La cátedra de Otomí en la Real Universidad de México: Permanencia de una etnia
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La cátedra de Otomí en la Real Universidad de México - Rosa Brambila Paz
La cátedra de Otomí en la Real Universidad de México
Permanencia de una etnia
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Colección Etnohistoria
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serie enlace
La cátedra de Otomí en la Real Universidad de México
Permanencia de una etnia
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Rosa Brambila Paz
Andrés Medina Hernández
Prólogo
SECRETARÍA DE CULTURA
INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA
Brambila Paz, Rosa
La cátedra de Otomí en la Real Universidad de México. Permanencia de una etnia [recurso electrónico] / Rosa Brambila Paz ; pról. de Andrés Medina Hernández. –México : Secretaría de Cultura, INAH, 2023
2 MB. : ilus. ; - (Colec. Etnohistoria, Ser. Enlace)
ISBN: 978-607-539-917-1
Cátedra de Otomí - Historia 2. Pueblos indígenas – Otomí – Evangelización 3. Pueblosindígenas - Otomí – Lengua – Estudio y enseñanza 4. Etnohistoria – México I. Medina Hernández, Andrés, pról. II. t. III. Ser.
LC F1221 O86 B73
Primera edición electrónica (ePub): 2023
Producción:
Secretaría de Cultura
Instituto Nacional de Antropología e Historia
Imagen de portada: Detalle del mapa de la ciudad de México
de Pedro de Arrieta, 1737.
D. R. © 2023 Instituto Nacional de Antropología e Historia
Córdoba 45, col. Roma, C. P. 06700, alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México
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total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
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por escrito de la Secretaría de Cultura /
Instituto Nacional de Antropología e Historia
ISBN: 978-607-539-917-1
Hecho en México
SCINAH21negroLos otomíes ven a lo lejos
y piensan en plural
B. E.
Índice
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Prólogo
Introducción
Instauración de la cátedra
Concursos para la cátedra de Otomí y la disputa por la lengua
La lucha sin fin
Referencias
Bibliografía
Anexos
Prólogo
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Hacia el descubrimiento
del universo otomí
El otomí es una de las lenguas más importantes que se hablan en México, lo que destaca su trascendencia histórica en la configuración de la ecúmene mesoamericana y en la composición de la diversidad cultural y lingüística de la nación mexicana. Existe un contraste entre las lenguas mayoritarias, de las cuales el náhuatl, el maya yucateco, el zapoteco y el otomí cubren 40% de las que se hablan en México, según el Censo de Población y Vivienda 2010 —el cual registra un total de 6 913 362 hablantes, de los cuales 18% son urbanos y 82%, rurales (Meneses, 2014: 21)—, mientras que el resto lo conforman, minoritariamente, las otras lenguas. Dichas cuatro lenguas forman parte de tres grandes troncos: el yutonahua, el mayense y el otomangue.
Existe una fuerte tendencia a la disminución de hablantes de estas lenguas por razones de carácter político fundamentalmente, pues el Estado mexicano ha sido omiso en el fortalecimiento y el apoyo de esta población que constituye la condición pluricultural y plurilingüe de la nación mexicana. No obstante, hay algunas lenguas amerindias que han mostrado una resistencia y un ligero crecimiento por razones específicas de cada una. Por ejemplo, en Chiapas ha aumentado el número de hablantes de las lenguas tseltal y tsotzil, las cuales ocupan el cuarto y el quinto lugar, respectivamente, de este mismo censo; así como el chol, que se ubica en el sexto sitio, lo que se relaciona, entre otras razones, con la emergencia del movimiento político del ezln y el fortalecimiento de una conciencia política y cultural.
Estas cuatro lenguas, el náhuatl, el maya yucateco, el zapoteco y el otomí, expresan una condición hegemónica en diferentes momentos de la historia de Mesoamérica, referida fundamentalmente al Epiclásico y al Posclásico de la secuencia histórica y arqueológica. En tanto que el maya presenta una condición dominante en la península de Yucatán y una característica de homogeneidad debido a su estabilización en el periodo colonial, asociada a una tradición cultural expresada en los ricos y abundantes testimonios arqueológicos; el zapoteco se relaciona con el florecimiento cultural desarrollado en Oaxaca desde tiempos remotos, aunque, a diferencia del maya, muestra una gran diversidad dialectal, lo cual ha cristalizado en que una y otra lengua sean consideradas complejos, semejantes a familias lingüísticas (para una información precisa y documentada, véase Suárez, 1995).
El náhuatl expresa la hegemonía de los pueblos del altiplano central en el Posclásico tardío, el periodo histórico que comienza con el derrumbe de Tula y el inicio de los registros escritos, es decir, a partir del siglo xi. La expansión de los grandes altepeme se observa en la difusión de la lengua náhuatl, cuya importancia en la configuración de las ciudades mesoamericanas, particularmente con la llamada Triple Alianza, le otorga una hegemonía que incide en su condición de lengua franca no sólo en el Posclásico tardío, sino también en el periodo novohispano.
Si el náhuatl es una lengua que parece haber llegado tardíamente al altiplano, el otomí, por el contrario, muestra una antigua presencia que se reconoce cuando recurrimos a la lingüística histórica, específicamente con el grupo otopame, formado por seis lenguas: una de ellas, el chichimeca, relacionada con los recolectores cazadores; y otra asociada a la zona transicional entre la que permite la agricultura y la que no la permite, el pame. Las otras cuatro lenguas se relacionan con dos pares que expresan una separación relativamente próxima, el matlatzinca y el ocuilteco, por un lado, así como el otomí y el mazahua, por el otro. Estas cuatro lenguas se encuentran en el Valle de Toluca, desde donde se despliegan hacia el oriente y el noroeste, a la Cuenca de México, así como hacia la Sierra Madre Oriental, para llegar hasta la Huasteca.
La presencia del otomí en la configuración de Tula como parte de un sistema en el que participan diferentes organismos políticos con su propia lengua permite explicar su expansión al oriente al derrumbarse este gran imperio mesoamericano. En la Cuenca de México aparece en el gran señorío de Xaltocan, así como en las grandes ciudades mesoamericanas del lado poniente, desde Coyoacán, Tlacopan, Azcapotzalco hasta Cuautitlán, región que se continúa en la Teotlalpan y el Valle del Mezquital.
De hecho, hay una continuidad de la población otomiana entre el Valle de Toluca y la Cuenca de México, separados por la Sierra de las Cruces, en la que los poblados son otomíes, en su mayor parte. El auge de la presencia de ciudades otomianas en la Cuenca de México ocurre cuando domina Azcapotzalco, con sus extensiones hacia Coyoacán, Tacubaya y Tlacopan. Con la emergencia de Tenochtitlan y su dominio sobre la Cuenca, después de derrotar a la ciudad tepaneca, comienza el proceso de nahuatización.
Con la fundación de la capital novohispana, sobre las ruinas de la antigua Tenochtitlan, se inicia un capítulo de la historia de la Cuenca en la que algunos de los pueblos indios son reorganizados y otros prácticamente borrados de la historia. La reorganización de los altepeme mesoamericanos en alcaldías mayores y corregimientos en el siglo xvi, así como la política de congregación, junto con la despoblación causada por las epidemias y las hambres que asolan la región, reducen drásticamente la antigua población mesoamericana. Sin embargo, esta misma población es la que provee de la fuerza de trabajo, los alimentos y el tributo a la sociedad hispana, reorganizada ahora en las repúblicas de indios, por la imposición del cabildo español.
Cuestión fundamental de la reorganización de la población india es el control que establece la Iglesia a partir de una estrategia que impone un patrón de asentamiento reticular o de tablero de ajedrez, con su templo cristiano, el edificio del cabildo, el camposanto y la horca en el centro. En él se sitúan también, las casas de las autoridades principales y en su entorno las de los campesinos, organizados en barrios. Fundamental a esta estrategia de la Iglesia, representada por las órdenes religiosas, es la imposición del calendario ritual del cristianismo, pero particularmente un santo patrón; con esto se logra lo que Baschet (2009) denomina el encelulamiento
; es decir, la constitución de unidades sociales y políticas centradas en su organización comunitaria, simbolizada en el santo patrón, lo que impide la constitución de alianzas entre las comunidades articuladas exclusivamente por la institución eclesiástica; desaparece la conciencia étnica y establece la identidad de indio y de cristiano.
Sin embargo, las ahora comunidades mesoamericanas continúan con un modo de vida centrado en el cultivo de la milpa, lo que implica el mantenimiento de una organización específica del trabajo, fundado en grupos de parentesco patrilineales, lo que las conduce a la reproducción de su cultura mesoamericana, junto con el mantenimiento de su lengua amerindia, otomí o nahua para la Cuenca de México. Así, se establece una disposición estratégica en la que las tradiciones hispano-medievales y la mesoamericana se enfrentan: en las milpas y en el interior de las viviendas se continúan los rituales que acompañan el ciclo de trabajo agrícola, con ofrendas a los cerros, a las cuevas y a los manantiales. El manejo del cuerpo, referente imprescindible de la cosmovisión, expresado en el ciclo de vida, particularmente en los rituales de nacimiento, en los de curación y en los funerales, conducidos por los especialistas locales, reproduce también las premisas de su concepción del mundo. Asimismo, las negociaciones para establecer una nueva pareja, es decir, para solicitar una mujer en matrimonio, que se incorporará al grupo de parentesco de su marido, fundan los vínculos que articulan al conjunto de la comunidad, o sea, se ponen las premisas de la reproducción biológica, social y cultural.
Sin embargo, el control que establece la Iglesia, a través de sus religiosos, impone el ritual cristiano en el que todos los miembros de la comunidad deben participar, so pena de castigos diferentes. Así, las grandes manifestaciones comunitarias, como son las misas, las procesiones, las celebraciones del santo patrón y de los grandes ciclos cristianos, como el de la Navidad, el de Cuaresma y de la Semana Santa, organizados por las cofradías y financiados por la caja de comunidad, establecen prácticas reforzadas por la doctrina, la confesión y la memorización de los rezos más importantes. Así, se establece una dialéctica y una confrontación entre dos concepciones del mundo: la cristiana, impuesta y practicada en la iglesia local, bajo la autoridad de los religiosos, por un lado; y la seguida en el trabajo agrícola, en el culto a los cerros, las cuevas y los manantiales, y en los rituales de curación desarrollados en el interior de las viviendas, así como por la continuidad de una lengua amerindia.
Esto sucede en el campo, en el espacio asignado a las repúblicas de indios por la política de colonización hispana impuesta a los pueblos mesoamericanos; esta misma política establece que la residencia de los españoles sea en las ciudades. En las condiciones específicas de la Cuenca de México el mayor asentamiento español, el de las autoridades políticas y religiosas para toda Nueva España, se establece en la ciudad construida sobre las ruinas de la antigua Tenochtitlan; en torno a este centro urbano se sitúan los cuatro barrios indios que ofrecerán diversos servicios a la población española. Las familias hispanas se constituyen con una numerosa servidumbre procedente de los barrios indios, así como de esclavos africanos.
Muy pronto la ciudad de México adquiere los rasgos característicos de una sociedad medieval, entre los que sobresale el papel dominante de la Iglesia en la vida de sus habitantes; los barrios indios construyen sus iglesias y sus capillas dirigidos por los religiosos del clero regular; la ciudad española queda bajo la responsabilidad del clero secular para la cual también edifican sus iglesias correspondientes. Es en ellas donde se lleva el control de nacimientos, bodas y defunciones, además de las celebraciones señaladas por el calendario cristiano. Como apunta Antonio Rubial,
Y de hecho las construcciones eclesiásticas eran las más espectaculares y decoradas de la ciudad, como correspondía a una sociedad donde la Iglesia poseía un poder ilimitado. El 50 por ciento de las fincas urbanas y un porcentaje semejante de las rurales estaban en sus manos. Era la consumidora más importante de bienes y servicios y la detentadora de una parte de las actividades de préstamo (1990: 12).
La ciudad pronto establece sectores bien definidos. Por un lado, la sociedad española, dividida en dos partes que pronto se contraponen: los peninsulares que ocupan las posiciones dirigentes de carácter político y económico, y los llamados españoles americanos
o criollos, quienes ocupan los cargos burocráticos secundarios. Ambos grupos habitaban los palacios y las residencias de la ciudad, desplegaban un estilo de vida inspirado en las cortes europeas, la hispana y la francesa principalmente.
Frente a esta población blanca privilegiada estaban los indígenas, criollos, negros, mestizos y mulatos que vivían en su mayor parte en una situación de miseria. Estos individuos, empobrecidos y diezmados por las epidemias, constituían la fuente principal de mano de obra y estaban dedicados a las actividades más diversas, desde la manufactura artesanal a la arriería, el pequeño comercio, el trabajo agrícola o el peonaje urbano (Rubial, 1990: 14).
Los indios que habitaban la ciudad de México fueron marginados de la parte española e instalados en los cuatro grandes barrios de la antigua México-Tenochtitlan, ahora con sus advocaciones cristianas respectivas: San Sebastián Atzacualco, San Pablo Teopan, San Juan Moyotla y Santa María Cuepopan; aparte estaba Tlatelolco. De hecho, estos barrios se organizaron en lo que la administración novohispana llamaría las parcialidades
: la de San Juan Tenochtitlan, correspondiente a los cuatro barrios centrales, y la de Santiago Tlatelolco. Estas parcialidades abarcaban también diferentes pueblos dispersos en la Cuenca de México, antiguos miembros y tributarios de estos dos altepeme. En cada una de estas parcialidades había un tecpan, o casa de gobierno, con sus alcaldes y gobernadores. En cierto sentido se continuó el gobierno con los miembros de la nobleza respectiva y los derechos correspondientes; si bien la inestabilidad de los primeros años permitió el acceso al poder de advenedizos, particularmente en el caso de la parcialidad de San Juan, sin embargo, a lo largo del siglo xvi se estabilizaron los gobiernos respectivos respetando los derechos políticos de sus dirigentes tradicionales, es decir, de la nobleza dirigente (Castañeda, 2013).
Para el gobierno de la población india, por parte de las autoridades novohispanas, se instaló el Juzgado General de Indios, otorgándole un fuero judicial específico, además de administrar los bienes de comunidad separándolos de la intervención de las ciudades y villas de españoles. El fondo comunitario recababa las aportaciones en trabajo y dinero, costeaba también los gastos del culto, las escuelas y los gastos imprevistos en el caso de epidemias o desastres, además de la construcción de capillas y edificios públicos. Esta institución se ocupaba de vigilar "la integridad de tierras y bienes comunes y donde se revisaban periódicamente las cuentas de las cajas de comunidad" (Lira, 1983: 26).
Ciertamente la disposición ordenada de la ciudad española contrastaba con la dispersión de los asentamientos de los habitantes indios; aunque, por otro lado, pronto se estableció un patrón característicamente medieval, como era la presencia dominante de templos y conventos rodeados por las frágiles viviendas de los indios, si bien las respectivas casas de gobierno eran construcciones sólidas y notables. Las iglesias eran los referentes administrativos principales, pues cada una tenía a su cargo el asentamiento de su entorno, ya que el clero era el encargado de llevar el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones, asentando siempre la condición cultural de su grey; recordemos que los panteones se situaban en el atrio de las iglesias. En 1746 existían en la ciudad, además de ermitas y capillas, 84 templos, 36 conventos de religiosos, 19 de religiosas, 7 hospitales, 2 colegios de niñas y 9 colegios mayores para estudiantes
(Rubial, 1990: 15).
La síntesis del carácter medieval de la ciudad española fue la Real Universidad de México fundada en 1550, con la organización y los privilegios de la Universidad de Salamanca. Ahí se formaban los licenciados, los médicos y los teólogos que componían la élite de la sociedad criolla. Había una estricta reglamentación para la indumentaria de sus diferentes miembros: a los estudiantes se les prohibía llevar el pelo largo, medias de colores, así como pasamanos de oro y bordados; su atuendo se componía de toga y muceta, es decir, un bonete con los colores de su facultad. El traje de los Doctores era según su estado civil o eclesiástico, para este caso, el hábito de la Orden o el traje talar de los clérigos, siendo preciso portar en las asistencias solemnes, además del capelo con su borla respectiva, la muceta y esclavina con el color de la Facultad
(Mendoza, 1951: 8). Así, los teólogos debían llevar borla y muceta blancas; los canonistas, verdes; coloradas los legistas; los médicos, amarillas, y los maestros en artes, azules, descubriendo el terciopelo por la parte de dentro de la muceta, como cuatro o seis dedos de ancho, sin pasamano ni guarnición, conforme al estilo de Salamanca
(Mendoza, 1951: 8).
Para obtener los diferentes grados que impartía la universidad era requisito sustentar el examen correspondiente, ya fuera de bachillerato, licenciatura, maestría o doctorado. En filosofía y en teología se otorgaba solamente el grado de maestro, en tanto que en leyes y medicina se otorgaban los grados de licenciado y doctor. El latín era la lengua obligatoria de los miembros de la universidad (Mendoza, 1951: 32). El elaborado proceso para obtener los grados de licenciado y de doctor implicaba presentar información sobre la persona con cinco testigos, además de fijar un edicto impreso, invitando a los opositores que quisieran alegar antigüedad, entregar oportunamente las propinas al tesorero síndico y pagar la cera y despabiladeras
, gastos que no estaban incluidos en el monto de las propinas. Había que sustentar dos exámenes, el privado y el público, en los cuales se le daba al estudiante, con 24 horas de anticipación, la asignación de puntos que debía explicar. Éstos se imprimían rápidamente en hojas de muy hermosa tipografía que se fijaban en las puertas de la universidad y se repartían a los padrinos e invitados (Mendoza, 1951: 33).
Para el siglo xviii se impartían 23 cátedras en la universidad: seis de teología, cinco de cánones, dos de leyes, cuatro de medicina, una de botánica, una de matemáticas, dos de filosofía, una de lengua mexicana y una de lengua otomí. Estas últimas dos fueron instituidas en 1640, lo que abre una historia llena de vicisitudes relativas a los concursos abiertos para los candidatos, las características de los jurados y las dificultades para encontrar a los capacitados, particularmente para la lengua otomí. Esta es la historia que nos despliega Rosa Brambila Paz en este libro, a partir de una sustanciosa información localizada en el Archivo General de la Nación.
La historia de la cátedra de Otomí muestra las complejidades de una lengua amerindia característica de una buena parte de la familia otomangue, es decir, con tonos y una fonología muy diferentes del español. Yolanda Lastra (2006) describe en esta lengua el uso de doce vocales, tres de las cuales son nasalizadas; además de 21 consonantes, de las cuales 12 no existen en español; y la presencia de tres tonos. A estas dificultades para un hispanohablante se añade la diferencia entre el habla cotidiana y la más elaborada, necesaria para explicar las sutilezas de la religión católica; lo