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Historia sociolingüística de México: Volumen 4
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Historia sociolingüística de México: Volumen 4
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Historia sociolingüística de México: Volumen 4

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La
riqueza y la complejidad lingüísticas que se dan en el vasto territorio
mexicano son de suyo una incitante invitación al análisis y a la historia. Tal
es el objetivo final de esta Historia sociolingüística de México: narrar desde
varias perspectivas la historia de las lenguas y, en especial, la de los
hablantes en México a lo largo de los siglos
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 sept 2023
ISBN9786075645230
Historia sociolingüística de México: Volumen 4

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    Historia sociolingüística de México - Pedro Martín Butragueño,

    33. LAS IMPLICACIONES TEMPORALES DE LA DIVERSIDAD LINGÜÍSTICA MEXICANA

    VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO

    El Colegio de México

    NORMA BERENICE GÓMEZ GONZÁLEZ

    Universidad Nacional Autónoma de México

    INTRODUCCIÓN

    Sobre América tenemos dos certezas: una, que es el continente donde la presencia del hombre es más reciente; otra, que es el área geográfica con mayor diversidad lingüística del planeta. Estos dos hechos indiscutibles, vistos uno frente al otro, nos plantean una pregunta necesaria: ¿cómo es posible que en una profundidad temporal mucho menor a la de los demás continentes se haya logrado una diversificación lingüística tan desproporcionadamente mayor a la de cualquier otra área del mundo?¹.

    El desfase entre la profundidad temporal del poblamiento de América y la diversidad lingüística que caracteriza su territorio hacen de este continente el escenario de un insondable misterio histórico, lingüístico y cultural. Las cronologías más conservadoras datan el primer poblamiento de esta región entre unos 12 000 y 20 000 años a. P.². Es en este breve horizonte temporal que se tuvo que haber desarrollado una diversificación lingüística que ha derivado en miles de lenguas agrupadas en más de 184 familias y alrededor de 150 de los 250 troncos lingüísticos que se pueden encontrar en el planeta (Nettle 1999, p. 3326; Nichols 1990, p. 479; Campbell 1997, p. 105)³.

    La interrogante se hace más clara recurriendo a la comparación. El continente africano, sin duda el más antiguamente poblado del mundo, es el hogar de 20 troncos lingüísticos (aunque Nichols (1990) calcula un máximo de 14). En él se puede rastrear la presencia de Homo sapiens hasta hace unos 200 000 años y hay evidencia material de artefactos de uso simbólico datados entre 100 000 y 80 000 años a. P. (Bolhuis et al. 2014). El territorio que comprenden Europa y la antigua Unión Soviética, al que Nichols (1990, p. 476) se refiere como Eurasia del Norte, contiene unos 14 troncos lingüísticos. Concediendo que la evidencia material de rituales y otras pistas de elementos usados como símbolos es una señal de que quienes los manufacturaron eran seres con lenguaje, el hecho de que estos materiales estén datados en más de 80 000 años querría decir que, al menos desde ese entonces, hay lenguas habladas en África. Esta profundidad contrasta de forma abismal con los 12 000 años que la teoría Clovis ofrece para la presencia del hombre en América o con los 20 000 que le otorgan algunas cronologías más recientes (Dillehay 2000). Ahora pensemos en la treintena de troncos lingüísticos que, sumados, se encuentran en aquella parte del Viejo Mundo (África y Eurasia del Norte) y comparémoslos con los 150 troncos que se distribuyen por América. Burdamente expuesto, a una profundidad temporal cuatro veces mayor, el Viejo Mundo muestra una diversidad —medida por el número de troncos lingüísticos— cinco veces menor que la de América.

    Esta densidad de troncos lingüísticos en el continente americano no es peculiar sólo por los números brutos. Además, los patrones de distribución territorial y la poca elaboración genética de los linajes contrasta también con lo que se encuentra en el Viejo Mundo (Blench 2008), por lo menos en los siguientes aspectos: (i) en América hay una presencia abundante de lenguas aisladas; (ii) son típicas del área las familias con muy pocos miembros, por oposición a las familias del Viejo Mundo, que suelen contener más lenguas (Nichols 1990, pp. 483-484); (iii) son comunes también las familias extendidas sobre territorios vastos, que con frecuencia tienen poblaciones pequeñas. Otro patrón visible en América —por ejemplo en Mesoamérica y algunas partes de Sudamérica— es la presencia de linajes con varios miembros contiguos sobre territorios delimitados, cual es el caso de los troncos maya y oto-mangue (vid. Valiñas 2010). Esta no es, sin embargo, una distribución atípica o característica del continente americano, pues parece ser el resultado de expansiones económicas (Blench 2008), un patrón que se encuentra también en Eurasia y África (cf. la expansión del indoeuropeo).

    Ahora bien, si nos enfocamos en el territorio mexicano actual, encontramos una muestra de estos rasgos característicos de la distribución lingüística americana: un gran número de unidades genéticas (familias y troncos), varias lenguas aisladas (al menos cuatro, cuando en todo Europa hay sólo una), miembros de familias extendidas por territorios vastos (como la yumana/hokana y la álgica) y conglomerados de lenguas en territorios delimitados resultado de la expansión agrícola. La diversidad lingüística de México, no sólo al nivel de las lenguas individuales o sus variedades regionales, sino también en lo que concierne a la distribución y elaboración de sus linajes, es una muestra a escala de la diversidad lingüística del continente americano.

    Sería imposible siquiera esbozar una respuesta que sea arqueológica, genética y lingüísticamente plausible para resolver el enigma de la diversidad lingüística americana vis-à-vis su corta profundidad temporal. Nos limitaremos, en cambio, a exponer algunas de las explicaciones que se han propuesto en la bibliografía. Comenzaremos por exponer, en el apartado 2, el panorama prehistórico. Ahí exploramos dos propuestas arqueológicas: la que reconoce a los Clovis como los primeros pobladores de América y las que ponen esto en duda y afirman que las primeras migraciones tuvieron lugar varios miles de años antes. Dentro de esta última corriente ubicaremos las teorías sobre el poblamiento de México. En el apartado 3 abordaremos el panorama lingüístico, empezando por definir las unidades genéticas, y después las interpretaciones de la diversidad de linajes de América y sus implicaciones para el fechamiento de la primera colonización del continente. En el apartado 4 presentaremos los patrones característicos de las familias y troncos americanos y cómo éstos se ven representados en las familias lingüísticas mexicanas, especialmente en lo que concierne a las lenguas aisladas y las familias de pocos miembros repartidos por extensiones vastas de territorio. En el apartado 5 abordamos un tema propiamente lingüístico, y nos disponemos a comparar las lenguas de las familias que se hablan en la actualidad en México —algunas de las cuales tienen miembros más allá de nuestras fronteras actuales— en lo que respecta a sus mecanismos de marcación de número nominal. El propósito de este apartado es el de ejemplificar, con base en un dato lingüístico sencillo, la marcación del número nominal, la diversidad estructural de las lenguas de esta área.

    Veremos, a lo largo de este capítulo, que el misterio lingüístico americano es un enigma que se ha planteado con base en evidencias materiales, lingüísticas y genéticas, pero en cuya explicación confluyen de manera necesaria aspectos geográficos, demográficos y económicos. Es un problema que llama a encontrar modelos que nos permitan entender el poblamiento de América, las relaciones entre sus primeros habitantes, la naturaleza de los movimientos poblacionales y la dirección de las migraciones que tuvieron lugar hacia ella y dentro de ella. Y aunque en última instancia el enigma quede todavía sin resolverse, la diversidad lingüística de nuestro continente —y lo que de ella queda representado en el territorio mexicano actual— es una clave necesaria para acceder a la complejidad de los humanos que primero poblaron, caminaron y le dieron forma y sonido a la tierra que habitamos en la actualidad.

    ARQUEOLOGÍA DEL POBLAMIENTO DE AMÉRICA

    Sobre la entrada del hombre al continente americano sólo hay un punto de acuerdo: es muy posterior a la presencia de Homo sapiens en el Viejo Mundo. Todo lo demás es tema de debate, desde la fecha de la primera entrada hasta la cantidad y el origen de las migraciones que dieron lugar a la colonización del nuevo territorio. La disputa no es gratuita si consideramos la escasez de restos materiales encontrados en el área y la exigua evidencia de restos óseos provenientes del Pleistoceno tardío. De esta época, por ejemplo, sólo se han encontrado dos esqueletos humanos en Norteamérica y uno en Sudamérica (Dillehay 2000, p. 228), en tanto que del periodo arcaico (entre el 10 000 y el 7 000 a. P.) se han encontrado muchos más.

    La falta de evidencia material confiable relacionada con los primeros pobladores de América se ha tratado de subsanar con base en evidencias genéticas y lingüísticas, pero no todos los estudiosos están de acuerdo acerca del papel de este tipo de datos en la explicación arqueológica. Algunos dirían que la diversificación lingüística debería ceñirse a los umbrales temporales marcados por los restos materiales encontrados y fechados (Meltzer 1989). Otros dirán que, por el contrario, el horizonte temporal aceptado deberá recorrerse varios miles de años para poder dar cabida al grado de diversificación lingüística que se atestigua en el continente (Nichols 1990, p. 488). Cada nuevo hallazgo que se jacta de preceder con miles de años a los restos Clovis ha sido objeto de un fuerte escrutinio, en esa tensión característica de la ciencia en la que las teorías contestatarias tienen primero que vencer, con evidencia contundente, las verdades aceptadas. En estas disputas, a decir de Meltzer (1995), las teorías que tratan de romper la barrera Clovis no se han logrado mantener por más de diez años, con la sola excepción del hallazgo de Monte Verde, en Chile (Dillehay 2000).

    A continuación, expondremos dos modelos principales del poblamiento de América: los conservadores y los pre-Clovis. Después, comentaremos de manera sucinta las teorías sobre el poblamiento de México, que suelen inscribirse —al menos desde la producción académica nacional— indiscutiblemente dentro de la segunda tradición.

    Modelos conservadores

    Para entender el poblamiento de América es necesario primero ubicar el horizonte temporal de la primera entrada en el continente. Sabemos que sus primeros pobladores llegaron, o bien caminando desde Siberia o bien navegando desde el Pacífico (Gruhn 1988; Pedersen et al. 2016). Para que el hombre pudiera sobrevivir en Siberia requería el desarrollo de cierta tecnología, como agujas para coser las pieles de animales con que se cubriría del frío y la construcción de casas rudimentarias pero aptas para protegerlo del clima extremo. Los neandertales no disponían de esta tecnología, y los hombres modernos apenas contaron con ella hace alrededor de 20 000 años (Diamond 1997, p. 12).

    El estrecho de Bering es un brazo de mar que conecta los mares de Bering y de Chukchi, en la región conocida como Beringia. Cuando el nivel de los mares desciende, se convierte en un puente seco intercontinental que une Siberia con Alaska. En la Era de Hielo el nivel de las aguas solía variar, dejando expuesto ese trozo de tierra y por lo tanto, facilitando el paso de un continente a otro. La última glaciación, que en esa área se conoce como Wisconsin, tuvo lugar entre 11 000 y 12 000 años —hace 12 000 años el glaciar colapsó y los niveles de agua ascendieron de nueva cuenta, dejando inaccesible el puente—, lo cual coincide con la presencia de hombres modernos en Siberia que contaban ya con las posibilidades materiales para pasar por Beringia hacia Alaska. Por otro lado, la manufactura de embarcaciones sólo se documenta desde hace 40 000 años en Indonesia, y en Europa no hay restos de ellas más allá de hace 13 000 años. Este panorama implica que el poblamiento de América, ya sea que comenzara por mar o por tierra, tuvo que suceder entre 40 000 y 11 500 años atrás (Diamond 1997)⁴.

    En 1927 se encontraron restos de un bisonte extinto con puntas de lanza entre las costillas, en Folsom, Nuevo México. Unos años después, el mismo tipo de puntas se encontraron en los restos de un mamut en la población cercana de Clovis. Las puntas encontradas se han fechado por radio carbono entre 11 500 y 11 000 años a. P. Después de Folsom y Clovis, se encontraron varios otros sitios con artefactos similares, pero sin duda más recientes, desde Alaska hasta Panamá y de California a Nueva Escocia (Meltzer 1995, p. 24), y estos hallazgos dieron lugar a la teoría de que los primeros pobladores de América eran cazadores que, sin advertirlo, cruzaron el canal intercontinental mientras perseguían grandes mamíferos migratorios. Las culturas Clovis, como se determinó en llamarlas, fueron, entonces, grupos de cazadores experimentados, y los primeros colonizadores de este continente.

    De acuerdo con este horizonte, la presencia más antigua no disputable de humanos en el continente americano es de 11 000 años a. P. Esta localización temporal coincide no sólo con la datación de los restos humanos más antiguos encontrados en Alaska, sino también con la glaciación de Wisconsin que permitió el acceso por tierra de Siberia a Alaska o, en su defecto, con la disponibilidad de embarcaciones que permitieran el acceso por mar y con la presencia de culturas Clovis en Norteamérica.

    La imagen de los pueblos Clovis como cazadores sofisticados con gran capacidad de exterminio encuentra su representación más extrema en la teoría de Martin (1973) acerca de la extinción de la megafauna de América. En Australia y Nueva Guinea, los restos más antiguos de megafauna son de hace 35 000 años, y coinciden con la fecha de ingreso del hombre en ese territorio. Casi todas las especies desaparecieron al mismo tiempo. Para Martin, la extinción de estas especies al arribo de la especie humana no es una coincidencia, ni se puede adjudicar al cambio climático, pues estos animales habían resistido sequías durante las decenas de millones de años en que habían podido sobrevivir en Australia y Nueva Guinea. Más bien, la explicación sería que la llegada del hombre los tomó por sorpresa. Al contrario de lo que sucedió en África, donde las grandes especies convivieron con un hombre incipiente que en el transcurso de miles de años desarrollaría sus primeras herramientas, las especies de Australia y Nueva Guinea enfrentaron de manera sorpresiva a una especie con herramientas más sofisticadas y con una capacidad de exterminio (directo o indirecto) para la que no estaban preparadas evolutivamente en modo alguno. Pues bien, en el continente americano se repite un patrón similar. Según Diamond (1997), parafraseando a Martin (1973), América estaba poblada por grandes mamíferos muy al modo en que hoy lo está el Serengueti africano, incluso con camellos y perezosos gigantes. Hoy en día no queda ninguno de estos animales. Su extinción se fecha entre 17 000 y 13 000 años a. P. Algunos restos óseos de megafauna que han podido ser analizados con más exactitud se fechan alrededor del 11 000 a. P. Por ejemplo, el perezoso de Shasta y la cabra montañesa de Harrington en el área del Gran Cañón del Colorado desaparecieron en el 11 100 a. P. (+/− 100 años).

    Coincidentemente, esa es también la fecha en que se sabe que llegaron los cazadores Clovis a esa área. Los restos de mamut con lanzas entre las costillas encontrados en Clovis sugieren una conexión directa entre la desaparición de esas especies y la aparición del hombre en su territorio. El argumento de Martin es que la datación de los últimos restos de megafauna apoya los modelos Clovis, pues si el hombre hubiera entrado antes al continente, esas especies hubieran desaparecido antes (Diamond 1997, p. 47). El argumento, sin embargo, no es contundente, pues es posible que el continente se hubiera poblado en una etapa anterior, por grupos humanos menos numerosos, con herramientas menos sofisticadas y con menor capacidad de aniquilar las especies locales; en este escenario, el desarrollo de las puntas de lanza acanaladas características de los Clovis pudo ser un avance tecnológico desarrollado in situ. Como apunta Meltzer (1995), la teoría de Martin es inconsistente con cualquier fechamiento pre-Clovis, pero la teoría Clovis no requiere de la teoría de Martin de exterminio masivo para sostenerse.

    Para los defensores de la teoría Clovis, cada hallazgo que se propone como anterior a 12 000 a. P. es recibido con suspicacia, pues, incluso suponiendo que los métodos de datación fueran correctos, ¿cómo es que los sitios anteriores a Clovis —si los hay— son tan escasos, y en cambio los sitios Clovis tan abundantes? El único sitio más temprano que goza de aceptación unánime es Monte Verde, en Chile (Dillehay 2000), que se ha fechado en 14 000 años a. P., pero es materialmente muy distinto y ajeno a las culturas Clovis. En Europa se han encontrado cientos de sitios con evidencia de presencia humana que preceden por mucho la aparición de los Clovis en el continente americano. Esta laguna material no es una coincidencia, piensa Diamond (1997, p. 49), sino un argumento más en favor de la teoría de que el continente americano no conoció la presencia del hombre sino hasta hace menos de 15 000 años.

    Teorías pre-Clovis

    Resumiendo el apartado precedente, la evidencia arqueológica disponible sólo puede asegurar, sin lugar a dudas, que el continente americano estaba poblado hace unos 11 000 a 12 000 años, según los restos más antiguos encontrados en Alaska (Meltzer 1995). A la par de esta certeza se tiene la evidencia de restos humanos en el Cono Sur, fechados en 14 000 años a. P. (Dillehay 2000). Más allá de estas fechas, toda evidencia material que sustente una entrada más temprana al continente ha sido recibida con suspicacia por parte de quienes defienden la teoría Clovis. Cada tanto se proponen ciertos hallazgos que proclaman mayor antigüedad, pero en cuanto se reinterpreta la evidencia, sus fechamientos quedan descartados. Algunos de estos sitios tienen fechas pre-Clovis confirmadas, como el sitio Meadowcroft, en Pennsylvania. Pero los fechamientos de carbono apenas logran mover la línea temporal por un par de miles de años, lo que en realidad no representa ninguna diferencia en la tradición académica estadounidense que tan vehementemente defiende la teoría Clovis. Otros autores hacen aseveraciones más temerarias, como Irving (1985 apud Meltzer 1995), quien proclama que, con base en la evidencia recabada en sitios como Valsequillo, San Diego y Calilco, el hombre ocupa el continente americano desde hace al menos 150 000 años. Mientras más alejadas del horizonte Clovis, más difícil es que estas propuestas sobrevivan a la inspección rigurosa de los especialistas.

    Para Dillehay (2000), sin embargo, el hallazgo y aceptación unánime de Monte Verde, en Chile, ha cambiado la prehistoria de América. Si se acepta sólo una ruta de entrada por Beringia, entonces debió haber pobladores muy anteriores a los pueblos Clovis, pues para llegar al Cono Sur 12 500 años a. P., debieron entrar por Alaska al menos hace unos 15 000 o 20 000 años. Otra posibilidad, desde luego, es que las rutas de entrada hayan sido varias y desde diversos puntos de Asia y del Pacífico. Esta posibilidad se hace tanto más fuerte si consideramos los hallazgos recientes sobre la vegetación y fauna de Beringia. De acuerdo con Pedersen et al. (2016), hace más de 12 600 años no existían las condiciones biológicas que permitieran subsistir a los hombres que cruzaran por el área, de modo que, si los primeros pobladores de América entraron al continente entre 15 000 y 20 000 años atrás, no lo hicieron por esa ruta.

    Cuando se considera, además de los restos materiales, la evidencia genética, la teoría Clovis parece ser todavía más endeble. Por ejemplo, los estudios de ADN mitocondrial en la población nativa americana estiman fechas de divergencia incluso mayores a los 20 000 años. Suponiendo que los primeros pobladores de América fueron una población muy pequeña, estas fechas de divergencia apoyarían una colonización muy anterior al horizonte Clovis. Sin embargo, como bien señala Nettle (1999, p. 3326), también es posible que la población que entró primero al continente haya sido suficientemente grande como para ya traer consigo una diversidad genética considerable, con lo que la coalescencia genética se podría haber dado hace más de 20 000 años, pero antes de la entrada a América. Y dado que no contamos con ningún dato certero sobre el tamaño de la población que entró al continente primero, ni sabemos a ciencia cierta si se trató de una sola o de múltiples migraciones, no es posible interpretar la evidencia genética, ni en favor ni en contra de los fechamientos conservadores.

    La evidencia lingüística también ha jugado un papel fundamental en la argumentación contra las teorías Clovis y en favor de ocupaciones más tempranas. Esto no quiere decir que siempre se ha empleado en contra de la tradición académica imperante en la arqueología estadounidense pues, como dijimos antes, hay quienes tratan de hacer coincidir los datos lingüísticos con las cronologías arqueológicas (el más paradigmático representante de estos casos sería la hipótesis de las tres migraciones de Greenberg, Turner y Zegura 1986), en lugar de proponer una revisión de las temporalidades arqueológicas con base en hallazgos lingüísticos.

    En suma, parece haber un cuerpo de evidencia considerable, no sólo arqueológica, sino también genética y lingüística, que pone en entredicho la solidez de la teoría Clovis. Incluso si sólo se consideran los registros geológicos y arqueológicos —en la postura que obliga a los genetistas y lingüistas a adaptar sus explicaciones a la cronología arqueológica disponible y no al revés—, hay suficientes bases para pensar que el poblamiento de América tuvo lugar entre 15 000 y 20 000 años atrás.

    Los recuentos sobre el poblamiento de América desde los estudios en México, sin embargo, pueden distar muchísimo de esa cronología heredada. Para Mirambell (1994, p. 224) no hay duda de que la primera migración hacia América sucedió hace 70 000 o 60 000 años, por el estrecho de Bering. Se apoya en la conjetura de que el poblamiento tuvo que extenderse durante varios milenios, durante los cuales los cazadores recolectores no migraban en un flujo continuo, sino que se asentaban de forma temporal en zonas con recursos abundantes y continuaban su andar cuando estos recursos se agotaban, eventualmente regresando al año siguiente a la zona que les garantizaba la subsistencia por un cierto periodo. Dado que sabemos que el hombre llegó al Cono Sur hace unos 12 500 años, Mirambell calcula que la llegada a lo que hoy es México debió ocurrir hace unos 35 000 años (ibid., p. 224).

    Para las evidencias materiales fechadas, Mirambell se basa en Lorenzo (1976), quien reporta la existencia de varios sitios fechados por radiocarbono. En uno de ellos, ubicado en Cedral en San Luis Potosí, se encontraron restos de varios hogares, algunos de ellos con rastros óseos de algún animal relacionado con los actuales elefantes, localizados junto a manchas de carbón que, por su disposición, sugieren que se trataba de una hoguera. De este tipo de hogares se han fechado cinco por radiocarbono, y el más antiguo según estas pruebas data de entre 37 694 hasta 21 468 años a. P. (Mirambell 1994, p. 239).

    También describe Mirambell la evidencia recolectada en Tlapacoya, en el Estado de México, donde fueron encontrados hogares y artefactos de piedra. Se fecharon por radiocarbono las cenizas y los carbones, dando como resultado una antigüedad de 24 000 (+/− 4 000) años a. P., lo que lleva a concluir que la Cuenca de México ya tenía habitantes alrededor del 22 000 a. P.

    La ubicación de la primera migración al continente americano propuesta por Lorenzo (1976) y Mirambell (1994) es muy distante a la de la cronología heredada. Es fundamental en su argumento el modelo de poblamiento seminómada de avance lento con una sola entrada por Beringia. Con base en él y en las fechas obtenidas para los distintos hogares encontrados en el actual territorio mexicano es que se obtiene esa temporalidad tan profunda.

    Si bien los argumentos de Lorenzo y Mirambell se basan en evidencias materiales fechadas, éstas no son irrefutables. Diamond, por ejemplo, al explicar los argumentos en contra de los asentamientos pre-Clovis, aduce que los restos fechados por lo general corresponden a restos de carbón y ceniza que no necesariamente son producto de la actividad humana (vid. otros ejemplos en Dillehay 2000, p. 24 y ss.). También cabe notar que el hallazgo de Monte Verde es compatible con la teoría de que América pudo ser poblada no sólo a partir del paso por Beringia, sino también por migraciones costeras provenientes del Pacífico. En todo caso, la fecha del poblamiento inicial de América queda sujeta a debate, pues la evidencia arqueológica no es concluyente al respecto, ni se ha acordado un solo modelo de migración.

    El poblamiento del actual territorio mexicano se suele ubicar por los estudiosos en esta temporalidad más profunda que la Clovis y que la cronología heredada, y esta divergencia quizá se deba sólo a que los estudios provienen de una tradición académica distinta a la estadounidense, que es la de corte más conservador. Mirambell (1994), como dijimos, ubica los primeros pobladores de México hace 35 000 años mientras que calcula la llegada del hombre a América en unos 70 000. Manrique (1994) toma una postura un tanto más conservadora y ubica la entrada más antigua al continente hace 45 000 años. Con base en las estimaciones de la edad del esqueleto de Chimalhuacán, supone que el territorio mexicano debió conocer la presencia del hombre hará unos 25 000 años. Dado que esa profundidad multiplica varias veces la que él estima para las familias lingüísticas (que, como veremos más adelante, para él por definición son unidades genéticas que se comenzaron a diversificar hace 5 000 años), no es remoto que entre las primeras migraciones que pasaron por el territorio mexicano se hayan hablado las protolenguas de varias familias que ahora se hablan en Sudamérica.

    Es posible que, en su camino hacia el sur, varios grupos hayan dejado rastros en lo que ahora es el territorio mexicano, por lo tanto, los restos más antiguos aquí encontrados no necesariamente son indicativos de sus primeros pobladores. Los hallazgos que proclaman contradecir la cronología heredada, como el del sitio de Hueyatlaco en Valsequillo, han resultado no ser conclusivos, contener evidencia de múltiples fuentes o incluso sembrada, de modo que no cuentan como registros válidos (Owen-Webb y Clark 1999). A diferencia del continente americano, el territorio que hoy ocupa México no es un área aislada, así que determinar la fecha de la primera entrada no es una cuestión apremiante. Lo normal es que impere el desacuerdo, y que, al menos para esta área, la argumentación lingüística y la arqueológica recorran caminos paralelos e independientes. El lector interesado podrá encontrar en Valiñas (2010) un recuento de la historia de las primeras migraciones hacia y dentro del actual territorio mexicano, basado en evidencia lingüística.

    MÁS ALLÁ DE LA EVIDENCIA ARQUEOLÓGICA

    Unidades de análisis y métodos de clasificación lingüística

    Swadesh (1960a) emplea los términos familia, tronco y "filum" como designadores de tipos de relaciones de parentesco entre lenguas. Para él, las lenguas pertenecientes a una misma familia guardan una relación genética próxima; las lenguas se consideran miembros de un mismo tronco si guardan una relación genética distante y se proponen como miembros de un mismo filum si su relación es remota. Ahora bien, la proximidad de la relación genética, más que una dimensión cronológica, denota un grado de certeza que, a su vez, se correlaciona con la firmeza de la evidencia basada en cognadas. Las lenguas más próximas —las que se relacionan como miembros de una misma familia— al descender de un ancestro común, retienen similitudes en el vocabulario básico (y tal vez en otros elementos estructurales) que son perceptibles por los propios hablantes. Una relación más distante entre lenguas sólo es perceptible por el comparatista entrenado, y una relación remota se postula con base en evidencias en cadena. Swadesh lo explica del siguiente modo:

    Cuando no podemos convencernos fácilmente del origen común de dos idiomas o grupos lingüísticos, podemos buscar otras entidades que muestren una relación más cercana con cada uno de ellos, hasta que hayamos construido una serie de eslabones que muestren una relación indudable para extraer al final nuestras conclusiones basados en el principio de que las lenguas que tienen un origen común con una tercera deben tener la misma relación entre sí (ibid., p. 14).

    Con base en un razonamiento de este tipo, Sapir (1920) propuso el filum hokano, y aunque para Swadesh el argumento de Sapir alcanza el rango de demostración, el filum ha sido tomado con reserva, al grado de que en la actualidad no se le considera una unidad genética legítima (Campbell 1997). Otro ejemplo de relación genética remota es la que se propone en el filum macro-mixteco (los compuestos con macro- generalmente se emplean para designar varios filum o fila, lo que para nuestro entendimiento quiere decir que son relaciones genéticas propuestas que se han de tomar con reserva). Este filum estaría compuesto por los siguientes troncos: otopame, popoloca-zapoteco —también llamado oaxaqueño—, huave y chinanteco. Como veremos más adelante, cincuenta años después del escrito de Swadesh la opinión prevaleciente es que el huave es una lengua aislada sin relación genética probada.

    Si bien Swadesh tiene el espíritu liberal de proponer relaciones genéticas entre lenguas a partir de evidencias secundarias (lo que él llama los eslabones en relación indudable), no deja de ofrecer algunas notas de cautela. Una de ellas es que en la comparación de cognadas habrá que distinguir con claridad el vocabulario cultural del vocabulario básico. El primero tiende a difundirse por préstamos, por lo que encontrar un grado alto de similitud entre lenguas en este ámbito no es, de forma obligada, indicador de una relación genética, sino probablemente de un simple contacto cultural. El segundo tipo de vocabulario, el básico, es estable y no favorece el préstamo. Sólo las cognadas de este ámbito se pueden atribuir al origen común.

    Para Campbell (ibid., p. 8 y ss.), los términos que designan unidades genéticas también están relacionados con la certeza del origen común más que con la profundidad temporal. Para él, una familia lingüística es un grupo de lenguas originadas en un ancestro común. En su clasificación, estas unidades suelen reconocerse porque en su designación aparece el sufijo-ano/a: atabascano, eskimo-aleutiano, etcétera. Dos lenguas son miembros de una misma familia si se ha demostrado una relación genética entre ellas. Y cualquiera que sea el grado de relación genética, será indicativo de pertenencia a una familia. Dentro de una familia, por supuesto, puede haber órdenes de parentesco. Así, una familia se puede agrupar en subfamilias (subgrupos o ramas): dentro de la familia indoeuropea se pueden reconocer, por ejemplo, la germánica y la romance, cuyos miembros guardan una relación más próxima entre sí que con otros de esta familia. El orden de subfamilia revela, respecto del orden de familia, una menor profundidad temporal. En otras palabras, la mayor cercanía entre los miembros de la (sub)familia germánica revela que estas lenguas se separaron de su ancestro común (el proto-germánico) mucho después de que ese ancestro se separara de su respectiva lengua madre (el proto-indoeuropeo). Pero tanto la familia indoeuropea como la (sub)familia germánica son unidades genéticas probadas sobre evidencia suficiente. Ninguna de estas relaciones, por profunda que sea en el tiempo, tiene carácter hipotético, y de ahí que, con toda certeza, se las pueda considerar familias.

    Ahora bien, respecto al uso de los términos tronco (stock), "filum" y el compuesto macro-, Campbell sugiere prudencia. El término tronco en un inicio se empleaba como sinónimo de familia. En Estados Unidos se ha empleado para designar un agrupamiento postulado pero no confirmado, en el que se incluye más de una familia (es decir, más de un grupo con relación genética confirmada). Para Campbell, del mismo modo que para Swadesh, el orden de tronco o stock también designa un agrupamiento sobre cuya relación genética se tiene menos certeza en comparación con la familia. La diferencia entre Swadesh (1960a) y Campbell (1997) está en que, para este último, ese carácter no confirmado de la relación genética es razón suficiente para evitar postularla, mientras que para Swadesh —quien, digamos, ve el vaso medio lleno— los meros indicios de una relación de parentesco son suficientes para ameritar que se designe un agrupamiento distante o remoto. Esta diferencia terminológica —y metodológica— se refleja muy bien en la postura de Campbell: si se confirmase el agrupamiento mayor, simplemente se convertiría en una familia lingüística (ibid., p. 8). De este modo, en lugar de usar los términos tronco y filum, Campbell emplea las descripciones relación genética propuesta o familia postulada.

    Dado que para Campbell las familias pueden contenerse unas a otras (como en el ejemplo de la familia indoeuropea y la familia germánica), esta unidad genética puede estar asociada con distintas profundidades temporales. No es, pues, la profundidad temporal lo que define a la familia. En cambio, para otros autores sí lo es. Por ejemplo, Manrique (1994), después de que reconoce que no hay un acuerdo sobre el uso de las denominaciones de los distintos niveles de la clasificación lingüística, establece una designación con base cronológica. Así, la familia lingüística es un grupo de lenguas que derivan de una lengua común y que se diversificaron hace unos 5 000 o 4 000 años (es decir, entre el 3 000 y el 2 000 a. C.). El siguiente nivel de clasificación es el de la subfamilia, que emplea para designar grupos de lenguas cuya diversificación comenzó entre 4 000 y 3 000 años. Una subfamilia puede haber dado lugar a grupos si se diversificó ulteriormente entre el 1 000 a. C. y el año cero (es decir, hace entre 2 000 y 3 000 años). Un proceso de diversificación que haya ocurrido entre 1 000 y 2 000 años atrás da lugar a subgrupos. Las lenguas, para Manrique (1994: 54), son formas de habla que no permiten a sus hablantes entenderse con quienes hablan otra lengua, y cuya diferenciación debió comenzar hace unos 1 000 años. Algunas lenguas pueden tener dialectos más o menos diferenciados entre ellos, o bien no tener ninguno. Cabe acotar que no todas las agrupaciones lingüísticas tienen miembros en cada uno de estos niveles, por lo que habrá familias que no se dividan en subfamilias, o grupos que no se dividan en subgrupos. Las únicas unidades taxonómicas indispensables son las de familia y lengua. La designación cronológica de Manrique es útil por cuanto correlaciona un punto fijo (la profundidad temporal de la diversificación) con cada unidad de clasificación. Sin embargo, su rigidez puede resultar confusa, pues obligaría, por ejemplo, a no usar el término lengua para el ancestro común de los idiomas otopames, o de las lenguas indoeuropeas. Aun así, Manrique no es el único que asocia unidades taxonómicas y horizontes temporales.

    Nichols (1990) define al tronco (stock) como un agrupamiento cuyas primeras rupturas internas se pueden datar en unos 6 000 años —por ejemplo, el indoeuropeo, bajo este criterio, sería un tronco y no una familia. Otros troncos serían el urálico, el niger-congo y el yutoazteca. Entre las lenguas de los troncos hay correspondencias fonológicas detectables a través del método comparativo, pero no necesariamente perceptibles para los hablantes, pues las similitudes no suelen ser transparentes. El primer orden de división dentro del tronco es la familia. A ella le corresponde una profundidad de unos 4 000 y 6 000 años a partir de su separación del tronco y sus primeras rupturas internas se calculan entre 2 000 y 4 000 años antes del presente. Las familias son agrupaciones de la profundidad de las ramas del indoeuropeo (por ejemplo, la germánica, la balto-eslava o la celta). Además del criterio temporal, Nichols asocia las familias con un grado de transparencia en las similitudes formales: En términos lingüísticos, se pueden definir como la profundidad dentro de la cual son claras las correspondencias fónicas regulares y los cognados (ibid., p. 477).

    En suma, hay dos posibles posturas respecto a los criterios de definición de las unidades genéticas. La primera de ellas se basa en la relación comprobada de parentesco. Con base en ésta se identifican familias, y éstas pueden ser de una profundidad temporal variable. Tanto el germánico como el indoeuropeo pertenecen a este nivel de clasificación, aunque sus profundidades temporales sean muy distintas. Las unidades más abarcadoras (tronco, filum) se delimitan con base en relaciones genéticas probables, postuladas o no confirmadas con certeza. La segunda postura fija horizontes temporales y designa las unidades genéticas con base en la fecha de diversificación. Cada linaje se identifica con respecto a la fecha en la que se separó de su grupo superordinado y la fecha en la que comenzaron sus divergencias internas. Este tipo de postura es el más socorrido cuando de lo que se trata es de correlacionar la diversidad lingüística de una determinada área con la profundidad temporal de su poblamiento.

    Respecto a la pertinencia teórica de este postular unidades genéticas inciertas, hay dos posturas generales. Por un lado, las representadas por Swadesh (1960a) o Greenberg (1972), consideran suficiente la existencia de un nexo probable para proponer una relación genética distante o incluso remota, sin ceñirse a los rigores del método comparativo. Un ejemplo paradigmático de esta postura es la teoría de los tres filum de Greenberg (1972; Greenberg, Turner y Zegura 1986), según la cual las lenguas del continente americano se pueden agrupar en última instancia en tres grandes unidades: amerindio (la unidad más antigua), na-dene y eskimo-aleutiana (la de entrada más reciente). Cada una de estas grandes agrupaciones coincide con un movimiento migratorio, de modo que esta propuesta busca conciliar la diversidad lingüística del continente con el horizonte temporal adoptado por las cronologías arqueológicas conservadoras. Sin embargo, no se ciñen al rigor del método reconstructivo para postular linajes remotos. El énfasis que ponen en las coincidencias entre lenguas les ha valido el apelativo informal de agrupadores (lumpers), aunque Campbell (1997, p. 93) propone denominar a su enfoque de inspección. La segunda postura es escéptica ante las conexiones remotas y no acepta más unidades que las que se pueden reconstruir estrictamente por el método comparativo. Aunque no niega la posibilidad de que las relaciones remotas existan, pone la carga de la prueba en quienes las postulan. Ejemplos clásicos de esta postura son Campbell y Mithun (1979), Cambpell y Kaufman (1980) y Campbell (1997). De una manera informal se les conoce como desglosadores (splitters), pero Campbell propone identificar su postura como enfoque de evaluación.

    Estas dos posturas sobre la plausibilidad de las unidades genéticas tienen repercusiones obvias sobre la clasificación de las lenguas, pero también sobre las posibles correlaciones que se lleguen a establecer entre estas clasificaciones y las migraciones que dieron lugar al poblamiento de América. No hay una correlación necesaria entre las posturas agrupadora y desglosadora y alguno de los modelos de poblamiento —hasta donde podemos imaginar, cualquiera de las posturas clasificatorias es compatible con cualquier teoría sobre la colonización—, sin embargo, las posturas lingüísticamente más arriesgadas son las que más tienden a empatar con las teorías arqueológicas más conservadoras. Tal es el caso de Greenberg (1972) quien establece que los primeros pobladores de América llegaron en tres oleadas, y con cada una de ellas trajeron a la lengua madre de cada una de las tres macro-familias que se hablan en el continente. Si bien no hay duda acerca del parentesco de las lenguas na-dene y eskimo-aleutiana, la propuesta de un solo tronco amerindio, de donde se origina el resto de las lenguas habladas en el continente, nunca ha trascendido su carácter hipotético. La propuesta, sin embargo, es coincidente con un modelo en el que los primeros pobladores entraron por una sola ruta y descendieron en una sola dirección —de norte a sur—. La crítica más fuerte a este modelo, además de que el parentesco último entre las lenguas americanas dista de ser probado (o probable), es que la diversificación de una proto-lengua amerindia en sus más de cien hijas actuales debió tomar muchos miles de años más que los propuestos en la cronología heredada.

    Por otro lado, las posturas que en términos lingüísticos son más sobrias (las desglosadoras) son las que acarrean mayores problemas para las cronologías conservadoras, pues al enfocarse en las diferencias, las cifras de diversidad que arrojan son más altas, lo que requiere una profundidad temporal del poblamiento más grande si se asume que la diversificación tuvo lugar in situ.

    Lo que podemos concluir es que, a fin de cuentas, la diversidad lingüística del continente americano, sea que se origine en un par de lenguas ancestrales o en varias decenas de ellas, no deja de tener repercusiones, y serias, sobre las teorías del poblamiento. A continuación, expondremos dos posturas: una que, con base en la densidad de linajes atestiguada en América, llama a la revisión de las fechas asignadas al primer poblamiento y otra que, con base en los mismos datos, propone lo contrario: que la diversidad lingüística es característica de poblamientos recientes y no de colonizaciones antiguas.

    Diversificación lingüística y profundidad temporal

    Para Nichols (1990, p. 493) la diversidad lingüística de América se debe más a factores geográficos que históricos. La génesis de las lenguas de este continente no se puede explicar internamente si no se entiende la dinámica de las expansiones y migraciones en Siberia y el noreste de Eurasia. Nichols rechaza tanto la cronología Clovis como la cronología heredada. Para ella, la inadecuación de estas propuestas se basa en su discordancia con la antigüedad que ella estima para las lenguas del Nuevo Mundo —sin necesariamente atribuirles un único origen—. Esta estimación parte de la tasa de diferenciación entre esas lenguas en comparación con la diversidad lingüística que se puede encontrar en la región fuente —el noreste de Siberia—. La diversidad lingüística del continente americano supera unas diez veces la de su región de origen, y asumiendo que la diversificación lingüística procede a velocidades iguales bajo condiciones iguales, asumir las cronologías conservadoras del poblamiento implicaría que las lenguas se diversificaron a una tasa mucho más acelerada una vez llegadas América, sin que para esto último haya una explicación satisfactoria. El argumento es elaborado y minucioso, y vale la pena revisarlo con detalle.

    Para comenzar, Nichols (ibid., pp. 476-477) define las áreas de comparación: El Viejo Mundo se refiere a África y Eurasia, que son los continentes donde primero se registra la presencia del hombre moderno. La región Pacífico comprende a Australia, Nueva Guinea y la Polinesia insular. El Nuevo Mundo es el continente americano. Tanto el Nuevo Mundo como el Pacífico se consideran áreas colonizadas, puesto que fueron pobladas después que el Viejo Mundo. La diversidad lingüística se presenta en tres ámbitos o medidas de diferenciación: (i) la densidad de linajes, (ii) la elaboración de los linajes y (iii) la diversidad de tipos estructurales. Explicaremos cada una de estas medidas a continuación.

    La densidad de linajes es el número total de unidades genéticas distintas que se encuentran en una determinada área⁵. Esta medida se presenta como la proporción de troncos y familias por millón de millas cuadradas.

    Dado que no siempre hay consenso en las clasificaciones, Nichols proporciona tanto las cifras conservadoras de número de troncos como las más arriesgadas. Recuérdese que, en la clasificación genética, las tendencias más conservadoras son las que se resisten a proclamar relaciones de parentesco distantes, y por lo tanto proponen un número más elevado de linajes distintos. Así, pues, la cifra superior es la conservadora (la de los desglosadores) y la más baja es la innovadora (la de los agrupadores). Una vez calculadas las cantidades totales de linajes (desde ambos enfoques) y la extensión de los continentes en millones de millas cuadradas (MMC), Nichols ofrece la siguiente tabla de densidad de linajes (la presentamos resumida, y remitimos al lector al artículo original para más detalles):

    TABLA 1. Densidad de linajes

    Fuente: Nichols (1990, p. 479).

    Si, además, como lo hace Nichols, se considerara la densidad de linajes por subcontinentes, la costa del Pacífico de Estados Unidos tendría una densidad de linajes comparable a la de Nueva Guinea (entre 90 y 145 troncos por MMC, y alrededor de 200 familias por MMC). La densidad de Nueva Guinea es un objeto de interés por sí mismo, y un tema independiente al argumento central, donde la comparación pertinente está entre el Nuevo Mundo (América del Norte y América del Sur) y el norte de Eurasia (el territorio abarcado por la actual Europa y la vieja Unión Soviética). Esas dos medidas, resaltadas en negritas, son las que difieren de manera abrupta.

    La elaboración de los linajes corresponde al número de ramificaciones de un nodo genético, y Nichols usa el término específicamente para referirse al número de familias en un tronco. El tronco indoeuropeo, por ejemplo, tiene 9 familias, el afroasiático cinco, el urálico dos y el vasco una. En el Nuevo Mundo, el tronco yutoazteca tiene entre dos y tres ramas en su primera división, aunque en la actualidad le sobreviven entre 6 y 8 familias. Una situación similar se da en el tronco californiano-penutiano. El grado de elaboración más común es el de dos a tres ramas por tronco, por lo que el indoeuropeo y el afroasiático sobresalen como una excepción.

    Con la diversidad estructural, o diversidad tipológica, calcula el número de rasgos tipológicamente relevantes distintos en un grupo de lenguas. Nichols se concentra en tres: la marcación en el núcleo o en el dependiente, el alineamiento sintáctico y la distinción inclusivo/exclusivo en los pronombres. De acuerdo con esta medida, la mayor diversidad se concentra, de nueva cuenta, en el continente americano, y esto refleja que hay: menos interconexiones genéticas o bien que las conexiones son más profundas y han sido objeto de una diferenciación temporalmente mucho más larga que aquella que hay entre los troncos de cualquier otra área (ibid., p. 483).

    Ahora bien, sobre la densidad de linajes, Nichols observa que ésta es mayor en las latitudes inferiores que en las mayores. Por ejemplo, a lo largo de la costa americana del Pacífico, el número de troncos lingüísticos se concentra en las áreas al sur de Oregón y California y va aumentando de forma considerable hacia el centro del continente y Sudamérica, mientras que se ralentiza al norte del estado de Washington, hacia el oeste de Canadá y en Alaska. Este mismo patrón se observa en otros continentes (por ejemplo, hay mucha menor densidad de linajes en Siberia que en Australia).

    Otra correlación geográfica de la densidad de linajes es la zona costera: las áreas liminares de los continentes son las que suelen agrupar el mayor número de troncos lingüísticos, mientras que este índice va disminuyendo hacia los territorios interiores. Esta discrepancia es tanto más acusada cuanto más seco es el interior, por lo que también se puede establecer una correlación entre densidad de linajes y la precipitación pluvial de una zona. El último factor geográfico considerado es la altitud: en las zonas montañosas tiende a agruparse más densidad de linajes, y esto puede deberse, dice Nichols, a que las geografías montañosas tienden a aislar a las poblaciones, lo que les permite resistir las expansiones económicas de poblaciones vecinas (ibid., p. 485).

    Por último, hay un factor social que no por obvio es menos importante: donde hay economías de gran escala tiende a haber un menor número de estos troncos, aunque éstos suelen agrupar más familias. La propagación del indoeuropeo por todo el territorio de Eurasia es un buen ejemplo de ello. Toda lengua pre-indoeuropea desapareció de la zona sin rastro una vez que el indoeuropeo —y, más tarde, sus descendientes— se propagó por la zona, resultando en una clara homogeneidad genética en la mayor parte del continente. Este mismo factor —la economía de gran escala— explica por qué las zonas colonizadas tienen mayor densidad de linajes que las fuentes de colonización: por lo general, las fuentes de la emigración son zonas de expansión económica, pues el hecho de salir de una zona ya supone un cierto desarrollo económico y tecnológico que faculte la migración. La alta densidad de linajes es un rasgo conservador preservado en las áreas colonizadas, y no una innovación que surge sólo en ellas. Por lo tanto, la que se atestigua en las costas del Nuevo Mundo probablemente no es un desarrollo reciente (ibid., p. 488).

    La expansión económica también puede explicar el hecho atípico de que el indoeuropeo y el afroasiático se hayan ramificado en varias familias hijas desde un inicio, en lugar de seguir el patrón más común de dividirse primero en dos o tres ramas que de manera subsecuente se siguen diversificando. El desarrollo de la ganadería nómada en las zonas originarias de estos troncos sería el responsable, pues este factor impulsó la escala de la economía, facilitando la expansión de la proto-lengua y su consecuente y rápida diversificación. Entonces, en zonas como África y Eurasia encontramos que hay una densidad de troncos baja (es decir, una proporción baja de troncos por millón de millas cuadradas), pero una proporción de familias por tronco bastante alta en comparación con las otras áreas. Estos hechos se explican en última instancia por la expansión de la economía en estas áreas, basada en la domesticación de animales en poblaciones seminómadas.

    De esta explicación se desprende la moraleja metodológica de que basar el trabajo histórico en el modelo del indoeuropeo no es la vía atinada, pues este tronco es resultado de condiciones económicas y sociales especiales que hacen de su alto grado de elaboración una excepción y no una tendencia lingüística general. Esto es importante porque contradice el principio en el que se basa el método de comparación en masa de Greenberg y de quienes buscan conexiones últimas y que presuponen que los linajes son, en primera instancia, altamente elaborados, y que sus primeras divisiones ya suponían varias ramas hijas. Este tipo de elaboraciones, para Nichols, sólo es posible en economías complejas, y de ninguna manera representa el patrón típico de la diversificación lingüística. Una unidad como el amerindio de Greenberg requiere de una profundidad temporal (dadas las múltiples ramificaciones que de ella debieron desprenderse) que no corresponde con la posibilidad de desarrollar una economía expansiva que permitiría la ramificación radial que se le atribuye. La correlación entre las economías de gran escala, la proliferación de un tronco —con la consecuente baja en densidad— y la elaboración de los linajes, son inconsistentes con hipótesis como la del amerindio de Greenberg (1972).

    El patrón de la diversidad que se encuentra en el continente americano (más troncos en las costas, mayor diversidad en las latitudes inferiores que en las superiores, etc.), es distinto al del Viejo Mundo, pero muy parecido al de Australia y Nueva Guinea, ambas áreas habitadas desde mucho tiempo atrás y sin economías expansivas. Para Nichols (1990, p. 488), esto es una prueba de que estas zonas preservan los linajes que preceden la expansión de las economías de gran escala. Suponiendo que los linajes se ramifican —en condiciones típicas, no en las economías expansivas— a una tasa constante de 1.6 descendientes cada 5 000 años⁶, y suponiendo una única migración originaria en el continente Americano, debieron pasar unos 50 000 años para obtener la diversificación que se atestigua en la actualidad. Dado que esta fecha está mucho más alejada de lo que cualquier cronología plausible pueda aceptar, Nichols considera más aceptable un escenario de migraciones múltiples que, aun así, sólo pudieron derivar en el punto actual de diversificación en un periodo no menor a 35 000 años.

    Nettle (1999) interpreta los datos en los que se basa Nichols desde otra perspectiva. La premisa asumida en Nichols (1990) y en todos los trabajos que proclaman que, dada la diversidad lingüística del territorio, la ocupación de América tuvo que ser anterior al horizonte Clovis, es que la diversidad de linajes se incrementa de manera lineal con el tiempo. Esta premisa, dice Nettle (1999), carece de evidencia y no hay fundamentos para asumirla a priori: La diversidad de linajes lingüísticos comienza cuando algún evento social o demográfico lleva a la separación de partes de una comunidad que antes de la ruptura era homogénea. No hay razón para suponer que esos eventos surgen a una velocidad constante, a la manera en que lo hacen las mutaciones genéticas (p. 3326). La medida que propone Nichols, que compara el número de troncos por millón de millas cuadradas, es considerada problemática por Nettle, pues no toda la extensión de un área está habitada de manera uniforme —antes al contrario: algunas áreas, como los trópicos y las costas, tienen mayor densidad de población que otras—. De este modo, Nettle propone ajustar la comparación a un nuevo factor: el número de troncos dividido entre el de grupos sociales que habitan un área. Éstos se pueden identificar por la lengua que hablan, de manera que la medida más confiable de diversidad relativa de troncos se encuentra calculando la cantidad de lenguas por tronco. Mientras más lenguas por tronco haya, más alto es este índice. La situación del indoeuropeo y el afroasiático, que Nichols (1990) había descrito como atípica y que atribuía a las expansiones económicas derivadas de la domesticación del ganado, en Nettle (1999) se correlaciona directamente con la profundidad temporal: a medida que pasa el tiempo, los troncos lingüísticos tienden a ramificarse en múltiples descendientes. Un área con una diversidad de troncos, cada uno de los cuales apenas tiene como descendiente un par de linajes (familias y lenguas) es el indicador certero de una profundidad temporal relativamente corta.

    En suma, los mismos hechos (la densidad de unidades genéticas, la elaboración de los linajes y la diversidad tipológica), tienen distintas interpretaciones. Para quienes asumen la diversificación lingüística como una función directa del paso del tiempo, la mayor diversidad implica necesariamente mayor profundidad temporal. Para quienes no aceptan esta premisa, sino que atribuyen la diversificación a factores históricos, económicos y sociales, la gran diversidad lingüística de América, en comparación con la del Viejo Mundo, no es indicativa de una honda profundidad temporal, sino del devenir de procesos históricos y demográficos distintos. Dentro de esta misma línea de pensamiento es posible incluso pensar que la diversidad de lenguas es un signo de la falta de una historia común entre pueblos que permita la interacción, el contacto y la consecuente uniformidad lingüística característica de los territorios largamente habitados. En otras palabras, si la diversificación no es el resultado de un proceso compartido, entonces es señal de la coincidencia meramente espacial de varios pueblos, con historias propias, que quizá arribaron a territorios vecinos en flujos migratorios independientes. Ambas posturas, a nuestro parecer, son razonables, y la única conclusión posible hasta el momento es que la diversidad lingüística, por sí misma, no es un dato sujeto a una sola interpretación y, por lo tanto, no se la puede usar como argumento contundente en favor de uno u otro de los modelos propuestos para el poblamiento de América.

    PATRONES DE DISTRIBUCIÓN DE LAS LENGUAS DE AMÉRICA

    Las lenguas de América están agrupadas en cuatro grandes patrones: (i) lenguas aisladas, (ii) troncos con pocos miembros, (iii) familias con varios miembros, extendidas a lo largo de territorios vastos y (iv) grupos de lenguas grandes y numerosos, concentrados en territorios grandes pero bien delimitados, y que son, con seguridad, producto de expansiones agrícolas (Blench 2008, p. 2). Estos mismos patrones los podemos encontrar, a escala, en las 11 familias lingüísticas que tienen presencia en México⁷.

    Cuatro de las familias lingüísticas mexicanas se consideran lenguas aisladas (purépecha, seri, huave y, en algunos catálogos, el chontal de Oaxaca)⁸. Los linajes totonaco-tepehua y cochimí-yumano ejemplifican el segundo patrón, el de grupos pequeños. En algunas propuestas de clasificación, esta última familia (la cochimí-yumana) se inscribe dentro del tronco hokano, que, si bien tiene un estatus controvertido (vid. Campbell 1997, p. 67), de ser un sólo linaje obedecería al patrón (iii) de grupos grandes y extendidos geográficamente, con poblaciones reducidas. Las lenguas álgicas, cuyo parentesco no está en duda —a diferencia del de las hokanas—, es un claro caso del tercer patrón, pues se extienden desde la parte central de Canadá hasta la costa Atlántica y el suroeste de Estados Unidos. De ellas hay un representante en México: el kickapoo, que llegó a Coahuila alrededor en 1848 (Goggin 1951). Otro claro caso de linaje largamente extendido es el yutoazteca, cuyas lenguas se esparcen desde el estado de Oregón hasta Nicaragua. El cuarto patrón, de los troncos con numerosos miembros, en territorios delimitados, hablados por poblaciones numerosas (al menos antes de la Conquista) y que son el producto de expansiones agrícolas está bien representado por los linajes maya y oto-mangue.

    Los tres primeros patrones son distintos de los que se pueden encontrar en el Viejo Mundo⁹. Por ejemplo, el número de lenguas aisladas vivas en América oscila entre 48 (Blench 2008)¹⁰ y 41 (Campbell 2016)¹¹ mientras que en el Viejo Mundo apenas suman 16: 9 en África, 6 en Asia y 1 en Europa (id.). Considerando que, en el mundo entero, las lenguas aisladas suman 129, el continente americano concentra más de la mitad de ellas.

    Las lenguas aisladas, en su diversificación incipiente, resultan en linajes pequeños, un patrón que, según Blench (2008), se atestigua desde Siberia, y que se consolida con claridad en América. Aunque es arbitrario determinar con exactitud cuántos miembros debe tener una familia para considerarse pequeña —recordemos que Nichols (1990) proponía que la diversificación natural de un tronco era binaria, por lo que el patrón normal sería el de linajes con dos lenguas hijas a la vez—, Blench (2008) propone una lista de phyla pequeños, algunos de cuyos elementos son familias habladas en México: la cochimí-yumana (que agrupa en total 10 lenguas) y la totonaco-tepehua (11 lenguas)¹². En total, en todo el continente, bajo sus cuentas, hay unas 35 familias pequeñas.

    Dos ejemplos sudamericanos de familias que se extienden por territorios vastos son las arahuacas y las lenguas caribes. En Norteamérica, la extensión territorial del tronco álgico es similar a la del indoeuropeo, pero tiene, de acuerdo con este autor, menos miembros —y ciertamente menos hablantes, incluso antes de la colonización europea—. A menudo, las lenguas de este tipo de troncos se encuentran próximas a la extinción, y eso se puede deber no sólo al dominio actual de las lenguas europeas mayoritarias, sino a que están asociadas con poblaciones de por sí muy poco numerosas. Este patrón de familia geográficamente extendida también sugiere que sus hablantes eran, sobre todo, recolectores, que no adoptaron la agricultura sino de forma tardía, y que pudieron haber recorrido grandes extensiones aprovechando vías pluviales.

    En lo que resta de este apartado, describiremos dos de estos patrones en las familias de lenguas habladas en México: el de las lenguas aisladas y el de las lenguas geográficamente extendidas. No hablaremos de los filum pequeños, pues su estatus es poco claro y hasta cierto punto, arbitrario. Tampoco tocaremos el tema de las grandes familias concentradas en territorios compactos, pues Valiñas (2010) tiene un recuento histórico de las migraciones que dieron lugar a estos asentamientos (y a otros grupos lingüísticos, como el totonaco-tepehua, el mixe-zoque y el tequistlateco o chontal de Oaxaca). Nos limitaremos, pues, a exponer de manera sucinta algunas explicaciones —hasta donde hay información— de los orígenes posibles de tres lenguas aisladas vivas (purépecha, huave y seri) y de la única lengua representante del tronco álgico en México, el kickapoo.

    Lenguas aisladas en México

    En México hay tres lenguas aisladas vivas. El INALI (2008) y el ILV¹³ consignan también el chontal de Oaxaca o tequistlateco (cuya historia y estatus como lengua aislada, que no es seguro, se puede consultar en Valiñas 2010, pp. 110-111). Las lenguas aisladas lo son en virtud de no tener parentesco probado con otras lenguas, pero de ninguna de ellas se puede probar que no tengan relaciones genéticas con lenguas extintas o existentes. Su aislamiento puede ser el resultado de factores geográficos (han migrado a lugares muy distantes al de origen, y no se atina a relacionarlas con las lenguas vecinas), metodológicos (no hay información suficiente para hacer una comparación y revelar relaciones genéticas) o históricos (las lenguas emparentadas se extinguieron sin dejar rastro). Esto implica que a las lenguas aisladas no siempre se les considera tales, y en muchos casos se han tratado de establecer relaciones genéticas, así sea remotas, para esclarecer su origen y parentesco. Si la lengua se sigue considerando aislada es porque esas hipótesis no subsisten, pero también es probable que se formulen nuevas líneas de investigación más fructíferas que en un futuro revelen parentescos.

    Bien dice Campbell (2016) que, a pesar del exotismo asociado al carácter aislado de una lengua, en realidad las lenguas aisladas no son raras ni poco comunes, y constituyen el 37% de las lenguas del mundo (de las cuales, como dijimos, más de la mitad se hablan en el continente americano). Blench (2008, p. 10) hace notar que la

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