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Tras la agenda Fúnebre
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Libro electrónico163 páginas2 horas

Tras la agenda Fúnebre

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"Solo pedí que el misterio, con sutil voz, nos salve de olvidar para qué vivimos"

El mundo fuera del suyo lo aturde. Por ende, lo abraza con estructura, pero como herrero; a golpes, sobre el pedernal labrando la forma.
Pese a que su escritura parece intrincada y compleja, cuando lo leemos con atención, descubrimos que libro tras libro va puliendo su discurso mostrándonos cómo se ejerce la escritura desde un flujo de caleidoscópicas asociaciones entre lo abstraído y lo tangible. Si bien anclado en lo conceptual, a la vez, hurga, musical y sensorial, el gran dilema humano: vivir idea dentro de un cuerpo que a veces pareciera autónomo tanto en lo emocional como en lo kinético.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 mar 2024
ISBN9798224087549
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    Tras la agenda Fúnebre - Marco Antonio Susarrey

    ESCRIBIR ES MI REVERENCIA DESVANECIÉNDOSE

    Porque nazco, soy, a los ojos de la vida, un invitado de la muerte.

    Un viajero y un agente comprometido, sí, lo soy. Mi personalidad es determinante y, sin embargo, sólo con esto describirme sería un alarde cuestionable. Entonces, a lo largo de los años, reuní meritoria elegancia para, también, afirmar que lo que soy, es el resto de los que se van.

    Soy el que se muere en pos de un tiempo que no he reescrito.

    Soy el nunca extrañado, si falto a las horas de algarabía o viento.

    Porque nazco, soy afín a la información, entre los riesgos tácitos del olvido, y atareado con las voces que perdieron claridad en el desastre.

    Ah, Marco Gahrig, es mi nombre; descendencia, alemana y francesa. Yendo al punto entonces, coordiné por treinta años, a elementos de un gabinete privado, disuelto en la actualidad, que vinculó pronósticos y patrones de desclasificación entre varios departamentos de inteligencia.

    Nos bifurcamos. Por un lado, está la teoría de que El Capisci, nuestro objetivo, fue algún personaje inexistente que, según, desde una extinta Gestapo, sentó a estrategas internacionales y complotó el saqueo de un fondo global destinado a la logística nuclear. Por otro lado, rodó mi teoría, de que este distópico preludio de pesadilla, haya sido cierto.

    Estuve entre la minoría de haber creído en Capisci. Y sufrí, después, un abandono. (Por mi anacrónica esencia, ¿todos habrán reventado?)

    Me moví hasta donde las noches no pueden más oscurecer, y cesé la búsqueda. Nada corroboré del mito de Capisci, me alejé de la ambición de captura y, al mismo tiempo, hice un período para mí, para reflexionar mi sigilosa vida, para no llegar con la decepción fresca, cuando me tocara ineludiblemente afrontar a cada Te lo dije, como moscas que aún sin aparentar cerebro, han llegado a esa implacable razón.

    Sin embargo, todo ocio, acabo volviéndolo breve. Impera inquietud en mi naturaleza, pues permanecí activo entre algunos asuntos menores que, recopilándolos, me percaté, muy poco necesito para figurarme de cómo la memoria se apoya siempre en la agenda fúnebre del hombre.

    Tiene su gloria nuestro recuerdo, no cuando es nuestro, sino cuando pertenece a quien pueda vivir el sentido de que, al serle conferido, tanto le duela, y tanto le perdure, hasta erigir aquel su ser, como repercusión honrosa de ese mismo recuerdo.

    Siempre hemos peleado por ganar la perspectiva del otro, y hemos llamado a eso la inminente hambre de valer como una pauta.

    Mientras tanto, en una humilde contribución de mi parte (no tan humilde como para implicar sumisión ni callar ante quien desconceptúe mis iniciativas), ya he simplificado, para cada caso que en este libro vine abordando, un epitafio especial.

    Esto lo ideo, porque el peso de vivir bajando la vista se ve aparecer. Y quiero honrar al ninguneado; soy un opositor de acostumbrarse a que la fragilidad apartemos del cuento oficial de los discursos totalitarios.

    No sé si por mi decadencia natural, o por una mañosa suerte de que se presentaron como casos más complejos y acosados por la ficción, la realidad es una cercenada explicación cuando volteo a releerlos en mi vieja carpeta. Y cada quien puede ser ligero en contradecir mi opinión sobre los enigmas, por supuesto.

    El mundo ofrece al individuo convergencia singular de extrañezas que nunca como la de individuo otro; he allí la predominación de las disertaciones.

    Pero heme aquí, a la espera de una realidad inteligible para todos.

    ¿Cuántas veces el minutero suplí por un sorbo de café, mirando otros tiempos aplacarse con otros gatillos?

    Sé que apenas un grano rescato desde ésta primitiva, ensangrentada montaña de bagajes del hombre.

    Y la simplicidad se enluta; el desconcierto se nos desnuda.

    Creo que, en realidad, renazco de fortaleza con la que estar muy lejos de espantarme con mi sombra.

    EPITAFIO I

    ––––––––

    En ocasiones, unos son los que se van en lugar de otros. Aunque para algunos, esa dinámica ya hemos visto que ha durado

    La noche de año nuevo del 99, en transición del uno al otro milenio, los empleados del hotel Le 18 en París, se vieron irritados cuando un huésped escapó sin pagar los últimos 12 días que sobrepasó el periodo de su reservación. Se dice, dejó un desorden en la habitación, y que padecía ansiedad, un furor e hipocondría incontrolables; qué distinto temperamento al caballero que solía ser cuando ingresó.

    Y vagó por las calles, buscando un hospital. Hallándolo, preguntó por el área de Oncología, donde se introdujo y tuvo de rehenes a varios pacientes entre los predestinados a dejar este mundo.

    Se atestiguó cómo el hombre les hacía preguntas, para evaluar si alguno de ellos prefiriese, a manera de considerar que el cese de las dolencias fuera un obsequio, morir en ese instante. Seleccionó un paciente. Antes de ultimarlo con analgésicos, le hizo directamente otra pregunta: si conocía la obra laisse le de côté, y si experimentaba repudio por su nueva edición.

    El desahuciado contestó negativamente, porque le fascinó la obra; juicio artístico que los demás rehenes sin excepción, compartían.

    El secuestrador, guardó un silencio de muerto, hasta que los rehenes detectaron a otro hombre, también lento y pálido pero desconocido, con un atavío tal que su rostro se perdía entre fantasmales ondulaciones.

    El secuestrador tembló, y dio un salto a la jardinera, sólo con tener frente a él ésta figura. Se dice que el huidizo colapsó por un derrame cerebral, en un callejón. De este modo, tan poco espectacular, finalizó su vida. En eso, los desahuciados preguntaron por un paciente a según características del ser que espantó al criminal, pero la descripción fue considerada absurda.

    Aquel Enero del 2000, para las novicias de un orfanato que a veces yo visito, inició con el velorio del delincuente.

    Y es que este hombre se crio a cargo de las novicias.

    Tuve que ser quien les notificó el deceso, pues, me habían solicitado indagar su paradero cuando rehusó matrimoniarse. Una decisión natural para el albedrío, pero, no lo es cuando el cambio de opinión, se tiene un par de días antes del evento, desdeñando el cortejo que trabajó con esa mujer que él conocía desde la infancia.

    En fin, las novicias reclamaron su cuerpo. Ya frotaban el ataúd cuando me aproximé.

    Dijeron que el muchacho siempre tuvo para su religión una devoción sobresaliente del resto de los niños. Y yo pensé en qué desilusión, o qué mal carril, podía haberlo transformado drástico.

    Guardé silencio, no por el cuerpo, sino por el concepto de nobleza destruida, así como por el misterio de laisse le de côté.

    Y es que... ¿quién pregunta impetuosamente por una obra, si la muerte, nos coja o la cojamos, presiona siendo una entidad tan antisocial, como la hipodérmica en la mano?

    [EN VOZ DE LA ENTIDAD TRÁGICA I]

    Recuerdo junto a Hortensia (que era entonces mi prometida), haber acudido a la premier de una tragedia francesa, la cual, rechazada en París, tendría su presentación en Nueva York.

    Hortensia insistía en visualizarla como un evento memorable, pero al finalizar, quise dejar en claro mi radical desacuerdo con ella.

    Varios espectadores, sino es que casi por unanimidad, aplaudieron de pie la función, contagiando de su efusiva vibración las paredes del teatro. Y me quedé al ras de mi asiento, como una silueta inusual entre el resto del público.

    Me perdí en mi decepción y mi tristeza, compadeciéndome de un carismático personaje fallecido: el Sr Reed, jubilado en fase terminal.

    Hombre, no precisamente de lo más adinerado, pero que sus pertenencias eran foco de las ambiciones.

    Como en extremaunción a un egregio, le acompañó otro personaje: el inquilino 6, quien, en el desván de la casa escenificada, garabateó antes, por rencor, una pintura.

    ¡Vaya actitud, dañar una pintura y luego mostrar falsa compasión por el Sr Reed! Acto seguido, el hipócrita le sostuvo la mano, cuando cerraron los ojos del Sr Reed por vez última.

    Yo esperaba que ese caprichoso tuviera algún castigo.

    En cambio, el óleo dañado, que pretendía ser una sorpresa del pintor y la escondía en ese desván, ahora con los trazos caóticos que de mero berrinche el bastardo inquilino 6 añadió, la pintura él se atribuía. Y en contra de tal explayado oportunismo cuando el pintor protestó, acorralaron al inquilino 6, pero él los asesinó, autor del cuadro, incluido, para no dejar que nadie revelara su farsa.

    ¡No! ¿Por qué tenía que suceder así?

    Si lo preguntan, la obra me pareció una burla a la estética, a la nobleza y la autenticidad. Pero por la algarabía de mi entorno, no tardé en ver que nadie compartió mi opinión.

    (Una irritabilidad que no debía cargar. Ciertamente, si noté que esta clase de injusticias, no podía tolerarlas ni siquiera en una obra de teatro corriente, necesitaba admitir que tenía un problema. En fin, tampoco se tiene la posición para decir cuál es la forma adecuada de poner contra las cuerdas a un villano)

    Al vaciar el teatro e ir ambos a comprar un helado, cuando sentí que podía tomar la obra de la mejor manera, Hortensia lo notó por mi sonrisa, aunque la esbocé apretada.

    Ella creía saber cómo contentarme. Siempre quise diversificar en mi trabajo de crítico cinematográfico, y aportar observaciones al teatro.

    Yo notaba su desesperación de niña erudita, por compartir algunos puntos de la obra basados en una historia que muy pocos por aquel entonces conocían.

    —¿Lo sabes? En una residencia de hechiceros en París, se alojó un artista contemporáneo, Gabriele Monti. Pintó el retrato incomparable del propietario. De trazo en trazo, le tomó prácticamente todo el tiempo que llevaba en conocerlo. ¿Qué serían?, ¿alrededor de cinco años? Pero otro inquilino, con la ocurrencia de autonombrarse Mors, la pintura, no perteneciéndole, se atrevió a firmarla. Bueno, se robó el cuadro de Monti, y de algún modo Mors cruzó el Atlántico, siempre temiendo. Su angustia se multiplicó cuando no pudo controlar el impacto cultural del cuadro, aunque lo trajo consigo hasta Nueva York. Ahora se dice que todos en la residencia, excepto Monti, han muerto. Y respecto a Mors, mientras unos dicen que donó la pintura a un museo en Boston y se escondió en un hospicio del cual no ha salido, otros, creen que abordó un avión de regreso a Paris —explicó ella, con el tono intelectual que se las arreglaba para sonar tierno, y que yo siempre podía agradecer.

    Entonces, hice más preguntas de los personajes, para distraerme de un argumento mental, angustioso mío: de que aún puedo verme envuelto en una situación incómoda donde, siendo como un caballero de la máxima justicia jurada, como un predestinado Sr Reed quizá lo fuera, me sucederían los mismos pesares a los

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