Roland Barthes por Roland Barthes
Por Roland Barthes y Alan Pauls
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"Toda la obra de Barthes es una exploración de lo histriónico o lo lúdico; de muchas e ingeniosas maneras, una excusa para el paladeo, para una relación festiva (más que dogmática o crédula) con las ideas. Para Barthes, como para Nietzsche, el fin no es alcanzar algo en particular. El fin es hacernos audaces, ágiles, sutiles, inteligentes, escépticos. Y dar placer".
Susan Sontag
"Barthes encontró de un solo golpe la superación de la novela y del ensayo".
Pablo Gianera, La Nación
"Con el Barthes por Barthes consigue algo más: la consagración como escritor; el derecho a pertenecer al campo de la literatura a secas, en pie de igualdad con cualquier poeta o escritor de ficciones".
Alan Pauls, (del prólogo)
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Roland Barthes por Roland Barthes - Roland Barthes
He aquí, para empezar, algunas imágenes: son la porción de placer que el autor se ofrece a sí mismo al terminar su libro. Es un placer de fascinación (y por ello mismo bastante egoísta). Solo he conservado las imágenes que me dejan estupefacto, sin que sepa por qué (esa ignorancia es propia de la fascinación, y lo que diga de cada imagen nunca será sino imaginario).
Ahora bien: hay que reconocer que las únicas imágenes que me fascinan son las de mi juventud. Una juventud que no fue desdichada por el afecto que me rodeaba; pero sí bastante ingrata, por soledad y necesidad material. No es, pues, la nostalgia de una época feliz lo que me tiene encantado ante esas imágenes, sino algo más oscuro.
Cuando la meditación (la estupefacción) constituye a la imagen como un ser independiente, cuando hace de ella el objeto de un goce inmediato, ya no tiene nada que ver con la reflexión, aunque más no sea soñadora, de una identidad; se atormenta y se deja encantar por una visión que no es en absoluto morfológica (jamás me parezco a mí mismo), sino más bien orgánica. Al abarcar todo el campo de los padres, la imaginería funciona como un médium y me pone en relación con el ello
de mi cuerpo; suscita en mí una suerte de sueño obtuso, cuyas unidades son unos dientes, unos cabellos, una nariz, una delgadez, unas piernas con medias largas, que no me pertenecen pero tampoco pertenecen a nadie más que a mí: heme aquí, de ahora en más, en estado de inquietante familiaridad: veo la fisura del sujeto (eso mismo de lo que el sujeto no puede decir nada). De lo que se deduce que la fotografía de juventud es a la vez muy indiscreta (lo que en ella se deja leer es mi cuerpo interior) y muy discreta (no es de mí
de quien habla).
Se encontrarán, pues, aquí, mezcladas con la novela familiar, solo las figuraciones de una prehistoria del cuerpo ‒de ese cuerpo que se encamina hacia el trabajo, el goce de la escritura‒. Pues ese es el sentido teórico de ese límite: manifestar que el tiempo del relato (de la imaginería) concluye con la juventud del sujeto: solo hay biografía de la vida improductiva. Apenas me pongo a producir, apenas escribo, el Texto mismo me desposee (por suerte) de mi duración narrativa. El Texto no puede contar nada; se lleva mi cuerpo a otra parte, lejos de mi persona imaginaria, hacia una suerte de lengua sin memoria, que es ya la del Pueblo, la de la masa insubjetiva (o la del sujeto generalizado), aun cuando mi manera de escribir todavía no me haya separado de ella.
El imaginario de imágenes se detendrá, pues, a la entrada de la vida productiva (que fue para mí la salida del sanatorio). Entonces aparecerá otro imaginario: el de la escritura. Y para que este pueda desplegarse (pues esa es la intención de este libro) sin que la representación de un individuo civil lo frene, lo asegure, lo justifique, para que sus signos propios, nunca figurativos, se liberen, el texto seguirá adelante sin otras imágenes que las de la mano que traza.
La demanda de amor.
Bayonne, Bayonne, ciudad perfecta: fluvial, ventilada por alrededores sonoros (Mouserolles, Marrac, Lachepaillet, Beyris), y sin embargo ciudad encerrada, ciudad novelesca: Proust, Balzac, Plassans. Imaginario primordial de la infancia: la provincia como espectáculo, la Historia como olor, la burguesía como discurso.
Por un camino como ese se bajaba regularmente hacia la Poterne (olores) y el centro de la ciudad. Allí se cruzaba uno con alguna señora de la burguesía bayonesa que subía hacia su mansión de las Arènes con un paquetito de la tienda Bon Goût en la mano.
Los tres jardines.
"Esta casa era una verdadera maravilla ecológica: no muy grande, plantada al costado de un jardín bastante vasto, parecía una maqueta de madera (a tal punto era suave el gris lavado de sus postigos). Tenía la modestia de un chalet, pero estaba llena de puertas, de ventanas bajas, de escaleras laterales, como un castillo de novela. Aunque ocupaba un solo terreno, el jardín contenía tres espacios simbólicamente diferentes (y cruzar el límite de cada espacio era un acto importante). Se atravesaba el primer jardín para llegar a la casa; era el jardín mundano, por donde se acompañaba a las señoras bayonesas dando pequeños pasos, haciendo grandes pausas. El segundo jardín, frente a la casa misma, estaba hecho de pequeños senderos que daban vuelta alrededor de dos porciones de césped gemelas; allí crecían rosas, hortensias (flor ingrata del sudeste), louisiane¹, ruibarbo, hierbas domésticas en viejas cajas, una gran magnolia cuyas flores blancas llegaban hasta las habitaciones del primer piso; era allí donde, durante el verano, impávidas bajo los mosquitos, las señoras B. se instalaban en sillas bajas a tejer puntos complicados. Al fondo, el tercer jardín, salvo por un huerto de durazneros y frambuesos, era indefinido; a veces en desuso, a veces plantado con hortalizas vagas: se lo frecuentaba poco, y solo en el sendero