Cervantes en las antípodas: 15 lecturas del Quijote desde Chile
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Cervantes en las antípodas - Ariel Núñez Sepúlveda
I. NUEVAS APROXIMACIONES CRÍTICAS AL QUIJOTE
Fig. 1. El Caballero de la Blanca Luna derrota a don Quijote en la playa de Barcelona (II, 64).Viñeta de grabador anónimo, inspirado en Diego de Obregón, en Vida y hechos del ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha. Madrid: Antonio Sanz, 1735.
1. ASPECTOS EXISTENCIALES EN TORNO AL QUIJOTE DE 1605
María Eugenia Cabezas Flores
Decía Sartre que «una acción es por principio intencional», buscándose
modificar la figura del mundo, disponer medios con vistas a un fin, producir un complejo instrumental y organizado tal que, por una serie de encadenamientos y conexiones, la modificación aportada a uno de los eslabones traiga apareadas modificaciones en toda la serie, y para terminar, produzca un resultado previsto (1998a, p. 537).
En el primer capítulo del Quijote el protagonista se autodenomina como «caballero andante», conllevando esto una transgresión dentro del sistema en que se encontraba inmiscuido, el cual no permitía la movilidad social. La condición verdadera de don Quijote era la de un «hidalgo de los de lanza en astillero» (2007, I, 1, p. 27), siendo «un exponente típico de los hidalgos rurales con pocos medios de fortuna (por debajo, pues, del estamento de los caballeros, hidalgos ricos y con derecho a usar el don) y sin otra ocupación que mantenerse ociosos» (Rico en Cervantes, 2007, n.1, p. 27).
Cuando el protagonista ejerce una determinada acción como la de hacerse llamar «don Quijote» está realizando un acto libre, sobreponiéndose a los estamentos sociales. Su transformación de hidalgo a caballero lo caracteriza como «el primer personaje adánico que hace su vida y traza su historia al transitar por los polvorientos caminos españoles» (Godoy, 1996, p. 40), desprendiéndose del determinismo. Así, como indica Godoy, «el hombre depende ahora de sí mismo» (1996, p. 41), construyéndose a partir de su propia percepción y no bajo el alero de la sociedad, dándonos a entender que nos encontramos frente a un sujeto evidentemente moderno y con aspectos existenciales relacionados, en este caso, con la toma de acción que tiene su base en la libertad, pues –como escribe Pollmann– «el hombre consiste esencialmente en elegir» y «es siempre un nuevo proyecto de algo, tanto en su conocimiento como en su acción» (1973, p. 19).
Para que don Quijote tomase la decisión de definir el curso de su vida debía de existir una razón que lo impulsase a ello. Diremos que el motivo no es precisamente la lectura de los libros de caballerías, sino algo más allá. La situación de la España en la que se encontraba Cervantes estaba muy distante de la gloriosa época de Carlos V, lo que generaba un evidente contraste entre el pasado y el presente. Los verdaderos motivos de don Quijote no eran una mera fantasía impulsiva patrocinada por la lectura de historias en torno a heroicos caballeros; más bien, creemos, provenían de la realidad: el deseo de mejorar el mundo, de purgarlo de la maldad y de la corrupción, son el verdadero motivo de don Quijote, y ello no podría lograrse si no estuviese ligado de alguna forma a la realidad circundante, si no fuese consciente de los acontecimientos externos. Cervantes logró encarnar «el tema del vacío angustioso del vivir español» (Castro, 1980, p. 60), el cual no fue de su invención, sino que estaba ya expresado en los ánimos durante aquella época conflictiva. De manera que la lectura de los libros de caballerías han de ser un factor importante para la motivación de don Quijote en pro del acto libre pero no la causa propiamente tal de él.
En el Capítulo 11 de la novela don Quijote se encuentra rodeado por un grupo de cabreros y pronuncia un emocionante discurso:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. […] La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la mercaban, turban y persiguen. […] Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna [doncella]. […] Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero (2007, I, 11, pp. 97-99).
Todo el accionar de don Quijote está reflejado en las palabras emitidas dentro de este discurso. «No podría ser de otro modo –anota Sartre–, ya que toda acción ha de ser intencional; en efecto: debe tener un fin, y el fin, a su vez, se refiere a un motivo» (1998a, p. 541). El sueño ideal de cambiar la realidad por una que pueda llegar a parecerse a la que fue en un pasado remoto es el principal motivo, y el hacerse caballero andante se presenta como un móvil. Y en tanto «el acto decide de sus fines y sus móviles», aquel «es expresión de libertad» (Sartre, 1998a, p. 542). La lectura de los libros de caballerías es entendida, desde este punto de vista, como un gatillador, un elemento que funciona como potenciador del motivo existencial central de don Quijote. Su lectura genera una toma de conciencia respecto de una carencia en su sociedad coetánea. Carencia del bien, de la justicia, de la inocencia, la solidaridad, entre otros valores, proporcionando entonces aquel deseo de invertir ese mundo sin sentido mediante la negación de su existencia. Cervantes entrega la figura del (anti) héroe mediante una «existencia literaria incitada por un libre designio, y sostenida por la esperanza de un posible bien» (Castro, 1980, p. 81).
Don Quijote, mediante su locura/cordura, niega en parte el funcionamiento social de su época al llevar a cabo un oficio ya obsoleto, realizándolo con completa normalidad y sin entender que se encuentra fuera de esa misma época. Esta cualidad se hace presente durante el segundo capítulo de la novela, en donde el hidalgo arriba a una venta que, dentro de su imaginación, tiene el aspecto de un castillo, mientras que ve a las rameras como damas y al ventero como el castellano del castillo. Esta venta es el lugar en donde ocurre una investidura «por escarnio» hacia el Capítulo 3, cuando le pide al dueño de la venta que lo nombre caballero creyendo que aquel tenía la facultad real de nombrarle como tal, cuando en realidad poseía un profundo carácter de pícaro y no las de un señor. A pesar de episodios como estos, existe una compleja visión de mundo en don Quijote, puesto que él está en conocimiento de que se encuentra en un contexto histórico determinado; así, durante el «Discurso de las armas y las letras» del Capítulo 38 declara:
Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada (I, 37, p. 397).
Don Quijote prefigura productos de su imaginación como el caso de la venta-castillo, aun cuando en el episodio del «Discurso de las armas y las letras» reconozca que no pertenece a un tiempo medieval o antiguo, dadas las condiciones modernas de la época encarnadas, por ejemplo, en la pólvora y el estaño de las balas. En consecuencia, no podríamos discernir completamente si aquello es locura o es un arbitrio de su voluntad. La dualidad locura/cordura es permanente en todo el texto, pero si nos detenemos frente a todo lo que él cree ver, más allá de las transformaciones de cada elemento, podremos vislumbrar que aquellas proyecciones imaginativas revelan una negación de la realidad actual mediante una performance –en caso de apoyar la balanza hacia la cordura–, o sea, como parte del acto voluntario, el cual tiene como base de sus artilugios los libros de caballerías. Similar al Hamlet de Shakespeare, da la sensación que don Quijote fuese el actor de un teatro, en donde la razón principal de todo su proceder está enmascarada por su locura. No obstante, nosotros como lectores estamos en conocimiento de la simulación del personaje shakesperiano pues él mismo ha dado a conocer sus intenciones. Muy distinto es el caso de don Quijote, dado que somos víctimas de la inexactitud de la situación mental real de él; a pesar de que en el mismo texto se menciona que había perdido la cordura, entramos constantemente en duda respecto de ese enunciado, dada la magnificencia de la narrativa cervantina.
De esta manera, no sabemos a ciencia cierta si es a modo de conveniencia el desate de la locura de don Quijote y si esta es real o no; sin embargo, estamos conscientes de que para llevar a cabo su verdadero fin mediante el ejercicio de la caballería –que designaremos como móvil de su acción en conjunto con las transformaciones individuales de su medio– el protagonista debe realizar una negación. Dicha negatividad está potenciada por la carencia de los valores perdidos que deben ser restaurados por la caballería, lo que denota, como diría Sartre, una «condición [que] expresa no solo el descubrimiento de un estado de cosas como falta de…
, es decir, como negatividad, sino también, y previamente, la constitución en sistema aislado del estado de cosas de que se trata» (1998a, p. 540). Esto mismo es lo que también indica Willis cuando señala que tanto Sancho Panza como don Quijote «carecen de un sueño o ideal trascendente al que pueda clavarse su fe, algo que los galvanice de mera existencia en auténtico vivir» (1980, p. 328). No obstante, aquel estado de nihilización «no puede limitarse a realizar un simple retroceso para tomar distancia respecto del mundo» (Sartre, 1998a, p. 540). Cuando la conciencia de don Quijote se ha opuesto a la norma de su época, a su realidad, significa –siguiendo de nuevo a Sartre– que aquella está «investida por el ser, en tanto que simplemente padece a lo que es» (1998a, p. 540). Es decir, está englobada por el ser, que en este caso es lo que Sartre denomina como «Dasein, que él llama Pour soi, para-sí» (Pollmann, 1973, p. 19), o sea, el ser de la existencia, del hombre. Al hacer un arrancamiento hacia sí mismo y al mundo, añade Sartre, la conciencia «debe ser superada y negada», lo que le permite al hombre «poner su sufrimiento como sufrimiento insoportable y, por consiguiente, hacer de él el móvil de su acción revolucionaria» (1998a, p. 540). Don Quijote, así, logra, mediante la negación de su realidad, tomar plena conciencia del malestar que ella le provoca, motivándose a iniciar alguna acción que pueda mermar de algún modo aquel padecimiento, dándose cuenta de que puede moverse como un sujeto en libertad. «Esto implica, pues, para la conciencia, la posibilidad permanente de efectuar una ruptura con su propio pasado, de arrancarse a él para poder considerarlo a la luz de un no-ser y para poder conferirle la significación que tiene a partir del proyecto de un sentido que no tiene» (Sartre, 1998a, p. 540). Claramente, don Quijote no es un caballero andante ni tiene derecho a llamarse don, según lo estima el código social, pero él, como hombre libre que decide y actúa según su propia conciencia, se hace llamar de todas formas «don Quijote de la Mancha», y enseguida «se esfuerza por crearse una vida modelada en sus lecturas de libros de caballerías, [encontrándonos con] un patrón para las figuras de la ficción moderna, […] en donde cada figura se crea a sí misma» (Willis, 1980, p. 325). Por consiguiente, aquello lo constituye como un sujeto enteramente moderno que se forja a sí mismo mediante sus actos y sus decisiones, las que configuran su esencia, y no siendo dominado por su mera existencia, comenzando por «crearse un yo fundado en firmes principios», como anotaAmérico Castro (1980, p. 59). De ahí que don Quijote deje en claro, durante el Capítulo 5, «yo sé quién soy y sé qué puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia y aun todos los nueve de la Fama» (I, 5, p. 58). Don Quijote, como tal, está transitando por los caminos, por un lado, del no-ser bajo el sistema social, y, por otro lado, del ser existencial bajo su propio mando.
La condición de don Quijote como un no-ser está dada desde el momento en que lleva a cabo su deseo de ser caballero andante. Los motivos que tiene respecto de hacer del mundo un lugar mejor junto con los móviles de la caballería funcionan dentro de un conjunto pro-yectado, que es justamente un «conjunto de no-existentes», como diría Sartre, pero que es, a fin de cuentas, «idéntico a mí mismo como trascendencia, soy en tanto que tengo-de-ser yo mismo fuera de mí» (1998a, p. 542). A medida que don Quijote se compone a sí mismo de rasgos que no son determinados por su origen, sino por su propia voluntad, rasgos que lo hacen constituirse como un hombre nuevo, es que va rompiendo su relación con el pasado, con el anterior Alonso Quijano, el Bueno, exteriorizándose en su verdadera esencia mediante el desarrollo de un no-ser en términos de sujeto, en tanto él no es lo que cree ser de acuerdo con su realidad contextual. Se constituye, entonces, a través de esa creencia, la del no-ser, significando aquello un hito trascendental para la propia conciencia quijotesca, lo que Sartre resume de la siguiente manera: «el decir que el para-sí tiene de ser lo que es, decir que es lo que no es no siendo lo que es, decir que en él la existencia precede y condiciona la esencia, o inversamente, […] es decir una sola y misma cosa, a saber: el hombre es libre» (1998a, p. 544).
Volviendo a prestar atención al primer capítulo del Quijote, podremos percatarnos de que existe un conocimiento previo de don Quijote respecto de cada paso que está dando, como cuando forja su armadura en concordancia con el forjamiento de sí mismo, diciéndose lo siguiente:
De cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que, para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje (2007, I, 1, p.