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Senzala
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Libro electrónico258 páginas4 horas

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Información de este libro electrónico

Una apasionante novela ambientada en el período de la esclavitud del siglo XIX, en la que el autor logra combinar momentos de claridad y gracia con densidad dramática y llevar al lector a una profunda reflexión sobre su responsabilidad en las relaciones humanas, ya sea en una posición de mando o en la subalternidad. 
Destaca que la peor de todas las esclavitudes no es la externa, sino aquella en la que permanecemos presos en la ignorancia de nosotros mismos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2023
ISBN9798223302230
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    Senzala - Salvador Gentile

    SENZALA

    Romance de

    SALVADOR GENTILE

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Noviembre, 2023

    Título Original en Portugués

    Senzala

    © Salvador Gentile, 1976

    Traducido al Español de la 38ava edición Portuguesa – Enero, 1996

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, habiendo traducido más de 270 títulos, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    Índice

    Capítulo I  ANTE LA MUERTE

    Capítulo II  LA FAMILIA SOUSA

    Capítulo III  NUEVAS DIRECCIONES

    Capítulo IV  LOS CAMINOS DE LA INTRIGA

    Capítulo V  LA GRAN DECISIÓN

    Capítulo VI  UNA NOCHE DE TERROR

    Capítulo VII  COMPROMISOS PASADOS

    Capítulo VIII  NUEVOS PLANES DE LUCHA

    Capítulo IX  EL MAL DESTRUYE EL MAL

    Capítulo X  LOS CAMINOS A LA FELICIDAD

    Capítulo I

    ANTE LA MUERTE

    La casa solariega, plantada en medio de los árboles y bañada por la pálida luz del atardecer, parece inmersa en la tristeza. Sus ventanas están cerradas. Un profundo silencio la rodea. El antiguo edificio, de auténtico estilo colonial, alto, de anchos muros con ladrillos dispuestos en impecable simetría, presenta aquí y allá elementos altísimos en los que se sitúan largas ventanas blancas, delimitadas por delicados marcos de mortero encalado. Una mansión muy apreciada por los agricultores ricos del siglo XIX, que crece majestuosa bajo el dosel de los árboles que la rodean. La impresión de quien lo ve por primera vez es de asombro y admiración.

    Nuestra historia comienza allí, en el silencio reverente de la tarde y en la tristeza sollozante que se instala ante la llegada de la muerte. En aquellas horas de languidez, había fallecido el Coronel Sílvio de Souza, propietario de la propiedad: una vasta extensión de tierra cuidadosamente tratada que, bajo su enérgica dirección, arrojaba oro en abundante producción. El difunto había prosperado de tal manera que la fortuna, acumulada durante los largos años de su trabajo, gozaba de fama de ser la mayor de aquellas zonas del interior. Estamos en una finca, en el interior del Estado de São Paulo, ubicada en el territorio de uno de sus municipios más importantes, cuyo nombre no es necesario determinar, ya que se trata solo de un accidente geográfico que no está vinculado en un camino indiscutible al desarrollo de nuestra historia. Estamos en el segundo cuarto del siglo XIX, y basta con mirar el verdor que tiñe el suelo fértil de los prados y laderas, y las flores silvestres que se alzan en grandes manchas multicolores, para deducir fácilmente que estamos en pleno octubre, primavera. En contornos armoniosos, alrededor de la mansión, delicados parterres de flores, con césped exuberante y bien cortado, exhiben una preciosa variedad de flores y arbustos coloridos.

    Un arco iris en el suelo. Pero ni siquiera el frescor y la poesía, los colores agradables y las flores caprichosas, son suficientes para quitar el sentimiento de tristeza que flota en el vacío ambiental, y en las expresiones de recogimiento estampadas en los rostros de las figuras humanas que se mueven en esa primavera, paisaje, y luego, los carruajes llegan y salen, y el golpe de los cascos de los animales de tiro mezclado con el ruido de las ruedas, triturando guijarros y hojas secas, son los únicos sonidos que resaltan. Incluso las personas que llegan parecen caminar con pies cautelosos para no profanar el silencio de la muerte, expresando respeto. Las damas más emotivas ahogan los sollozos en la garganta, para que las lágrimas de tristeza no aparezcan indiscretamente. El Coronel había muerto y nadie quería aceptar la dura realidad. El acontecimiento fue tan inesperado que cayó sobre todos como una catástrofe irreparable e incomprensible. Cuando se espera la muerte, todos lo sabemos, pero nunca nos acostumbramos a esta realidad, ya que poco a poco se va imponiendo, las personas se preparan para recibirla sin sorpresas dolorosas.

    Sin embargo, cuando llega de repente, corta los canales de comprensión y de serenidad y traumatiza los corazones. De hecho, íntimamente, todos asumimos que los buenos son inmortales, incapaces de sufrir un fracaso fatal. Son tan útiles e indispensables al punto que descuidamos el justo entendimiento que son seres humanos, sujetos como todo mortal al ciclo de la vida, que tiene un principio y un fin, tanto en la cabra perezosa que se pasa las horas rumiando, simulando un tic nervioso, como en el pájaro feliz que gorjea, señor del aire y de la Naturaleza, eligiendo su propio posadero, aquí y allá, entre las flores, o en la exuberancia de los árboles.

    Había muerto el Coronel, el hombre bueno, respetado por esclavos y nobles, niños y adultos, pues era como un símbolo del ideal que todos tenemos y está personificado en alguien. Admitirlo entre los muertos era insoportable porque representaba el descenso del carruaje de alegrías e ilusiones, la frustración de la perenne expectativa de amor, menos presente en la época a la que nos referimos, en la que los corazones padecían una profunda aridez debido a los contrastes sociales, situaciones que no escalaban sino que estaban definidas por extremos: entre personas que eran cosas como esclavos, y cosas que eran personas, como los nobles inhumanos que llenaban su mesa con sangre de esclavos y, al primer temperamento, hacían esto, sangre bajo las brasas del látigo, junto al poste de la picota. El Coronel era el vértice superior del triángulo con ambos brazos extendidos hacia los polos de la base, iluminados por su influencia superior. Sin embargo, aunque era difícil admitir el lamentable suceso y muy dolorosa su aceptación, el Coronel había fallecido. La emoción de quienes salían de la cámara de la muerte, sus ojos brillantes y sensibles, de los que brotaban discretas lágrimas, demostraban que ya no podían dudar de la realidad. Se tenía la impresión que todos, sin excepción de uno, tenían miedos internos del mañana, cuando ya no podrían contar con el apoyo de ese corazón generoso y de esa personalidad notable, que se había ganado su cariño y su confianza, transformándolos, ya sea en el padre, en el hermano y en el amigo de todos los momentos. Desembarcados en aquellas tierras baldías y polvorientas que quemaban los pies, bajo el sol abrasador, despreciando la protección de sus propias alpargatas, lucharon juntos y juntos sufrieron largas jornadas de adaptación y desprendimiento. En ese ambiente elegido nacieron sus hijos, ahora tres en total: Alberto, Francisco y Cidália. Todo cambiaría, sin duda. Todas aquellas vidas, presentes o ausentes, que laboraban alrededor y bajo su influencia, se verían afectadas, porque el Coronel era una de esas criaturas inconfundibles por la rareza de los predicados que tenía. Si la muerte es triste allí donde golpea, allí alcanza el superlativo de tristeza. El Coronel llevaba mucho tiempo instalado allí. Había llegado recién casado, a la entonces modesta propiedad que había heredado, acompañado de doña María Cristina, una fina dama de la sociedad paulista, cuyos dones y virtudes personales rivalizaban con los de su marido. Había aceptado la contingencia de abandonar los círculos elegantes y los tés sociales, para sumergirse en el interior salvaje y ser la dulce compañera en la soledad del trabajo y el sacrificio que esperaba a la joven pareja. Pasaron los años y el reloj del tiempo se detuvo cinco lustros después, en aquella triste tarde de octubre, transformada en un anfiteatro de la muerte, encrucijada de muchos destinos que se verían obligados a elegir sus propios caminos.

    El timón se había roto y el barco, fuera de control, comenzó a balancearse sobre las turbulentas olas de la realidad y lo desconocido, dejando tras de sí a toda una comunidad que tendría que encontrar su propio puerto de fondeo.

    Las velas se rompieron y la fuerza propulsora se extinguió. Los vientos del mundo, aunque continuaran soplando, esperarían nuevos paños sobre los que apoyarse para impulsarse.

    El barco, momentáneamente varado, con su tripulación angustiada por el miedo y la incertidumbre. Benedicta, la vieja sirvienta que durante 25 años tuvo el privilegio de ser la primera en verlo por la mañana, recibiendo sus primeras palabras, había notado la diferencia en su expresión y estaba preocupada.

    Ese fatídico día, el Coronel Sousa se levantó a la hora habitual.

    De paso; sin embargo, cuando se despertó temprano en la mañana, como siempre debido al alboroto y el canto de los pájaros, no se sintió muy bien.

    Le pesaba la cabeza y un ligero malestar le invitaba a permanecer más tiempo en la cama. Sin embargo, relacionando el hecho con haber comido en exceso la tarde anterior, se emocionó y saltó de la cama, atento a las múltiples tareas del día. Bebió su café, algo pensativo, serio, como si sufriera un poco de desánimo, apareció en su rostro.

    – ¿El Siñóziño no se siente bien? – Preguntó espontáneamente, como una madre amorosa que quiere adivinar las dificultades de su hijo, debido a la libertad que le dio el Coronel Sousa.

    – No hay nada, Benedicta. Solo un ligero dolor de cabeza, que pronto pasará – respondió sin mostrar rastro de preocupación por la amable observación.

    Después del café, hizo el habitual recorrido por la sede de la finca, pasando por el establo, la finca de mangueras, la pequeña finca destinada a producir para el consumo y, en este paso, se dirigió hacia la colonia donde se encontraban los trabajadores que venían a recoger instrucciones para el tareas. Reunido con ellos, les dictó órdenes seguras y detalladas, distribuyéndolas por la extensa finca para realizar las tareas del día. Le llevaron una montura, a la que subió rápidamente, instando al animal a ganar tiempo para poder inspeccionar todas las zonas donde se desarrollaban los distintos servicios. Un poco más y el inclemente Sol lo sorprendería cabalgando de aquí para allá, atento a cada detalle del paisaje, escrutándolo con sus ojos experimentados, sin detener su avance. Cabalgó hasta casi las once, a pesar de sentir que su indisposición, en lugar de retroceder, se hacía cada vez más pronunciada.

    Acostumbrado a ese tipo de vida y decidido en realizar las tareas habituales que le requerían, completó el programa y desembarcó en su casa, bastante preocupado por el malestar que ya lo inquietaba. Su almuerzo fue frugal, contrariamente a su costumbre, ya que esta comida era su comida principal y comía hasta quedar satisfecho, generalmente tomando una siesta de aproximadamente una hora.

    Levantándose de la mesa, se dirigió hacia el dormitorio. Cuando se acomodó en la amplia cama, sobre el colchón de plumas, cuya suavidad siempre comentaba, se sintió más tranquilo, pues estaba seguro que esa hora de descanso sería suficiente para superar su indisposición y recuperar al máximo sus capacidades físicas y fortaleza. Esa tarde había dormido un poco más y la única razón por la que su familia no lo había despertado a la hora habitual era porque Benedicta había llamado la atención de su jefe sobre el malestar que había notado desde temprano en el Coronel Sousa. Eran las tres de la tarde cuando se levantó. Se lavó apresuradamente la cara y, al tomar café, acalló cualquier queja o reprimenda, considerando que tal vez su familia había notado su malestar, dejándolo deliberadamente descansar más. Nadie mencionó el asunto, tal vez para no ofenderlo o preocuparlo innecesariamente. Desde la cocina, donde había comido frugalmente, se dirigió hacia el huerto. Había notado que los frutos maduros, al caer de los árboles, habían cubierto el suelo, requiriendo una limpieza urgente. Iba a comprobar la magnitud del trabajo a realizar, para programarlo para el día siguiente. Ya estaba en medio del huerto, bajo el dosel de viejos mangos, que se elevaban imponentes hacia el cielo e informes generosos y fructíferos que prometían una cosecha exuberante, cuando sintió un dolor más agudo en la cabeza, un ruido extraño reverberando en su cerebro y, de repente, una violenta sensación de ser arrojado al espacio. Fue como un rayo. Dobló las rodillas y cayó al suelo alfombrado de hojas secas, con el rostro pegado al suelo, los ojos bien abiertos, el brazo izquierdo debajo del cuerpo y el brazo derecho extendido como si, instintivamente, hubiera buscado apoyo, en el último momento, para amortiguarse la caída. Se había producido una lesión cerebral y el hombre, tendido en el suelo, sin duda estaba muerto. Cuando, en el momento fatal, sintió como si le volaran el cráneo, el coronel Sousa experimentó un extraño vértigo que lo dejó inconsciente de momento y lo sumergió en una pesadilla en la que veía cómo los acontecimientos más importantes se desarrollaban rápidamente, en un interminable secuencia de su vida. Las imágenes se sucedían y él no tenía poder para controlarlas; quería concentrarse en otra cosa, a pesar de sentirse impotente; y, en semi lucidez, contemplaba el singular repaso de su vida, sin darse cuenta de la causa de aquel insólito fenómeno del que nunca había oído hablar.

    Cuando pasó la aparente pesadilla, permaneció en ese delirio por algún tiempo, solo que poco a poco fue recuperando la conciencia. Había pasado casi una hora y, en ese momento, el Coronel Sousa pudo pensar y evaluar los hechos ocurridos de forma tan insólita. Se encontró tendido boca abajo en el suelo. Algunos insectos vagaban por su rostro, insolentes y descuidados. Comenzó a moverse para levantarse pero, a pesar del inmenso esfuerzo, y para su asombro, ya no podía controlar su cuerpo. Parálisis total. Lo intentó de nuevo, reuniendo todas sus fuerzas, pero no logró nada. Ni un músculo en movimiento. Definitivamente – pensó – había sufrido una parálisis fulminante.

    Empezó a desesperarse. ¿Qué le habría pasado después de todo? ¡Qué situación tan extraña! Caído e inmovilizado, veía y oía perfectamente. Anhelaba que alguien lo encontrara en esta terrible situación y lo ayudara.

    Imaginó que el doctor Fernando, su médico, no tendría dificultad en diagnosticar su enfermedad. Después de todo, él nunca había oído hablar de nada parecido; por eso creció su inquietud. Quería gritar pidiendo ayuda. La voz; sin embargo, no salió; sus cuerdas vocales ya no obedecieron su impulso. Yacía allí inquieto, sin poder moverse ni hablar, pero podía escuchar claramente el feliz tarareo de Benedicta proveniente de la casa grande, así como todos los ruidos circundantes. De repente se sintió feliz.

    Había escuchado pasos que se dirigían hacia el huerto. Era Romualdo, el capataz, quien ante la larga espera para recibir órdenes había decidido ir a buscar al Coronel para que pudiera terminar más rápido el trabajo. Una vez más, el Coronel Sousa intentó gritar para hacerse notar, temiendo que no pudieran encontrarlo para brindarle ayuda urgente. Sin embargo, nuevamente no se logró nada. El capataz, que conocía sus costumbres, había seguido el mismo camino, siguiendo sus pasos, y pronto lo encontró caído.

    Aterrado, el buen hombre se arrodilló a su lado, llamándolo por su nombre una, dos, tres veces; al no obtener respuesta, le tocó los hombros con sus manos anchas, callosas y fuertes, volteándolo boca abajo.

    Inmediatamente comprendió, por el abandono de su cuerpo y la expresión de sus ojos, enormemente abiertos y apagados, que el Coronel estaba muy enfermo o ya muerto.

    – ¡Ayuda! ¡Ayuda! – Gritó a todo pulmón, y su grito, impregnado de angustia y desesperación, atravesó la tarde como un puñal, transmitiendo vibraciones de terror a todos los que escucharon su llamado.

    El Coronel Sousa, que había oído su llamado desesperado y que, cuando se volvió, casi cara a cara, vio su expresión de miedo y preocupación, se había confundido aun más ante su grito desgarrador pidiendo auxilio.

    Dios mío – pensó – ¿qué me está pasando?

    Estaba pensando en esto cuando se sintió rodeado por mucha gente, sirvientes que estaban cerca. En un instante, lo tomaron en sus musculosos brazos y, con mucho cuidado y cariño, lo llevaron a la casa, todos inexplicablemente mudos, traumatizados, como si el miedo inhibiera su voz. Doña María Cristina, que también había oído los gritos del capataz, salió a su encuentro. Cuando vio a su compañero llevado por dos esclavos, los brazos colgando de su cuerpo ablandado, los ojos abiertos y vidriosos, adivinó la magnitud de la fatalidad, sin las pesadas lágrimas que caían de sus ojos azules sobre sus mejillas sonrosadas. Los guio al interior de la casa, colocó el cuerpo del Coronel Sousa sobre la cama y les dio órdenes de ir a buscar al doctor Fernando Barros a la ciudad sin más demora. Corrió a la cocina y empapó una toalla facial en vinagre para aplicarla en las fosas nasales del Coronel, pensando que era un mareo, a pesar que se encontraba bien. El Coronel Sousa observaba todo consternado. Inmóvil sobre la cama que le servía desde hacía un cuarto de siglo, con los ojos fijos en el techo de anchas tablas de cedro barnizadas, sus pensamientos ardían, sin poder definir la situación profundamente extraña a la que se enfrentaba, y ante lo cual su impotencia era total. Estaba inmerso en estas reflexiones, cuando llegó doña María Cristina, trayendo una costosa toalla empapada en vinagre, una botella de amoníaco, descorchada, para uso inútil en su compañero caído. Desesperada, tomó su mano y al sentirla fría e inerte, recobró el sentido: su marido estaba muerto. Tan pronto como este pensamiento rompió su conciencia, comenzó a llorar convulsivamente e, inclinándose sobre su compañero, lo llamó en vano, dejándose envolver por una angustia indescriptible. Aquel grito caliente rodó de los ojos que le transmitieron, durante cinco lustros, tantas expresiones de amor y alegría; esa expresión dolorosa marcada por palabras pronunciadas en el momento álgido de una crisis de miedo y tristeza, cayó en la mente del Coronel como un ácido terrible destruyéndolo. ¡Qué hora más amarga, contemplar el martirio de su compañera, sin poder decirle que no se sentía muerto, que estaba vivo y, ciertamente, pronto se levantaría de la caída y todo volvería a la normalidad! La escena le infligió un sufrimiento ilimitado que se multiplicó ante la imposibilidad de expresarse.

    Largos minutos, doña María Cristina, inclinada sobre el pecho de su compañero que tanto amor y tanta alegría le había dado, lloró profusamente y convulsivamente. Cuando logró levantar la cabeza para mirar su rostro, en su afán de descubrir señales de vida, al ver sus ojos abiertos, los cerró delicadamente con la punta de los dedos, cerrando, para el Coronel Sousa, la ventana por la que salió. Veía el mundo como contingente y que ya no tendría fuerzas para reabrirlo y volver a verlo.

    Al tener los ojos cerrados, privándole del contacto visual con su entorno, el fallecido comenzó a sentir una paulatina disminución de su audición y una somnolencia que lo invadía llevándolo al agotamiento. Estaba así, en paulatina relajación muscular, cuando se sintió envuelto por una vibración de tranquilidad, experimentando una sensación de ligereza. Luchó por levantarse de la cama y, para su sorpresa, se puso de pie.

    Cuando se puso de pie junto a la cama, retrocedió asustado al ver su cuerpo distendido e inerte encima de ella. Perplejo, intentó desentrañar el misterio, analizándose a sí mismo en las dos formas que había adoptado. Estaba inmerso en este proceso de autoanálisis, cuando sintió como una descarga de alto voltaje que lo arrojó a la distancia. Había caído al suelo y, cuando se levantó, su percepción era otra. Le pareció haber sido transportado a otro ambiente y sintió una ligereza indescriptible como si su cuerpo hubiera estado diáfano.

    Entonces, una mano delicada tocó su hombro y lo llamó:

    – ¡Hijo mío! – El Coronel Sousa reconocería esa voz entre millones de voces. Como un niño que regresa a casa después de una larga ausencia, lleno de ansiedad, se volvió y, contemplando a su madre, llena de luz, resplandeciente con una larga túnica blanca y hermosa, aun más hermosa que en los días de su juventud, exclamó:

    – ¡Mami! Dios mío, ¿qué está pasando? ¡Tú ya estás muerta!

    La entidad le abrió los brazos y sonriendo, con esa dulzura que solo las madres saben tener hacia sus propios hijos, le dijo:

    – Ven, hijo mío, tú también moriste...

    Capítulo II

    LA FAMILIA SOUSA

    Los días fueron tristes e interminables para la

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