La vida de Jesús según Juan
Por César Franco
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La vida de Jesús según Juan - César Franco
César A. Franco Martínez
La vida de Jesús según Juan
© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023
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Colección 100XUNO, nº 124
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-171-7
ISBN EPUB: 978-84-1339-504-3
Depósito Legal: M-34370-2023
Printed in Spain
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Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
PREFACIO
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE. ALGUNAS CLAVES DE LECTURA
I. Un evangelio-testimonio
II. ¿Quién es Jesús?
III. Una biografía dramática
IV. El viaje y los viajes de Jesús. Geografía e historia
V. Los signos de Jesús
VI. Las fiestas judías en la vida de Jesús
VII. Los discursos de Jesús y la lengua del evangelio de Juan
SEGUNDA PARTE. LOS 21 CAPÍTULOS DE LA VIDA DE JESÚS
Preámbulo. Cristo, Principio y Fin, Alfa y Omega
I. Los dos prólogos
El prólogo de la preexistencia del verbo
El prólogo de la historia de Jesucristo
II. Comienzo de los signos y el templo nuevo
III. Nicodemo y el maestro que viene de Dios
IV. Samaría acoge al Mesías
V. Jesús, Hijo de Dios, y el conflicto del sábado
VI. Jesús es el pan de la vida
VII. Jesús promete el agua del Espíritu
VIII. El «Yo soy» de Jesús
IX. La curación del ciego y el juicio de Jesús
X. Jesús: la puerta, el pastor y el templo
XI. Jesús es la resurrección y la vida
XII. Anuncio de la muerte y fin del ministerio
XIII. El amor hasta el extremo
XIV. Discurso de despedida en la cena
XV. La vid y los sarmientos
XVI. Jesús y el Paráclito
XVII. La última oración de Jesús
XVIII. La pasión de Jesús
XIX. Condena y muerte de Jesús: Todo está cumplido
XX. El sepulcro vacío y las apariciones
XXI. Retorno al principio y mirada hacia el fin
BIBLIOGRAFÍA
A mi buen amigo
Juan Antonio,
sacerdote
y enfermero cabal
en tiempo de prueba.
PREFACIO
El propósito de este libro es ofrecer una introducción a la vida de Jesús narrada en el evangelio de Juan. Con bastante frecuencia los lectores tienen dificultad para entender este evangelio tan diferente, por su estilo literario y por el contenido de los discursos de Jesús, de los que llamamos sinópticos. A excepción de los relatos de milagros y de la narración de la pasión y muerte, seguida de las apariciones, el cuarto evangelio parece inaccesible y se abandona su lectura, lo cual es privarse de un extraordinario tesoro. El biblista L. A. Schökel dice que «el originalísimo libro de Juan es un evangelio. Si atendemos a la intención básica, proclamar la fe en Jesús para provocar la fe en otros, es el más puro y radical» (Biblia, III, 229).
Tal afirmación no va en detrimento de los otros evangelios, ni mucho menos. Subraya, sin embargo, la originalidad de Juan reconocida por todos los estudiosos, la cual radica en el hecho de que todo el evangelio saca a la luz lo sucedido en la encarnación: «El Verbo se hizo carne». La carne de Jesús es el lugar de la revelación de Dios y de la manifestación visible de su gloria. La trascendencia de este hecho se magnifica si consideramos que el autor de este evangelio es un testigo ocular de los acontecimientos: cuenta lo que ha visto y oído. Afirma, además, que lo visto y oído por él es lo que el Verbo encarnado, Jesucristo, ha visto y oído del Padre. El Verbo se ha hecho carne para revelarnos a Dios en sí mismo, en lo que dice y hace. Según Schlier, «en sus palabras y acciones alude a sí mismo como a aquel en el que Dios se ha entregado en favor de los hombres de una manera concreta: en su carne» (Problemas, 344).
El arte de Juan consiste en narrar la vida de Jesús a partir de este principio hermenéutico. Aquí radica su originalidad y belleza. En este sentido, como afirma Schökel, es el más puro y radical evangelio. Naturalmente, al escribir su obra, Juan no explica a los lectores las claves de su creación literaria ni los procesos seguidos en su composición. Para eso están los exegetas que han escudriñado el texto con sabio empeño sin que, por ello, hayan llegado a esclarecer todos sus secretos, como muestra el permanente debate sobre la estructura del evangelio, sus contenidos teológicos y las magistrales escenas dirigidas a revelar la identidad de Jesús. Con mi trabajo, solo pretendo ayudar al lector a introducirse en la inefable novedad de la vida de Jesús que se abre paso en el evangelio, cuya trama no contiene «multiplicidad de revelaciones, sino una única revelación: Jesús mismo y en Él, Dios» (ib., 344). Si esto es así, comprenderá el lector que cualquier estudio sobre el cuarto evangelio, por bueno y exhaustivo que sea, nunca agotará lo que el Verbo dice de sí mismo y del Padre. Así sucede con sus afirmaciones que comienzan con la fórmula «Yo soy»¹, nombre que Dios revela a Moisés y Jesús utiliza para manifestarse a los hombres. No olvidemos, además, que Jesucristo es «la Palabra salida del Silencio» (Ignacio de Antioquía, Ad Magn 8,1), cuyas profundidades solo él conoce en plenitud.
La originalidad de Juan estriba en el atrevimiento teológico y literario de componer su obra desde el «principio», que no es el comienzo de la historia terrena de Jesús, sino de su ser en el Padre desde toda la eternidad. Esta es su genial visión, la desmesura —si podemos hablar así— de su pretensión creadora. Bendita desmesura, desde luego, que nos permite, guiados por su mano, entrar en el abismo insondable del Dios eterno manifestado en Jesús de Nazaret, el Hijo amado del Padre. Lo que ha dado en llamarse la escatología realizada en Juan es la consecuencia lógica de lo sucedido en la encarnación del Verbo. Ese es el intento de Juan, su afán por hacer ver y oír al Hijo de Dios que él conoció en la carne, a saber, contarnos su vida y, en cierto sentido, escuchar de sus labios lo que dijo a la samaritana y al ciego de nacimiento: Soy yo, el que habla contigo, el que estás viendo. Al situarnos en la proximidad de su carne humana, que podemos tocar con las manos de la Magdalena y de Tomás, comprendemos que Dios se nos revela de modo definitivo; es decir, que «por la revelación del Verbo hecho carne de la historia, todo el mundo se halla —ahora ya— en presencia del último día» (ib., 348).
***
La estructura del libro tiene dos partes: la primera presenta algunas claves para la lectura del evangelio; y la segunda consiste en un comentario a los 21 capítulos del evangelio con la mirada puesta en la vida de Jesús tal como la cuenta Juan.
Al escribir el texto he evitado todos los tecnicismos de la exégesis que pueden estorbar a la lectura del argumento fundamental. De ahí que no haya notas a pie de página, sino que me refiera a los estudios sobre Juan con paréntesis dentro del texto con alguna palabra del título del libro o artículo citado en la bibliografía, seguido del número de la página. En cuanto a la trascripción de alguna palabra griega, lo hago de la manera más simple posible. Las citas de la Biblia están tomadas de la traducción de la Biblia de la Conferencia Episcopal, aunque en ocasiones me aparto de ella y ofrezco la mía o la de otros traductores. Por lo que se refiere a las citas del cuarto evangelio, en el comentario de sus pasajes, evito la abreviatura —Jn— para no sobrecargar el texto y aligerar su lectura; y me conformo con escribir el capítulo y el versículo, o solo el versículo, cuando doy por supuesto que no he salido del pasaje evangélico que comento. Solo cuando es muy necesario, aludo a problemas del texto para que el lector comprenda su dificultad y no piense que me guardo cartas en la manga al hacer alguna interpretación. Desde el principio quiero dejar claro que leo el texto como una unidad literaria, cuyo autor en mi opinión es el apóstol Juan, aunque en determinados pasajes me refiera a las dificultades que entraña esta posición discutida por otros. Tratándose del cuarto evangelio, es obvio que mi deseo sintoniza plenamente con el de Juan: «Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20,31).
INTRODUCCIÓN
Quien desea conocer la vida de Jesucristo —sea creyente o no— acude de modo espontáneo a los evangelios con la convicción de que encontrará la información que busca. Los evangelios han pasado a la historia como las primeras biografías de Jesús de Nazaret. Así se han leído desde su aparición. El evangelio de Marcos es considerado por muchos estudiosos como el primero de esta serie de biografías. La razón de que los evangelios hayan sido considerados como biografías es que, fuera de ellos, no tenemos escritos tan completos sobre lo que Jesús hizo y dijo y, especialmente, sobre los acontecimientos finales de su vida, es decir, su pasión y su muerte.
Ahora bien, leídos como biografías de Jesús según el concepto moderno de biografía, llama la atención sus llamativas lagunas: en ellos no se ofrece una descripción detallada de la fisonomía de Jesús, ni de su sicología o personalidad. Nada se dice de sus gustos y aficiones ni de su formación como rabí. Nada —o muy poco, si exceptuamos a Lucas y Mateo— de su infancia, adolescencia y juventud, ni del trabajo al que se dedicó durante su vida oculta. La extensión de los evangelios, por otra parte, es muy breve. Ni los 16 capítulos de Marcos ni los 28 de Mateo permiten resumir la vida de Jesús por mucho empeño que pusieran los evangelistas en hacerlo. Es claro que han realizado un enorme esfuerzo de selección de lo que para ellos constituía la vida de Jesús.
En este esfuerzo predominó el deseo de mostrar lo más peculiar, lo que hacía de él un personaje singularmente único en la historia de la humanidad. El evangelio de Marcos comienza con esta sencilla frase, clave de lectura de toda su obra: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo Hijo de Dios» (Mc 1,1). Al dar a este tipo de biografía el calificativo de evangelio se afirma algo original en la historia de la literatura antigua: el nacimiento de un nuevo género literario, llamado evangelio. La vida de Jesús, como la cuenta Marcos, se da a conocer mediante un género acorde con la personalidad de Jesús, completamente única. Podemos decir que la persona de Jesús ha originado el género literario que vehicula la narración de sus hechos y dichos. Si la palabra evangelio significa etimológicamente «buena nueva», se deduce que la vida de Jesús es contemplada bajo la luz de su absoluta novedad que condiciona de manera definitiva el género literario a través del cual se narra. Se explica así que la palabra evangelio, escrita con minúscula, se refiera a cada uno de los evangelios canónicos que se ajustan a tal género; escrita con mayúscula, designa, sin embargo, la buena y alegre noticia que constituye el fundamento de la fe cristiana: la entrada en la historia del Hijo de Dios. Así la entiende san Pablo cuando se presenta como ministro del Evangelio. Es obvio, pues, que la historia de los acontecimientos de la vida de Jesús y la fe que han suscitado conviertan a los evangelios en unos escritos especiales que deben ser leídos en su genuino contexto. Son libros que narran la vida de un personaje histórico; y, al mismo tiempo, libros testimonios de la fe que suscitó su presencia entre los hombres. Privarlos de uno u otro aspecto sería un error que haría imposible su comprensión.
De los cuatro evangelios, el de Juan es sin duda el más original. Ha llegado a ser opinión común que Juan escribió su evangelio para completar a los tres sinópticos. Hoy día, esta opinión ha quedado obsoleta. Juan es un evangelio porque se ajusta al esquema de tal género literario. Sin embargo, comparado con los sinópticos, de los que al menos conoce a Marcos, no se ajusta a ellos, ni en su forma de narrar ni en el lenguaje utilizado. Su singular talento literario lo convierte en un evangelio que, conservando la estructura básica de tal género, presenta la vida de Jesús de forma singular y novedosa. Más parco que el resto de los evangelistas en su contenido biográfico, se explaya, sin embargo, en la presentación de los discursos de Jesús, en la descripción y explicación de los milagros, en las controversias con sus adversarios, en el simbolismo de las fiestas judías aplicado a la persona de Jesús, y en la presentación de su pasión y muerte que no solo culmina la vida de Jesús en su devenir terreno, sino que se convierte en un preludio de su exaltación definitiva a la gloria.
En su obra, además, los personajes que aparecen como interlocutores de Jesús son auténticos dramatis personae elegidos por el evangelista para desarrollar un tema fundamental en el argumento de su evangelio: la decisión a favor o en contra de Jesús. En este sentido, podemos decir que Juan ofrece un retrato de Jesús más matizado que el de los sinópticos porque, en sus encuentros con las personas del drama de su vida, expresa como ningún otro su vida interior: su pasión por el Padre y por los hombres, su amor a la verdad contenida en la Escritura, su deseo de ofrecer a los hombres la vida eterna que afirma poseer.
Esta novedad, con relación a los evangelios sinópticos, explica que el cuarto evangelio haya pasado a la historia con los calificativos de «espiritual» y «teológico», debido a la profundidad de los discursos de Jesús, que ocupan una gran parte del evangelio, y a la enseñanza que ofrece sobre el «Paráclito», exclusiva de este evangelio. Ahora bien, paralelamente a este interés por subrayar los aspectos más «espirituales» del cuarto evangelio, ha cundido también la idea de que Juan, urgido por su afán catequético de profundizar la fe, es menos fiable como relato de la vida de Jesús. De ahí que muchos estudiosos lo contraponen a los sinópticos como si estos fuesen más creíbles en cuanto documentos históricos, que, al trasmitir los hechos y dichos de Jesús, permiten reconstruir lo que se ha dado en llamar la historia de Jesús (cf. DV 19). A este respecto, Burridge afirma algo que investigadores actuales olvidan incluso hoy: «Desde la época más antigua, Juan ha sido considerado ‘evangelio espiritual’ […] mientras los ‘hechos externos’ (en realidad, las cosas corporales) fueron preservadas en los sinópticos […] Así, Juan ha sido visto como relativamente tardío y helenístico, y primariamente teológico, mientras los sinópticos fueron vistos como más antiguos y judíos, y por ello, según este argumento, más históricos. No sorprenderá, entonces, que Juan haya sido olvidado en las diversas búsquedas del Jesús histórico» (Burridge, Imitating Jesus, 281).
El prejuicio de que lo espiritual debe distinguirse de los hechos externos no solo ha hecho daño a Juan, sino a los sinópticos, pues también en estos los hechos de Jesús revelan lo espiritual de su persona y misión. Ningún historiador que se precie puede considerar lo espiritual como si se tratara de un «añadido» a la historia de Jesús y no uno de sus componentes esenciales. El trabajo de los expertos en Juan, especialmente desde finales del siglo pasado, ha logrado por fortuna que, en la nueva búsqueda del Jesús histórico, se reconsidere su valor gracias a lo que P. Anderson llama «la búsqueda renovada» en los estudios de Juan. Ya en 2010, J. H. Charlesworth publicó un importante ensayo reclamando un puesto para Juan en la búsqueda histórica de Jesús, es decir, un cambio de paradigma en la investigación histórica: de la exclusión de Juan a su inclusión.
El autor del cuarto evangelio, que la Tradición ha identificado con el apóstol Juan, hermano de Santiago, hijos del Zebedeo, confiesa expresamente cuál ha sido su intención al escribir el evangelio: «Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20,30-31). El evangelista expresa con claridad que su intención es teológica y espiritual: provocar la fe en los lectores de su obra; pero al referirse a los «signos», que es su forma peculiar de designar los milagros de Jesús, deja claro que la fe no se sostiene sin el fundamento de lo que Jesús ha hecho a la vista de sus contemporáneos. Para no dejar dudas sobre su intención, las últimas palabras del evangelio dicen así: «Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir» (21,25). Volveremos sobre esta sorprendente hipérbole.
Esas cosas que Jesús «hizo» forman parte del entramado de su historia. El evangelista reconoce, por tanto, que ha debido seleccionar lo que, de toda la historia de Jesús, mejor conduce a la fe en él como Mesías e Hijo de Dios. Sabemos bien que la tarea de selección y organización del material, que acabó formando parte del evangelio de Juan, es común a los cuatro evangelistas, aun cuando cada uno lo haya hecho desde su propio proyecto literario y teológico. Tratándose de «evangelios», todos coinciden en lo esencial: la Buena Nueva de la salvación, que es Jesucristo. Cada uno, sin embargo, la presenta atendiendo a sus destinatarios y a su interés por resaltar aquellos aspectos de la persona y obra de Jesús que considera más eficaces para lograr su cometido. Así se explica la dificultad de querer concordar o sincronizar los cuatro evangelios para obtener una «historia» de Jesús lo más completa posible, pues esta tarea parte de un supuesto inexistente: los evangelistas no escribieron sus obras para que los exegetas del futuro los concordaran. Así lo demuestra el poco éxito obtenido por quienes con indiscutible esfuerzo han escrito las «historias» de Jesús, tan diversas unas de otras e incluso incompatibles.
Tomemos un ejemplo de la pintura: Jesús ha sido retratado por grandes y geniales artistas. Cada uno ha plasmado en el lienzo su idea del rostro de Jesús. Dentro de una misma época, muchos retratos tienen semejanzas y diferencias. Pero si atendemos al desarrollo del arte y a la sucesión de las escuelas y estilos, se diluyen las semejanzas y crecen las diferencias. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, cualquiera de los retratos de Rembrandt con los del artista ruso Jawlensky? Ambos, sin embargo, dan su visión de Jesús. Algo parecido sucede con los evangelistas, con la diferencia de que estos no lo dejan todo a la imaginación, sino que cuentan con los datos objetivos de sus fuentes. Los estudiosos han señalado las diferentes perspectivas de cada uno de los tres sinópticos y sus características singulares, y, sin excepción, subrayan que la perspectiva de Juan —su particular retrato de Jesús— sin ser contradictoria, difiere notablemente de la de Mateo, Marcos y Lucas. Con sutil perspicacia dice Lagrange que «en el fondo, lo que difiere entre los sinópticos y Juan, no es la fisonomía de Jesús, es la dirección de la luz» (Lagrange, Jean, CLXXI-CLXXII). En los sinópticos, afirma, la luz viene de Jesús y se expande sobre los hombres para instruirles en su relación con Dios. También en Juan, Jesús conduce a los hombres a Dios, «pero lo encuentran en él mismo».
A partir de estas observaciones, es comprensible que, más que intentar hacer una historia de Jesús, concordando los datos de los evangelios, los investigadores prefieran ofrecer la imagen de Jesús propuesta por cada evangelista. De este modo, al subrayar lo original de cada uno, la imagen de Jesús se enriquece poderosamente y quedan abiertos horizontes que ningún evangelista ha pretendido cerrar en su propia obra. Un ejemplo de este modo de trabajar es la obra de R. A. Burridge, Four Gospels, One Jesus. A Symbolic Reading.
En esta dirección apunta el presente libro. Queremos poner el foco de atención en la vida de Jesús según aparece en el texto del cuarto evangelio considerado como una unidad literaria. Aunque en muchos estudios historia y vida llegan a ser sinónimos, preferimos hablar de vida, concepto más pluridimensional que el de historia porque engloba aspectos que para la historia —entendida desde la perspectiva del método histórico-crítico — resultan menos importantes. La vida abarca, ciertamente, los datos históricos que constituyen el trascurso en el tiempo del personaje estudiado, pero implica también el trasfondo último de la existencia perceptible solo a los ojos de quien observa lo que acontece como algo único y original, inmanente y trascendente al mismo tiempo, y se siente testigo del milagro que significa vivir. A esto se refiere Jesús cuando dice: «Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). La vida de Jesús es más que su historia y trasciende lo que un mero historiador deja relegado en la penumbra. Que Jesús, cansado del camino, descanse junto al pozo de Jacob, es poco significativo para un historiador. Si Juan recoge este dato no es solo para resaltar su humanidad ni para indicar que a la hora sexta el sol apretaba en Samaría, sino porque el «cansancio» de Jesús tiene que ver con el trabajo del que siembra y cosecha (cf. Jn 4,6.36-38) y, en último término, con su misión de predicar el evangelio. Esta sutileza es confirmada por un dato lingüístico: en 1 Tes 5,12 y 1 Cor 16,16, el mismo adjetivo griego que significa cansado alude a la fatiga que, según Pablo, produce el anuncio del Evangelio.
En el evangelio de Juan, el término «vida» constituye uno de los pilares básicos de su argumento, presente ya en el prólogo con esta rotunda afirmación: «En él (el Verbo) estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (1,4). Esta vida es la «eterna», un calificativo que aparece insistentemente en el evangelio de Juan para definir la novedad que trae Jesús a los hombres. Paradójicamente, para dar esta vida, Jesús tiene que perder la suya, la física que posee como ser humano. Para subrayar este contraste de la vida de Jesús —o de la vida en Jesús— el evangelista utiliza dos términos griegos distintos. Cuando se refiere a la vida eterna, usa el término zōē, acompañado del adjetivo «eterna». Al tratar de la vida física, en la carne mortal, utiliza el sustantivo psychē, traducido normalmente por alma. En 10,18 su significado natural es «vida». En un contexto en que Jesús habla por vez primera sobre su muerte por los suyos, dice así: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (10,17-18). Jesús habla de su vida humana como existencia en este mundo. Es la vida que sostiene a cada hombre, la que Pedro está dispuesto a perder por Jesús (cf. 13,37-38) y la que el hombre pierde o gana en la medida en que se ame o se aborrezca a sí mismo (cf. 12,25; nótese que, en este último texto, Jesús contrapone la vida física a la vida eterna). Jesús, por tanto, habla de su vida concreta, personal, la que finalmente entregará a la muerte como gesto supremo del amor que tiene a sus amigos (cf. 15,13). Si hay un dato incuestionable de la vida de Jesús, que los teólogos han denominado proexistencia —existencia en favor de los hombres—, es precisamente el de entregar la vida por amor, explicitado en la imagen del buen pastor (cf. 10,1-10).
Ahora bien, si esta vida física de Jesús puede ser dada y recuperada de nuevo, tal como afirma, es porque es inseparable de la vida eterna que reside en él en cuanto Hijo de Dios. Cuando hablamos de la vida de Jesús no podemos trazar una frontera infranqueable entre una vida y otra, puesto que el sujeto de ambas es el mismo. En la existencia terrena de Jesús late la vida eterna que nos trae desde el Padre. Su vida humana, con sus avatares, conflictos, sufrimientos y gozos, y, sobre todo, con su trágico y glorioso desenlace de muerte y resurrección, revela con mayor o menor claridad —y también con mayor o menor percepción por parte de quienes le rodean— la vida eterna que habita en él y que, por ello, puede ser definida como «luz de los hombres». Esta relación de vida y luz, a la que se contrapone el binomio muerte y oscuridad, constituye la paradoja de Jesús o, si queremos decirlo de otro modo, el misterio de su persona.
Hay que decir, sin embargo, para que se entienda el contenido de este libro, que ambas vidas (en realidad, son una sola) son reales. No hay una verdadera y otra ficticia. Una que transcurre en el tiempo y otra que se esfuma en el mundo de las ideas o se diluye en palabras sin arraigo en la realidad. De hecho, cuando en algunas biografías o historias de Jesús, se hace abstracción de la vida que Jesús regala a este mundo, su figura pierde identidad, su poderoso atractivo y absoluta novedad. Pierde su consistencia histórica. Queda convertido en un guiñol en manos de quien lo maneja. Como mucho, queda reducido a un piadoso israelita o a un profeta entre tantos. Si Jesús entrega su vida y la recupera —transformada, naturalmente— es, en última instancia, porque él es «la Vida» (11,25; 14,6), un absoluto que impide hacer distingos o restricciones. Esto es tan claro para sus seguidores que la única correspondencia justa a lo que Jesús ha hecho por los hombres, es hacer lo mismo con los demás, como dice la primera carta de Juan, totalmente afín al pensamiento y vocabulario del cuarto evangelio: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). He aquí el fundamento de la moral cristiana.
La irrupción de esta vida en la