Del protestantismo a la Iglesia
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Para explicar las razones que motivaron este paso, pasados quince años de estos acontecimientos, y siendo ya sacerdote católico y profesor de teología en la Universidad Católica de París, escribirá el presente libro, traducido ahora por primera vez al español.
En Del protestantismo a la Iglesia, Louis Bouyer, integra genialmente la reflexión teológica rigurosa, la dimensión existencial y testimonial de la fe, el desafío ecuménico y la identidad profundamente católica. A lo largo de sus páginas expone detalladamente, y con la cordialidad y respeto de quien lo conoce desde dentro, los principios teológicos del protestantismo mostrando cómo las tesis positivas protestantes (sola gratia, soli Deo Gloria, sola Scriptura, sola fide) solo pueden cumplirse, como verdaderos impulsos de renovación y conversión, en la Iglesia Católica.
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Del protestantismo a la Iglesia - Louis Bouyer
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Capítulo I
LOS PRINCIPIOS POSITIVOS DE LA REFORMA
La Reforma es corrientemente definida como un movimiento negativo. Este punto nos lo señalan no solo sus críticos sino también muchos de sus adeptos. La palabra «protestante» evoca de entrada la idea de un rechazo.
La mayor parte de la gente a la que preguntáramos a bocajarro una definición dirían de corrido: «es protestante aquel que no cree en la Virgen, en los santos, en la presencia real, etc.» Muchos protestantes tendrían ellos mismos esta reacción. Al leer muchas obras de exposición y defensa de las ideas y prácticas reformadas, como el catecismo tan popular del pastor Nyegard, podríamos creer que esto es lo esencial.
Con mayor razón no es sorprendente ver a los controversistas católicos reducir el protestantismo al rechazo de la Iglesia y, aún más particularmente, de su autoridad. No podemos olvidar que, si el protestante rechaza la Iglesia, es en nombre de la Santa Escritura; pero, por lo general, a los católicos les parece que sus hermanos separados encuentran en ella una autoridad solo para autorizarse interpretaciones arbitrarias. De hecho, al final, volvemos a la célebre expresión: «cada protestante fue papa con una Biblia en la mano».
Todo este libro está escrito para mostrar en primer lugar que hay algo más en el protestantismo auténtico que un individualismo sin freno y sobre todo negativo. Pero, antes de demostrarlo, hay que comenzar por reconocer las apariencias. Es innegable que podemos encontrar abundantemente en el protestantismo antiguo o moderno quien justifique esta visión de las cosas. Lo que llamamos protestantismo liberal, en nuestros días, ha construido un verdadero sistema y ha reivindicado lo que había sido primero una acusación. Pero, antes de esto, algunos apologistas desde el exterior habían realizado ya esta inversión. Bossuet condenaba en la Reforma el triunfo anárquico del libre examen. Es esto, más o menos, lo que Michelet aclama. Para él, la grandeza de los reformadores está en haber preparado los caminos, en el orden intelectual y espiritual, para la gran Revolución.
No hay que olvidar, sin embargo, que el liberalismo protestante, convirtiendo a su vez el reproche en alabanza, no admite que el libre examen sea completamente negativo. Se trata, según la fórmula célebre de Auguste Sabatier, la religión del Espíritu opuesta a las religiones de la autoridad. Hay que reconocer, sin embargo, que el Espíritu del que se trata, estrictamente hablando, es del espíritu humano, aunque se admite como evidente que su liberación debe consistir en transparentar en él el Espíritu divino. Igualmente se debe reconocer que la afirmación que constituye el fondo del protestantismo, si es que el «liberalismo» fuera su legítima y definitiva expresión, sería la autoafirmación del hombre. Ahora bien, esta afirmación sería la de un individualismo que rechaza, no solamente las afirmaciones colectivas de la comunidad cristiana tradicional, sino también toda revelación de Dios que no sea completamente inmanente a la conciencia.
A pesar de todo esto y no obstante el arraigo innegable de este liberalismo en el pasado más lejano de la Reforma, sería un grave error considerarlo como el verdadero rostro del protestantismo. En esto es, efectivamente, donde el protestantismo liberal ha triunfado, «el protestantismo no es sino una serie y una colección de formas religiosas del librepensamiento», según la afirmación reveladora de Gabriel Monod1. Pero creer que el protestantismo vivo es esto es equivocarse completamente.
En efecto, no debemos juzgar una religión, un movimiento religioso, por ciertas sistematizaciones librescas. Hay que recordar que la religión tiene que ver con la vida y en las comunidades donde se vive es donde hay que esforzarse por descubrirla. Todas las especulaciones sobre el protestantismo que descuidan este punto de partida corren el gran riesgo a fin de cuentas de logificarse en puras quimeras.
Si, por el contrario, abordamos el protestantismo, partiendo de las almas que lo viven, todas estas reconstrucciones y explicaciones se deshacen ante la realidad que no tiene nada en común con ellas.
Intentemos, por tanto, alcanzar no este u otro protestantismo teórico, sino la religión protestante vivida. Entremos, si es posible, en la vida de una parroquia de la Iglesia reformada de Francia tal como ella se presenta en lo cotidiano. No tardaremos en darnos cuenta de que el protestantismo, para sus miembros, no significa para nada libre examen sino cristianismo bíblico, quizá incompleto e inconsecuente, pero muy auténticamente religioso.
En esta parroquia, la actividad central está en el servicio religioso del domingo. Los protestantes franceses no lo llaman «sermón» ni nada parecido, al contrario de lo que creen los católicos. Ellos lo llaman simplemente «el culto». Este término austero, un poco abstracto, expresa bien en todo caso lo que no puede dejar de llamar la atención a los católicos: se trata de un acto completamente religioso, en el sentido preciso de la virtud de la religión, es decir, un reconocimiento habitual, que domina todos los pensamientos y todos los actos, de la majestad divina.
Ciertamente el sermón ocupa la parte central, incluso la mayor parte del culto. Pero el sermón está precedido de las lecturas de la Escritura Santa, enmarcado en oraciones y cantos donde el libre examen y todo lo que está relacionado con él no tiene cabida. Los temas habituales del sermón serán las verdades del símbolo apostólico, la importancia de la oración, de la meditación, de la obediencia, de la renuncia en la vida cristiana, las grandes obligaciones del cristiano y, ante todo, el introducir la fe en la totalidad de la