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Barthes
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Barthes

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Biografía del gran hombre de letras que fue Roland Barthes, además de presentar sus facetas múltiples de historiador de la literatura, mitologista, crítico, polemista, semiólogo, estructuralista, hedonista, intelectual comprometido y maestro ejemplar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2014
ISBN9786071624444
Barthes
Autor

Jonathan Culler

Jonathan Culler is Class of 1916 Professor of English and Comparative Literature at Cornell University and the author of numerous books on literary theory, including Structuralist Poetics, On Deconstruction, and Literary Theory: A Very Short Introduction. His most recent book is Theory of the Lyric (Harvard, 2015).

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    Barthes - Jonathan Culler

    bibliografía.

    I. HOMBRE DE TALENTO

    AL MORIR en 1980 a los sesenta y cinco años, Barthes era catedrático del Collège de France, la posición más alta en el sistema académico francés. Se había hecho famoso por sus análisis incisivos e irreverentes de la cultura francesa, pero ahora él mismo era una institución cultural. Sus conferencias atraían a grandes multitudes heterogéneas, desde turistas extranjeros y maestros de escuela retirados hasta académicos eminentes; sus reflexiones sobre aspectos de la vida cotidiana aparecían en los periódicos; su Fragments d’un discours amoureux, una retórica del amor, se convirtió en un éxito editorial y fue adaptado para la escena.

    Fuera de Francia, Barthes parecía haber sucedido a Sartre como el más importante intelectual francés. Sus libros se tradujeron y fueron muy leídos. Wayne Booth, un crítico antagónico, lo llamó el hombre que bien puede ser hoy en día la mayor influencia en la crítica norteamericana,¹ pero sus lectores se extendían mucho más allá de la comunidad de los críticos literarios. Barthes fue una figura de estatura internacional, un maestro de nuestro tiempo, pero ¿maestro de qué? ¿A qué debe su fama?

    De hecho, Barthes es famoso por razones contradictorias. Para muchos, es ante todo un estructuralista, quizás el estructuralista por excelencia, propugnador de un tratamiento científico y sistemático de los fenómenos culturales. Además de ser el impulsor más notable de la semiología —la ciencia de los signos—, esbozó una ciencia de la literatura según principios estructuralistas.

    Para otros, Barthes representa no la ciencia sino el placer: los placeres de la lectura y el derecho del lector a leer de manera muy personal, por el placer que pueda obtener, cualquiera que éste sea. Contra una crítica centrada en los autores —interesada en desentrañar lo que el autor pensaba o lo que quiso decir—, Barthes se pone de parte del lector y favorece una literatura que dé al lector un papel activo y creativo.

    Por otra parte, Barthes es famoso como defensor de la vanguardia. Cuando los críticos franceses se quejaban de que las novelas de Alain Robbe-Grillet y otros practicantes del nouveau roman eran ilegibles —pletóricas de descripciones confusas, sin trama reconocible ni personajes atrayentes—, Barthes no sólo elogió estas novelas, relacionando sus propias virtudes con las de ellas, sino que argumentó que donde mejor se logran los propósitos de la literatura es precisamente en obras ilegibles que contrarían nuestras expectativas. Contrapuso a lo legible —obras que se conforman a códigos tradicionales y a modelos de inteligibilidad— lo escribible —obras experimentales que aún no sabemos cómo leer, sino sólo escribir, y que de hecho debemos escribir mientras las leemos—.

    Sin embargo, los escritos por los que es más conocido este paladín de la vanguardia tratan no acerca de autores contemporáneos o experimentales, sino de escritores franceses clásicos, como Racine y Balzac. Su pasión más profunda es la literatura francesa de Chateaubriand a Proust, y Proust parece ser su autor favorito. Se sospecharía que su elogio de la vanguardia y su aparente denigración de la literatura anterior fue una brillante estrategia (consciente o inconsciente) para crear un clima en el que más tarde pudiera regresar a estos autores y leerlos de nuevas maneras.

    Finalmente, Barthes es famoso como partidario de lo que él llama la muerte del autor, la eliminación de esta figura del lugar central en los estudios literarios y el pensamiento crítico. Sabemos ahora, escribió en 1968, que un texto no es una línea de palabras de la que se desprende un solo significado ‘teológico’ (el ‘mensaje’ de un Autor-Dios), sino un espacio multidimensional en el que una diversidad de escrituras, ninguna de ellas original, se mezclan y chocan entre sí (Image, Music, Text, p. 146). Insistió, con cierto éxito, en que estudiásemos textos y no autores.

    Sin embargo, este enemigo de los autores es sobre todo eminentemente un autor, un escritor cuyos diversos productos revelan un estilo y una visión personales. Muchas de las obras de Barthes son muy personales, ya que caen fuera de cualquier género establecido: L’Empire des signes combina el comentario turístico acerca de Japón con una reflexión sobre los signos en la vida cotidiana y sus consecuencias éticas; Roland Barthes par Roland Barthes es una relación extrañamente impersonal de la vida y obras de un tal Roland Barthes y evade las convenciones de la autobiografía; Fragments d’un discours amoureux no es un estudio del amor, sino una colección de ejemplos y fórmulas del habla de los amantes, y La chambre claire, más que un análisis del arte de la fotografía, es un conjunto de meditaciones sobre fotografías favoritas. Peculiares y sin embargo llenas de fuerza, estas obras son alabadas con razón como los productos imaginativos de un autor, un maestro de la prosa francesa que describe sus experiencias de una manera singular.

    Tal es Roland Barthes, una figura de contradicción, con una intrincada diversidad de teorías y posturas que debemos elucidar. ¿Cómo evaluar a alguien así? Cuando se nos pregunta de qué es maestro Barthes, nos sentimos tentados a responder: de crítica literaria. (En el Collège de France pidió que se le llamara catedrático de semiología literaria.) No obstante, esto apenas abarca sus logros, y su fama no se debe a aportaciones importantes en el terreno de la crítica literaria. Su influencia está ligada más bien a los diversos proyectos que esbozó y a los que se alió, proyectos que ayudaron a modificar las maneras en que la gente piensa acerca de una diversidad de hechos culturales, desde la literatura, la moda, la lucha libre y la publicidad, hasta nociones referentes al ser, a la historia y a la naturaleza.

    Podríamos, entonces, elogiar en Barthes al fundador de disciplinas, al exponente de métodos; pero esto también resulta algo impreciso. Cada vez que Barthes promovió los méritos de algún proyecto nuevo y ambicioso —una ciencia de la literatura, una semiología, una ciencia de los mitos contemporáneos, una narratología, una historia de la significación literaria, una ciencia de las divisiones, una tipología del placer del texto—, rápidamente pasaba a otra cosa. Abandonando lo que había puesto en movimiento, con frecuencia se refería seca o despreciativamente a sus preocupaciones anteriores. Barthes es un pensador seminal, pero apenas brotan sus plantas, intenta extirparlas. Cuando sus proyectos florecen, es sin él y a pesar suyo.

    Esta renuencia a estar atado, este perpetuo movimiento dirigido no a corregir errores sino a evadir el pasado, puede resultar irritante a cualquiera que haya leído alguna de las obras de Barthes y se haya entusiasmado con su idea de las cosas que hay que hacer. Se antoja condenar su falta de perseverancia y alabar en su lugar a aquellos honrados trabajadores del viñedo que no han eludido un duro trabajo en aras de un fascinante proyecto nuevo que se asoma en el horizonte. Pero Barthes nos interesa precisamente porque nos estimula, y es difícil separar aquello que nos atrae en sus obras de su perpetuo intento de adoptar nuevas perspectivas, de romper con las percepciones habituales. Una entrega duradera a proyectos específicos hubiera hecho de Barthes un pensador menos productivo.

    Los más grandes admiradores de Barthes reconocen esto y tienden a alabar precisamente este deseo de cambio, esta renuencia a estar atado, y tratan a su obra no como análisis que se evalúan por sus contribuciones a nuestro entendimiento, sino como momentos de una aventura personal. En efecto, la forma en que se enfrentan a las contradicciones de Barthes es mediante la búsqueda de una personalidad tras ellas, de un estilo intelectual personal. Más que sus análisis estructurales, celebran su inquietud; más que sus logros en tal o cual campo, su determinación a satisfacer siempre su curiosidad intelectual y su placer.

    En su disertación inaugural del Collège de France, en la cual el nuevo catedrático tradicionalmente explica la forma en que abordará su materia, Barthes habló no de desarrollar una semiología literaria ni de ampliar el conocimiento, sino de olvidar: "Intento, pues, dejarme llevar por la fuerza de todo ser viviente: el olvido" (Leçon, pp. 45 / 150). No se propuso enseñar lo que sabia, sino "desaprender […] dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado". Para denotar este, olvido, este desaprendizaje, se apropió del término latino sapientia (sabiduría), dándole su propia definición: ningún poder, un poco de prudente saber y el máximo de sabor (Leçon, pp. 46 / 150).

    Barthes siempre tiene sabor, tal vez de manera especial cuando, por un giro inesperado de la frase, parece hacerse vulnerable. La idea de que Barthes es esencialmente una personalidad llena de sabor ha ganado terreno porque sirve a dos grupos influyentes: por un lado, a los idólatras de Barthes, para quienes cada obra suya es una Chanson de Roland, y por el otro a los periodistas, para los que es más fácil tratar de una personalidad que de un teórico. El desaprendizaje de Barthes, su abandono de posturas anteriores, permitió a la prensa francesa describir la carrera de Barthes según el modelo banal del radical vuelto respetable: al cansarse de los sistemas, los principios y la política, hizo las paces con la sociedad para gozar de sus placeres y buscar una realización personal. Las posiciones políticas y las críticas sociales de sus primeros años y de los años intermedios sólo habían sido algunos de sus veintiséis sabores, abandonados por el Barthes maduro, quien rehuía las teorías para cultivar su individualidad. Su defensa doctrinaria de la literatura de vanguardia podía ser vista como el entusiasmo juvenil de alguien que más tarde regresó a los clásicos de la literatura francesa. El desaprendizaje que llevaba a Barthes más allá de cada posición y programa se tomó como un reconocimiento de los valores esenciales de la cultura y la sociedad francesas abrazadas por él al final. Al momento de su muerte, este crítico de la sociedad capitalista y de sus mitos era loado por los políticos como un representante favorable de la cultura francesa.

    A los lectores que no sean franceses puede no interesarles mucho cómo manejaron los medios de comunicación las conversiones de Barthes, sus posturas políticas, o incluso su relación precisa con la vanguardia (en 1971 afirmó que históricamente estaba situado en la retaguardia de la vanguardia [Réponses, p. 102]). Tales cuestiones ciertamente deben quedar subordinadas a la finalidad primordial de este estudio, que es la de dilucidar las diversas posturas y contribuciones teóricas de Barthes. Pero quienquiera que haya de leer a Barthes debe enfrentar la cuestión fundamental de cómo tomar sus ideas. Los admiradores de Barthes repetidamente corren el riesgo de trivializar sus obras al volverlas expresiones de un deseo en lugar de argumentos susceptibles de ser ponderados, desarrollados o rebatidos, y Barthes mismo provoca esto al burlarse de los procedimientos que ha utilizado con anterioridad. En Barthes par Barthes, por ejemplo, considera algunas de las oposiciones binarias que tuvieron papeles importantes en sus análisis anteriores, como las distinciones entre legible y escribible, denotación y connotación, metáfora y metonimia. En un parágrafo llamado Falsificaciones llama a estas oposiciones figuras de producción porque le permiten seguir escribiendo. "Se acuña la oposición (como una moneda), pero no se le hace honor. ¿Para qué sirve, entonces? Simplemente, para decir algo (pp. 96 / 101). Y bajo el título La máquina de la escritura, habla de su entusiasmo por las oposiciones conceptuales. Como la varita de un hechicero, el concepto, sobre todo si está apareado, levanta una posibilidad de escritura: aquí yace el poder de decir algo. La obra procede así por encaprichamientos conceptuales, enrojecimientos sucesivos, manías perecederas" [engouements conceptuels, empourprements succesifs, manies périssables] (pp. 114 / 120-121).

    Como mucho de Barthes par Barthes, esta burla de sí mismo es seductora: el viejo Barthes nos induce a sentirnos superiores al joven Barthes, quien confunde sus manías con conceptos válidos. Pero el lector intelectualmente curioso debe al menos detenerse a preguntar si ésta es la mejor manera de leer a Barthes y si esta aparente desmistificación de sus obras precedentes no será una remistificación, una ágil y elegante evasión: dada la dificultad de juzgar nuestros propios conceptos anteriores, cuán tentador declarar atrevidamente que son infatuaciones o manifestaciones de un deseo subyacente de

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