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Mugby Junction
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Libro electrónico201 páginas3 horas

Mugby Junction

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Información de este libro electrónico

En 1865, Charles Dickens sufrió un accidente cuando descarriló el tren en el que viajaba. Un año después, vivió una mala experiencia con el servicio de la estación de Rugby, donde tuvo que quedarse durante un día entero. Fue a partir de estos sucesos que Dickens decidió, junto con sus colaboradores Charles Collins, Amelia B. Edwards, Andrew Halliday y Hesba Stretton, escribir una serie de relatos repletos de humor negro que encuentran su punto de unión en Mugby Junction: un bullicioso cruce ferroviario en el que confluyen las historias de los operarios y los viajeros que lo atraviesan. Con este libro, recuperamos estos cuentos tal y como fueron publicados en el especial navideño de la revista All the Year Round.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 dic 2023
ISBN9788412310757
Mugby Junction
Autor

Charles Dickens

Charles Dickens (1812-1870) was one of England's greatest writers. Best known for his classic serialized novels, such as Oliver Twist, A Tale of Two Cities, and Great Expectations, Dickens wrote about the London he lived in, the conditions of the poor, and the growing tensions between the classes. He achieved critical and popular international success in his lifetime and was honored with burial in Westminster Abbey.

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    Mugby Junction - Charles Dickens

    portada_Mugby_Juntion-1000.jpg

    Índice

    En serio

    Créditos

    Autor

    Mugby Junction

    Charles Dickens

    Hermanos Barbox

    Charles Dickens

    Hermanos Barbox y Compañia

    Charles Dickens

    Linea Principal: El muchacho de Mugby

    Charles Dickens

    Ramal nº 1: El guardavías

    Andrew Halliday

    Ramal nº 2: El maquinista

    Charles Collins

    Ramal nº 3: La casa de compensación

    Hesbra Stretton

    Ramal nº 4: La oficina de correos itinerante

    Amelia B. Edwards

    Ramal nº 5: Historia de un ingeniero

    En Serio,

    23.

    Título original:

    Mugby Junction

    Primera edición: diciembre 2023

    © de la traducción de No. 1 Branch Line: The Signalman, Miguel Ángel Pérez Pérez, 2021. Traducción cedida por Akal.

    © de la traducción de No. 5 Branch Line: The Engineer, «El carruaje fanstama y otros cuentos góticos» , Daniel de la Rubia, 2021. Traducción cedida por Alba Editorial, s.l.u.

    © de las otras traduciones: Manuel Manzano, 2023

    © de la presente edición: La Fuga Ediciones, 2023

    Correció y revisión: Iago Arximiro Gondar Cabanelas - Leticia Clara Cosculluela Viso

    Maquetacióm digital: Iago Arximiro Gondar Cabanelas

    Diseño gráfico: Joan Redolad

    ISBN: 978-84-123107-5-7

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

    Todos los derechos reservados:

    La fuga ediciones, S.L.

    Passatge Pere Calders 7, 1º 2ª

    08015 Barcelona

    info@lafugaediciones.es

    www.lafugaediciones.es

    Charles Dickens

    (1812 - 1870)

    Considerado uno de los grandes autores de la literatura universal y maestro de la novela victoriana decimonónica gracias a obras como: Grandes Esperanzas o David Copperfield. Sin embargo, su producción no se limita a estos grandes éxitos, escribió también cientos de relatos e historias cortas. Gracias a su estilo y dominio del lenguaje, su obra, que ya gozó de una enorme popularidad en el siglo xix, sigue teniendo hoy en día millones de lectores en todo el mundo.

    Charles Dickens

    Mugby Junction

    traducción de manuel manzano

    HERMANOS BARBOX

    Charles Dickens

    i

    —¡Guardia! ¿Dónde estamos?

    —En el Cruce de Mugby, señor.

    —¡Un lugar ventoso!

    —Sí, casi siempre lo es, señor.

    —¡Y parece muy desagradable!

    —Sí, por lo general es así, señor.

    —¿Todavía llueve?

    —A raudales, señor.

    —Abra la puerta. Voy a salir.

    —Tendrá apenas tres minutos, señor… —dijo el guardia, mientras la nariz le goteaba y miraba la esfera empapada de su reloj a la luz de la linterna y el viajero descendía.

    —Más, diría yo. Porque no voy a continuar.

    —Pensaba que tenía un billete para todo el trayecto, señor.

    —Así es, pero sacrificaré el resto. Quiero mi equipaje.

    —Por favor, venga al vagón y señálemelo, señor. Y tenga la amabilidad de darse prisa, señor. No podemos perder ni un minuto.

    El guardia corrió hacia el vagón de equipajes seguido por el viajero, se metió dentro y el primero asomó la cabeza.

    —¿Ve esos dos grandes baúles negros en el rincón donde enfoca su linterna? Son los míos.

    —¿Qué nombre debe constar en ellos, señor?

    —Hermanos Barbox.

    —Hágase a un lado, señor, por favor. Uno, dos… ¡Listo!

    La linterna se agitó. Las señales de paso cambiaron. El motor de la locomotora gruñó. El tren reanudó la marcha.

    —¡El Cruce de Mugby! —dijo el viajero, tirando con ambas manos de las puntas de la bufanda de lana que llevaba alrededor del cuello—. ¡A las tres pasadas de una madrugada tempestuosa! ¡Excelente!

    Hablaba para sí mismo. No había nadie más con quien hablar. De todos modos, aunque hubiera habido alguien más con quien hacerlo, habría preferido hablar consigo mismo. Si lo hacía consigo mismo, hablaba con un hombre de cincuenta y cinco años que había encanecido demasiado pronto y que ahora tenía los cabellos grises por completo, como una chimenea descuidada; un hombre de hábitos reflexivos, rostro melancólico y voz interior contenida; un hombre con evidentes indicios de haber estado mucho tiempo solo.

    Permaneció inadvertido en la lúgubre plataforma, excepto por la lluvia y el viento. Dos asaltantes que se habían abalanzado sobre él con total impunidad.

    —Muy bien —dijo él, cediendo—. Para mí no significa nada volver el rostro hacia un lado u otro.

    Así, en el Cruce de Mugby, pasadas las tres de una madrugada borrascosa, el viajero se dirigió hacia donde lo llevó el clima.

    No es que no pudiese detenerse donde quisiera, pero al llegar al extremo de la marquesina (que en el Cruce de Mugby es de una gran extensión) y contemplar la noche oscura y el ala fantasmal de la tormenta que azotaba su camino salvajemente, se dio la vuelta y se mantuvo firme en la dirección difícil, contra el viento, tal y como había hecho antes. Así, con paso firme, el viajero caminó arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, sin buscar nada, pero encontrándolo.

    A las cuatro y veinte de la madrugada, el Cruce de Mugby es un lugar repleto de formas lóbregas. Misteriosos trenes de mercancías, cubiertos por lonas, marchan como funerales vastos y extraños, huyen culpables de la presencia de las pocas farolas encendidas, como si su carga hubiera llegado a un final secreto e ilegal. Medias millas de carbón avanzan como los detectives, siguiendo cuando los perseguidos avanzan, deteniéndose cuando se detienen, retrocediendo cuando retroceden. Ascuas al rojo vivo llueven sobre el suelo por aquella oscura avenida y, por la otra es como si se avivaran los fuegos del tormento. Al mismo tiempo, rugidos, gemidos y chirridos invaden el oído, como si un torturado hubiera alcanzado el colmo de su sufrimiento: jaulas con barras de hierro llenas de ganado que brama a medio camino, las bestias con las cabezas gachas y los cuernos enredados, las bocas y los ojos congelados de terror, largos carámbanos, o eso parecen, cuelgan de sus labios. Lenguajes desconocidos se cruzan en el aire, conspirando en letras rojas, verdes y blancas. Un terremoto acompañado de truenos y relámpagos avanza en dirección a Londres.

    Y de repente, todo tranquilo, como oxidado, el viento y la lluvia lo poseen todo, las farolas apagadas, el Cruce de Mugby muerto y diluido, con el sudario echado sobre la cabeza, como César. Y ahora, mientras el viajero tardío iba y venía, un tren sombrío pasó junto a él en la penumbra, y no era otro que el tren de la vida. Salido de cualquier trinchera profunda e intangible o de cualquier túnel oscuro, hasta allí llegó, sin ser llamado ni anunciado, apareciendo y desapareciendo con sigilo en la oscuridad. Por allí pasó abatido un niño que no tuvo infancia ni conoció a un padre, inseparable de un joven con un amargo sentido de su anonimato, unido a un hombre cuyo trabajo forzado, desagradable y opresivo le había arrebatado los mejores años de su vida, ligado a un amigo desagradecido, que arrastró tras de sí a una mujer una vez amada. Lo acompañaban, con muchos ruidos metálicos y traqueteos, preocupaciones pesadas, oscuras meditaciones, grandes y sombríos desengaños, años monótonos, una larga línea discordante de las desavenencias de una existencia solitaria e infeliz.

    —¿Son suyos, señor?

    El viajero retiró la mirada de la desolación que estaba contemplando y retrocedió más o menos un paso ante la brusquedad, y tal vez la casual adecuación, de la pregunta.

    —¡Oh! Estaba absorto en mis pensamientos. Sí, sí. Esos dos baúles son míos. ¿Eres el mozo de cuerda?

    —Si me paga como a un mozo de cuerda, sí, señor. Pero yo soy Faroles.

    El viajero pareció un poco confundido.

    —¿Quién has dicho que eres?

    —Faroles, señor —repitió mientras le mostraba el trapo aceitoso que sujetaba con la mano, como explicación adicional.

    —Claro, claro. ¿Hay aquí algún hotel o posada?

    —No exactamente aquí, señor. En la estación hay una Servicio de Refrigerio, pero... — Faroles volvió la cabeza, con una mirada profundamente seria y, como advertencia, añadió —: pero es una bendita suerte para usted que no esté abierto.

    —Ya veo, no podrías recomendarlo si estuviera disponible.

    —Disculpe, señor. ¿Si estuviera…?

    —¿Abierto?

    —No me corresponde a mí, como empleado a sueldo de la empresa, dar mi opinión sobre ninguno de los temas internos, más allá del aceite y las mechas —respondió Faroles, en tono confidencial—. Pero hablando como hombre, no le recomendaría ni a mi padre, si volviera a la vida, que probara el trato del Servicio de Refrigerio. No, hablando como hombre, no, no lo haría.

    El viajero asintió convencido.

    —¿Supongo que puedo alojarme en el pueblo? ¿Habrá alguno por aquí, ¿verdad?

    Porque aunque el viajero que en comparación con la mayoría de los otros viajeros era de los que solía quedarse en casa, se había visto arrastrado otras veces por los vientos de vapor y las mareas de hierro a lo largo de ese cruce, pero nunca había, por así decirlo, desembarcado allí.

    —Oh, sí, hay un pueblo, señor. Lo suficientemente grande como para que pueda alojarse. Pero… —dijo siguiendo con la mirada los ojos del viajero, que miró su equipaje—, es una hora de la noche bastante muerta para nosotros, señor. La hora más muerta, diría. Casi podría llamarla nuestra hora más muerta y enterrada.

    —¿No hay mozos de cuerda?

    —Bueno, señor, ya ve —replicó Faroles, de nuevo con tono confidencial—, por lo general se marchan al mismo tiempo que el vapor. Así es. Y parece que a usted lo han pasado por alto mientras se dirigía hacia el otro extremo del andén. Pero en unos doce minutos más o menos, puede que tengamos a alguno aquí otra vez.

    —Disculpa, ¿a quién tendremos aquí?

    —Al de las tres cuarenta y dos, señor. Lo meten por una vía muerta hasta que pasa el Ascendente X, y luego —Y en ese instante un aire de vaguedad esperanzada impregnó a Faroles— recupera todo lo que puede.

    —No sé si he comprendido algo.

    —No sé si nadie lo comprende, señor. Es uno de esos trenes que llaman «parlamentarios», señor. Y, ya ve, un parlamentario o un cursionista

    —¿Te refieres a un convoy de excursionistas?

    —Eso es, señor. Un parlamentario, o un excursionista, la mayoría de las veces se desvían a un andén muerto. Pero en cuanto tienen la oportunidad, la abandonan en medio de fuertes pitidos del silbato y se animan a seguir pitando… —Faroles volvió a mostrar el aire de un hombre muy optimista que esperaba lo mejor—, bueno, todo lo que pueden pitar.

    Luego le explicó que los mozos de cuerda de turno, obligados a asistir al pasaje del parlamentario en cuestión, sin duda aparecerían con el gas. Mientras tanto, si el caballero no se opusiera mucho al olor del aceite del farol y aceptara la calidez de su cuartito...

    El caballero, que en ese momento estaba helado, aceptó la propuesta al instante.

    Era un cuartucho minúsculo y grasiento que por el olor que desprendía bien podría ser el camarote de un ballenero. Pero un fuego refulgente ardía en la estufa oxidada y en el suelo había una tarima de madera con faroles, recién preparados y encendidos, listos para hacer su servicio en los vagones. Formaban un espectáculo brillante, y su luz y calor explicaban la popularidad de la habitación, como atestiguaban las muchas huellas de pantalones de pana en el banco junto al fuego y las muchas manchas y borrones de espaldas encorvadas en la pared adyacente. Varios estantes desordenados acomodaban una buena cantidad de faroles y latas de aceite, y también una fragante colección de lo que parecían ser los pañuelos de bolsillo de toda la familia de Faroles.

    Cuando Hermanos Barbox, que así llamaremos al viajero aceptando la garantía de la etiqueta de su equipaje, se sentó en el banco y se calentó en el fuego las manos, ahora sin guantes, miró a un lado hacia un pequeño escritorio de tablas muy manchado de tinta, que casi tocó con el codo. Sobre él, había algunos trozos de papel grueso y una pluma de acero probablemente ya jubilada en condiciones muy precarias.

    Al mirar las cuartillas, se volvió involuntariamente hacia su anfitrión y dijo, con cierta aspereza:

    —¡Vaya hombre, eres poeta!

    Estaba claro que Faroles no tenía la apariencia convencional de un poeta, allí de pie, frotándose con toda modestia la rechoncha nariz con un pañuelo tan excesivamente grasiento que aquel acto podría confundirse con el habitual acto de frotar un farol. Era un hombre delgado, de la misma edad que Hermanos Barbox, con sus facciones dibujadas de manera caprichosa, hacia arriba como si fueran atraídas por las raíces de su cabello. Tenía una tez transparente y de un brillo peculiar, tal vez ocasionado por la constante aplicación de sustancias oleaginosas; sus cabellos, revueltos, cortos y canosos, eran erizados como si fueran atraídos por un imán invisible colocado en algún lugar por encima de su cabeza, y le conferían el aspecto de la mecha de una lámpara.

    —Pero no es asunto mío —dijo Hermanos Barbox—. Y ha sido una observación impertinente por mi parte. Puedes ser lo que quieras, por supuesto.

    —Algunas personas, señor —comentó Faroles, en tono de disculpa—, a veces son lo que no les gusta.

    —Nadie lo sabe mejor que yo —suspiró el otro—. Toda mi vida he sido lo que no me gusta.

    —Cuando empecé, señor —continuó Faroles—, a componer pequeñas canciones cómicas... —Hermanos Barbox lo miró con gran desagrado— y lo que fue más difícil, a cantarlas después, lo hice contra la corriente de aquella época. Vaya si fue así.

    Algo que no era del todo aceite brilló en la mirada de Faroles, Hermanos Barbox apartó la suya un poco desconcertado, miró hacia la estufa y puso un pie en el guardafuego.

    —¿Y por qué lo hacías, entonces? —preguntó tras una breve pausa. Pero, de repente, en un tono bastante más suave, añadió—: Si no querías hacerlo, ¿por qué lo hacías? ¿Dónde componías? ¿Dónde cantabas? ¿En una taberna?

    —Junto al diván —contestó Faroles.

    En este momento, mientras el viajero lo miraba buscando alguna aclaración, el Cruce de Mugby se sobresaltó repentinamente, tembló con violencia y abrió sus ojos de vapor.

    —¡Ya llega! —anunció Faroles emocionado—. A veces llega bien y a veces llega mal, pero… ¡por el rey Jorge que esta noche se ha adelantado!

    El rótulo «Hermanos Barbox» en grandes letras blancas sobre dos superficies negras, rodaba sobre una carretilla por una calle silenciosa, después de que el dueño del rótulo hubiera pasado su buena media hora tiritando en el pavimento; tiempo que el mozo de cuerda pasó llamando a la puerta de la posada, despertando a todo el pueblo primero, y al posadero al final, y se abrió paso a tientas en el ambiente opresivo de una casa cerrada, y también a tientas se metió entre las sábanas de una cama que parecía haber sido expresamente enfriada para él cuando la hicieron la última vez.

    ii

    —¿Se acuerda de mí, Joven Jackson?

    —¿Y de qué más me acordaría si no la recordase a usted? Es usted el primero de mis recuerdos. Fue quien me dijo que así me llamaba. Fue quien me informó de que en cada veinte de diciembre tenía mi vida un aniversario de penitencia que se llama cumpleaños. ¡Y cuánto más verdad es esto último que lo primero que me dijo!

    —¿A qué me parezco, Joven Jackson?

    —Para mí es una maldición durante todo el año; eso es para mí, mujer de rasgos duros, labios finos, dominadora, mujer inconmovible de rostro cubierto

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