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El PAN: doce años de gobierno
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El PAN: doce años de gobierno

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Para México, el año 2000 representó más que el cambio de siglo; por primera vez desde la creación del Partido Revolucionario Institucional (PRI), otro partido ganaba la elección presidencial. Independientemente de las expectativas que generó esa elección, puede decirse que fue histórica, pues se trató de un proceso percibido como legítimo, legal y
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2024
ISBN9786075645667
El PAN: doce años de gobierno

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    El PAN - Ana Covarrubias Velasco

    EL PRESIDENCIALISMO MEXICANO

    EN LA ALTERNANCIA

    Soledad Loaeza

    INTRODUCCIÓN

    El presidencialismo exacerbado, que gobernó México en la segunda mitad del siglo XX, era uno de los blancos preferidos del Partido Acción Nacional (PAN), que denunciaba las prácticas antidemocráticas típicas de los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), como prueba del poder desbordado y supuestamente omnímodo de la presidencia de la República. En consecuencia, cuando un panista ocupó el cargo en 2000 generó la expectativa de una reforma profunda a la piedra de toque del régimen autoritario.

    En 2006, luego de un intento de ejercer un presidencialismo personalizado con fuertes reminiscencias del Antiguo Régimen, Vicente Fox entregó a su sucesor una presidencia más disminuida que reformada, que había perdido terreno frente a otros actores políticos, así como la capacidad para dirigir el cambio, aunque todavía era determinante de la estabilización del sistema político. Su sucesor, Felipe Calderón, por su parte, pretendió restaurar la autoridad presidencial según los cánones constitucionales, pero su estrategia de combate al crimen organizado fue tan divisiva de la opinión pública que erosionó aún más las bases de la autoridad presidencial. No obstante, el origen de la transformación del presidencialismo es anterior a los gobiernos panistas, aunque sus decisiones y acciones se insertaron en una tendencia al debilitamiento de la institución presidencial que venía de los últimos gobiernos del PRI, y que era contraria a la que se registraba en otros países gobernados por este tipo de régimen, por ejemplo, Estados Unidos, donde tiende a fortalecerse.¹

    La disminución del poder presidencial podría atribuirse a la incapacidad de los presidentes panistas. No obstante, el examen de la transformación del sistema político en los dos últimos gobiernos de presidentes miembros del PRI del siglo XX, apunta hacia una explicación diferente, que ve en la transformación de la presidencia de la República una de las consecuencias institucionales más importantes de las reformas económicas y políticas de los años noventa. En el vendaval reformista de esa década, la forma de gobierno que establece la Constitución se mantuvo intacta, pero el redimensionamiento del Estado y las políticas de privatización y desregulación, así como la red de instituciones que se creó para asegurar el buen funcionamiento del nuevo modelo económico, modificaron de manera indirecta la institución presidencial, limitaron su alcance y sus funciones. De tal suerte que los presidentes panistas recibieron una institución menos poderosa que la que caracterizó al régimen del PRI.

    A pesar de que pertenecían al mismo partido y de que aplicaron las mismas políticas en diferentes áreas, como la económica o la relación con las corporaciones heredadas del régimen anterior, Vicente Fox y Felipe Calderón ejercieron el poder de manera muy distinta. Mientras uno intentó poner en pie una presidencia plebiscitaria con fuertes acentos paternalistas, estableciendo una relación directa con la opinión pública, el otro buscó una presidencia apegada a los lineamientos constitucionales. Esta diferencia es menos el reflejo de un estilo personal que la respuesta al contexto en el que cada uno asumió el poder. Vicente Fox fue recibido como el campeón de la derrota del PRI, que disponía del amplio margen de maniobra que le abría el bono democrático; Felipe Calderón, en cambio, se instaló en la presidencia entre las protestas y la oposición de la izquierda que rechazó los resultados de la elección, denunció lo que consideraba un gigantesco fraude y la ilegitimidad del nuevo presidente.

    No obstante lo anterior, entre los dos presidentes panistas también hay una importante semejanza, que consiste en que ambos ejercieron el poder con una lógica partidista. Este modelo rompía con el pasado, cuando el país era gobernado conforme a uno de los principios básicos del régimen presidencial, según el cual, una vez elegido, el candidato de un partido es presidente de toda la nación, a la que también representa, es símbolo de reconciliación política y forjador y garante de consensos básicos de la sociedad. Los presidentes de la alternancia renunciaron a cumplir estas funciones; ejercieron el poder para y desde la óptica de un sector de la sociedad.

    Este capítulo desarrolla la hipótesis de que el poder de la presidencia de la República ha disminuido por efecto de la transformación del contexto institucional que introdujeron las reformas económicas de los años noventa, del ascenso de los partidos políticos al centro de la lucha por el poder y del afianzamiento de las divisiones ideológicas de la sociedad. El PRI regresó al gobierno en 2012, pero no buscó restablecer el sistema que dominó durante medio siglo. El objetivo primordial de Andrés Manuel López Obrador, elegido presidente en 2018, ha sido revertir esa tendencia y restablecer la centralidad de la presidencia. Este capítulo se ocupa solamente de los presidentes panistas.

    Para discutir el debilitamiento del presidencialismo mexicano, la primera parte del capítulo describe los cambios institucionales que redujeron las áreas de competencia de la presidencia; la segunda parte plantea la ideologización del electorado; la tercera está dedicada a examinar las presidencias de la alternancia desde la perspectiva de la relación con el PAN.

    EL CONTEXTO INSTITUCIONAL TRANSFORMADO

    El contexto institucional fue uno de los factores que propició el presidencialismo de partido que ejercieron Vicente Fox y Felipe Calderón en virtud de cambios en los ámbitos económico y electoral, entre otros. Cabe recordar que en los años noventa el Estado mexicano experimentó una profunda transformación, cuyo eje fue la contracción del intervencionismo estatal en la economía: la liberalización comercial, la privatización de empresas públicas y la desregulación.² Para dar una idea del alcance de estas reformas basta recordar que en 1982 había 1 155 empresas estatales, y que en 1996 su número había disminuido a 195.

    Históricamente, el presidente asumía el papel de agente económico; pero, sobre todo desde finales de los noventa, se vio limitado a ser un testigo de decisiones que en el pasado eran de su competencia exclusiva, por ejemplo, la determinación del monto de la inversión pública, de los precios de ciertos bienes de consumo, o el tipo y magnitudes de productos de exportación y de importación. La disminución de sus funciones en este terreno obedeció también a la creación de comisiones especializadas en la regulación de sectores específicos, o en la supervisión del respeto de los agentes económicos a las normas del mercado. Así, por ejemplo, para garantizar la competencia se creó la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofeco); y en otras áreas, la Comisión Federal de Telecomunicaciones (Cofetel) o la Comisión Reguladora de Energía (CRE).³ Todos estos nuevos organismos autónomos multiplicaron las restricciones a la acción presidencial y modificaron el perfil de la institución. En diciembre de 1994 el Congreso votó una iniciativa de ley del presidente Zedillo, de enorme trascendencia en materia de facultades presidenciales: la autonomía del Banco de México, que así dejó de ser un instrumento de política presidencial. Como es evidente, estas reformas también incidieron sobre la capacidad política del Estado, y más precisamente, del presidente.

    Las reformas políticas cuyo objetivo era la democratización también pusieron coto al presidencialismo. Así, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe) que creó el Instituto Federal Electoral (IFE) en 1990, en 1994 fue declarado autónomo y dejó de pertenecer al Poder Ejecutivo. Esta medida cerró la puerta a la posibilidad de que el presidente interviniera en los procesos electorales. La arbitrariedad característica del poder presidencial del régimen autoritario también se ha limitado en materia de derechos humanos, con la creación en 1992 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), cuya función es proteger a los ciudadanos de los abusos de autoridades y funcionarios públicos.

    Asimismo, el protagonismo que adquirieron los partidos en el proceso de democratización redujo el espacio que antes ocupaba el presidente de la República, por ejemplo, en los medios y en el debate público; la importancia de estas organizaciones en la representación de la pluralidad política de la sociedad se reflejó en la efectividad del Poder Legislativo como contrapeso del Ejecutivo. Una nueva distribución del poder surgió por primera vez en 1997, cuando el PRI no alcanzó la mayoría en la Cámara de Diputados y el presidente Zedillo se enfrentó a las dificultades de un gobierno dividido. Este resultado de cada elección legislativa se repitió hasta la justa presidencial de 2018, cuando Andrés Manuel López Obrador y la coalición Juntos Haremos Historia ganaron la mayoría relativa. Los presidentes panistas, a diferencia de otros en América Latina, no oscilaron entre abuso de poder y deficiencia de poder, en la fórmula de Giovanni Sartori, sino que les aquejó la deficiencia de poder. Todavía más, porque a partir de 1997 los partidos asumieron una función de liderazgo político que se disputaron con el presidente de la República.

    Hubo otros desarrollos que convergieron en la presidencia disminuida. Hasta la derrota del 2000 el PRI fue un instrumento privilegiado de intervención del gobierno federal en asuntos que correspondían a los estados; de suerte que su expulsión de la presidencia aceleró un proceso de descentralización, que había empezado a manifestarse desde finales de los setenta y liberó a los gobernadores del yugo que representaba el presidencialismo del pasado. En 2002 los ejecutivos estatales del PRI y del Partido de la Revolución Democrática (PRD), que eran mayoría, fundaron la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago) para reafirmar el pacto federal, aunque en realidad se trataba de una especie de alianza contra el centro. Más adelante la Conago se amplió para incluir a todos los gobernadores.

    En un régimen democrático, el presidente es visto como líder del cambio y como la principal fuerza estabilizadora del sistema político, es el funcionario que garantiza la continuidad de las funciones administrativas del Estado, es árbitro en conflictos sociales y políticos. El presidente evita la fragmentación política, imprime coherencia a las acciones del gobierno y es el garante último de la vigencia del Estado de derecho y de la seguridad de los ciudadanos. Los presidentes autoritarios cumplían muchas de esas funciones de reconciliación social, que descansaban en el poder simbólico de la imagen de líderes omnipotentes y arbitrarios, representantes de la nación.

    Los presidentes de la alternancia no fueron agentes de reconciliación social; subestimaron el valor político de esta función; pero además, se toparon con partidos políticos que buscaban consolidar la lealtad de sus electores. Peor todavía, adoptaron políticas divisivas que minaban las posibilidades de acuerdo; Fox, por ejemplo, en numerosas ocasiones desplegó abiertamente su fe religiosa y sólo reanimó la hostilidad de los defensores del Estado laico. Calderón, por su parte, logró generar un centro de autoridad que le imprimía coherencia a las acciones de su gobierno; pero los antecedentes de su elección, su política de seguridad pública, y decisiones controvertidas como la extinción de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro o la desaparición de Mexicana de Aviación, alimentaron las divisiones en el seno de la sociedad. Difícilmente hubiera podido convocar un encuentro nacional.

    La presidencia partidista

    La fuerza de un presidente puede medirse por su capacidad para influir sobre la legislación y descansa en dos tipos de poder: constitucional y partidista. Un presidente que tiene poder de veto o de emitir decretos puede intervenir en el resultado final del proceso de decisiones de gobierno sin necesidad de contar con una mayoría en el Congreso. Sin embargo, si no tiene esas facultades se ve obligado, primero, a asegurar el apoyo disciplinado de su propio partido, que es una precondición ineludible del éxito de la política presidencial porque ampliará su margen de maniobra, el cual será un importante recurso en sus relaciones con los demás partidos, a los que luego podrá convocar para formar alianzas o concluir acuerdos.

    El predominio del presidente en el periodo autoritario se explica, en parte, porque combinaba la facultad constitucional de iniciativa legislativa y, gracias a la hegemonía del PRI, mayorías de al menos 80% de los votos en las cámaras. La pluralización de la representación legislativa puso fin a lo que era un paraíso de apoyos casi unánimes para las iniciativas presidenciales. Este contexto no sólo impuso nuevos límites, sino que redefinió el presidencialismo. La democratización modificó la posición de la presidencia dentro del sistema político, le impuso nuevas exigencias y restricciones; para el PRI la novedad de la situación consistía en que ahora era el presidente el que dependía del partido, y no a la inversa, como ocurría en el pasado.

    Sobre los presidentes panistas pesaba la restricción de que su partido era minoritario en el Congreso, pero además, sus relaciones con su propio partido fueron difíciles y estuvieron plagadas de tensiones porque la subordinación de los legisladores del PRI al presidente de la República había sido una fuente interminable de críticas de Acción Nacional, y ahora que estaban en el poder, los panistas no querían repetir esa historia. La dirigencia y la militancia querían mantener un margen amplio de autonomía en relación con el gobierno y, desde luego, con el presidente de la República.

    En todo régimen presidencial los vínculos entre el jefe del Ejecutivo y su partido plantean dilemas y generan tensiones, derivadas de la diferenciación de intereses que ocurre entre ellos una vez pasada la elección, porque mientras uno fue elegido para gobernar a una sociedad diversa y heterogénea, su partido sigue representando sólo a una parte de esa sociedad. En principio, el partido es el apoyo natural de su presidente; pero como éste gobierna para todos, habrá ocasiones en que adopte políticas que contradicen las propuestas de su partido. De aquí la ambivalencia de su posición en el gobierno: ¿cuál es su margen de autonomía cuando sus elegidos están en el poder? ¿Debe apoyar al gobierno aun si sus políticas son contrarias a sus intereses electorales, o a sus postulados y programas?

    Desde que llegaron a la presidencia de la República los panistas se enfrascaron en la discusión acerca de la relación entre el presidente y el partido. Discutían la sana cercanía, parafraseando al presidente Zedillo, quien en su momento había hablado de la sana distancia entre su gobierno y el PRI que, según los panistas, debía existir entre el presidente y el PAN—, en tanto que los presidentes Fox y Calderón, esperaban ambos el apoyo irrestricto de sus legisladores. La relación de cada uno con el PAN fue un factor determinante del tipo de presidencialismo que ejercieron, y estaba a su vez definida por su trayectoria política: mientras Vicente Fox había iniciado su carrera política relativamente tarde, y había ingresado al partido con la generación que encabezó Manuel J. Clouthier en los años ochenta, cuyos integrantes provenían en buena parte del medio empresarial,⁷ Felipe Calderón era hijo de uno de los fundadores del PAN —dato de una gran relevancia para el panismo tradicional—, era un hombre del aparato del partido, donde había transcurrido su vida profesional, había sido secretario general y presidente, así como legislador y jefe de la bancada en la Cámara de Diputados. A diferencia de los panistas de larga data, a Vicente Fox le interesaba más la praxis política que la doctrina o la identidad partidista que, en cambio, era una de las fortalezas de Felipe Calderón.

    El tema resultó ser la cuadratura del círculo, las discusiones no llevaron a ninguna conclusión, ni acuerdo entre los panistas. Muchos de ellos pensaban que era un grave error del presidente Fox darle la espalda al PAN, en lugar de gobernar con él. El presidente Calderón, en cambio, y dado el conflicto poselectoral con el lopezobradorismo, necesitaba el apoyo de su partido. Vicente Fox en la presidencia tuvo muchos conflictos con el PAN, que escapaba de continuo a su influencia; en cambio, con el presidente Calderón, el partido se subordinó a la autoridad presidencial, no obstante la protesta de algunos panistas disidentes que defendían la autonomía de su organización y su derecho a votar las leyes según criterios independientes. Desde la presidencia Felipe Calderón se propuso controlar la vida interna del partido, y provocó una reacción negativa que pretendió ignorar. El empeño en seguir involucrado en todas las actividades del PAN desde la presidencia le generó un sinnúmero de conflictos y antipatías que repercutieron en el funcionamiento del partido y del gobierno. Felipe Calderón podía argumentar que una rigurosa disciplina partidista era indispensable en el conflictivo contexto en el que llegó al poder. Si bien ese argumento tuvo efecto al inicio de su gobierno, al final era considerado una pobre justificación de los impulsos dictatoriales de Calderón, según denunciaban sus adversarios en el interior del partido.

    En el primer trienio de su mandato Vicente Fox intentó una fórmula en la que el presidente no gobernaba con su partido, sino que tuvo la aspiración de sobrepasarlo para ampliar su alcance a todos los ciudadanos, pero no logró reconciliar la diversidad de intereses sociales y tampoco superar las fracturas del contexto multipartidista en que su gobierno estaba inmerso; de manera que, a partir de 2003 abandonó esta propuesta y buscó el apoyo del PAN. No obstante, sus relaciones habían sido tan malas en los primeros tres años de su gobierno, que fue muy difícil coordinar sus acciones con el partido. Felipe Calderón adoptó desde el principio de su sexenio la estrategia del gobierno de partido, pero no tenía mayoría en el Congreso, de suerte que solamente exacerbó los antagonismos sin cosechar los frutos de un gobierno mayoritario.

    LAS IDENTIDADES IDEOLÓGICAS

    DEL ELECTORADO MEXICANO

    A diferencia de lo que ocurrió en otros países, donde en el proceso de democratización se formaron frentes amplios de oposición antiautoritaria, en los que participaron indistintamente fuerzas de izquierda y de derecha, en México las movilizaciones contra la hegemonía del PRI nunca se impusieron a las diferencias ideológicas entre los partidos. Hubo varios intentos en esa dirección, no obstante fracasaron dada la renuencia del PAN y del PRD a deponer sus rasgos de identidad, aun cuando estuviera en juego la posibilidad de vencer al PRI.

    En las elecciones de 2000, por excepción, en el esfuerzo por derrotar al partido hegemónico, un grupo de académicos y periodistas relativamente diverso, convocó al voto estratégico. Esta invitación se traducía en un exhorto a votar por el candidato panista, Vicente Fox, de quien se hablaba como un líder carismático que se imponía a las ideologías, capaz de convocar un electorado diverso. El exhorto también se justificaba porque las preferencias electorales no favorecían al candidato de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, quien se presentaba en la competencia presidencial por tercera ocasión.

    Sería muy difícil medir la influencia de este llamado. Sin embargo, encuestas de la época indican que en 2000 un porcentaje importante de electores estuvo dispuesto a deponer su identidad ideológica para derrotar al PRI,⁹ y votó por Vicente Fox, que era el candidato de oposición que tenía más probabilidades de ganar. El cuadro 1 compara la autoidentificación ideológica con el voto emitido y muestra que el panista obtuvo el apoyo de 40% de votantes de izquierda, según su propia identificación. También recibió el voto de 51% de los electores de centro. Estos porcentajes contrastan con el 38% de los votantes que se autoidentificaron como de derecha, de los cuales 50% votó por el PRI.

    CUADRO 1. Autoidentificación ideológica y voto, elección presidencial 2000

    FUENTE: Alejandro Moreno, La izquierda y la derecha sí existen, Enfoque, 27 de noviembre de 2005; en: <www.reforma.com.mx>, consultado el 21 de agosto de 2013.

    La movilización electoral tuvo un poderoso efecto en el desmantelamiento de la hegemonía del PRI, que por décadas se sostuvo en el abstencionismo, pero desde los años ochenta quedó demostrado que el partido oficial no podía resistir la presión de cientos de miles de votantes independientes, que fueron movilizados por las élites de oposición, partidistas o no.

    Las dirigencias de los partidos desempeñaron un papel determinante en la formación de los votantes mexicanos,¹⁰ por la vía de la legislación electoral que atendía a la defensa del voto y que fue una de las materias centrales de debate entre los partidos desde 1989. También fueron responsables del surgimiento y estabilización de las identidades políticas que definen el comportamiento electoral.¹¹ Así pues, y como ocurrió en Brasil, según Scott Mainwaring,¹² en México las fracturas ideológicas del electorado no fueron producto de las diferencias o de la conciencia de clase, sino de divisiones interelitistas que cristalizaron en partidos, que empezaron a ejercer el liderazgo político de la sociedad, una función que hasta entonces se reservaba el presidente de la República.

    El nacimiento del PRD ilustra este proceso. En 1986, ante la inminencia de la sucesión presidencial, Cuauhtémoc Cárdenas, distinguido miembro del PRI, partido por el cual había sido elegido gobernador y senador, exigió a la dirigencia de la organización transparencia en el proceso de selección del candidato presidencial. Detrás de su demanda había algo más que insatisfacción con los mecanismos internos del partido oficial. En realidad, las políticas de austeridad y las reformas al intervencionismo estatal del gobierno de Miguel de la Madrid inspiraban la protesta de Cárdenas y de una amplia corriente en el partido, que también veía con desconfianza que el gobierno reconociera triunfos electorales de Acción Nacional en municipios ricos del norte del país.¹³

    La candidatura independiente de Cárdenas en 1988 fue producto de este conflicto interno, que provocó la severa crisis política del 7 de julio de ese año, cuando cerca de 30% de los ciudadanos cuestionaba los resultados oficiales de la elección presidencial. La movilización cardenista culminó en la fundación del PRD en 1989, y con ella en la institucionalización de esta corriente de opinión que desde entonces se convirtió en uno de los tres grandes partidos que dominan la política mexicana. En 2006 el PRD obtuvo 11.9 millones de votos, 300 000 más que el PRI, y casi dos millones menos que el PAN, partido ganador con 13.7 millones.

    En la elección presidencial de 2006 también fue patente la influencia de las élites partidistas en los votantes. En ese caso, la competencia precipitó la polarización del electorado porque se concentró en los candidatos del PAN y de la Coalición por el Bien de Todos (CPBT), Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, que representaban los dos extremos del espectro político. La mayoría de los electores, 26 de 37 millones, se distribuyó entre estas dos opciones.

    La partidización del electorado fue en buena medida producto de la competencia entre organizaciones que para capturar votos tienen que diferenciarse entre sí, probar que no es lo mismo votar por una que por otra. En consecuencia, es frecuente que los candidatos exageren las diferencias entre ellos. Así ocurrió en México, en la campaña presidencial de 2006 cuando la competencia intensificó los antagonismos existentes, exageró la fractura ideológica que separaba al PAN del PRD, y la extendió al electorado. Por esta razón, en esa elección presidencial el enfrentamiento entre dos opciones distintas de gobierno fue mucho más clara que seis años antes, cuando el voto anti PRI reunió a simpatizantes de izquierda y de derecha.

    Uno de los objetivos de la campaña presidencial del candidato de izquierda, López Obrador, era precisamente la polarización del electorado: provocar la manifestación abierta de las diferencias socioeconómicas para traducirlas en una identidad política definida. Hasta antes del 2 de julio, día de la votación, su discurso buscaba mover a la opinión con la denuncia de la pobreza y la desigualdad, y de la oposición entre ricos y pobres. El principal efecto de su mensaje fue ideologizar la competencia, porque a sus denuncias, Calderón respondió con las propias que evocaban el fantasma del populismo, apelando al voto del miedo, sobre todo de las clases medias, que temían a los efectos de un gasto público desbocado, una espiral inflacionaria o una devaluación. Una de las frases de propaganda del PAN que más perjudicaron a López Obrador lo calificaba como Un peligro para México.

    La ideologización de Acción Nacional no fue únicamente reacción a la agresiva campaña lopezobradorista, sino que obedeció también al conflicto interno que había nacido con la candidatura presidencial de Vicente Fox. La corriente de simpatizantes que se formó para apoyarla provocó la reacción de los doctrinarios, que se aglutinaron en torno a Calderón y a la defensa de las tradiciones, los principios y la identidad panistas, que, en su opinión, estaban amenazados por advenedizos que únicamente utilizarían al partido en beneficio de sus intereses personales. A partir de 2006, y como reacción al foxismo, la fidelidad a los principios se convirtió en una condición inexcusable para todo aquel que aspirara a algún cargo de elección o incluso a una posición en el gobierno federal. Este proceso interno reforzó el efecto del discurso lopezobradorista sobre la derecha.

    La profundización de la dimensión ideológica de Acción Nacional alcanzó al electorado, en el que, tal y como lo indica una encuesta de junio de 2006, se formó una amplia corriente que se autoidentificaba con la derecha.

    Los porcentajes que aparecen en el cuadro 2 muestran la polarización que antecedió al día de la elección. Los votos de quienes se autoidentificaban con la derecha se concentraron en la candidatura de Calderón, con 42%. Incluso atrajo más votos que la izquierda de miembros de hogares sindicalizados, que normalmente hubieran votado por el PRI.¹⁴ Andrés Manuel López Obrador obtuvo más de la mitad de las preferencias — 62%— de los votantes de izquierda. En tanto que el electorado de centro se distribuyó en porcentajes casi idénticos entre estos dos candidatos. En esta encuesta el PRI obtuvo el segundo lugar entre los electores de derecha que seis años antes lo habían apoyado masivamente.

    Los presidentes de la alternancia tenían pocas probabilidades de llegar a acuerdos o de convertirse en símbolo de unidad nacional porque enfrentaban un electorado ideologizado y con identidades partidistas firmes, que no mostraba gran disposición a la construcción de consensos.

    CUADRO 2. Autoidentificación

    ideológica y voto. Elección presidencial 2006

    FUENTE: Alejandro Moreno, Polarizan votos punteros, Enfoque, 23 de junio de 2006; en: <www.reforma.com.mx>, consultado el 21 de agosto de 2013.

    Vicente Fox: el intento de la presidencia plebiscitaria

    Ernesto Zedillo entregó a Vicente Fox una presidencia que había perdido terreno en el sistema político. Además de las restricciones institucionales antes descritas, Acción Nacional no logró la mayoría en la Cámara de Diputados, ni en 2000 ni en las elecciones federales de 2003; tampoco en el Senado. Durante todo el periodo el PRI retuvo la mayoría de las gubernaturas, y sólo ocho estados estuvieron gobernados por panistas.

    No obstante lo anterior, la restauración de un presidencialismo intensamente personalizado como el que se impuso en Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela en los años ochenta coloreó la candidatura de Vicente Fox, quien reunía muchas de las características de los políticos antisistema que en otros países habían encabezado la ofensiva antiautoritaria.¹⁵ Durante su campaña Fox rechazaba la etiqueta de político profesional;¹⁶ hablaba con desenfado y se mofaba de la solemnidad de los políticos;

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