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Literatura del contrapunto en las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro
Literatura del contrapunto en las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro
Literatura del contrapunto en las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro
Libro electrónico415 páginas5 horas

Literatura del contrapunto en las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro

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En este libro, Óscar Quezada, "tocando el instrumento" de los modelos teóricos, interpreta las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, tal como lo haría un "músico ejecutante" que conectase las trazas o pistas dejadas por un "músico compositor" en una partitura literaria y, por qué no, filosófica. Encuentra así, en esta escritura libre que desplaza lúdicamente los límites de los géneros convencionales, un renovado sonido/sentido. Lejos de los diagnósticos psicobiográficos o sociodramáticos, este estudio de inspiración semiótica presta atención a una música enunciativa interior que brota de la propia narración; desgrana ese contrapunto entre las tónicas de insignificancia y de sinsentido, que deja, "en medio", sus correlatos átonos: la conquista y el cuidado del sentido, siempre precario, frágil, vulnerable.

Quezada confiesa haber transitado muchas veces, no sin pasión ni desorden, por la lectura de conjunto de las Prosas apátridas. Ahora afina el oído, selecciona algunas de ellas y las reordena en un corpus de acuerdo con las dimensiones de lo cotidiano. Luego procede a situarse dentro de las paradojas de estos breves relatos, a poner en evidencia sus motivos contrapuestos, a descifrar sus sutiles armonías y sus referidos contrapuntos, sus urdimbres y tramas, inmanentes todas a la praxis enunciativa. No renuncia, pues, a dejarse encantar y captar por esta literatura existencial, a vivirla y revivirla, dejándose llevar por sus tendencias, tensiones, dinámicas, ritmos e imágenes "en movimiento", de momento a momento. Por todo lo dicho, este estilo de exégesis semiótica se acerca más al ensayo filosófico que a la explicación de pretensión científica positiva.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 oct 2023
ISBN9789972456220
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    Literatura del contrapunto en las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro - Óscar Quezada

    A GUISA

    DE INTRODUCCIÓN

    LA PERTINENCIA ENUNCIATIVA

    Cuando menciono el objeto de este ensayo de análisis e interpretación, vienen a mi memoria los Fragmentos de un discurso amoroso entresacados por el maestro Roland Barthes del Werther de Goethe; eso ocurre porque el objeto de este ensayo aparecería como los fragmentos de un discurso moroso entresacados por el maestro Julio Ramón Ribeyro de su cotidianidad. Veamos.

    Se trata del mismo método: tomar algunas partes de un todo más amplio que las incluye. En efecto, de acuerdo con una pertinencia, entre crítica y lúdica, que he dado en llamar literatura del contrapunto, selecciono algunas de las Prosas apátridas, y excluyo otras. En consecuencia, opto por quedarme con aquellas cuya polifonía evidencia una especie de mora perpetua, de deliberada deuda impagable o de hipoteca irredimible con el sentido y la significación, fenómenos tan caros a la disciplina semiótica, mas no a lo que podría parecer cierta indisciplina hermenéutica que explora voces y miradas como pretextos para profundizar esa mora perpetua (ganancia insuficiente ↔ persistente pérdida), situada en la intemperie existencial de la condición humana. Pretextos que detonan resonancias filosóficas en contrapunto, como ecos diversos del mismo temple de ánimo, que liberan una lectura menos aprensiva, así como otras prosas, zurcidas a la prosa incitadora, comentadas de modo no tan exhaustivo. Todo texto literario guarda, en las profundidades de su inmanencia, potenciales trazas de intertextos filosóficos que la praxis hermenéutica descubre. A fin de cuentas, hemos abandonado esos textos encerrados en sus cuatro paredes para trajinar por la praxis enunciativa de quien abre el libro al azar (o al plan) y lo lee en un ida y vuelta encontrando inesperados aires de familia entre las prosas. Esa ha sido y sigue siendo mi experiencia a lo largo de los años. Abrir el libro y abrir el discurso. Traer a colación. De ese modo se suscitan conversaciones imaginarias entre autor literato y lector semiótico. Ambos en plan de filosofar.

    En principio, las prosas discurren como música para los oídos. Música de ritmos, tensiones y tendencias diversas. Flujo de contrarios, contradictorios, complementarios; de contrastes, contrapesos, contratiempos, contrapartidas, en los cuales los extremos se tocan y los medios se yuxtaponen. Suenan como declamaciones soportadas por diversas voces que entonan, cada una, sus respectivos tempos en variadas melodías narrativas. Vibran como voces que las cuentan y cantan. Como miradas que crean sus propios espectáculos, sus propias confrontaciones (contratos ↔ conflictos). Luego de la escucha y la videncia, enseñan que el sentido es su interpretación. Que se hace y deshace sin cesar en su interpretación.

    En los discursos, un mismo sujeto de enunciación se desdobla. Dos posiciones entran en interacción. En una posición se inscribe el demiurgo: los textos ahí, dejados por él, a la mano; y en otra posición se inscribe el hermeneuta: las resonancias e imágenes impregnadas en las lecturas y relecturas que convierten esos textos en discursos. En el juego ascendente de esas posiciones emerge y aparece la praxis enunciativa; en el juego descendente, declina y desaparece. Praxis dialógica entre la escritura compuesta por un demiurgo, partitura del jugador que (se) hace (en) una escritura literaria, y la lectura de un hermeneuta, instrumentista que (se) hace (en) una interpretación y redimensiona filosóficamente esa escritura. Experiencia de la profundidad. Signo enunciador e interpretante enunciatario interactúan así en un mismo objeto dinámico: cursos, decursos, discursos.

    Propongo tres círculos concéntricos. Un compás, para girar, se apoya en un punto central: el discurso enunciado, blanco de nuestra mira, corazón de nuestra pertinencia. Eje de los giros de sentido. Blanco puesto en la mira semiótica. Desde ese punto se traza el círculo más cercano, interno. Círculo del texto en su compleja inmanencia. Morada de la praxis enunciativa; o de la instancia (sujeto) de enunciación. Luego, el compás abre su ángulo y traza un círculo medio, habitado por las figuras personales del autor y el lector. Finalmente, el compás traza el círculo más lejano al punto central. Círculo grande, externo, en el que giran sin cesar, frente a frente, roles emisores y receptores. Concéntricos, tres círculos: comunicación semiótica, comunicación literaria y comunicación social, aunque esta última aparece más bien como transmisión (automática) de información.

    Figura 1

    Figura 1

    La enunciación, categoría teórica del círculo semiótico, interno, designa al conjunto de elementos ausentes cuya presencia es, no obstante, presupuesta por el discurso-enunciado. Esos elementos, cuya presencia es presupuesta, ayudan al lector, enunciatario competente, del círculo interno a articular significación y dar sentido al enunciado. No todos los receptores ni lectores externos realizan el perfil del enunciatario competente, o enunciador vicario, construido en las propias relaciones y operaciones del discurso. Del universo de receptores, sin dejar de ser receptor, se sustrae, pues, el enunciatario o lector modelo, al que Ribeyro, autor modelador, primera persona, no pone de manifiesto, en estas Prosas apátridas, como segunda persona; a excepción del epígrafe, como veremos. El único de las prosas mismas aparece en el marco de la narración de un diálogo entre ellos. Es pertinente distinguir entre la enunciación, tal como es inscrita o puesta en el discurso, y la enunciación tal como es presupuesta por el discurso. En consecuencia, no cabe confundir la enunciación con el conjunto de condiciones biográficas, económicas, psicosociales, políticas y culturales, sobre todo del autor, que rodean al enunciado, menos aún con el universo de receptores reales estadísticamente medibles o medidos.

    Si la pertinencia fuese Ribeyro, lo sería exclusivamente en cuanto enunciador inmanente a las Prosas apátridas. Yo enunciador que presupone a su Tú enunciatario como una ausencia que no es puesta en escena. Nada más. Pues bien, el enunciador, dispositivo cognitivo, se desdobla en observador e informador (observado). Todo lo observado informa. El narrador, que es solo un personaje más del discurso enunciado, además de observar e informar, también siente y actúa. Proyecta miradas, voces y cuerpos actuantes en su relato. Quien cuenta su vida inventa su vida y se inventa en su vida. La vida exterior al enunciado nunca está. Nuestra pertinencia, ceñida al círculo interno, no remite, pues, a la pragmática, al acto de discurso (speech act) o a un fundamento histórico, psicológico o social de la comunicación. Todas esas representaciones posibles desde más allá del enunciado están firmemente instaladas, pero en otros enunciados que, en este ensayo, no son las Prosas apátridas. El prosista en carne y hueso no es el enunciador inmanente a su prosa. Es un personaje en otro relato, por ejemplo, el de un biógrafo, el de un historiador de la literatura peruana, el de un crítico literario especialista en la obra de Ribeyro, o el de un periodista que lo entrevista o hace una crónica sobre su obra. Incluso el de un autor-actor que aclara el sentido de las mismas. Entonces, no hay un más allá del discurso objeto de análisis. Esa decisión metodológica permite hacer de la semiótica una disciplina sistemática. Solo queda deshacerse de esos efímeros y queridos seres de carne y hueso que no tienen nada que ver con el funcionamiento (o dispositivo) del discurso y con sus modos de existencia. La prosa 184 lo dice como algo probado y comprobado: a la gente le interesa tanto o más las opiniones del autor sobre sus libros que sus propios libros. Pues bien, el enunciador reside dentro del propio libro. Se descubre en la praxis enunciativa que convierte ese texto en discurso. Por último, Julio Ramón, el autor, murió en 1994, pero basta que haya un lector que se ponga a leer las Prosas para que el enunciador y el enunciatario vivan. En consecuencia, la costumbre de nombrar al enunciador, de ubicarlo en unas coordenadas históricas, de designarlo bajo ciertas tendencias, de darle un tiempo, un lugar y un rostro, unas fotografías, unos videos, lleva a construir nuevos y nuevos relatos, esto es, a desembragar otras enunciaciones, otros enunciados, que no son los que tenemos en la mira de análisis e interpretación. Leer la obra del autor es dar vida semiótica a la obra, no al autor.

    "La enunciación es un acto de envío, de mediación, de delegación. Eso es lo que dice su etimología ex-nuncius, enviar un mensajero, un nuncio. … podemos ahora definir la enunciación: el conjunto de actos de mediación cuya presencia es necesaria al sentido; aunque ausente de los enunciados, la traza de su presencia necesaria permanece marcada o inscrita, de modo que uno puede inducirla o deducirla del movimiento de los enunciados. Esas marcas de la enunciación son como el magnetismo que las lavas arrojadas por los volcanes y las fallas de la tierra guardan mientras se enfrían. Aunque nada del exterior traiciona su pasado magnético, es posible, millones de años después, al interrogar las rocas con el magnetómetro, encontrar la traza, fielmente guardada, de la orientación del polo magnético, tal como era el día de la erupción". (Latour, 2022, p. 77)

    A través de sus signos, el amor vence a la muerte. Empero, hay una respetable literatura que inquiere por el sentido del no sentido. O del sinsentido. Y, como los extremos se tocan, al sinsentido va adherida la insignificancia. La negación del sentido acompaña a la negación de la significación. Un estilo ético y estético que Fontanille (2017b) encuentra "en Camus (L’absurde), en Sartre (La nausée), en Ionesco (Rhinocéros) o en Céline (Voyage au bout de la nuit) (p. 58). Si hay que buscar por nuestras latitudes un literato que tuviese un aire de familia" con los mencionados, por experiencia propia inscrita en mi historia de vida, por sintonía y sinfonía entre su sensibilidad y mi gusto, creo que el parangón sería Julio Ramón Ribeyro, sobre todo en su faceta de prosista escéptico y epicúreo. Contrapuntista, da saltos maestros entre la insignificancia y el sinsentido. Ironiza y hasta se burla de los avatares y malabares tanto de las conquistas como de los cuidados del hacer sentido y del articular significación. Artífice genial del relato breve, especialista en historias de mudos, de perdedores, de incautos. Piensa su realidad en el momento mismo en la que surge, sin inscribirla en cronología alguna; la sitúa en su presente, en su estar junto a sí mismo (de acuerdo con la etimología de presencia).

    Ribeyro cultiva el cuento y la prosa. Aquí lo exploramos, en el plano de la expresión, como prosista de mágica parquedad y sencillez; y, en el plano del contenido, en sus facetas de filósofo de la vida, de antropólogo urbano, de pensador informal que desgrana con asombrosa simplicidad, y rara profundidad, la condición humana. Si bien enfocaremos las dimensiones ética, política, estética y antropológica de sus prosas, el mejor homenaje a su talento consiste en decir, de todos modos, algo del cuento.

    Cuento, del latín computus, significa llevar cuenta de un hecho, lo cual se puede hacer con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos (Bosch, 2004, p. 29). El asunto es que un sujeto debe llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar la cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista (Bosch, 2004, p. 29). Pues bien, el parangón de alguien que escribe ceñido al hecho y describe a ras de la experiencia es el sujeto de la enunciación de las Prosas apátridas. Esa instancia de enunciación integra el modo cuento y el modo prosa. Ambos son modos de lo mismo, a saber, de la narratividad, principio de inteligibilidad, de esquematización, en todo género de discurso. A pesar de que prima el modo prosa, el narrador sigue computando, contando. Computa. Atiende y entiende. Da a ver y entender. El relator y el prosador no son dos. Son facetas del narrador. Ahora sí, al grano: la prosa.

    Del latín prōsa, femenino del adjetivo prōrsus o prōsus, que remite a lo que anda (o corre) en línea recta (Corominas, 1976, p. 478), deriva el término prosaico, cercano semánticamente a lo fútil, a lo que no tiene pretensión alguna de elevación. Así, prosaico se confunde con lo trivial, con lo insulso, con lo anodino, con lo vulgar, con lo que no atrae ni suscita interés alguno, tanto que se queda sin sitio, sin género. Prosaico, en cuanto corriente, no versificado, se opone a poético, en tanto excepcional, versificado. Pero en Prosas apátridas hay un curso, un decurso, una travesía de la prosa que produce asombrosos efectos poéticos. En efecto, el enunciador, cual alquimista, trastorna esos antivalores de lo prosaico con un verbo que por momentos parece verso. Extrae una extraña y chispeante belleza de lo decepcionante, de lo frustrante, lo cual no necesariamente origina conflicto, sino, por lo general, mediocre resignación atrapada entre el sabor crudo de una verdad que hiere y la insipidez de convenciones sin sentido. A todo esto, un sabor amargo acompaña a la lucidez, a esa aguda y precisa inteligencia para analizar las cosas y los hechos. Pero ese sabor se atenúa con un elegante sentido del humor, agua limpia que rebaja ese sabor y resta solemnidad a lo pensado.

    Ya en las Prosas mismas, a través de yo-nosotros, el enunciador construye una especie de comunidad interior, imaginaria, de carnes en curso que (se) sienten y mueven, de cuerpos que perciben perspectivas en discurso y el recurso a sujetos que piensan como él. Paradójicos cuerpos de papel con su carne, su cuerpo, sus lenguajes. Aunque quizá no se trate tanto de una comunidad interior como de un yo colectivo. En realidad, es un yo armado en torno a un nosotros-vecinos en el mismo barrio. El enunciar supone un cuerpo que percibe, el cual, a su vez, supone una carne que (se) siente y (se) mueve. La instancia de la enunciación está habitada por sujeto enunciante, cuerpo percibiente y carne sentiente moviente; por eso, los actores que produce tienen las mismas características.

    Entretanto, a través del yo individual, el enunciador construye un enunciador íntimo, personal, testimonial, incluso confesional. Protagonista central de las Prosas. Eje de las mismas. La prosa, puesta en el camino del cuento merced a la intervención de [él/ella/ellos/ellas], se desvía, no obstante, al territorio del ensayo, soportado por esa tónica testimonial [yo/nosotros]. Pero preserva los dos géneros. Y les pone un buen toque de poesía. La tónica reflexiva, embragada, de la prosa tiende a dominar a la tónica transitiva, desembragada, del cuento. La calificación, la argumentación, la persuasión rigen a lo que haya por contar.

    Prosar es y no es contar. Es contar porque lleva la cuenta de algo, computa algo. Pero también es prosar porque no apunta a un relato, en el sentido de una clásica historia de enunciación elidida (narrador invisible que ve) con un principio y un final. Apunta más bien a una argumentación, al despliegue temático de una escena interiorizada en la que los actores son yo-enunciador (que desembraga, en el narrador, las posiciones enunciativas de observador e informador) y él-actor, sujeto del enunciado (o enuncivo), siempre en lo enunciado, nunca en la enunciación. Hay cuatro juegos enunciativos con ese par de actores: en singular enunciativo y enuncivo [yo ↔ él/ella]; en plural enunciativo y enuncivo [nosotros ↔ ellos/ellas]; en plural enunciativo y singular enuncivo [nosotros ↔ él/ella]; en singular enunciativo y plural enuncivo [yo ↔ ellos/ellas]. La doble flecha designa dos direcciones: de la posición enunciativa a la enunciva, el desembrague; y, a la inversa, el embrague. Las Prosas hacen uso de todos esos juegos, modos o estrategias (véase la Tabla 1).

    Tabla 1

    Como señalamos, la segunda persona (/ustedes), esporádica, prácticamente no existe. En realidad, no está manifestada, solo está implícita en la enunciación (en la posición de enunciatario o segundo enunciador). Empero, aparece en el epígrafe de Tagore puesto por el autor antes de su obra:

    El botín de los años inútiles, que con tanto celo guardaste, disípalo ahora: te quedará el triunfo desesperado de haber perdido todo.

    El par enunciativo yo/es inmanente al texto. Nunca tú dice tú, quien dice tú es yo. En un primer momento, botín remite a ganancia, a tesoro, a riqueza, a bonanza; pero, al provenir de los años inútiles, deviene botín no valorado, no disfrutado, no compartido; por el contrario, mezquina o cicateramente atesorado, guardado con tanto celo, paralizado en su potencialidad vital por ese tú, en aquel entonces, allá, desembragado como pasado reciente. En un segundo momento, la posición yo de la instancia de la enunciación embraga una orden dirigida a la posición : disípalo ahora, aquí. Giro decisorio. En un tercer momento, desembraga un entonces, allí, inminente, por venir: te quedará el triunfo desesperado de haber perdido todo; esto es, pérdida, pobreza, vacío, indigencia. Con este epígrafe enunciativo el yo, autor, enunciador, afecta a , lector, enunciatario. Vale como gesto, como sello semántico que marca y reúne todas las prosas concentrándolas en una enseñanza común esquematizada como relato de privación: uno cuidó en vano lo adquirido, ahora hay que entregarlo, derrocharlo, dispensarlo, dispersarlo. Quedará como residuo de lo vivido el triunfo desesperado, figura antitética, contrapuntística, irónica; casi un oxímoron referido a una pérdida total pero triunfal. Pérdida hasta de la patria. Otro ángulo: ridícula victoria sin futuro. Sin duda, el aforismo de Tagore concentra y da brillo a lo que será el predicamento de todo el libro. Es el cordón umbilical que une las prosas a posteriori. Que, cual quipu, las anuda y numera.

    El Diccionario de la lengua española define apátrida como adjetivo dicho de una persona que carece de nacionalidad, pero en este caso está dicho de textos sin patria literaria. En efecto, resulta que Ribeyro pone una nota del autor en la edición de Seix Barral (2006), de 200 prosas, posterior a las aumentadas de Milla Batres (1978), de 150; y a la de Tusquets (1975), de 89. En ella, el enunciador se sale de las Prosas. Escribe creando un simulacro que lo pone fuera de ellas. Sea como fuere, ya no es el enunciador de las Prosas, pues, desde ahí fuera, se constituye en enunciador de otro enunciado, a saber, de una nota en la que, como autor-actor, da una explicación del título de su libro publicado hacía 31 años, en la que descarta toda referencia a su persona y, haciendo gala de su vena semiótica natural, la sustituye por la referencia a los textos mismos. Espontáneamente, quizá sin saber, deja el terreno de su intención psicológica personal a cambio del terreno de la intencionalidad semiótica, fenomenológica. Se despide del autor trascendente respecto a su texto y da la bienvenida a la instancia de la enunciación inmanente a esos textos. La explicación apela a dos razones: primera, son textos que no han encontrado sitio en mis libros ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos (p. 9); segunda, no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo, al menos no los escribí con esa intención (p. 9). Reflexivo, habla convencionalmente de su intención; da cuenta de cómo se ha visto obligado a maniobrar con esos textos-objeto, errantes, sin sitio, inclasificables, sin género a la vista. Procede a reunir y bautizar esos objetos como apátridas, puesto que no tienen territorio literario propio; podríamos decir que no tienen patria literaria, que están solos, desolados, en soledad. Desterritorializados. Esa reunión los acoge, acariña (o apapacha), los reúne, los acomoda, los dispone en contigüidad, los numera (esto último no ocurrió en la primera edición de 1975); al constituirlos como unidad, busca, pues, salvarlos del aislamiento, dotarlos de un espacio común (p. 9). Reterritorializarlos.

    El correlato de esta operación es una realidad fragmentada por las experiencias corrientes de la vida cotidiana; realidad que exige una elemental articulación, aunque sea en un conjunto de carácter relativamente ‘disparate’ (p. 9). La sintaxis [acoger reunir acomodar disponer numerar] da cuenta de esa nueva articulación que hace de las Prosas una totalidad unitaria; y que, desde la segunda edición, identifica a cada una con un número en una serie, cual si se tratase de un nombre. En suma, que crea una patria para esos fragmentos sueltos que no la tenían; pero que, paradoja, siguen siendo apátridas. Esta decisión sintáctica editorial culmina en un libro influido por Le spleen de París de Baudelaire, tal como confiesa el autor, ya que a ese carácter relativamente ‘disparate’ del conjunto suma, por un lado, su juego de cabeza y cola que autoriza a leerlo en cualquier orden y, por otro lado, el hecho de que la mayor parte de los textos han sido escritos en París (p. 10). Esta nota aclaratoria procura, pues, reorientar a todos esos lectores (actores) supuestamente desorientados por la lectura de las anteriores ediciones; reprogramar sus criterios de contextualización; pero, a fin de cuentas, no afecta al contenido mismo de las Prosas. La mencionada nota, como noticia, extiende el alcance del adjetivo de la definición del Diccionario de la lengua española y lo aplica no solo a las personas, sino también a los textos. Da instrucciones para la interpretación correcta de estos. Eso equivale a la formación imaginaria: por si acaso, yo no soy apátrida, lo son mis fragmentos sin sitio e inclasificables. De hecho, por la forma de vida del autor, que reside en París y reconoce esa ciudad como telón de fondo en muchos de estos fragmentos (p. 10), y por la portada de la primera edición de Tusquets que simula un documento migratorio, era bastante lógico que ese lector imaginado atribuyese la apatridia a la persona, no a los textos. (Aprovecho para advertir al lector que mi centro de operaciones ha sido la entrañable edición de Milla Batres, que me acompañó a lo largo de mi labor docente. Prácticamente en ella se basa este ensayo).

    El botín puede ser recategorizado temáticamente, puede ser embragado de los relatos al discurso, y apuntar a las Prosas mismas como restos de una escritura, al parecer inútil, que, no obstante, vendría bien publicar como disparando al aire, a riesgo (alto) de perder todo al final. Por otro lado, para la pertinencia enunciativa, esa discusión de si el adjetivo apátrida debe ser atribuido a la persona o a los textos es absolutamente irrelevante, puesto que los sujetos inmanentes que pueblan los textos, bien sea en su dimensión enunciativa o enunciva, que viven en su interior como narradores y actores, han sido concebidos dentro de objetos desterritorializados, sin sitio, sin género (perdidos en un limbo entre ensayo filosófico, diario y aforismo, como se lee en la contratapa) (Ribeyro, 2006). Literariamente, las Prosas son llamadas apátridas, aunque económicamente estén ya cobijadas y reunidas en un libro que hace de ellas algo así como un nuevo género. Se trata, pues, de un simulacro de desterritorialización y su consecuente reterritorialización editorial.

    No está de más explorar la cuasi sinonimia existente entre no tener nación y no tener patria. Pareciera como si entre ambas privaciones hubiese una homología: nación sería a natura lo que patria sería a cultura. Eso porque aquella señala el lugar de nacimiento y esta señala al país, al paisaje, al parentesco, al padre, a la herencia. Nación remite al inicio de un curso de vida, está próxima a la vida como zoé, oikos. Patria remite a la forma (o esquema) de ese curso de vida, está próxima a la vida como bíos, polis; alude a relaciones y operaciones históricas, sociales, legales, afectivas. Como es imposible no haber nacido, no haber sido concebido, es imposible no tener nación. En términos no semióticos, la nación remite a un territorio demarcado imaginariamente sobre la superficie del globo terrestre o en el mapamundi; en términos semióticos, la nación es el texto. Pero, como la patria es cuestión política, toma de posición, discurso, es posible debilitar hasta hacer desaparecer la natural identificación con una nación real; de hecho, los actores semióticos del relato, aunque actúan discursivamente, viven como si el texto no existiese. Dentro de las Prosas existen y subsisten un yo-nosotros y unos ella, él, ellas, ellos, ambos de papel, que se han liberado del autor y tienen vida propia gracias a un relato puesto en discurso.

    En la prosa 83, Ribeyro enunciador, a modo de preceptiva, define el arte del relato en términos semióticos naturales, espontáneos, como sensibilidad para percibir las significaciones de las cosas (Ribeyro, 1978). Colegimos que quien no es sensible para percibir no está capacitado para ser artista del relato. La sensibilidad (carne) condiciona la percepción (cuerpo); y la percepción lo es de significaciones (lenguaje) de las cosas (realidad). Esa alineación, que comienza en la experiencia y afecta a la atención, culmina en el arte de relatar, creador de realidades. Apuntando al mismo referente: El hombre del bar, contrasta una descripción breve, pueril, con una descripción extensa, barroca. Opta luego por creer que quizás en la primera fórmula resida el arte de relatar; es decir que dicho arte estaría más cerca de una observación pueril que de una observación moralizante y de tónica reflexiva; en consecuencia, apuesta por una exigente economía expresiva: decir las cosas sin más. Ese ejemplo muestra una manera de ver y de sentir enraizada en una manera de narrar que obedece a la consigna menos es más.

    Es momento de un esclarecimiento en torno a los dos sentidos (o acepciones) de sentido: como verbo, participio pasado de sentir; y como sustantivo, razón o significado de algo. Sentir corporal y sentido mental. Una y la misma experiencia de sentido en dos sentidos inseparables: cuerpo y alma. La experiencia cuerpo mira a la experiencia alma, y esta mira a aquella. Dos apuntamientos en un mismo gesto. La significación, incesante producción de sentido mental, se conecta y desconecta con el sentir corporal, con la sensibilidad en acto.

    Al entrar en la dimensión sensible de los textos, cabe preguntar, con Landowski (2012): ¿narración o experiencia? Se erige así, frente a la narratividad, principio positivo de inteligibilidad de todo discurso, la sensibilidad, apertura al afecto, a la experiencia encarnada, es decir, a los acomodos de las presencias en cuanto cualidades rítmicas, plásticas, cromáticas y eidéticas de las situaciones corrientes puestas en escena. Frente a la significación de los textos, cuyas articulaciones cognitivas, pragmáticas y pasionales son analizables merced a los modelos de la gramática narrativa, aparecen los efectos de sentido precipitados por el porte de los actores, por su complexión, por el ritmo de sus movimientos y por la entonación de sus enunciados, tarea retórico-hermenéutica. En el nosotros-yo, protagonista de las Prosas apátridas, hay una hexis variable, a saber, una constitución, una actitud, un temple de ánimo, un clima; en suma, una voz y una atmósfera afectivos. En estos textos no solo se cuentan historias, se arriesgan también relaciones en presencia que hacen sentir sinfonías y sintonías corporales, comprensiones intersubjetivas, en lo que aparecería como dimensión existencial de la enunciación. En suma, las Prosas, por su narratividad, tienen significación a partir de la insignificancia; por su sensibilidad, hacen sentido a partir del sinsentido.

    "Las narraciones nos permiten dar un poco de significación y valor a la vida a pesar de lo que pueda tener de insignificante por su monotonía o de sinsentido por su aspecto imprevisible y caótico. Pero independientemente de las significaciones que conlleva lo que se cuenta, pasa a veces … que nos sentimos cautivados por la presencia de un sentido que, si por hipótesis no emana de ningún discurso constituido, de ningún relato formal, se impone, no obstante, inmediatamente a nuestra intuición" (Landowski, 2012, pp. 137-138). [La narración no cuenta ese sentido, no puede contarlo]. "Para contarlo tendría que reducirlo a su propio orden de significancia, que es el de las significaciones objetivadas, textualizadas,

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