El prodigioso misterio de la alegría: En la escuela de los niños de Manila
Por Matthieu Dauchez
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A Darwin, Ritchelle, John Paul, Genalyn y muchos otros la vida cotidiana les ha deparado todo tipo de adversidades y sinsabores, fruto de las más diversas miserias materiales y humanas. Y, sin embargo, página a página, podemos descubrir dónde está el secreto de sus sonrisas, qué poder invencible encierran estos pequeños, de tal modo que se convierten en una verdadera lección de vida para nosotros.
"A través de los diferentes niveles de la alegría, los niños pobres de Manila nos enseñan a purificar nuestra mirada sobre nosotros mismos, de forma que se engrandece nuestra dignidad. Con ellos, levantamos la cabeza para abrazar nuestra vocación común: amar y ser amados".
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El prodigioso misterio de la alegría - Matthieu Dauchez
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MENDIGOS DE AMOR Y MAESTROS DE ALEGRÍA
«El niño extrae humildemente el principio mismo de su alegría
del sentimiento de su propia impotencia»
La alegría que muestran los niños de Manila, pobres entre los pobres, siendo prodigiosa, resulta ante todo desconcertante. Descabalga incluso a los espíritus más sutiles. ¿Cómo se puede explicar que un niño de la calle, que no ha conocido más que miseria, sea capaz de mostrar una alegría tan sincera y desbordante? ¿Cómo comprender esas sonrisas y esa energía impulsiva de los niños de los basureros cuando la vida solo les ha deparado sufrimiento? Y más aún, ¿cómo admitir que sean alegres aquellos que han sido víctimas de los peores escándalos: abandonados, maltratados, abusados, violados, dejados a su suerte en el corazón de la jungla urbana...?
Esta aparente paradoja se explica no obstante, a menudo, de forma demasiado simple. La despreocupación del niño se presenta de forma inmediata como causa evidente de esta alegría ingenua, incapaz de medir la contradicción en la cual se encuentra. Pero decir esto, sería ignorar a numerosos adultos de los suburbios y a los grandes chatarreros de Manila, confrontados a la misma miseria, muy conscientes de su situación, y que a pesar de ello manifiestan una alegría similar, una alegría que sobrepasa sin duda nuestro razonamiento lógico.
También estos juicios apresurados asocian generalmente alegría con bienestar y felicidad. Aunque en realidad están íntimamente unidos, es importante distinguirlos.
Como bien sabemos, la felicidad es el bien supremo, aquel que llena perfectamente al hombre, aquel que le deseamos a todo el mundo. Ciertos filósofos han querido identificarla con un logro personal o con una satisfacción de nuestras inclinaciones y nuestros deseos. El Doctor Angélico tiene una visión menos egocéntrica y sabe bien que su principio y fin se encuentran en Dios. Sea cual sea la felicidad, coquetea necesariamente con un absoluto. A primera vista, aparentemente inaccesible para unos u origen de las mayores disquisiciones filosóficas para otros.
En cuanto a la alegría que experimentamos en nuestras vidas, es frágil, subjetiva. Se asemeja a una sensación agradable, un sentimiento de bienestar ligado a una situación particular. Es una emoción que puede durar más o menos tiempo, que nos gustaría controlar, pero que se nos puede escapar muy fácilmente. Y no siempre es blanco o negro. ¿Acaso no hablamos de gritos de júbilo y alegría, falsa alegría o peor aún, de mujeres de vida alegre? Como se puede ver, la acepción de la palabra es muy amplia…
Sin embargo, la alegría se corresponde en griego con la palabra χαρά (karà), que puede traducirse por «aquello que alegra el corazón» y comparte la misma raíz que la palabra χάρη (karé) que significa gracia. He aquí una señal de que la verdadera alegría es más digna y más bella que las simples manifestaciones efímeras del placer.
Estas páginas no tienen otra pretensión que intentar, con mayor o menor acierto, comprender por qué Eddie boy, un niño chatarrero de diez años que trabaja para sobrevivir en los basureros de Manila desde hace muchos años, muestra una alegría más auténtica que la de nuestras estrellas de televisión disfrazadas con grandes sonrisas hollywoodienses, que la alegría flemática de nuestros graduados escolares en búsqueda de sentido o incluso, admitámoslo, que nuestra propia alegría.
Como continuación a Mendigos de amor [1], este breve ensayo quiere intentar penetrar humildemente en las lecciones que nos ofrecen con su ejemplo, los niños más desfavorecidos de Manila.
Seguramente mis palabras no sean las más adecuadas, lo que he escrito podría ser desafortunado y mi línea de pensamiento resultar vacilante; que los niños me perdonen. Testigo de sus historias, quiero dirigir mi mirada de sacerdote sobre la exhortación viva que tienen para cada uno de nosotros. Es urgente para nuestro mundo, hay que aprender de los pobres.
LOS HEMATOMAS DEL ALMA
Primer nivel
La alegría que surge de la seguridad afectiva y material
«Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños»
FEDOR DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamazov
ODIOSA REALIDAD
—Padre, ya no soy virgen…
Con estas palabras, a la edad de siete años, la pequeña Ritchelle se acercó a mí a la salida de misa un lunes por la tarde. Tenía necesidad de hablar y para ello mantenía una pose un poco provocadora. Había que responder necesariamente a esta llamada de socorro que no podía ocultar.
—¿Pero qué dices… sabes acaso lo que significa esa palabra?
—Si, lo sé. Fue mamá la que me lo dijo después de haber jugado con el abuelo…
Y Ritchelle se puso a contarme, con ojos humedecidos y voz entrecortada, su dramática aventura.
Hacía dos años que se encontraban en la calle, ella y su joven madre, después de que ésta se separase de su marido. Erraban sin rumbo por los barrios de la capital filipina, viviendo de la mendicidad y rebuscando entre las basuras de la ciudad para encontrar algo con lo que alimentarse. Agotadas y hambrientas, fueron a llamar como último recurso a la puerta de su abuelo para implorarle su ayuda. Éste último, consintió recibirlas y alojarlas con la condición atroz de ser compensado con servicios sexuales. Entraron las dos y cayeron en la trampa. Ritchelle apenas tenía cinco años en ese momento.
«Me olvidan igual que a un muerto, como objeto de desecho» (Sal 31,13).
Algún tiempo más tarde, vagando de nuevo por las calles de Manila, fue rápidamente descubierta por los educadores, y pronto encontró refugio en una de las residencias de la fundación. Nunca quiso hablar de esta traumática experiencia y guardó el peso de este atroz recuerdo como un yugo en el fondo de su corazón, gangrenado por el sentimiento de vergüenza que provoca el abuso sexual.
Pero aquel día, tenía una necesidad inmensa de hablar. Había que liberar su corazón. Se le empezaron a caer las lágrimas a medida que sus palabras describían su calvario y con ellas parecía evacuar la angustia y el odio que había acumulado desde hacía dos años. Hablamos largo y tendido, o más bien, la escuché durante mucho tiempo, puesto que no encontraba palabras ante semejante escándalo.
Enseguida cogí mi pequeña moto para volver a la parroquia y cubierto por el casco, me puse a llorar en el camino de vuelta, tan disgustado por la capacidad diabólica que tiene el hombre de pervertir su naturaleza y profanar la inocencia.
A partir de ahora, Ritchelle quiere mirar hacia delante. Ella carga con su terrible historia, y cargará con ella toda su vida, pero su corazón herido no ha querido dejarse contagiar por el pecado de otro. Hoy, va a la universidad y continúa sus estudios con coraje. Es una niña inquieta a la que le gusta acaparar la atención con un sentido del humor refinado y lleno de ironía. La sombra del drama que vivió ha dado paso a un verdadero rayo de sol en la fundación.
Esta historia es odiosa. Desafortunadamente, solo es un ejemplo entre muchos otros. Ritchelle comparte con otros cientos de niños de la fundación estas aflicciones que no le deseamos a nadie.
Y a pesar de todo, estos abismos de angustia contrastan de manera sorprendente con el ambiente que los niños viven en los hogares de la fundación. Cuando se abre la puerta de uno de nuestros centros, el visitante es recibido habitualmente con grandes sonrisas, una alegría desbordante y un entorno familiar que no deja medir, ni incluso imaginar, los escándalos con los cuales se ven impregnadas sus historias. Poniéndonos al servicio de los niños abandonados, maltratados, violados, y observando las terribles experiencias que han vivido en la calle esperaríamos encontrarnos, sin duda, con niños cerrados en sí mismos y taciturnos o por el contrario, violentos y revoltosos dependiendo de su carácter. Nos imaginamos niños desequilibrados, tristes y sin entusiasmo, demasiado heridos por la vida como para poder creer en esta alegría.
Sin embargo, constatamos exactamente lo contrario. Aunque la tristeza no ha desaparecido de sus corazones porque las heridas siguen aún en carne viva, vemos como la alegría predomina claramente.
Algunos ven en este entusiasmo una coraza psicológica que compensa una falsa apariencia detrás de la cual se esconde la verdadera tristeza de sus corazones, como una tirita puesta tontamente sobre una herida infectada. Se denomina «la tesis de la máscara».
Otros admiten que su alegría es sincera, pero consideran acto seguido, indecentes esas explosiones de risas y de éxtasis, en un contexto tan degradante de abusos y de ataques a la dignidad de los más débiles. Para estos heraldos de elevada moral, los niños, víctimas de los escándalos más horrorosos de los que el hombre es capaz, permanecen marcados por un sello infame e indeleble que les priva para siempre de la felicidad. Y con un corazón falsamente compasivo, insisten en que las víctimas mantengan el papel de marginados y no vengan a sacudir nuestras sacrosantas