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84 Escalones para llegar a casa: La extraordinaria vida de Reuben Ovadia
84 Escalones para llegar a casa: La extraordinaria vida de Reuben Ovadia
84 Escalones para llegar a casa: La extraordinaria vida de Reuben Ovadia
Libro electrónico456 páginas5 horas

84 Escalones para llegar a casa: La extraordinaria vida de Reuben Ovadia

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Información de este libro electrónico

Cuando Reuben era un niño, debía subir 84 escalones para llegar a casa, ubicada en el mismo edificio que pronto ocuparon oficiales Nazis cuando el régimen se instaló de lleno en Bulgaria. Entre todas sus conjeturas, Reuben nunca se imaginó que esto podría pasar, ni las consecuencias que tendría para su familia judía. Pronto, no ir a la escuela o negarse a portar la estrella amarilla se convierten en el menor de sus problemas. El pequeño Rudy se ve obligado a crecer de súbito y navegar la espiral de su vida un día a la vez, sin mirar atrás. Escalar pendientes se convierte en su constante, donde es necesario luchar para sobrevivir en todas las situaciones. Pero Rudy no se rendirá. 84 escalones para llegar a casa es tanto sobre la superación de la adversidad, como sobre la pasión por la vida, el placer de las cosas cotidianas, la búsqueda de la pertenencia y, por supuesto, el amor a la familia, ese motor que conecta todos los puntos de nuestra existencia. De alguna forma, la historia de Rudy es atemporal, pues representa algo dentro de cada uno de nosotros: el camino del niño que aún llevamos dentro, la dualidad de nuestras decisiones, el cambio constante de nuestras vidas y la manera definitiva en la que nos marca nuestro entorno.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2022
ISBN9786078713974
84 Escalones para llegar a casa: La extraordinaria vida de Reuben Ovadia

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    84 Escalones para llegar a casa - Victoria Pinto

    84 escalones para llegar a casa

    D.R. © Libros del Marqués, 2021.

    D.R. © Texto de Victoria Pinto y Jenny Michan, 2021.

    D.R. © Diseño interiores y forros: Textofilia S.C., 2021.

    LIBROS DEL MARQUÉS

    Limas No. 8 int. 301,

    Col. Tlacoquemecatl Del Valle,

    Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México.

    C.P. 03200

    Tel. (52 55) 55 75 89 64

    librosdelmarques@gmail.com

    www.librosdelmarques.com

    ISBN: 978-607-8713-76-9

    ISBN digital: 978-607-8713-97-4

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores o el autor.

    Basado en la vida de Reuben Ovadia.

    LUZ DE LUNA

    Israel. Octubre 3 de 1973.

    El aire era denso, y respirar era como intentar hacerlo bajo el agua. Las últimas horas estuvieron sumergidas en el sopor inminente de una guerra. Las alarmas aullaban sin parar sobre sus cabezas, minuto tras minuto, sin dar tregua.

    Reuben se llevó las manos a la cabeza, como si no pudiera creer lo que veía por primera vez en su vida. Después de todo lo que había visto y por lo que había pasado. Y, aún así, sin pista alguna de lo que vendría.

    —¡Ovadia! —alguien gritó desde el otro lado de la habitación, su voz silenciada por la densidad del aire, y por el chillido de las alarmas.

    —¡Ovadia! —Reuben alzó los ojos.

    —¿Comandante? —preguntó, bajando las manos. El hombre se puso la mano en la oreja.

    —Le llaman —Reuben leyó en sus labios.

    Reuben caminó a zancadas, sin llegar a correr, por los corredores iluminados con luz blanca, mortecina, diseñada para generar alerta; esquivando soldados con morrales y tulas llenas de provisiones, que se movían en dirección contraria.

    Cuando llegó a la esquina le costó trabajo frenar, y el caucho de las suelas de sus botas rechinó contra la baldosa. Entró en el pequeño cuarto de la izquierda, agarró la bocina del teléfono y la puso contra su oreja.

    —¿Sí?

    —Rudy —dijo una voz serena.

    —¿Están todos bien? —interrumpió con la voz ahogada

    —Todos bien. Escucha, quiero hablarte de Mony.

    —¿Qué pasa con Mony?

    —Está… oficialmente desaparecido. Han venido hoy a confirmarlo. Por favor, Rudy, ayúdales.

    Reuben se mantuvo en silencio, con la bocina contra la frente. ¿Alguna vez hizo algo distinto?

    Esa noche, Reuben, recostado en su litera, observó los patrones de luz de luna que se marcaban sobre la superficie del techo. Reuben los había visto ya, algún otro día en el que no había podido dormir. Pero no recordaba haber tenido nunca este tipo de problema.

    Las alarmas sonaban lejanas, ensordecedoras aún, pero, por lo menos no encima de su cabeza.

    En las calles, ni un sólo sonido, ni un sólo paso, ni una luz en las ventanas; el día de Yom Kippur más silencioso que Reuben viviría.Tendría que estar listo antes del amanecer. Debía hacer lo posible por dormir.

    El sonido de alguna radio sonaba en la habitación contigua. Debido al ataque, los programas de noticias habían vuelto a transmitir. Reuben se dejó arrullar por la voz. Cerró los ojos.

    84

    Plovdiv. Noviembre de 1942.

    Uno tras otro, Ruben los contó en voz baja, en un susurro que los vecinos no percibirían en medio del escándalo que acababan de escuchar agazapados en sus departamentos, sin nada que hacer y con mucho por perder.

    Un escalón, dos escalones, tres, y así hasta llegar a 84. Ruben los bajó como si alguien lo persiguiera: un zumbido como de miles de abejas aun retumbándole en los oídos, dentro de la cabeza ¡¿Ovadia?! ¡¿David Ovadia?! ¡Entréguenlo ya!.

    No tuvo tiempo ni de ponerse los zapatos. Así, descalzo, corrió con la velocidad que sus piernas de nueve años le permitieron, hasta que le ardieron los pulmones, escabulléndose entre los callejones en los que ayer lo habían perseguido sus amigos jugando a las carreras; atravesando patios traseros, raspándose las rodillas, los brazos y las mejillas con rejas y ramas de árboles amarillentos. Un niño solo en medio de la noche.

    El sonido de las botas de aquellos soldados se cerraba sobre él, más allá, sobre el pavimento de las calles principales. Pronto llegarían.

    De pronto, en medio de la noche, iluminada como por un foco por la luz de luna, divisó la casa. Ruben atravesó la pequeña calle que lo separaba de la puerta principal. No había ninguna otra forma de entrar. No había forma diferente de avisar.

    Tocó a la puerta con desespero, su corazón como si quisiera salirse, mirando sobre su hombro izquierdo hacia la vía principal, ¿eran botas lo que escuchaba?

    Nadie contestó. Sin embargo, Ruben oyó algo adentro de la casa, el sonido de alguien que se levanta con rapidez, de personas que discuten con voces atenuadas las cuales intentan ahogar.

    Entonces, estuvo seguro de que había alguien respirando al otro lado de la puerta. Volvió a tocar.

    —¿Quién es? —dijo un hilo de voz desde adentro.

    —El pollo chico —susurró Ruben —. Vienen por él.

    PARTE I

    CAPÍTULO 1

    UN HILO DE COLOR ROJO

    Plovdiv. Noviembre de 1940.

    Desde esta altura, Ruben pensó que veía toda la ciudad. Los techos rojos y los árboles de hojas moribundas. El ático en el que vivía con su familia, el kínder al cual asistió cuando era pequeño, el mercado, la sinagoga, la catedral, las callecitas polvorientas, el techo del taller de su padre, las ruinas romanas, el río Maritza.

    El aire le pegó fuerte en los ojos y lo hizo parpadear dos veces por segundo. Sintió como si hubiera despertado de un sueño, como si nada hubiera sido real hasta ese mismo momento. Olvidó las canicas, las bicicletas y las carreras, y se sintió como un pájaro en control del viento. ¿Había algo más libre que un pájaro?

    En el fondo de su cabeza, registró algunos sonidos, como gritos de puro espanto. ¡Rudy!. Extendió los brazos como si fueran alas y miró hacia el cielo; por un segundo se sintió desorientado; no supo qué era arriba y qué estaba abajo. Ruben se enamoró de inmediato de esta sensación.

    Observó el agua clara que parecía estar a kilómetros de distancia, y se dejó caer.

    UNA BICICLETA ROJA

    Plovdiv. Octubre de 1940.

    Polvo de tierra amarilla era lo único que podían ver los niños que seguían a Ruben, a toda velocidad en sus bicicletas. Las callecitas de la ciudad les servían de pista, desde la esquina del mercado hasta la pared que daba contra la cuadra del hotel Balneario: tres manzanas de camino casi recto que podían recorrer virtualmente sin obstáculos.

    Ruben tomó una de las bicicletas del taller de reparaciones de su padre antes de salir por el mandado: dos bolsas de zanahoria, una de calabaza, dos pimientos. Su madre empezaría a preparar las latas de conserva para el invierno, éste era el primer año en que Matilde había decidido que Ruben estaba listo para ir solo al mercado, y él estuvo más que dispuesto a asumir la responsabilidad. Repetía la lista en voz baja, cuando se topó con Moshe, Alexander y Bogdan.

    No se hubieran encontrado tan fácil de haberse citado, pero la probabilidad de las coincidencias es lo último que pasaba por la mente de un niño de siete años con una bicicleta abducida del trabajo de su padre.

    Al ver a Moshe a lo lejos, Ruben insistió, sin embargo, en cumplir con su trabajo primero. Algo que su madre tendría en cuenta de seguro. Ruben bajó la cabeza y giró hacia el mercado, empujando la bicicleta, demasiado grande para él, a través de los caminos apenas suficientes para que algunas pocas personas pasaran con sus bolsas. Ruben deslizó la bicicleta entre costales llenos de granos, canastos a rebosar de coles, mujeres balanceando bebés en la cadera y perros dormidos bajo el sol de medio día.

    —¡Ey, Rudy! —gritó Moshe, quien lo había alcanzado.

    —Dos de zanahoria, una calabaza, un pimiento —dijo Ruben como respuesta, ignorándolo.

    —¡Alexander la tiene! Rudy, anoche, su papá se la entregó. Es fantástica, tu papá la pintó de rojo y todo.

    Las últimas palabras de Moshe hicieron que Ruben dejara de caminar. Se refería a la bicicleta. Después de tantos días de espera, por fin, aquí estaba, la bicicleta. El padre de Alexander la había pedido en el taller de bicicletas del padre de Ruben hacía meses, y Ruben estuvo espiando su manufactura y relatando sobre los avances a sus amigos. Ayer pusieron la silla. Papá la estuvo engrasando. Dancho puso la canasta.

    Ruben no esperaba que estuviera lista tan rápido. Giró sobre sí mismo y empujó su bicicleta en el sentido contrario.

    —¿Entonces es roja? —preguntó con interés. Cuando la vio. Allí estaba, recostada sobre la banqueta frente a la carnicería de la señora Albena. Alexander a su lado, en cuclillas, admirándola desde todos los ángulos, Bogdan al otro lado, examinando el manubrio: la bicicleta más hermosa que Ruben había visto salir del taller de su padre. Y eso era mucho decir, pues había visto salir muchas. Incluso, el año pasado, en Hanuka, su padre lo había sorprendido con una bicicleta para él solo, adecuada para su tamaño, el mejor regalo que Ruben había recibido jamás; la había pintado de color azul profundo y brillante, como las olas del mar negro –que Ruben nunca había visto, pero se imaginaba que así debían de ser–, pero, claro, Ruben ya se había estrellado dos veces en ella, y estaba en reparación desde hacía dos meses. No podemos vivir la vida arreglándola, le había dicho Dancho con un suspiro de eres sólo un niño que a Ruben le había hecho hervir la sangre.

    Dancho había hecho el trabajo de la pintura roja de Alexander, Ruben estaba seguro: su hermano tenía talento para esto. Brevemente, Ruben se preguntó cuánto habría pagado el padre de Alex por ella. El otro hermano de Ruben, Nisso, siempre pensaba en este tipo de cosas.

    —¡Hay que probarla! —dijo, olvidando por completo a qué había venido al mercado.

    Los otros chicos agarraron sus bicicletas desgonzadas sobre la tierra del piso, listos para la acción. La dinámica era la de siempre.

    —El primero que llegue a la pared de la payasa, gana —les recordó Ruben, sin una duda en su cabeza de que él sería el ganador.

    El camino era simple; una cuadra, derecho, por entre los kioskos de verduras, un giro hacia la derecha y luego hasta llegar a la siguiente esquina, a la consulta del Dr. Nadhezda, de allí otro giro a mitad de calle por el callejón que daba exactamente hacia la parte de atrás del balneario de La Payasa.

    La Payasa era la dueña del balneario que quedaba justo a dos edificios desde donde vivía Ruben. Una mujer de acento extraño y pelo rubio platinado, que se untaba colorete rojo en los labios y las mejillas. Ruben no tenía idea de cuál era su verdadero nombre; en su mente, cuando sus padres la saludaban con amabilidad al encontrársela en la calle, de camino a alguna parte, decían Buenos días, Señora… Payasa Que tenga un buen día, Señora Payasa: No… Ruben no podía recordar su verdadero nombre, pero se sentía extremadamente orgulloso de que sus padres la conocieran, pues él era el único que había podido ver las albercas del balneario de cerca, un día que su padre lo había llevado.

    Eran pozos de agua turquesa, grandes como el mar, les había dicho a sus amigos –aunque Ruben no estaba muy seguro de cuál era el color turquesa, ni mucho menos conocía el mar, pero así se imaginaba que debía de ser–. Durante el verano, a menudo, Ruben se recostaba contra el marco de la ventana de su departamento, en el ático del edificio, a mirar con ojos soñadores las dos albercas gigantes que se veían como gemas bajo el sol y, algunas veces, sus padres hasta le habían permitido ir. El Balneario de la Payasa, sin embargo, siempre estaba lleno de turistas y de huéspedes honorables, por lo que a la mayoría de los niños no les era permitido importunar.

    Es por eso y porque no tienes el dinero para entrar, le recordaba Nisso cada vez que Ruben le preguntaba a su madre por qué no podían ir a las albercas de la Payasa.

    —¡Ahora! —gritó Moshe.

    Ruben fue el primero en salir, como de costumbre. Era el más ágil de los cuatro. Sus piernas se estiraron sin clemencia para adaptarse a los pedales del armazón, demasiado alto para su talla, pero Ruben no sentía dolor, ni ningún tipo de incomodidad. En su cabeza sólo existía la fijación de la meta y la adrenalina de la velocidad.

    Apenas era consciente del polvo que levantaban las gomas de su vehículo. Al girar por el consultorio del doctor se le vino a la mente la hermosa bicicleta roja de Alex, fruto del trabajo de su padre y de sus hermanos. Todo el mundo sabía que Joseph Ovadia hacía las mejores bicicletas, al menos en esta parte de la ciudad. Pronto, el propio Ruben empezaría a ayudar a su padre y a sus hermanos en el taller.

    A metros de llegar a la meta, Ruben bajó la velocidad con la que sus piernas daban vida a las llantas, lo hizo casi imperceptiblemente. Alex lo rebasó como una flecha roja entre una nube de polvo. Alex había ganado la carrera.

    Ruben se quedó sumergido en el polvo amarillo en medio del callejón, sonriendo sin que nadie lo pudiera ver.

    TRAGEDIA

    La peste negra, las siete plagas, la destrucción del templo de Jerusalén: todas tragedias que se quedaron pequeñas frente al hecho de que Ruben hubiera llegado a casa sin las dos bolsas de zanahoria, la bolsa de calabazas y el pimiento.

    Al ver la indignación de su madre, cualquiera hubiera pensado que Ruben se había olvidado de apagar la estufa y se había ido, o que había dejado la ventana abierta en invierno. Ruben no entendía por qué todo lo que hacía parecía de vida o muerte a ojos de su madre.

    —¿Qué estabas haciendo? —preguntó Matilde varias veces, las manos en jarras sobre su cuerpo esbelto, el pelo negro amarrado en una trenza.

    Ruben fue incapaz de decir lo que realmente había estado haciendo, pero la verdad era que sólo podía pensar en eso.

    —Y me dijo tu papá que te llevaste una de las bicicletas. Te hemos dicho que no son para que andes paseando por ahí —añadió Matilde con tono severo.

    Ruben había estado completamente distraído cuando había llegado a casa, sólo pensando en la bicicleta color rojo apagado de Alex. Quería hablar de ella con papá, decirle que Alex había ganado la carrera. Entró a la cocina y agarró un trozo de galleta con mermelada con total inocencia; aun estando allí, no había notado las latas de conserva, ya listas –sólo esperando por las verduras–, que su madre tenía ubicadas en el suelo. ¿Y?, le había dicho su madre. ¿Y, qué?, había respondido él.

    Oh, Dios. Ruben había olvidado las compras. Ya no podrían empezar a llenar las latas. Todos los inviernos, su madre tenía preparadas decenas de latas de conserva llenas de vegetales y cerezas. En su casa nunca se pasaba hambre. Y hoy su madre tenía todo preparado, el mercado había cerrado ya, y seguramente no habría sino sobras.

    No sé qué vamos a hacer con este niño, escuchaba Ruben desde su cama y no puedo creer que no trajo la compra y es que no está listo. Su madre lo había enviado a dormir sin postre.

    Esta era una situación cotidiana en su vida. A Ruben no le importunaba mucho, trataba de no pensar en ello. De pronto, su padre entró en la recamara. Los dos se observaron a los ojos, y luego sonrieron.

    —Papá —dijo Ruben.

    Joseph se arrodilló frente a la cama de Ruben.

    —¿Entonces? —dijo— ¿qué piensas de la bicicleta?... Espera, le dije a tu madre que mañana volverás al mercado y traerás la compra. Sin falta. ¿Estás de acuerdo, jovencito?

    Ruben asintió sin rastro de afectación.

    Jaco entró como tromba en la recámara y se tumbó en la cama de sus padres, a unos metros de la de Ruben.

    —Hermanito, dicen en la calle que Alex te ganó en las carreras hoy —,mencionó con una mueca de burla.

    Ruben se levantó de la cama y salió corriendo hasta la puerta, y luego por las escaleras.

    —¿Rudy, a dónde vas? ¡no te deslices por el barandal! —oyó a su madre decir. Bajó hasta el tercer piso contando los escalones, y luego se subió sobre la baranda de madera y se deslizó entre pisos, a toda velocidad, hasta que llegó a la planta baja, donde se sentó en uno de los escalones, recostado contra la pared. Se revisó los bolsillos y sólo sacó pelusas de lana y algunos papelitos arrugados.

    La música de la orquesta clásica, que ensayaba en el primer piso de su edificio, sonaba a través de la puerta abierta, por donde se veía a los músicos sosteniendo sus instrumentos. Hoy debía ser día de ensayo de violines, pues había varios músicos ensayando una melodía una y otra vez. Era algo alegre y a la vez desesperanzador, como un final en el que el héroe parte hacia otros rumbos excitantes y nunca lo volveremos a ver.

    El director de la orquesta era un hombre flaco de caminar desgarbado, que siempre estaba hablando con los vecinos de volver la orquesta la primera filarmónica de Plovdiv, Ruben no entendía cuál era la diferencia, ¿no eran una orquesta ya? ¿No era todo el sentido de una orquesta tocar la música? Y eso ya lo estaban haciendo. El director le hizo una seña de saludo a Ruben, a lo que él respondió con un puchero. Era muy tarde para salir del edificio, y el ático muy lleno de hermanos como para subir.

    Ruben siempre había sido su pelota de juego. Era el más pequeño de todos, por muchos años; aún no trabajaba en el taller de bicicletas, y dormía con sus padres. Muchas veces, cuando había sido un día en el cual Ruben había, particularmente, contrariado a su madre, sus hermanos hacían burlas y comentarios que Ruben no entendía, y que no le explicaban por más que les rogara.

    Ruben giró la cabeza cuando oyó a alguien bajando por las escaleras. Eran raras las personas que aún estaban en el edificio a esa hora. Era Joseph, su padre, que bajaba con pasos firmes y expresión seria.

    —¿Viniste a buscarme? —dijo Ruben, con un tono desafiante.

    Joseph se sentó en el primer escalón, sin decir nada. Cerró los ojos; estaba escuchando la música. Después de algunos minutos, Ruben se sentó junto a su padre e hizo lo mismo.

    —Tu madre está muy molesta —dijo Joseph, finalmente.

    Ruben sólo puso la mirada en el piso.

    —¿Piensas subir a dormir a alguna hora? Mañana será un día pesado, tu madre quiere que vuelvas a comprar los víveres y le ayudes a preparar las conservas después de la escuela.

    —¿Por qué yo? —se quejó Ruben, levantándose.

    —No discutas —dijo en voz baja—. Todo se retrasó, y ahora debes ayudar.

    —¡Pero, papá, Jaco o Nisso pueden ayudarle!

    —Si te preocupan las carreras en bicicleta o ver a tus amigos, debiste haber traído lo que tu mamá te encomendó. Y necesito a Nisso y a Jaco en el taller. Además, debemos prepararnos para el invierno.

    —¡Yo quiero ayudar en el taller! Papá, ya tengo siete años, puedo hacerlo

    —Eres muy pequeño, Rudy —Joseph negó con la cabeza.

    —¡No!, papá, quiero ayudar.

    Dancho, Jaco y Nisso se burlarían de él por tener que quedarse en casa ayudando con las latas de conserva. Llamarían a Ruben La niña, por semanas. Cuando Ruben nació, estuvieron convencidos de que sería una niña, así que Ruben había usado pequeños sombreros y botines tejidos de color rosa con encaje durante largos años de su infancia. Nada se desperdicia había dicho su madre. Los hermanos de Ruben tuvieron su sana dosis de risas a costa de esto, y se lo recordaban cada vez que tenían la oportunidad.

    Joseph volvió a cerrar los ojos.

    Ruben torció los labios y se sentó de nuevo, con su batalla perdida.

    —¿No te parece una suerte que vivamos aquí? ¿Ah?, ¿Ruben?

    —¿Por la música?

    —Claro, por la música, pero, también, por todo. ¿Te conté que tu tío Marco hizo este edificio para que lo pudiera usar la comunidad de Plovdiv?

    —No —dijo Ruben— … ¿todo, todo el edificio?

    —Sí. Tenías apenas seis meses cuando nos mudamos al ático sobre el tercer piso.

    —¿Dónde vivíamos antes, papá? —preguntó Ruben con interés, encantado de oír sobre su propio pasado.

    —En una casa junto a la sinagoga. Pero llegó tu tío Marco y nos dio esta posibilidad de vivir más cómodos. ¿Te gusta vivir aquí? —preguntó Joseph.

    Ruben no podía pensar en una pregunta más obvia. Aun no sabía qué era el amor, pero se lo imaginaba como algo parecido a lo que sentía cuando llegaba a casa con los zapatos en la mano, observaba los techos diagonales y luego se iba a sentar con su madre a comer. O a cuando se quedaba de noche despierto, observando la luna a través de las ventanas triangulares, mientras que sus padres roncaban suavemente en la cama contigua. O a cuando llegaba y había una fiesta dos pisos abajo del ático, en donde a veces se hacían celebraciones, cumpleaños, bodas, brit milot y bar mitzvot; Ruben siempre recibía alguna golosina o un trozo de pastel. Pero lo que a Ruben más le gustaba, eran esos 84 escalones franqueados por la baranda de metal y madera sobre la que se deslizaba cada vez que iba a bajar –cuando su madre no estaba vigilando–. Era como tener su propia pista de obstáculos.

    Sí, definitivamente, a Ruben le gustaba mucho vivir allí.

    —¡Que no se me olvide! —dijo Joseph, de repente metiéndose la mano en el bolsillo.

    Sacó la mano cerrada y la abrió delante de Ruben. Sobre la palma de la mano había la más maravillosa canica: completamente redonda, del tamaño de una bellota grande, verde y amarilla como las limas en primavera, con trazos de azul turquesa como el color de las albercas de la Payasa.

    Ruben la agarró de inmediato sin poder reprimir un chillido de emoción.

    —¿Dónde la encontraste? ¿La compraste? Nunca había visto una así.

    —Ah… ¿Qué te digo? Al taller llegan cosas extrañas, a veces. En fin, anda para arriba, vamos a dormir.

    Esa noche, Ruben esperó a que sus padres se quedaran dormidos, sacó la canica de debajo de su almohada y la puso contra uno de los rayos de luz de luna que entraban por la ventana. Se le cerraban los parpados del cansancio, pero quería verla una vez más. Al día siguiente, a primera hora, se la mostraría a Nisso.

    PÉRDIDA

    Moshe, Alexander y Bogdan se turnaron para sostener la canica en las palmas de sus manos. Moshe, incluso, la puso contra el sol. Alexander se vació los bolsillos y sacó todo lo que tenía: un par de stotinki –Alexander siempre tenía dinero entre los bolsillos–, un caramelo, y tres de sus propias canicas transparentes con tinte azul y rayas rojas; ninguna tan grande como la de Ruben.

    —Te cambio los dos stotinki por la canica amarilla.

    Ruben miró a Alexander como si lo estuviera viendo por primera vez, por unos segundos. Los otros niños se mantuvieron quietos, con los ojos clavados en la negociación, apenas capaces de no dar pequeños brinquitos por la excitación.

    Ruben salió esa mañana muy temprano y llegó hasta el mercado cuando los puestos aún se estaban montando. Hacer esto no le había dejado tiempo de ir en bicicleta; el taller de su padre aún estaba cerrado cuando había salido. De modo que Rudy compró todos los víveres –y algunas otras cosas que su madre le encargó de último minuto– y los había cargado escaleras arriba para antes de la hora de ir a la escuela. Todavía tenía las marcas de las bolsas de tela en los brazos.

    Su madre apenas había tenido tiempo de descargar, cuando Ruben ya estaba de nuevo saliendo por la puerta, ansioso por mostrarle el nuevo tesoro a sus amigos.

    —Estás loco —dijo Ruben, con una sonrisa —esas monedas no valen ni la pintura de esta canica. Nunca te la daré.

    —No creo que usen pintura en las canicas…—dijo Moshe.

    Ruben tomó la canica de nuevo y se la metió en uno de los bolsillos.

    —Te digo qué —dijo Alexander—, juguemos a las carreras, el que gane se queda con la canica.

    —¿Y el que pierda? —preguntó Bogdan

    —Eso no importa —interrumpió Rudy— de todas formas, no traje bicicleta.

    —Anda Rudy —dijo Alexander con voz persuasiva—. ¿Quién dijo que necesitas una bicicleta para ganarme? Pensé que eras el corredor más rápido, o, por lo menos, eso es lo que dices todo el tiempo.

    Ruben dio un paso hacia atrás entre confundido y ofendido. Alexander interpretó esta respuesta como quiso y en menos de un segundo ya estaba montado en su bicicleta, dejando una estela de polvo tras él. Antes de que poder reaccionar propiamente, Ruben ya estaba corriendo.

    No veía nada, y sus dedos desnudos se enterraban constantemente entre la tierra mojada por la neblina mañanera. Por un momento, mientras corría, olvidó por qué lo hacía, y se entregó a la velocidad y al viento, extendió los brazos.

    Por segundo día consecutivo, Ruben perdió las carreras.

    MISIÓN

    —¿Qué miras, niño? —preguntó Nisso cuando llegó a casa ese día y encontró a Ruben clavado en la ventana, mirando hacia afuera, con el cejo fruncido y la lengua afuera, como si estuviera sumando cifras de tres dígitos.

    —Las albercas de la Payasa —respondió Ruben sin mirarlo.

    —¿Aún con eso? Nunca te van a dejar entrar.

    —Si no me meto, Alexander no me devolverá la canica de papá —dijo Ruben, ahora mirando con ojos húmedos a Nisso—. ¿Me ayudarás?

    —¿Estás loco, Rudy? Y, ¿cuál canica?

    —La que me dio papá, te la iba a mostrar, pero… no importa. Alex me la devolverá si logro meterme en una de las albercas de la Payasa.

    Nisso se acurrucó al lado de la ventana con Rudy, lo despelucó y luego se quedó mirando hacia afuera, después de dar un largo suspiro.

    —La verdad es que el balneario se ve un poco vacío en estos días. La Payasa vino el otro día a hablar con papá y le dijo que no tenía ni una sola reserva para el otoño. Y los pedidos en el taller también han bajado... Mis amigos de la escuela dicen que se viene alg…

    —¿Estás seguro? —preguntó Ruben casi gritando, saltando de la emoción—. Entonces la Payasa no tendrá problema en dejarme entrar, digo, si no tiene reservas, o tal vez papá ahora pueda pedirle permiso, ¿tú qué crees, Nisso?, ¿ah?

    Al día siguiente, Ruben no salió a ver a sus amigos. Resolvió que no saldría hasta poder recuperar su canica. Pero, más importante que eso, estaba enfocado en sumergirse en una de las albercas a como diera lugar; haría lo que fuera, hablaría con su padre, o iría el él mismo a engatusarla. La payasa siempre había querido a Ruben y a su padre, o, al menos, eso era lo que decía. Siempre que Ruben se la encontraba, ella le pellizcaba los cachetes o le daba caramelos.

    Matilde pasó varias veces detrás de Ruben, que seguía como pegado al marco de la ventana, analizando por donde podría colarse, imaginando el agua fresca que se estamparía en su cara cuando se lanzara de bomba como veía hacer a los otros niños que espiaba desde la ventana.

    En la tarde, después de la escuela, se decidió a hablar con su padre para que lo dejaran entrar. Iniciaría por las vías razonables y luego, si esto no funcionaba, se colaría, y punto.

    Cuando estaba a punto de deslizarse por la baranda de la primera sección de escaleras, alguien lo agarró por el cuello de la camisa.

    —Jovencito, debes ayudarme con las latas de conserva. Y te he dicho que bajes los escalones como una persona normal… y que te pongas zapatos.

    —¡No! —sólo gritó Ruben, tratando de zafarse como un pez recién ensartado.

    —Claro que sí, Ruben, que deben quedar selladas hoy, además, algo estás tramando, ¿verdad?

    La madre de Ruben siempre tuvo un olfato inaudito para prevenir una travesura.

    Cuando era más pequeño, Ruben había convencido a todos sus amigos de cavar un hueco en el arenero del jardín de niños, según él, porque si cavaban lo suficiente, encontrarían el mar. Así, cuando la maestra se dio cuenta, había un hoyo enorme en medio del arenero, un montón de arena y tierra regada por todas partes en el jardín y cinco niños sucios a los que se les tuvieron que limpiar los ojos con agua a presión. Ese día, extrañamente, Matilde había estado en el jardín de niños más temprano de lo necesario; era ella misma quien le había avisado a la maestra que los niños estaban haciendo un desastre.

    Era una suerte para Matilde que el jardín de niños quedara justo abajo del edificio de Ruben. Así, cuando se portaba mal –que, según Matilde, era a menudo–, la maestra solamente salía al patio y gritaba ¡Señora Matilde!. Pero, ahora que Ruben ya no iba al jardín, su mamá no podía vigilarlo todo el día.

    Entre los amigos de Ruben se contaban historias épicas sobre sus travesuras. Ruben nunca pensaba en esto, sólo hacía lo que sentía que debía hacer en el minuto que lo quería hacer, y así vivía su

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