificios entreabiertos, pensando en cómo esos residentes no tenían idea del tipo de personas que visitaban su vecindario mientras dormían plácidamente. Qué verdadera bendición era la ignorancia.

    Sam subió a su auto y lo puso en marcha. Con solo una señal de ceda el paso en la esquina no pensó que los faros fueran necesarios. Una cuadra más adelante aparcó en una casa sin portón, justo al lado de un auto deportivo que se veía medio caro. Esperó unos minutos, encendió las luces y se fue como si dejara su propia casa. Los perros de la cuadra se negaron a intervenir, convenciendo a Sam de que incluso ellos entendían que los gritos de ciertas personas no tenían importancia alguna.

    Sin más interrupciones, Sam llegó al trabajo con cinco minutos de sobra. Después de dejar su mochila en su casillero, caminó un poco distraída hacia el área de recepción, mirando a Camila mientras cerraba la puerta detrás de ella. Estaba segura de haberle respondido a Camila cuando se despidió. Tenía la certeza de haber sentido su boca moverse, así que algo tiene que haberle dicho. Además, Camila sonrió antes de cerrar la puerta, lo que era prueba suficiente. Ahora, si solo fue un chao, un adiós o un más formal buenas noches, de eso sí que no tenía la menor idea.

    Lo único que Sam tenía en mente en ese momento era el rostro de esa mujer allí mismo, frente a ella, proyectado sobre la madera blanca de la puerta con ese delgado hilo de sangre todavía corriendo por su mejilla. Qué cansados se veían sus ojos, pensó. Quizás tendría que haberle dislocado la otra rodilla a ese mal nacido. Tal vez fue demasiado considerada con él. Si tan solo le hubiera, si le hubiera…

    —¡Ay, estos perros! —exclamó Sam de repente con su mirada hacia el techo, como suplicando.

    Ese fue el final de su recuerdo de esa mujer porque, con tan atroces ladridos, esa imagen se desvaneció de su mente de una vez. Noches enteras con esos cuadrúpedos y ni dos minutos de silencio le regalaban. Nadie a quién echarle la culpa en todo caso, la idea de mimarlos tanto se le había ocurrido a ella solita.

    Cada noche era el mismo ritual en el refugio de animales donde Sam trabajaba. Los perros no se calmaban hasta que ella entraba a sus jaulas a contarle una historia distinta a cada uno. Provinieran de libros, revistas, diarios o incluso fueran simple copuchas de uno que otro gato, no importaba, con todas se entretenían. Ningún canino era muy exigente al respecto. Ella se sabía cada uno de sus nombres, sus personalidades, todos sus gustos y disgustos.

    No había una semana en que no llegara un nuevo perro o gato al refugio y siempre era una lucha constante para Sam el no encariñarse con alguno. Aunque esas horas que compartían juntos cada día la llenaban de felicidad, ella tenía muy claro que la prioridad era encontrarle un hogar definitivo a cada uno de ellos. No estaban ahí para quedarse.

    Por mucho tiempo Sam logró mantener esa distancia emocional que se había propuesto, pero nunca falta el patudo que se mete donde no lo llaman y que no se va por más que lo echen. Para Sam, el patudo fue un perro negro de patas cortas y blancas llamado Cracker. Esa mezcla de Terrier Escocés se apoderaba cada vez más de su corazón mientras más se rehusaba a comportarse como un can digno y de alta alcurnia. Al iniciar su turno, Cracker saltaba y chillaba en un tono tan alto que hasta las ventanas se espantaban. Su cola meneaba a su cuerpo tan rápido que daba vuelta los platos de agua y comida, desparramando sus contenidos por todas partes. A los otros perros, Sam les contaba historias superficiales y sin mucha trascendencia. Para Cracker reservaba aquellas que nadie más sabía, esas sin testigos que solo ocurrían lejos de la luz del día.

    Ya sentada con él en su jaula, Cracker le hizo entrega de todos los besos correspondientes a cada miércoles por la madrugada. Con su cabeza apoyada en su muslo, Sam le rascó detrás de la oreja, una de sus debilidades.

    —¿Te acuerdas de la historia que te conté hace como dos meses? Bueno, hoy pasó algo parecido.

    Cracker se sentó y la miró fijamente, pero ella le acarició el cuello y él apoyó su cabeza con esas orejas exageradas en su pierna.

    —No debieran hacer esas cosas, ¿sabes? Es culpa de ellos que todo termine de esa forma. Si lo hubieras visto al tipo esta noche, todo tirado ahí en el suelo, llorando como cabro chico. Para pegarle a una mujer sí que tienen cojones, pero cuando les toca a ellos es increíble lo rápido que cambian de tono. ¿Te acuerdas cuando fuimos al parque el otro día y yo pisé esa rama seca, esa que te devolviste a oler? Así mismo le sonó el brazo a este imbécil. La nariz se la hice añicos, ¿para qué te voy a mentir? Ni la cara se le veía ya con toda la sangre que tenía encima. Y la mujer, esa a la que había estado atacando hace solo unos minutos, bueno, ella finalmente se bajó del auto medio hipnotizada, como si no pudiera entender el tremendo desastre en que terminó todo. De su ceja izquierda, un hilo de sangre se hacía camino hasta su cuello, recién empezando a teñir de rojo su blusa color durazno como dos tallas más chicas. Yo creo que por eso no podía respirar bien ella. Además, no sé si habrá sido el frío o lo poco que su falda negra le cubría las piernas, pero se veía muy poco estable sobre esos tacos tan altos. Si la hubieras visto, Cracker, sus pies se turnaban de uno al otro, como si tuviera que ir al baño ya, pero el resto de su cuerpo permanecía completamente inmóvil, como una estatua. Se veía bien rara la señora, la verdad, como si no supiera como llegó a ese lugar, a ese momento.

    Cracker se levantó y miró a Sam por unos segundos y luego se acomodó otra vez en sus piernas. Ella lo miró, pero en su mente solo estaba la mujer con esa cara desconcertada que no dejaba de mirar al hombre, hechizada por algo más que simple curiosidad. Como que había una parte de ella que quería correr a ayudarlo, pero no se decidía.

    —Yo le dije que se fuera —le dijo Sam a Cracker mientras le rascaba el estómago—, pero no se movía, así que no se me ocurrió nada mejor que pretender abalanzarme contra ella para que se fuera de una vez. Y resultó. Sacó su chaqueta y cartera del auto y se fue a un paso rápido que pronto se convirtió en paso olímpico calle arriba. Si hubieras visto como corría, Cracker, yo creo que le habrías querido morder los talones, porque parecía que tenía pulgas con los saltitos que daba cada dos o tres pasos.

    Cracker se paró y fue a tomar un poco de agua. Luego se sentó al lado de su plato y se quedó mirando a Sam.

    —Ya está bueno que hagan lo que se les antoje, ¿no crees? ¿Cuántas veces tienen que causar daño para que alguien los detenga? ¿Sabes lo que leí el otro día? Dos tipos se robaron un auto estacionado afuera de una casa. La señora había olvidado algo y solo entró por un momento. Su perrito estaba en el asiento del pasajero. Los tipos se fueron en el auto y en la carretera tiraron al perrito por la ventana, en el medio de las pistas. ¿Qué se hace con esa gente? Me tiene tan aburrida todo eso. Si yo los encontrara, si supiera quienes son, nunca se olvidarían de cómo se sienten las piernas cuando sus huesos se convierten en astillas, como esa rama seca debajo de mis pies en el parque ese día, despedazadas para siempre.

    Cracker la miró fijamente, sentado un poco inquieto al otro lado de la jaula. Sam apretó los labios y luego le sonrió con toda la ternura que reservaba solo para él. Ella hubiese querido decirle mucho más, hablarle toda la noche si fuera posible, pero para qué preocuparlo. Tampoco era la idea darle malos sueños. Le dio un beso escandaloso en la nariz y lo dejó ahí para continuar con su trabajo.

    Cracker llevaba siete meses en el refugio y, semana tras semana, la gente pasaba de largo sin mirarlo dos veces. Muy macizo, muy enano, muy alegre, ¿quién sabe? Sam no podía entender como la gente no se daba cuenta de lo que se estaban perdiendo. Él era perfecto así y como era. Pero a ella no le entristecía mucho esa situación. Si todas esas personas insistían en no querer ofrecerle un hogar, ella estaba a punto de ofrecerle el suyo. Solo estaba esperando el momento más oportuno.

    Las horas pasaron más rápido que lo normal esa noche. Diez minutos después de las ocho de la mañana, Sam le deseó a Cracker y al resto de los perros y gatos un día maravilloso y terminó su turno. Una ruta distinta a la de la noche anterior le inspiró un poco más de confianza. Además, al ser otra mañana gloriosa en California del Sur, sería imposible no disfrutar el camino a casa, aun cuando tomara más tiempo de lo usual.

    El tráfico estaba denso en la avenida Linda Vista ese miércoles por la mañana, pero Sam no le dio mucha importancia. Como migas en el camino, las luces rojas de los vehículos la guiaban a casa mientras su mente se paseaba por otros lados. Los árboles verdes y altos se veían muy cercanos unos de otros, como si fueran mellizos de mundos distintos. Y esas nubes allá arriba daban la impresión de querer tocar las ramas más altas, pero la distancia que les separaba hubiera engañado hasta a los más incrédulos.

    Ningún árbol había servido de testigo la noche anterior, y las nubes se habían retirado varias horas antes. Sólo cemento y metal alrededor. Sam recordó lo gratificante que había sido el sonido de los huesos del hombre quebrajándose en sus manos. Un metro ochenta o algo así y había terminado siendo más débil que un muñeco de trapo. Sam solo deseaba que no pudiera golpear a nadie más con el brazo inservible que le había dejado, y que ojalá no pudiera perseguir a nadie con esa rodilla arruinada. Y si, además, las mujeres lo encontraran repugnante con esa nariz nueva y retorcida, bueno, eso sería, el broche de oro.

    Con el pequeño choque ahora al costado de la calle, el tráfico se despejó y la velocidad aumentó. Pronto, esas casas inmensas de avenida Linda Vista con sus jardines frondosos y sin rejas fueron quedando en el espejo retrovisor. Aun así, los lastimosos sollozos del hombre seguían resonando en sus oídos. Para Sam, las lágrimas de personas como él no tenían sentido, así que subió el volumen de la música hasta ensordecer todos sus sentidos.

    Fuera de su casa, en las colinas de La Cañada Flintridge, mientras buscaba sus llaves, se dio cuenta de que había algunas manchas de sangre en su polerón negro, las que se hacían más visibles mientras más directo les daba el sol. No eran muchas ni muy grandes, pero se esparcían desde el pecho hasta abajo. Una sonrisa llena de satisfacción llenó su cara. El detergente las quitaría sin problema, tal y como lo había hecho tantas veces antes. A Sam le hubiera encantado dejarlo como estaba, como un trofeo maravilloso, pero eso implicaría responder un montón de preguntas ridículas y el solo pensar en esa posibilidad le causaba unos retorcijones espantosos.

    Ya en su dormitorio, Sam se cambió a unos pantalones cortos y una polera. Luego de cerrar las cortinas térmicas, se metió a la cama y sin que nada le perturbara la mente, dentro de pocos minutos ya estaba durmiendo.

    La tarde de ese miércoles, mientras Sam preparaba el bolso para su clase de artes marciales, Grace Cardel se detuvo en la puerta de su habitación, y se quedó mirando a su hija por unos minutos. Era obvio que tenía algo en su mente, pero como solía hacerlo ya por varios años, Sam esperó a que su madre iniciara la conversación. Nunca le encontró mucho sentido a apurar lo inevitable.

    —¿Escuchaste lo que pasó anoche? —preguntó Grace.

    Sam ya había dejado una toalla en el bolso, pero intentó meter otra.

    —No, ¿qué pasó? —le contestó sin mirarla.

    —Asaltaron a un hombre, a solo unos pocos kilómetros del refugio. ¿Nadie en tu trabajo se enteró?

    La toalla de pronto lo estaba estorbando todo, así que Sam la sacó con fuerza y la tiró en la cama.

    —¿Lo asaltaron? —le preguntó a su madre, agregándole a su tono toda la inocencia que pudo encontrar con tan poco aviso.

    —Sí, lo golpearon con mucha violencia, le quebraron huesos, le rompieron la cara. No podía creerlo cuando me lo contaron.

    —Qué raro.

    Grace se acercó dos pasos a su hija. Solo dos.

    —Podrías pedir otro turno —le dijo, casi susurrando.

    —¿Para qué? —preguntó Sam, un poco alterada, mirándola de frente.

    —¿Cómo que para qué, Sam? Te acabo de…

    —¡Ay, mamá! ¿Cuántas veces ha pasado algo así?

    —Sí, pero…

    —No te preocupes tanto. Es un buen vecindario. Estaré bien —le dijo Sam, molesta.

    Grace se quedó ahí parada, mirándola con esos ojos azules suyos que no hacían nada más que acentuar esa mirada preocupada en su cara de rasgos finos y labios gruesos. Su pelo castaño claro terminado en rizos un poco más abajo de los hombros, le daba un aire de elegancia absoluta en todo tipo de circunstancia, por muy estresante que fuera. Pero su silencio era lo que más complicaba a Sam siempre. Ella entendía que no era más que la expresión de ese grito interno y ese deseo irracional de bloquear las salidas y proteger a su hija de todo mal y toda injusticia. Pero era Sam quien quería gritarle que no era necesario, que quisiera que entendiera que su niña ya no era tal, y que el mal y la injusticia nunca serían derrotados solo con buenas intenciones. Pero, al final, su conclusión era la misma: ¿Para qué? En sus largos veinticuatro años de vida, la experiencia le había enseñado que ciertas conversaciones solo empeoraban las cosas.

    De la cómoda sacó una polera y del baño una toalla para la cara. Con el bolso listo, lo tomó y caminó hacia la puerta, pasando por el lado de su madre. Pero, como si hubiera una valla invisible bloqueando la salida, se detuvo y se dio la vuelta a mirarla.

    —Deja de preocuparte tanto, mamá. De verdad. Yo me puedo cuidar sola.

    Grace sonrió, le dio un beso en la mejilla y se fue caminando por el pasillo.

    —Todavía estamos para el viernes, ¿verdad? —le preguntó sin mirarla.

    —¿Qué hay el…

    —La cena en la fundación. Me lo prometiste —le dijo, deteniéndose antes de bajar la escalera, clavando su mirada en los ojos de su hija—. Estás libre esa noche, ¿no?

    —Sí.

    —A las siete, entonces. No te olvides.

    Sam le dijo un `bueno´ que ni ella escuchó mientras la veía desaparecer hacia el primer piso. Pero daba lo mismo. Una promesa era una promesa. Además, no iba a empezar a decirle que no a su madre cuando no lo había hecho por tantos años.

    Sam se dio la vuelta, dejó el bolso en la cama y caminó hacia la ventana. Una pregunta tras otra disparándose en su cabeza. ¿Qué pensaría su madre si lo supiera todo? ¿Hasta qué punto llegan los padres para aceptar a sus hijos? Solo Grace Cardel podía responder tales preguntas, pero Sam no estaba dispuesta a preguntarlas. Era mejor seguir siendo la niña inocente en esos ojos maternos que ver tanta decepción mirándola de vuelta.

    Con su trabajo nocturno disponía de muchas más horas en el día para disfrutarlas con su madre. Y cuando no andaban de compras o cenando juntas, Sam se pasaba cada minuto libre en el dojo de artes marciales, boxeando, o en el gimnasio levantando pesas.

    Fortalece el cuerpo y desgasta la mente, le había dicho su madre pocos días después de su séptimo cumpleaños, luego de haberla inscrito en su primera clase de aikido. Los siguientes fueron años llenos de arduos e incesantes entrenamientos en distintas disciplinas de artes marciales. Todo parte del plan de Grace para que Sam lograra controlar ese ímpetu irrefrenable que la había acechado desde su infancia. ¿Cómo explicarle a su madre lo simple y rápido que había sido deshacer todo lo que ese plan había logrado? ¿Cómo decirle que lo único que había necesitado había sido su licencia de conducir y el auto que ella misma le había regalado al cumplir los dieciséis años? Nada mejor para desarrollar un ímpetu aún más indomable que la libertad absoluta. Funcionó de maravillas para Sam.

    CAPÍTULO 2

    El viernes, alrededor de las 6:15 pm, Sam y su madre salieron camino a la cena en la Fundación Cardel. Como era ya una costumbre cada vez que debían atender alguna de estas obligaciones, se detuvieron en un pequeño centro comercial a pocas cuadras de casa. Ni Sam ni Grace disfrutaban mucho de estas formalidades, por lo que un buen café antes de llegar no era solo deseado, sino necesario.

    La amena conversación que llevaban en el auto se vio drásticamente interrumpida por la sorpresa de encontrar el centro comercial tan atiborrado de gente. Era algo extraño para un viernes en la tarde, pero «bueno», dijo Grace, «si estuviera vacío, sería más raro todavía». Dado el tiempo que tuvieron que esperar para encontrar estacionamiento, Grace decidió ir sola a buscar los cafés mientras Sam se quedó en el auto.

    Cuando Grace salió de la cafetería había autos estacionados hasta en doble fila. En cada mano llevaba un café, mirándolos intensamente para que no se le fueran a derramar. Sam consideró por un par de segundos bajarse del auto y ayudarla, pero no lo hizo.

    Grace pasó en frente del Toyota de Sam y siguió de largo. El Honda estacionado a su lado era del mismo color, pero no idéntico. Sam entendía que su madre no supiera mucho de autos, pero no encontraba que eso fuera excusa suficiente para el tremendo error que parecía estar a punto de cometer. La siguió mirando como alguien mira un accidente en cámara lenta, apenas respirando, paralizada por el suspenso.

    A pesar de algunas dificultades tratando de sentarse y cerrar la puerta mientras balanceaba ambos cafés, la concentración de su madre era excepcional. Sam solo podía ver la nuca del conductor del Honda porque toda su atención estaba en esa mujer extraña a su lado. Cuando Grace fue a entregarle el café a quien pensó que era su hija, la expresión de espanto que se apoderó de su cara no tenía igual. A Sam se le escapó una carcajada tan fuerte que su madre y el caballero la miraron al mismo tiempo. Grace se disculpó tres o cuatro veces al señor y le regaló uno de los cafés como gesto de sinceridad, cubriéndose la cara como niña avergonzada mientras se alejaba de ese auto inoportuno.

    —Debido a tu insolencia, te perdiste de disfrutar un delicioso e inolvidable café —le dijo Grace a su hija apenas llegó a su lado.

    —Oh, dudo mucho que haya algo más inolvidable que este espectáculo que te mandaste —le respondió Sam con absoluta convicción y sin parar de reírse junto a su madre.

    Luego de unos minutos y cuando la risa había disminuido, Sam retrocedió el automóvil para salir del estacionamiento. Mientras esperaban en la fila interminable que daba a la calle y con Grace ocupada en una llamada telefónica, Sam de pronto notó a un hombre joven que no le quitaba los ojos de encima. Estaba parado un poco más adelante, apoyado en el capó de una camioneta negra. Vestía jeans azules, polera negra y chaqueta de cuero del mismo color. A medida que Sam avanzaba, el hombre la seguía con su mirada, inmutable en su posición de brazos cruzados, como esperando el momento preciso.

    Tres autos salieron a la vez y Sam avanzó un poco más quedando justo al lado del hombre. Por un momento pensó que él se iba a acercar a su ventana cuando bajó los brazos, pero solo metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y se quedó ahí mismo, mirándola fijamente. Aburrida de ese calor que sentía en su cara por esa mirada tan incesante, Sam se dio vuelta a mirarlo y ahí se quedaron los dos cruzados en esa batalla silenciosa, la que pronto fue interrumpida por el bocinazo del vehículo de atrás. Obligada a continuar su rumbo a la cena en la Fundación Cardel junto a su madre, Sam se convenció a sí misma de que no era nada importante, que lo más probable era que el tipo no tenía nada mejor que hacer esa tarde. Mejor olvidarse del asunto y disfrutar la cena.

    —Disculpa que haya sido tan aburrido —le dijo Grace a Sam mientras caminaban hacia el auto más tarde esa noche.

    —No estuvo tan mal.

    —Por lo menos no tuviste que venir de vestido, así que no te puedes enojar conmigo.

    —No te preocupes, mamá —dijo Sam, sonriéndole un poco—. Si incluso me entretuve.

    —¿En serio?

    —Sí.

    —¿De verdad? ¿No me lo estás diciendo por…

    —De verdad, mamá. ¿Para qué te voy a mentir? Me gustó.

    —¡Uy! No tienes idea de cuánto me alegra que me digas eso, porque tú sabes que te vas a tener que hacer cargo de todo esto bien pronto.

    Sam se la quedó mirando para responderle, pero su madre abrió las puertas del auto y se subió bien rápido por el lado del conductor. Sam se había tomado un par de cervezas y Grace había decidido unilateralmente que sería ella la conductora de turno de regreso a casa. Una vez dentro del auto, le clavó los ojos a su madre y le inquirió con un tono consternado.

    —¿Hacerme cargo de qué?

    —De las escuelas, obvio —dijo Grace, mientras hacía partir el auto—. Ya están casi listas y quedamos en que tú te ibas a encargar de enseñarles artes marciales a los niños, ¿recuerdas?

    —¡Pero todavía falta para eso! ¿No quedamos que cuando cumpliera los veinticinco?

    —Dijimos que cuando salieras de la universidad, Sam y eso fue hace más de un año.

    —Si, pero…

    —No me digas que te estás arrepintiendo ahora. ¿No fue para esto que estudiaste Educación Física? Esto es lo que querías hacer. Estabas segura.

    —Aún lo estoy, mamá, nada ha cambiado.

    —Y, entonces, ¿por qué la reticencia?

    —Porque una cosa es enseñar unas pocas clases y otra muy distinta es encargarse de todo. Ni siquiera he trabajado en mi carrera aún.

    —¿Y de quién fue esa decisión?

    —Bueno…

    —¿Cuántas veces ya que te he pedido que dejes ese trabajo, Sam? Y ese turno, esas horas, la verdad, no entiendo.

    —Me

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