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Cuando callan las campanas
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Libro electrónico330 páginas4 horas

Cuando callan las campanas

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En Cuando callan las campanas se ha encapsulado el episodio más triste y doloroso de la historia del Beni: la fiebre hemorrágica de San Joaquín de Agua Dulce. Es una crónica fantástica, un relato vigoroso que estremece y conmueve por su excelente nivel narrativo y por la extraordinaria sensibilidad del autor para mostrarnos una realidad tan cruel como la epidemia que aniquiló, ante la indiferencia de los políticos de turno, a toda una región del Oriente boliviano.


Es una novela con una estructura bien sincronizada y elegante estilo, basada en documentos de la época y en entrevistas a los protagonistas de los sucesos. Con experimentada maestría en el arte de la palabra, se condensa el universo político, cultural y social de los años 1958 a 1964 en San Joaquín, el Beni y Bolivia. Añez, pinta con nitidez e intensidad el drama cotidiano, la angustia existencial, la incertidumbre, impotencia y bronca de los joaquinianos. Cuando callan las campa- nas es una obra desgarradora pero amena, que seduce e invita a ingresar en su laberinto para inaugurar una partida de ajedrez en cada línea donde se describe la tragedia de un pueblo jugando, dantescamente, el jaque mate de la vida.


Edgar Lora Gumiel

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ago 2023
ISBN9798223653912
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    Cuando callan las campanas - Miguel Ángel Añez Suárez

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    Cuando callan

    las campanas

    Miguel Ángel Añez

    Cuando callan

    las campanas

    San Joaquín:

    Agua Dulce y Sangre Amarga

    Cuando callan las campanas

    San Joaquín: Agua Dulce y Sangre Amarga

    Miguel Ángel Añez

    michelo57@yahoo.es

    micheloanezs@gmail.com

    ©2021 1ª Edición

    ©2023 2ª Edición

    Derechos reservados

    Depósito Legal: 4-1-2932-2021

    I.S.B.N.: 978-9917-605-01-0

    Diseño Gráfico Editorial: Sharbel Gonzales Yankovic

    Diseño de portada: Editorial Plural

    Presentación

    Esta es una historia de coraje, amor y compromiso con el prójimo. Es un homenaje a los hombres y mujeres que arriesgan sus vidas para proteger las de los demás. Esta obra trata sobre los hechos ocurridos en San Joaquín de Agua Dulce, que fue afectada por una epidemia de fiebre hemorrágica provocada por el virus Machupo, a raíz de una ruptura en el equilibrio ecológico de la región entre los años de 1958 a 1964. Cada vez que una especie vegetal o animal desaparece, se genera un desequilibrio en su ecosistema, provocando la muerte de otros animales o la sobrepoblación de otra especie. Así tenemos que la extinción de diferentes especies de animales o plantas, incrementan el aparecimiento de enfermedades infecciosas en los humanos. Al escribir una novela, es posible corregir omisiones históricas para abordar grandes verdades que tienen que ser dichas, que tienen que ser encaradas. Esta es una de ellas.

    Parte I

    San Joaquín, Beni, Bolivia, 1958. En una de las piezas del pequeño hospital, la enfermera Corina Ojopi observa con pesar y preocupación la rapidez con que se extingue la vida de Elías Vaca. San Joaquín es un pueblo sin médicos y es a la señora Corina, como es conocida por todos, que la población acude en busca de ayuda para enfrentar todo tipo de enfermedades. Ella es una mujer de buena estatura, piel trigeña, hablar pausado y seguro. Su personalidad y presencia inspiran confianza y respeto. Hace tres días, Elías llegó al hospital acompañado por dos de sus hijos acostado en un viejo carretón jalado por una yunta de bueyes torunos. Es un campesino que junto con su familia se dedica a la siembra de plátano y yuca. También es conocido por ser un excelente cazador de nutrias, jaguares y gatos del monte –principalmente el tigrillo– cuyas pieles vende al mejor postor. Al ingresar al hospital tenía fiebre alta, diarrea, dolor de cabeza y espalda, y caminaba con pasos cortos y oscilantes. Si no fuera por su tez demacrada y gemidos de dolor, fácilmente sería confundido con alguien bajo los efectos del alcohol.

    A pesar de la experiencia de la enfermera Ojopi sobre las dolencias tropicales que afectan a las personas de esta región de la amazonia boliviana, la evolución del estado del paciente la confunde cada día que pasa. Si inicialmente lo diagnosticó como portador de paratifus, los síntomas que presenta no encajan con esta enfermedad. Su piel exageradamente colorada es una anomalía no vista en otras enfermedades. Es como si los vasos sanguíneos quisieran aflorar, salirse o que se hayan reventado. Ningún analgésico disponible ayuda a disminuir el dolor. El paciente siente dolor en la piel, en la cabeza, en la espalda y también en las articulaciones. Para complicar aún más las cosas, en las últimas horas muestra sangrado en las encías y un flujo de sangre insiste en salir por la nariz. Los sueros y los antibióticos parecen ser completamente ineficaces. El enfermo empeora y ninguna de las enfermeras que trabajan en el hospital bajo las órdenes de Corina Ojopi consigue entender la enfermedad contra la que combaten.

    El hospital, ubicado a una cuadra de la plaza principal, es un antiguo edificio en malas condiciones y que años atrás funcionó como mercado público. En la primera pieza que da a la calle aún se pueden ver sobre una viga los ganchos de hierro donde se colgaba la carne de res. Todas las habitaciones necesitan una mano de pintura y otras reparaciones. Es un hospital literalmente abandonado por el Estado. Con un hospital sin médicos ni medicamentos, la población de San Joaquín está indefensa frente a la mayor parte de las enfermedades. Sin embargo, la gente parece ignorar esta realidad o hace caso omiso de la misma; y así, la responsabilidad sobre la propia salud y la de los demás es transferida del Estado a las manos de Dios con una facilidad que raya en lo profano.

    Es de madrugada y la fuerza del viento del sur se hace sentir mientras la luna se muestra y se oculta debido a las nubes que presagian lluvia. Para los lugareños esto es una señal inequívoca de la llegada inminente de un frente frío fuera de época. Hay que preparar las colchas y chompas. En el hospital, Elías Vaca, bajo la supervisión de las enfermeras Jovita Martínez y Lair Mejía, de madrugada empieza a convulsionar una y otra vez y, para evitar que se caiga, tiene que ser amarrado a los bordes de la cama. A lo que todo indica, los esfuerzos de las enfermeras son vanos. Con impotencia y tristeza, ven cómo la vida pierde la batalla contra la muerte. El hombre fallece en el inicio del nuevo día. Al tomar conocimiento de lo ocurrido, Corina Ojopi lamenta el hecho de no tener mayores conocimientos médicos e instalaciones adecuadas para brindar a su gente un mejor servicio de salud. El Ministerio de Salud, le envía cada año un telegrama en el cual le comunica el pronto arribo de un médico para dirigir el hospital. Pasa el tiempo, el médico no llega y desde la ciudad de La Paz no informan nada. Siempre es lo mismo. Promesas que no se cumplen. La desatención de las necesidades de la región por parte del Gobierno nacional no genera indignación en la población. Estas anomalías son tomadas como algo normal o natural. Así son las cosas, repiten de boca en boca las personas como si esto fuera una fatalidad.

    Corina Ojopi nació en 1915 en Baure, provincia Iténez, del departamento de Beni. Tenía ocho años de edad cuando sus padres se mudaron a San Joaquín en busca de mejores condiciones de vida. Aficionada a la lectura desde niña, al concluir sus estudios escolares, en una época en que la mayor parte de las mujeres no lo hacía, para sorpresa y preocupación de sus padres, manifestó el interés de estudiar medicina. Que una mujer quiera ingresar a la universidad y que todavía pretenda estudiar medicina, era visto como una insensatez. Estas profesiones universitarias eran cosas de hombres. Tras sufrir un duro golpe de realidad y sin los medios económicos para salir a La Paz o a Cochabamba para formarse, Corina Ojopi hizo gestiones a través del arzobispado del Beni y consiguió un espacio para estudiar enfermería en el hospital de Cachuela Esperanza, sede del imperio gomero del cruceño, natural de Portachuelo, Nicolás Suárez, mundialmente conocido como el rey de la goma. En esos años, el hospital de Cachuela Esperanza era un centro médico de referencia a nivel nacional e internacional, gracias a que mantenía un cuerpo profesional brillante, compuesto mayormente por galenos traídos de Alemania, Suiza e Inglaterra y pagados a precio de oro.

    Cuando la joven Corina Ojopi llegó en 1936 a Cachuela Esperanza determinada a adquirir una profesión que le permitiera tener en sus manos la conducción de su propio futuro, ese lugar contaba con una población aproximada de dos mil habitantes. Arquitectos franceses e ingleses habían diseñado y construido toda la infraestructura urbana, levantando fastuosas residencias, canchas de tenis, bellos jardines y en sus establos encontrábamos hermosos caballos árabes traídos de Andalucía, España. Cachuela Esperanza era el único pueblo del Beni que tenía energía eléctrica las veinticuatro horas del día, además de agua corriente y potable, telégrafo, ingenio azucarero, destilería, ferrocarril y uno de los más modernos hospitales de América Latina, disponiendo del primer equipo de rayos X que llegó al país. También contaba con un bonito hotel, una escuela con un buen cuadro de profesores, viviendas individuales y cómodas para los profesionales y funcionarios de alto rango, y viviendas colectivas para los obreros de planta. A pocos metros de Villa Judith, la famosa mansión del renombrado propietario, se destacaba una hermosa iglesia construida sobre una inmensa laja de piedra y, un poco más allá, un teatro, con una arquitectura y decorado similar al teatro de Manaus, Brasil, que despertaba admiración en los visitantes. En este teatro actuaban grandes nombres del medio artístico teatral y musical de América Latina y se proyectaban películas traídas expresamente desde los Estados Unidos y Europa. El hospital de Cachuela Esperanza recibía enfermos ilustres de todos los confines del país. Presidentes y expresidentes de la República de Bolivia acudían a tratarse allí. Fue en ese ambiente y con la ciencia médica más actualizada que Corina Ojopi se graduó de enfermera, concluyendo sus estudios en 1940. Durante el acto de graduación, al agradecer por la oportunidad que le había brindado la Casa Suárez para estudiar, pronunció las palabras que marcarían el norte de su vida: Me criaron en un hogar sin dinero pero con libros; y a través de la lectura he aprendido que el servir a los demás, para mí, es el camino a una vida plena y libre. Para entonces, su prestigio como persona de bien y excelente profesional ya había traspasado los umbrales del pueblo.

    Idelfonso, un indígena Araona, fue quien bautizó a la mayor cachuela de Bolivia con el nombre de Cachuela Esperanza. Idelfonso era el guía fluvial del médico y aventurero estadounidense Edwin Heath, quien en 1880 demostró que el río Beni era navegable agua abajo de la misión franciscana de Cavinas, donde nadie se aventuraba a ir por temor a la cachuela y a la agresividad de los indígenas que con arco y flecha mataban a los forasteros que se atrevían a ingresar a sus dominios. Heath, en este arriesgado viaje, comprobó que el curso del río Beni se une con el río Madre de Dios para juntarse con el río Mamoré y este a su vez desemboca en el río Madera, el mayor afluente del río más caudaloso del mundo: el Amazonas. Cuenta Heath en sus memorias que Idelfonso, a pesar de estar gravemente enfermo, no flaqueó al enfrentar la furia de la cachuela, arengando: ¡Vámonos!, ¡Adelantémonos!, mientras la frágil canoa era llevada de un lado a otro por la fuerza de la corriente que milagrosamente no se partió al chocar repetidas veces contra las piedras. Una vez realizada la titánica tarea, continúa Heath, Idelfonso alzó la vista hacia el azul del cielo y, abriendo los brazos en señal de agradecimiento, expresó: ¡Vamos a llamar a la cachuela ‘Esperanza’,porque ya hay esperanza de que no moriremos!. Y fue así que estos dos hombres, más un remero cuyo nombre se perdió en el tiempo, cambiaron la historia de esa región para siempre, modificando la geografía boliviana al abrir la posibilidad de explotar el caucho a escala mundial. Nicolás Suárez, entonces con veintinueve años y enormes bigotes negros, fue el primero en comprender los alcances de los hallazgos de Heath y sin pérdida de tiempo se instaló frente a la cachuela y de ahí no se movió hasta construir la empresa cauchera más grande del mundo: la Casa Suárez. En poco más de una década, esta empresa creció tanto que tuvo que abrir oficinas en Manaus, Belén do Pará, Zúrich, Madrid, Liverpool y Londres, ciudad sede de la multinacional boliviana.

    Corina Ojopi conoció personalmente al legendario rey de la goma en Cachuela Esperanza. Este ya era un hombre viejo y entre sus pasatiempos favoritos estaban el cultivar sus hermosos jardines e inspeccionar las edificaciones para mantener en perfecto estado su reino amazónico. Llamaba la atención de los forasteros el gusto culinario del dueño del lugar. Una vez al mes, hacía preparar un guiso de carne de gato doméstico como parte de su dieta para mantener en buen estado su salud. En la mesa solamente él comía este guiso. El hombre estaba convencido de que el gato al tener siete vidas alargaba la longevidad. Son las extravagancias de un hombre rico, matizaban los médicos europeos sobre el extraño menú. Con la muerte del empresario, acaecida en 1940 a la edad de ochenta y ocho años, comenzó la decadencia del emporio y el abandono paulatino del pintoresco y moderno poblado.

    Cuando Corina Ojopi aceptó la invitación para dirigir la unidad de enfermería del hospital de Guayaramerín en 1941, la población rondaba los tres mil habitantes. Era un pueblo tranquilo, donde la gente dormía con la puerta de calle abierta y sin el temor de ser asaltada. Decir que todos se conocían no es ninguna exageración. Los gustos y disgustos de las personas eran de conocimiento público. Quién dormía con quién y quién se la hacía a quién, eran secretos a voces. Al ser un pueblo fronterizo y de acuerdo a la fluctuación de la moneda, el comercio y el contrabando de un país a otro es parte de la cultura ciudadana desde su fundación. En el hospital, más allá de vacunar a los niños contra la viruela y el sarampión, lo que más se atendían eran partos y de vez en cuando algún herido de arma blanca en alguna contienda provocada por cuestiones de faldas mezcladas con el consumo de alcohol. Corina Ojopi desempeñó esta función hasta 1952, fecha en que abandona el hospital para ejercer el cargo de alcaldesa invitada por el Movimiento Nacionalista Revolucionario, MNR, que había tomado el poder a través de una revolución popular sangrienta. Una vez finalizado el periodo como autoridad municipal en 1955 y con la frustración de no haber podido ejecutar las obras planeadas debido al miserable presupuesto que el municipio manejaba, retornó a San Joaquín junto con sus hijos y marido para dirigir el equipo de enfermería del hospital local. Desde entonces, gracias a un trabajo profesional competente, goza del respeto y el cariño de la gente. Construir un buen nombre no es para cualquiera, exige esfuerzo y acciones decentes.

    Carlos Añez ha regresado a su pueblo natal después de diez años de ausencia. El pueblo es prácticamente el mismo, quien ha cambiado es él. Con veinticinco años de edad, una joven esposa, un hijo de dos años y otro a días de nacer, se siente acorralado. Acaba de recibir la noticia de que un grupo de agentes del Control Político llegará al pueblo en avión al finalizar la tarde. ¡Tiene que ocultarse! Son tristemente célebres las persecuciones y vejámenes que el Gobierno aplica a sus opositores, principalmente a los militantes o simpatizantes de su mayor adversario político: Falange Socialista Boliviana, FSB. Sin demora, Carlos se dirige al hospital en busca de Corina Ojopi para encargarle a su esposa al momento del parto. Para las embarazadas del pueblo, ser asistidas por ella durante el proceso de parto es garantía de que todo saldrá bien. Luego, regresa a su casa ubicada en la acera norte de la plaza principal y, entre palabras de aliento, abrazos y besos, recoge alguna ropa y utensilios de higiene personal, y se despide de su hijo Carlitos y su esposa Pilinga. ¿Por cuánto tiempo será la separación?, no tienen la menor idea. Estas visitas a los pueblos por parte de los agentes del Control Político pueden durar horas o días. El ejercicio del poder político es brutal. Para los opositores muerte, exilio, cárcel, desempleo y humillaciones. El concepto de adversario político en términos democráticos es inexistente. Para el Gobierno nacional, los adversarios políticos deben de estar siempre que posible en prisión, en el exilio, en el cementerio o amedrentados.

    Marilyn Suárez, conocida como Pilinga, natural de Trinidad, a sus veinte años, sentada en un sillón en la puerta de su casa y acariciando su enorme barriga, mira aprensiva y triste alejarse a su marido en compañía de tres camaradas falangistas montados a caballo. Ellos se dirigen a algún chaco o estancia cercana y por razones de seguridad ni las propias familias son informadas. Es ampliamente sabido que cuando los agentes del Control Político vienen en busca de un militante o simpatizante de FSB, quien lo oculta en su casa, en su chaco o en su estancia, si es descubierto, termina flagelado, preso o quebrado económicamente… o las tres cosas a la vez. Pilinga mal tiene tiempo de digerir la partida del marido porque, asombrada y nerviosa, ve que sus piernas están mojadas y esto solo puede ser porque se ha roto la bolsa. La angustia y la ansiedad de las últimas horas anticipan la llegada del bebé que insiste en nacer lo antes posible. A duras penas la joven mujer llega a ingresar a la casa y, recostada en un sofá, con la ayuda de Mary, la empleada doméstica, da inicio al proceso de parto. Cuando llega Corina Ojopi para asistirla, el bebé está asomando la cabeza y es ella quien lo recibe con sus hábiles manos y da los primeros auxilios a la madre y al recién nacido. Mientras tanto, Carlos Añez, cabalgando al lado de sus camaradas se interna por una senda monte adentro apurando el andar de los caballos. Quieren evitar que la oscuridad de la noche los envuelva por completo antes de llegar a destino. La insaciable sed de sangre de los mosquitos, sumada a la penumbra grisácea de la selva que se encadena a los bejucales, palmeras y frondosos árboles, deprimen aún más el estado de ánimo de los viajeros. Para Carlos Añez los gritos de la selva parecen desafiar el grito contenido en su pecho aquel atardecer y todos los atardeceres. Es el grito fermentado en el año y medio de prisión en el Campo de Concentración de Curahuara de Carangas. Para este hombre de estatura mediana, espesas cejas negras, bigotes bien cuidados, bonita dentadura y acentuada delgadez, la vida presente ni de lejos tiene el sabor ni el color de la vida soñada un día. Los caminos de la vida tienen tantas cumbres, abismos y desvíos que hasta las mentes más brillantes a través de los tiempos han quedado perplejas a la hora de explicarlos.

    El ladrido de los perros alerta de la llegada de los visitantes. Rigoberto Carvallo, propietario de la estancia ganadera Camino Verde, sale a recibirlos. Son las ocho de la noche y los mensajes por la radio acaban de terminar. Si no fuera por la radio que mantiene medianamente informada a la gente sobre lo que ocurre en el país y el mundo, el aislamiento y la ignorancia del estanciero y sus peones sería total. De las innovaciones tecnológicas poco se conoce y de lo poco que se sabe no se sabe cómo funcionan ni para qué sirven. Una lámpara que utiliza alcohol como combustible ilumina la vivienda. Rigoberto Carvallo, tío de Carlos Añez, una vez más dará cobijo en su propiedad a un grupo de falangistas ante la embestida de los agentes del Control Político. Falangistas de San Ramón y de Puerto Siles también suelen ser bienvenidos. Rigoberto, de cuarenta y siete años, es viudo y simpatizante de Óscar Únzaga de la Vega. Padre de cinco hijos varones ya crecidos e independientes, radica en Camino Verde el año redondo acompañado por una bonita veinteañera, hija de un antiguo empleado suyo que murió hace tres años debido a una picada de serpiente. La madre de la joven concubina es quien se encarga de la cocina y la limpieza de la casa.

    Terminada la cena y templadas las hamacas, los hombres se ponen a conversar. La vida es dura por estas regiones. Para el hombre de campo, el adversario a someter es la naturaleza. Cada hectárea de tierra que se gana a la selva tupida es una hazaña para conmemorar. Sin más herramientas que el trabajo brazal, la jornada laboral empieza a las cuatro de la mañana para aprovechar el aire fresco de la madrugada. El inclemente sol del mediodía provoca un calor tan sofocante que no hay cuerpo que lo resista. Hasta el peón más curtido tiene que guarecerse del sol hasta las tres de la tarde si no quiere deshidratarse y sufrir dolor de cabeza. Entre una taza y otra de un humeante café, la conversación de Rigoberto con sus visitas gira en torno a la inestable y problemática situación política y económica por la que atraviesa el país. La economía nunca ha estado del todo bien en Bolivia y como la política cabalga sobre ella, los conflictos sociales siempre han estado a la orden el día. El estanciero siente cariño y respeto por Carlos Añez. Lo conoce desde niño y admira su fortaleza al haber sobrevivido al infierno del Campo de Concentración. Un hijo de Rigoberto Carvallo está exiliado en la Argentina. A Rigoberto y a su sobrino los unen los lazos de sangre y el menosprecio contra el partido que gobierna el país desde hace seis años.

    El año de 1952, el Gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario ni bien asumió el control del aparato estatal, puso en funcionamiento un sistema autoritario y violento contra todo tipo de oposición vigente. Al organismo creado específicamente para reprimir el ejercicio de las libertades ciudadanas se lo denominó Control Político. Bajo la batuta de este ente represor, se crearon centros de reclusión en Corocoro (La Paz), Uncía y Catavi (Potosí) y Curahuara de Carangas (Oruro) y fueron llamados Campos de Concentración. Allí eran llevados presos los opositores al régimen, donde los humillaban, torturaban y los dejaban morir sin ninguna asistencia médica. Eran tantos los prisioneros que fallecían, que los enterraban en fosas comunes a manera de ocultar sus crímenes. Como la verdad es hija del tiempo, la población boliviana al tomar conocimiento de las atrocidades que se cometían en estas cárceles, le exigió al Gobierno el esclarecimiento de los hechos. El Gobierno no negó la existencia de los Campos de Concentración y justificó su funcionamiento con el argumento de que se ejercía una violencia revolucionaria para sostener la estabilidad de la revolución. Los Campos de Concentración funcionaron a todo vapor durante los primeros años del nuevo Gobierno, hasta que fueron cerrados por presión internacional dada su similitud con los campos de exterminio nazis. Los horrores descubiertos en aquellos lugares, tras la derrota de Alemania, todavía estaban frescos en la memoria del mundo entero como para pasar por alto esta inaceptable y vergonzosa réplica en los Andes bolivianos. Como no existe víctima sin verdugo, entre los mayores represores de los presos políticos estaban hombres como Claudio San Román, Federico Fortún, Luis Gayán, Emilio Arce, Alberto Bloomfield, René Gallardo, Juan Peppla y Ademar Menacho. Unos se encargaban de perseguir y detener a los opositores, otros dirigían los Campos de Concentración y otros eran torturadores con licencia para matar. Cerradas estas prisiones, estos personajes nefastos permanecen activos ocupando altos cargos dentro del aparato estatal. Como la historia oficial la escriben los vencedores, los Campos de Concentración y los crímenes cometidos en ellos es como que nunca hubieran existido.

    Eva Peña es una joven mujer hecha a base de sacrificios y privaciones en los trabajos del campo. Acostumbrada a los reveses de la vida, ese día al nacer el sol despierta con dolor de cabeza y de espalda y un poco de fiebre, pero no le da mayor importancia a su estado de salud. Creyendo que se trata de una simple gripe o algo por el estilo, agarra el machete y un jasayé y se interna en el monte en dirección al chaco en busca de unas yucas para preparar un masaco para su familia. En el camino se le cruza un taitetú o cerdo del monte, y lamenta no haber traído la escopeta. A ella y a su familia les agrada el sabor de su carne asada al horno acompañada con yuca y arroz. Al llegar al chaco, selecciona la planta que le parece más adecuada y al momento de arrancarla siente que las fuerzas la abandonan. Mareada y dolorida, retorna a casa y se acuesta esperando que el malestar sea algo pasajero para luego retomar sus tareas. Conforme pasan las horas, su estado febril va en aumento, así como el dolor de cabeza y de espalda y un cuadro de diarrea se manifiesta. Al medio día, la diarrea se ha agudizado de tal manera que la debilitada mujer observa horrorizada cómo sus heces fecales contienen abundante sangre. Su familia, asustada al ver lo rápido que su salud se deteriora, decide llevarla al hospital de San Joaquín. Al momento de partir, grande es la aflicción de todos al constatar que Eva mal puede ponerse de pie. Le faltan fuerzas para caminar. Sin pérdida de tiempo la acuestan en una hamaca y cargándola sobre los hombros se dirigen hasta la ribera del río Machupo. No hay otra forma de salir del lugar que no sea en canoa. Una vez acomodada la enferma, la embarcación empieza a deslizarse abriéndose paso sobre las caudalosas aguas.

    Simón Arias, el marido de Eva, rema ensimismado. No tiene dinero para pagar el tratamiento de salud de su mujer, pero algo hay que hacer. Médicos, remedios y hospitales son para los ricos, se dice con un sabor ácido en la boca, clavando con fuerza el

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