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Qué pasa por la calle: Crónicas nómadas del rock latino
Qué pasa por la calle: Crónicas nómadas del rock latino
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Libro electrónico273 páginas3 horas

Qué pasa por la calle: Crónicas nómadas del rock latino

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Este libro es una ventana que devela momentos únicos en la escena del rock latinoamericano; encuentros de primera mano que apelan al insaciable espíritu nómada de su autor y su travesía hacia recónditos rincones del planeta en busca de sonidos únicos y sus excéntricos responsables.

Las historias reunidas en estas páginas repasan distintos pasajes de una trayectoria de más de treinta años dedicada a crear textos a partir de la observación, escucha e investigación de canciones, discografías y conciertos. Las crónicas de Enrique Blanc desafían los prejuicios y revelan la influencia de las conexiones personales en la apreciación de la música. Transparentan una indomable melomanía y destacan el poder universal de la música como un puente que conecta cómplices incondicionales en el camino.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2024
ISBN9786075811628
Qué pasa por la calle: Crónicas nómadas del rock latino

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    Qué pasa por la calle - Enrique Blanc

    Índice

    Prólogo

    Juan Carlos Hidalgo

    Presentación

    La Ciudad de México en los años ochenta

    Siguiendo la huella sonora

    Cucamonga circa 1990

    Inmersión al pop

    La España profunda de Seguridad Social

    Debate

    Cerati en cinco boletos

    Instantáneas del Watcha Tour 2000

    Oye, pana, ¿qué pasa por la calle?

    La noche trágica de Dusminguet

    Pernambuco sonoro

    Crónica babasónica (redux 2020)

    Crónica para una megacidade: São Paulo (lado A)

    Celina McCartney

    Cinco días musicales en Nueva York

    Crónica para una megacidade: São Paulo (lado B)

    Orbitando planetas

    Sonoro viaje al centro de la Tierra

    Argentina 1.0

    Un payo muy flamenco

    Crónica para una megacidade: São Paulo (epílogo)

    Agradecimientos

    ¿Qué es aquello que más le gusta al hombre?

    Una palabra lo resume todo… aventura.

    Tom Waits

    El tiempo es un jet, se mueve muy de prisa.

    Oh, pero qué triste es que todo lo compartido no perdure.

    You’re a Big Girl Now, Bob Dylan

    Prólogo

    Juan Carlos Hidalgo

    La lectura de Tristeza, la novela que Jack Kerouac publicó en 1960, nos deja la postal de un Jack Duluoz —alter ego del escritor— caminando a la vera de una carretera, agotado por la vivencia plena del mundo, pero con la certeza de que ese espíritu nómada le traería importantes revelaciones.

    Así ocurre con el periodista mexicano Enrique Blanc, cuya pasión por la música lo ha llevado a recorrer diversas latitudes para abordar sus tradiciones, encontrar las propuestas más impredecibles del presente y entrever lo que está por venir; es un explorador sonoro consumado.

    Durante más de cuatro décadas ha emprendido viajes a diestra y siniestra para fundirse con las ciudades y los barrios, sus artistas y canciones; así es como lo encontramos tomando unas cañas con Jota, de Los Planetas, en Granada; o abriendo brecha en la radio californiana para dar a conocer a Radio Futura a través del discurso maravilloso de Santiago Auserón.

    Ahora Blanc ha decidido compilar sus crónicas, pues ya había publicado parte de sus artículos y entrevistas, además de tener una sólida carrera como cuentista. Esto último no es un dato menor, pues de la literatura toma las herramientas para nutrir a una prosa veloz, pero detallista, que emana desde un observador participante.

    Es aquí donde podemos recurrir a las ideas de la investigadora brasileña María Geralda de Almeida, cuando describe los conceptos geografía sensible y literatura y expone que ciertos escritores: "tal como ocurre en On the road, toman prestado de la geografía sus toponimias, su calidad paisajística y su contenido humano, y se lo devuelve enriquecidos con nuevos significados" (De Almeida, 2015)¹, así ocurre en las crónicas de Blanc.

    Siguiendo con los conceptos de Geralda de Almeida, coordinadora del grupo de investigaciones sobre geografía cultural: territorios e identidades de la Universidad de Goiás, se pueden establecer coincidencias con este grupo de textos creados por quien fuera editor de la revista La Banda Elástica y colaborador de diversos medios en México y el extranjero, dado que se preocupa por describir los sitios por donde se desplaza y precisar bebidas y platillos, edificaciones y gente. Es decir, la búsqueda de Blanc va más allá de lo estrictamente musical —abraza la cultura entera y de un modo gozoso—.

    Es por ello que, a propósito de estas crónicas y siguiendo a De Almeida:

    Es preciso reconocer que la verdad literaria (e incluso la del cronista) es diferente de la verdad científica, porque asume otras vías que no son impenetrables ni misteriosas, pues permiten el acceso a una comprensión del mundo. La geografía y la literatura pueden encontrarse y reconocerse porque el mundo no es un libro ya escrito y su sentido no es inmediato. La literatura no cesa de conferir al mundo, mediante el lenguaje, una configuración humana (De Almeida, 2015).

    He aquí uno de los anhelos escriturales de Blanc: mostrarnos la dimensión humana de los artistas, colectivos, productores y todo tipo de personajes que sale a buscar.

    Un día se encuentra en Pernambuco comiendo peixe y en otro momento recorre la geografía estadounidense viajando en un autobús Greyhound junto a Café Tacvba y Aterciopelados, entre otros. En este libro, lo encontramos yendo a toda prisa en Buenos Aires en su afán inagotable de abarcarlo todo (y comer un asado con Tweety González, el cuarto Soda Stéreo), pero también aparece en un after doméstico en los primeros años de La Maldita Vecindad y atestiguando una pelea; nada es imposible en los alocados periplos de Enrique.

    Me es preciso compartir y explicitar una conexión que desde mucho años he establecido a propósito de la escritura periodística de Blanc, en el entendido de que es un sibarita no solo en lo musical —¿quién más ha promovido a Arnaldo Antunes y Marisa Monte con tanto denuedo? —, ya que al leer sus textos nos entreveramos con las urbes y los poblados, sus rincones y bebidas espirituosas (más algún otro venenito complementario). ¿Es necesario considerarlo un periodista gonzo?

    Blanc es a la crónica musical de viaje lo que Anthony Bourdain representa para la de recorridos gastronómicos; ambos poseen una personalidad magnética, un espíritu aventurero y algo transgresor. Además, transpiran una energía tremenda para aprender (y aprehender) el mundo. Ahí donde el chef y presentador propone y titula uno de sus libros Comer, viajar, descubrir, Blanc, nacido en Ciudad de México, pero asentado como tapatío, agrega toda una carga musical adicional y siempre exquisita.

    El cocinero y conductor de la serie No reservations —que le dio fama global— apuntó: Si soy un defensor de algo, es de moverme. Tan lejos como puedas, tanto como puedas. Al otro lado del océano, o simplemente al otro lado del río. Camina en los zapatos de otra persona o al menos come su comida. Es ganancia para todos.

    Enrique Blanc no solo se pone ese calzado, hace suyas las cervezas y los vinos, para de esta manera compenetrarse también con las letras de las canciones y la manera de utilizar los instrumentos, el estudio, las salas de concierto, los bares y mucha, mucha carretera.

    Estas crónicas transcurren a toda velocidad, fluyen, se expanden sobre los aeropuertos y las calles de ciudades tan fascinantes como São Paulo, Quito o Madrid; siempre canturreando aquello de Forjarán mi destino / Las piedras del camino, que canta Seguridad Social en clave dylaniana y que se filtró en este libro.

    Para Blanc, vivir es escribir y escuchar música, que al final se funden como un todo, es por ello que le viene bien vincularlo con la idea de una geopoética, una noción que relaciona a la geografía y el lenguaje literario, establecida por Kenneth White durante los setenta y que reivindica: el espíritu nómada —el del pensador y el del poeta—… y reconcilia la observación con la imaginación (White, s. f., como se citó en De Almeida, 2015).

    El también autor de No todos los ángeles caen del cielo, Sudor añejo y sardina y Flashback: La aventura del periodismo musical hace suyo un planteamiento de Jean Luc Tissier cuando apunta: El escritor puede ser un vigía atento y un descriptor acucioso de ciertas transformaciones paisajísticas y modos de vida…. Es así que Blanc pasa por los salones del hotel Biltmore de Los Ángeles para alternar con Tito Puente y Celia Cruz, camina por el rumbo de Hollywood para comprar discos junto a los Babasónicos, festeja en Guadalajara con Manú Chao y hurga en los sonidos emergentes de Quito.

    Con su escritura ofrece al lector la posibilidad de relacionarse con otros mundos posibles y muchísimas músicas excitantes que desvelan una forma más estética y libertaria de habitar en este plano existencial. Lo que es gran logro, uno que transcurre con la recomendación de vivir a través de la sabiduría de las canciones: Un amor real, es cómo dormir y estar despierto / Un amor real es como vivir en aeropuertos; es por ello que Blanc tiene la maleta, el pasaporte y las memorias siempre listos.


    1 De Almeida, M. (2015). América lírica y poética de Jack Kérouac On the road (En el camino). Cultura representaciones sociales (10), núm. 19.

    Presentación

    Gran parte del ejercicio del periodismo musical se lleva a cabo al inte­rior de una habitación, con los audífonos puestos y la vista clavada en la computadora, siguiendo las palabras que aparecen en esta y que formulan un juicio o idea acerca de la música que se filtra por los oídos en ese momento. También hay otros ámbitos: una sala de prensa, el bar del vestíbulo de un hotel —como aquel donde charlé con Gilberto Gil, en Miami, o aquel otro donde lo hice con Daniel Melero, en Madrid, entrevistas publicadas en Flashback: La aventura del periodismo musical, antología de textos personales publicada por la Editorial de la Universidad de Guadalajara en 2012—, que sirven de escenario para emprender una entrevista que luego se materializará en la página de un diario o una revista para compartirse con el mundo.

    Las entrevistas pueden realizarse en cafés públicos, barras de bar, camerinos e, incluso, en la calle mientras se camina, como ya se verá aquí, en páginas más delante. Quizás la experiencia más venturosa y rica, en la que uno se decide a conocer a fondo la obra de un creador, está en seguirlo con la determinación de una sombra. Es allí donde la crónica, ese género periodístico que no escatima en lindar con lo literario, se convierte en una herramienta exacta a través de la cual, con lujo de detalle, puede contarse una anécdota, el relato de un instante que se atestigua y del que una serie de reflexiones surgen como consecuencia para trazar ese dibujo en el que no solo caben los apuntes relacionados con el arte del músico en cuestión, su proceso creativo y su entender propio de la composición, sino también los que tienen que ver con su realidad, su vida y la línea de tiempo que transita.

    Las historias reunidas en este libro repasan distintos pasajes de una trayectoria de más de treinta años dedicada a crear textos a partir de la observación, escucha e investigación de canciones, discos, discografías y conciertos. Algunas se publicaron en diarios o revistas, pero la gran mayoría son inéditas. Todas ellas apelan al insaciable espíritu nómada que me mueve, es por eso que están narradas desde distintas urbes: de Guadalajara a Los Ángeles, Ciudad de México a Río de Janeiro y Madrid a Buenos Aires.

    En sí, la idea detrás de las páginas que vienen a continuación es la de recontar encuentros de primera mano; anécdotas que aluden a las relaciones de amistad que un periodista y un grupo de músicos pueden trabar sin prejuicios de por medio ante el hecho de que esta pueda incidir en las apreciaciones de aquel sobre su trabajo. Ya he dejado claro de cualquier manera que me resulta más tentador y gratificante asumirme como periodista musical que como crítico. En ese sentido, este libro está más cerca de Desayuno con John Lennon de Robert Hilburn —periodista a quien considero uno de mis maestros y mentores— o de 31 ­canciones de Nick Hornby —uno de mis libros de cabecera— que de cualquiera que tenga como objetivo desentrañar determinada creación musical desde el pensamiento crítico. En otras palabras, aquí, la anécdota, su cronología y desarrollo priman. No obstante, tampoco he querido que todo quede solamente allí, sino que la propia anécdota se com­plemente a través de las indagaciones que obtuve en su realización, que seguramente son las que dieron forma al artículo periodístico que apareció publicado en algún diario o revista. En otras palabras, el móvil periodístico que desató una vivencia, más allá del protocolo en el que dos o más personas acuerden formalmente a encontrarse para conversar sobre algo en particular. En ese sentido, varias de las crónicas aquí presentadas tienen un carácter híbrido, incorporando testimonios y diálogos que las enriquecen, sin mermar su eficacia periodística.

    En su conjunto, estas crónicas no solo transparentan la irrefrenable melomanía que ha conducido mi vida. Asimismo, constatan el espíritu trashumante que ha dirigido mis pasos hacia recónditas esquinas del planeta en busca de un sonido o su excéntrico responsable. También, dejan muy en claro que la música es un instrumento invaluable y eficaz para hallar cómplices incondicionales y amigos de verdad en el camino.

    La Ciudad de México en los años ochenta

    Aquel no era un ritual que repitiéramos a menudo. Quizás lo hacíamos un par de veces al año, por el costo que nos representaba y el tiempo que debíamos invertir en él. Además, no siempre estaban Cecilia Toussaint o Jaime López en la cartelera de Rockotitlán. El orden de los hechos era el siguiente: despertaba temprano, después recogía al Che Bañuelos en la esquina acordada y nos internábamos en aquella carretera rumbo a la Ciudad de México, no sin antes haber hecho una minuciosa selección de canciones, poniendo en juego nuestra pasión por las play­lists, que ambos ejercitábamos en la radio. Viajábamos envueltos en un soundtrack que nos hacía imaginarnos personajes de alguna road movie. Al interior del auto sonaban los Stones —desde luego—, Bruce Springsteen, Jackson Browne, Bob Dylan, The Clash, Talking Heads y los BoDeans. Lo mismo clásicos de rock que nuevos exponentes del género en aquel momento. La única condición para ser programados era que entre su repertorio hubiese canciones de viaje y alusiones a polvorientos caminos de asfalto.

    En aquellos años, la segunda mitad de los ochenta, tanto Bañuelos como yo teníamos una relación laboral con el micrófono. Él producía una barra semanal en Radio Universidad de Guadalajara, mientras yo escribía guiones para varios programas en Stereo Soul, la frecuencia de rock en la ciudad.

    El trayecto tomaba siete horas de camino. Yo iba al volante, aprovechando la vacuidad de la autopista en aquellas horas tempranas de la mañana, con el acelerador a fondo y el estéreo a un volumen de locos. Quizás esa era una manera vehemente de celebrar la vida, que a su vez nos daba la oportunidad de oír la música que deseábamos encajar para siempre en nuestra memoria.

    Eran días en los que en Guadalajara no había mucho por hacer, especialmente si no eras un apasionado de lo que no sonara a mariachi y buscaras algún concierto al cual asistir. Por entonces, no era habitual que los grupos de la Ciudad de México nos visitaran, salvo contadas excepciones. Localmente había poca oferta. Si bien Gerardo Enciso acostumbraba a presentarse los sábados en el sempiterno Banana’s de avenida Chapultepec, en recitales a los que asistíamos a menudo para, más tarde, los tres refugiarnos en la casa donde vivían él y Bañuelos a beber caguamas y conversar hasta la madrugada, tampoco había mucho más qué hacer en esas calles.

    Calendario de Rockotitlán publicado en la revista Las Horas Extras.

    Aquellos también fueron días en que Julio Haro y El Personal comenzaban a hacer de las suyas y se presentaban en cafés y librerías. Pero eso era todo. Una carencia en términos de rock que nos acicateaba para marcharnos a la primera provocación en busca de aquello que acontecía con más constancia en la capital.

    En la Ciudad de México, solíamos hospedarnos con Julia Palacios, quien también se dedicaba a hacer programas de radio en Rock 101, la emisora que escuchábamos con avidez en esa ciudad. Por su conducto, conocimos a otros locutores, como Jaime Pontones, quien al igual que nosotros era un converso más de la obra de Dylan. También nos acercamos a periodistas y críticos musicales que daban vida a un efímero tabloide de contracultura y rock llamado Las Horas Extras, cuyo editor era Víctor Roura. Aún conservo ejemplares de esa publicación independiente que tuvo una influencia importante en mí. En ese tabloide se publicaba el programa de foros culturales de esa ciudad, entre ellos Rockotitlán. En sus páginas de papel revolución, que pronto se tornaba amarillento, me acerqué a esa noción del capitalino que tenía un espíritu singular, que me evocaba cierta nostalgia por el hecho de haber nacido en esa urbe y de recordar los primeros años de mi vida entre edificios de la colonia Del Valle.

    Rondar esas calles invariablemente sugería una y mil aventuras. Infaltable era visitar el tianguis del Chopo, los sábados, y La Lagunilla, los domingos. Pero el móvil de nuestra expedición era asistir al Rockotitlán de Insurgentes y California.

    Recuerdo con nitidez la rampa que subías para llegar al vestíbulo del foro y la cabina donde comprabas el boleto para el concierto. A menudo, sobre aquella rampa se hacía una larga fila. Por ello, dado que veníamos de lejos, Bañuelos y yo acostumbrábamos a llegar dos horas antes del concierto para no quedarnos fuera y arruinar nuestra expedición.

    Tocara Toussaint o López, invariablemente desfilaban antes otros grupos que completaban el cartel. En aquellas noches vi, en distintas ocasiones, a Botellita de Jerez —quienes en parte eran propietarios del foro—, a Trolebús y a Mamá-Z; grupos cuyos discos me dio Rodrigo de Oyarzábal, a quien visitábamos en la estación de radio donde laboraba, una más de las tareas de nuestra ajetreada agenda en la capital.

    Para Cecilia Toussaint, la entonces heroína del rock and roll mexicano, los ochenta fueron los años en que se acompañó de Arpía, el trío que contaba con un tremendo guitarrista, José Luis Domínguez, y una cumplidora sección rítmica conformada por Rodrigo Morales, en el bajo, y Héctor Castillo, en la batería. Con ellos grabó su disco debut en 1987, que editó el sello Pentagrama.

    Portada del álbum Arpía. Cortesía de Discos Pentagrama.

    A sus veintitantos años, esa mujer guapa de clase media, vestida de negro, con la greña lacia cayendo por sus hombros, agitándose con el micrófono en mano mientras escupía versos nada complacientes como Le dicen la viuda negra / pues es ardiente y sensual / Su cuerpo es como la noche / y su veneno es mortal…, detonaba fantasías de todo tipo entre los muchos que nos reuníamos a escucharla. A esa edad, Toussaint era símbolo de una femineidad rebelde e insatisfecha, que no se veía mucho en un México aún muy conservador. Y el rock, que recién asomaba el cuello tras haberse mantenido relegado a los hoyos fonky, era la ceremonia liberadora que la juventud asumía en un horizonte sin muchas opciones todavía. Entonces Toussaint hacía propias las composiciones de López y José Elorza. Su espectáculo estaba muy ligado a su energía como intérprete, así como a una actitud desafiante que ocasionaba revuelo en una audiencia, sobre todo, masculina. Si cantaba versos como Mi peor es nada ni color se dio… de Me siento bien, pero me siento mal, aludiendo a una furtiva infidelidad, era obvio que estaba seducida por el espíritu existencialista y transgresor de aquella música electrificada. Eso era algo único en aquella urbe camino a desbordarse en todo sentido, urbana y demográficamente.

    Su repertorio no dejaba fuera Ámame en un hotel, vaya fantasiosa e irrenunciable invitación para cualquiera de los que allí la veíamos contonearse sobre el entarimado de Rockotitlán. Tampoco Viaducto Piedad, con su gráfica descripción del caos de la ciudad que nos aguardaba más allá de la puerta del foro. Ni Bulldog blues, que nos ubicaba en el justo momento histórico de una realidad que entraba con violencia por los oídos y definía la situación de un país donde los excesos por parte del aparato que la regía, su insondable corrupción y sus crímenes históricos, revoloteaban ante nuestras narices como moscas atarantadas

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