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Liquidación de existencias: sobre la imposibilidad de rebelarnos
Liquidación de existencias: sobre la imposibilidad de rebelarnos
Liquidación de existencias: sobre la imposibilidad de rebelarnos
Libro electrónico353 páginas5 horas

Liquidación de existencias: sobre la imposibilidad de rebelarnos

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Cuando ya no hay forma de extinguir las llamas, ¿qué hacer cuando todo arde?
«Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su labor quizá es más grande. Consiste en evitar que el mundo se deshaga». Es el 10 de diciembre de 1957 y Albert Camus lo enuncia en su discurso de aceptación del Premio Nobel.
En las páginas de este libro Jorge de los Santos aborda otra constatación: las generaciones posteriores saben que no lograrán evitar que el mundo se deshaga, pero que su labor es aún si cabe más grande. Consiste en intentar lograr que el mundo se deshaga con dignidad.
Intentando demostrar cómo hemos dejado ya de ser sujetos de la historia, que lo que pasa, pasa por nosotros, pero no bajo nuestro dominio, o que cualquier rebelión puede ser tomada por nosotros pero no se engendrará en nosotros, el autor plantea la imposibilidad que tenemos de generar una fuerza que altere un orden que se hace cada vez más fuerte.
La conclusión es inquietante. Negado el futuro solo nos queda la ventura. No hay posibilidad alguna de rebelión, sólo la constatación de su imposibilidad. No hay ya dominio ni medios de reconstrucción. Una conclusión en ningún caso apática o derrotista que apele a la indiferencia o a la negación frente a lo ineludible, sino que anticipa la ingente tarea que se anunciaba al principio: «irse despidiendo», pero aun sabiendo que nuestro receptor es la nada, hacerlo con la dignidad del que debe entregar un legado al porvenir.

Un libro, por su agudeza y contundencia, llamado a ser una demostración de lo que ya hemos perdido pero que hay que tratarlo como si aún lo sostuviéramos. Un libro demoledor que hace del arte de la demolición una exhibición de lo que los humanos fuimos capaces de construir.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 ago 2023
ISBN9788412673135
Liquidación de existencias: sobre la imposibilidad de rebelarnos

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    Liquidación de existencias - Jorge de los Santos

    Amar a tiempo

    Un «te amo» es un acto fundacional. Hace de una casualidad un destino. Con él se anuncia la posibilidad de asistir a la emergencia de un nuevo mundo, de un acontecimiento, de una dotación de sentido que articule una nueva proyección fundamentada en la diferencia. Establece un territorio sobre el que edificar de manera determinada un vínculo. No es un «acceso» es un «establecimiento». Un «te amo» es un topónimo; lo que funda, inaugura y a lo que da nombre es a un lugar, a un territorio por venir, a un nuevo «mundo», un nuevo conjunto de relaciones significantes. Tiene una voluntad territorial; sobre un «te amo», justo sobre ese predicado que es un topónimo se construye una interrelación llamada, aunque no necesariamente destinada, a sostenerse. Funda un codevenir, un cotransitar, un coelegir con vocación de permanencia. En tiempos como los nuestros del abolir, de adanismo en los que nada se sujeta sino que se suelta lastre, en los que el fondo, el sustento o la raíz son entendidos como un ancla y no como un fundamento, «emprender» es una exigencia, pero «fundar» es un anacronismo. El «te amo» se aligera, su erotismo deviene la metonimia del erotismo, su vocación no es vínculo sino el contacto. Su cultura, la cultura que exige saber lo que se dice al decir «te amo», deviene una instrucción, un activador, un gestor y no una gesta. La cultura del «te amo» sabe de la falacia del «encuentra el amor», porque el amor nunca se encuentra sino que se construye; es un devenir de determinada manera, un «sucediendo» probado, del mismo modo que uno puede encontrar una piedra, pero esta no hace, por el hecho de estar ahí, por el hecho de tropezarse con ella, una catedral. La cultura del «te amo» es la que posibilita su lógica; la resistencia. «resistir» no significa permanecer, sino tener vocación de permanencia: ser incapaz de contar los días, proyectar el «duro deseo de durar»14. Desaparecida esa vocación el «te amo» es hueco, insignificante, carece de sentido, no funda nada. Su permanencia es aquella que hoy tiene los días contados. Una estructura creada para perecer, con vocación de efímera es una falla, un guiso, un consumible. Un «te amo» no proyectado en su sostenimiento, sin ambiciones de duración, no mantiene la posición, no conoce las leyes arquitectónicas, carece del conocimiento afectivo, desconoce el material con el que trabaja, no tiene cultura. Un «te amo» es siempre una declaración ética; ansiar amar es ante todo ansiar una manera peculiar de tratar con la alteridad de manera que su apelación sea atendida. Es en ese peculiar trato con lo otro, con su indescifrable lenguaje, donde reside el fundamento del «te amo», sin ese actuar que conforma al «te amo» no se prueba la veracidad de ese «te amo», no existe. Un «probar» que el otro existe, desde su insalvable diferencia (la única que posibilita el «te amo») para el que pronuncia un «te amo». Jean Cocteau15 deja escrito algo que le gustaba repetir al poeta Pierre Reverdy: «Il n’y a pas d’amour, il n’y a que des preuves d’amour» 16. El amor es tan solo el conjunto de pruebas de amor que hacemos. La ética del amor es un hacer ética amando. Lo demás son solo proposiciones que se desmienten, se «mojigatan» y se desarticulan en cuanto el «haciendo amor» desaparece. Sin las pruebas el «te amo» se desfonda, pierde pie, no tiene dónde existir porque solo existe en ellas. Un «te amo» funda la posibilidad como un arjé, como un principio principiante que regula, que origina, pero no abandona porque da ley, lo amado, que resiste en su lógica vinculativa (un flaquear de la resistencia es simplemente la manifestación de que el vínculo ya no se sostiene) y que se articula, no puede ser de otra forma, en cuanto ética que se teje amando. Un «te amo» es la siembra que posibilita el devenir de un paisaje en cuanto proyecto, una relación de correspondencias a la que los amantes son capaces de afiliarse como manera de comprenderlo en una relectura sostenida de la permanencia. Abre la genésica «posibilidad», que de no darse no anula el «te amo», de ser amado.

    Un «te amo» no entiende de reemplazo, es una declaración que otorga la condición de insustituible. Inaugura, para el que funda, la heideggeriana «propiedad» del otro que es sustraído del «das Man», de lo uno impersonal que entrega lo indiferenciado, de lo que no recibe un «te amo». «Nadie es insustituible»… hasta que recibe un «te amo». Es a ti a quien «te amo» y por esa misma manifestación declarativa devienes irremplazable, no tienes sustituto ni equivalencia ni precio. Vivimos la culminación del reemplazo. Cuando todo lo humano es «reificado», reducido a «cosa», y esto concebido como mercancía17, como «útil» puesto a la disposición del amo que le entrega a la «cosa» su funcionalidad, todo nos es ofertado para nuestra plena disposición, satisfacción y capricho y todo puede ser reemplazado por un equivalente. Hoy el «todo» es llevado a la condición de ser fácilmente reemplazable, sustituible, igualable. Lo «único» desaparece. La existencia bajo la concepción de plena disponibilidad pasa a ser una mera «existencia», un «objeto» disponible, calculable, almacenable, sometido a cálculo de beneficio. Un objeto con determinados atributos, que por ser «características» caducan. Un «te amo» no atiende a la obsolescencia de lo sustituible porque no ama algo de alguna cosa; ama la totalidad del otro en su devenir, hasta lo detestable. El «te amo» no es ciego, tiene un ojo barroco. Cuando lo insustituible desaparece el «te amo» es un simple «lo quiero» sin sujeto, se vacía, se cortocircuita en su propósito, pierde el sentido. El «te amo» no admira lo parcial, no es fetichista, ama el todo, el entero de «te». No atiende a «propiedades» ni a características ni a especificaciones, desprecia las «actualizaciones» tanto como contempla fascinado las evoluciones propias del existir. «Tinder» y otras «aplicaciones» de contactos «aplican» esa ideología del permanente reemplazo, de la condición imperativa de reemplazar y sustituir el «objeto» erótico que es comprendido como lo que siempre es mejorable. Su «catálogo» de «productos» es inagotable, con lo que evita la «fijación» exclusiva en un «artículo», en una «existencia» que por ser consumible nunca se engrandece en su codevenir sino que se «consuma». En el infinito inventario de ingentes reemplazos que posibilitan una «mejorabilidad» no de lo que se tiene sino de lo que se puede obtener, siempre puede darse la actualidad, el desarraigo en la inmediatez, de una «novedad» que asegura una primicia de dominio con relación a las «propiedades» de lo posiblemente adquirible; nuevas atribuciones del consumible (como una talla más de busto), versiones más reciente (como una edad menor), una innovación estético/tecnológica (como un look más «chic»)… una novedad tras otra que sepulta la inmediatamente precedente. La novedad desarraigada que posibilita el perpetuo reemplazo de la aplicación desactiva un «te amo», porque este no se fundamenta en lo mejorado que se oferta sino en lo mejorable de lo que funda. Los partidarios de la aplicación elogian el hecho de su funcionalidad consistente en hacer «útil» y «efectiva» la lógica del reemplazo; acorta el tiempo de «adquisición», posibilita la «devolución» y evita lo farragoso y esforzado de «elegir» (de ser «elegante»). La elogiable sencillez de establecer «contacto» con el otro es equiparable a la sencillez de compra online de unos calzoncillos; es el éxito y el éxtasis del «usar y tirar», de lo desechable, de lo que inunda de basura el mundo. La manera en la que nos hacemos con las «cosas» determina nuestra concepción de la «cosa». La teleología de estas «utilidades» no es que te fijes en nadie más que en ellas mismas, su catálogo solo encierra un histérico reclamo a que las atiendas a ellas, no al producto catalogado. No proporcionan más compromiso que por el que proporciona la imposible posibilidad de afecto: la aplicación. Si te quedas fijado, comprometido, dispuesto a decir un «te amo» dejas de fijarte en Tinder. Un «te amo» es la ruina de esas aplicaciones hechas para decir «te amo». La «facilidad» de uso (de la «aplicación») deviene la imposibilidad de trato (del otro humano). La «aplicación» se funde con aquello sobre lo que se aplica, el uso se confunde con la relación, ya no sabemos que se tira, si el envoltorio o la «cosa» misma. Algo adquirido para ser tirado cumple su destino y propósito cuando empieza a generar dificultades, en cuanto empieza a ratear. Entonces, se desprecia, se sustituye, se reemplaza. Estamos perversamente «deseando» que inicie su envejecimiento para obtener el gozo de reemplazarlo por una novedad. No vemos ni anhelamos la «cosa», vemos y anhelamos la sustitución de la «cosa». Sustituir es una obligación, un requerimiento comercial que debemos cumplir. En el propósito de sustituir todo, lo «todo» es irrecuperable, irreparable. Un «te amo» inaugura el propósito de permanente reparación: es una lógica incompatible con la del reemplazo. Nada se embebe porque todo se bebe, nada se cose porque nada tiene costura, nada se remienda porque nada tiene remiendo. El otro en cuanto «cosa» sustituible es una planicie sin fondo: no tiene trama ni urdimbre, no está tejido, no tiene texto. Nada tiene en él que ser releído. Eso facilita el plus de satisfacción, descoordina la ética y anestesia el padecer. Un «te amo» es el propósito de ver continuamente en lo envejecido, en lo mismo, lo perpetuamente nuevo; desprecia el desprecio por lo que se avejenta, por lo que se aja, por lo que nos exige más atención. Lo novedoso que sostiene es siempre un remanente de saber, de incomprensión, de misterio ocultado pese al sostenimiento. Es la manifestación de que siempre le queda algo por descubrir por más que sea lo mismo lo que aparentemente se repite, que no le da la vuelta porque el otro no es esférico y liso, siempre hay un pliegue por alisar, una veladura por desvelar, una cicatriz por encontrar. En lo nuevo por virginal, por inmaculado, por planchado, por no haber sido usado, la única novedad es la adquisición que se rige por el imperativo de estrenar, que reniega de todas las lecturas que exige lo no «estrenable». Nada hay de «novedoso» en lo nuevo cuando no tenemos tiempo, no tendremos tiempo, de decirle un «te amo».

    Un «te amo» es la intención en vocativo de no perder lo invocado sin perderse uno mismo. No es ya que no se quiera tirar, es que no se puede caer. La pérdida del otro que oyó un «te amo» induce al duelo, al intento desesperado de recomponer un sentido, a rehacer desde la más devastadora destrucción un paisaje en el que ya siempre faltará algo. Es el mundo el que se hunde, el que desaparece, el que pierde la memoria de nosotros. La pérdida es un desmembramiento del «tener que ver», del proceso cognitivo que se asume al decir «te amo», en el que el propio sujeto se descompone, pierde, con la pérdida, la propia mirada, la propia capacidad de comprensión y de crear mundo. Descubre, aterrado, que el sentido del mundo no está nunca en el «uno» sino en lo que fundó el «te amo». Emanuel Swedenborg, el científico y místico sueco del XVII, describía el infierno de una manera particular18. Al morir uno quedaba en un pasmo, en una especie de limbo en el que no era todavía consciente de que la muerte le había sobrevenido. Poco a poco, comenzaban a enfrentarse a situaciones extrañas; lo que antes le resultaba familiar, las «cosas» que antes conformaban su mundo, empezaban a perder sentido para él, se le distanciaban, se le hacían extrañas porque se «abstraían» (se arrastraban fuera de su realidad), se «desvinculaban» hasta desaparecer. En ocasiones simplemente se iban extraviando paulatinamente, en otras, cuando el infierno acechaba, devenían otra cosa, algo incomprensible, algo siniestro. Más o menos así definía Schopenhauer la locura: como la memoria perdida de las cosas. Como la imposibilidad de establecer el afecto y el sentido sobre las cosas que le posibilitan al sujeto la comprensión y el sentido de la realidad. Cuando uno pierde la guía de sentido que le produjo un «te amo», pierde el afecto que generó sobre el mundo. Su «mundo», se diluye, deviene incomprensible y con la disolución del mundo y su incomprensión es el mismo sujeto el diluido, el incomprensible para él mismo. El hundimiento, el desfondarse, el «desencontrarse» en la más absoluta soledad; nada ni nadie responde. Ese es el único tipo de «narcicismo» que ya Freud detectó cuando aborda la diferencia entre duelo y melancolía, pero que siempre depende, el narcisismo, de que un «te amo» haya establecido un correspondiente «te amo» de un otro. La desaparición del otro es la manifestación agónica, tras la fundación, del paroxismo de la interdependencia que nos otorga la genésica capacidad de crear, habitar y conformar mundo. Un «te amo» no es nunca un «puedo hacer con» sino que es un «puedo ser con». La estructura significativa que nos dona la alteridad del otro que recibió el «te amo» también carece de reemplazo, pero sin ella somos nosotros mismos los que nos tiramos al vertedero. El horror a ese comprometerse, el horror actual a cualquier comprometerse, no nos evita la necesidad de compromiso, solo lo patologiza, solo nos enferma, es un «desadaptarse» a nosotros mismos, un perder la «propiedad» de lo que nos es propio. Un «te amo» no es sin embargo, al contrario de lo que sugiriera Platón, un acto para «completar» lo que un yo encuentra en carestía sino un acto de «descompletamiento»; no rellena, no añade, no acumula sino que es un acto de vaciado, de apertura, de esclarecimiento. De engrandecimiento, de exaltación del «hueco ontológico». Una generación de diferencia perforada por el vaciado desde la diferencia que ha sabido taladrarse. No es un mere (una «parte») que se desgaja de una identidad arcana y perdida sino que es en la propia imposibilidad ontológica de identidad (de lo igual a sí mismo) que pretende entrar en relación con otra diferencia para establecer una nueva diferencia a partir de un «te amo». No tiene cálculo, ni valoración, ni racionalidad instrumental alguna; el «te amo» está atravesado no por la propia detección de la falta sino por la inclinación a generar una nueva falta19, no cierra el círculo sino que lo abre, lo suyo es la creación, siempre sostenida, de existencia, de una nueva posición que posibilite el continuo engendrar, la lectura infinita del otro en la relectura abierta de lo que está sucediendo a partir de sostener un «te amo» sobre un lugar irremplazable. Un «te amo» no es un reclamo, es un grito a un nuevo darse a existir, a un renacimiento que solo puede darse, como el nacimiento, con la coparticipación del otro, una existencia nueva emergente en la mutua «alteración», en la acción y efecto del «alter», del otro. En el «ámate a ti mismo» no hay «te amo» hay solo y solamente «ti mismo»; un ti mismo que solo puede darse a sí mismo cuando al «alternar» se «altera». «Soy tú cuando soy yo», escribe Celan20 porque «Je est autre»21. Sin el tú yo nunca soy yo, pero contigo, al decirte «te amo», no quiero ser un yo completo, quiero ser la resultante, el yo que emerge, de haberte nombrado «te amo». Porque se ha podido producir un vacío sin carencia. El «hueco ontológico» no es una carestía es una chimenea. No es algo que taponar, es el espacio que permite el movimiento, el «posicionarme hacia afuera», el existir. Hoy impera la lógica de la insatisfacción histérica por lo que no se tiene, por lo que falta, por lo que carecemos. Esa es la lógica del márquetin, aquella discursividad que siempre te dice de lo que adoleces (modelo de smartphone, masa muscular, plan privado de pensiones) que es fijada como la causa de tu insatisfacción y que debe ser esa carencia, como agente de infelicidad, inmediatamente suplida. Remarcar la carencia es la lógica del consumo, para la que a quien le falta algo está incompleto, no goza de la merecida plenitud, tiene un «defecto». En la lógica de la perpetua carestía el hueco debe ser rellenado, taponado, obstruido, nunca aclarado para que sea de él, de su manifestación, del que pueda surgir no un elemento obturador sino una existencia. En la lógica del márquetin lo que obtura el hueco es el útil novedoso. En la lógica del márquetin lo nuevo siempre se emplea para generar lo mismo, perpetúa la insatisfacción que pretende eludir, dilata el vientre, pero no sacia el hambre. En el útil novedoso que en su condición de novedoso debe ser continuamente reemplazado so pena de entrar nuevamente en carencia no está la existencia. Tampoco de él se sostiene un perdurable «te amo». En la lógica acumulaticia los afectos y su capacidad para obtenerlo se han convertido en un capital de orden social; soy capaz de «estar» con tantos, por lo tanto «valgo» tanto. Pero el requerimiento de validación así entendido es perpetuo: se necesitan muchos «tantos» para tener un «valor» que debe siempre someterse a la lógica empresarial del crecimiento sostenido; una cifra de al menos un diez por ciento más cada año sobre el precedente. No cumplir las expectativas comerciales introduce al sujeto en la creencia melancólica de que ellos no «valen» (no tienen valor de uso), pero la centralidad del yo y un vigorización de la supuesta autorrealización autónoma, desgajada, les niega una creencia enormemente más inquietante: ellos no «son» (no consiguen desplegar su existencia en la comunión con el

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