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El Gran Juego: El servicio secreto en los altos de Asia
El Gran Juego: El servicio secreto en los altos de Asia
El Gran Juego: El servicio secreto en los altos de Asia
Libro electrónico833 páginas12 horas

El Gran Juego: El servicio secreto en los altos de Asia

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En El Gran Juego. Servicio Secreto en los altos de Asia, Peter Hopkirk narra la rivalidad entre el Imperio ruso y el Imperio británico en su lucha por el control de Asia Central y el Cáucaso durante el siglo XIX. Hopkirk desenmaraña los puntos de vista e intenciones de cada jugador, así como la ideología detrás de sus acciones. Ordenada cronológicamente, la narración comienza con la historia de la invasión mongola en Rusia y termina con el fin de la rivalidad entre Inglaterra y Rusia cuando ambas potencias se unieron para combatir a un enemigo en común: Alemania.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2023
ISBN9786071677907
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    El Gran Juego - Peter Hopkirk

    Portada

    PETER HOPKIRK (1930-2014) fue un escritor y periodista británico. Fungió como corresponsal del antiguo Daily Express y colaborador de The Times durante 20 años, primero como reportero y después como especialista en asuntos de Oriente Medio. Recibió la Sir Percy Sykes Memorial Medal en 1999 por su valiosa labor al ampliar el conocimiento sobre Asia y estimular el interés global por ese continente.

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    EL GRAN JUEGO

    PETER HOPKIRK

    El Gran Juego

    El servicio secreto en los altos de Asia

    Traducción

    VÍCTOR ALTAMIRANO

    Revisión

    FAUSTO JOSÉ TREJO

    Fondo de Cultura Económica

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición en inglés, 1990

    Primera edición en español, 2022

    [Primera edición en libro electrónico, 2023]

    © 1990, 2006, The Estate of Peter Hopkirk

    Publicado originalmente en Gran Bretaña en inglés por John Murray Press, una división de Hachette UK Company, bajo el título The Great Game. On Secret Service in High Asia, de Peter Hopkirk.

    El derecho moral del autor a ser identificado como el autor de la obra se ampara

    en la Ley de Derechos de Autor, Diseños y Patentes de 1988 del Reino Unido.

    Título original: The Great Game. On Secret Service in High Asia

    D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel.: 55-5227-4672

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-7605-4 (rústica)

    ISBN 978-607-16-7790-7 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Ahora yo me adentraré más y más en el norte jugando el Gran Juego…

    RUDYARD KIPLING, Kim, 1901

    (traducción de José Luis López Muñoz)

    Para Kath

    ÍNDICE GENERAL

    Mapas

    Figuras

    Prefacio. El nuevo Gran Juego

    Agradecimientos

    Prólogo

    PRIMERA PARTE

    Los comienzos

              I. El peligro amarillo

             II. La pesadilla napoleónica

            III. Ensayo del Gran Juego

            IV. El coco ruso

             V. Todos los caminos llevan a la India

            VI. El primer jugador ruso

           VII. El extraño cuento de los dos perros

          VIII. Muerte en el Oxus

            IX. La caída del barómetro

    SEGUNDA PARTE

    Los años intermedios

             X. El Gran Juego

            XI. Bujara Burnes entra al juego

           XII. La mejor fortaleza del mundo

          XIII. El misterioso Witkiewicz

          XIV. El héroe de Herāt

           XV. Los creadores de reyes

          XVI. La carrera por Jiva

         XVII. La liberación de los esclavos

        XVIII. La noche de los cuchillos largos

          XIX. La catástrofe

           XX. Una masacre en los pasos

          XXI. Las últimas horas de Conolly y Stoddart

         XXII. Medio tiempo

    TERCERA PARTE

    Los años culminantes

        XXIII. Comienza el gran avance ruso

        XXIV. El León de Taskent

         XXV. Espías en la Ruta de la Seda

        XXVI. La sensación del frío acero en su garganta

       XXVII. Un médico del norte

      XXVIII. El capitán Burnaby viaja a Jiva

        XXIX. Un baño de sangre en el Bala Hissar

         XXX. El último enfrentamiento de los turcomanos

        XXXI. Al borde de la guerra

       XXXII. La carrera en ferrocarril hacia el este

      XXXIII. Donde convergen tres imperios

      XXXIV. Un detonante en lo alto del Pamir

       XXXV. La carrera por Chitral

     XXXVI. El principio del fin

    XXXVII. El fin del juego

    Bibliografía

    Índice analítico

    MAPAS

    MAPA 1. El campo de batalla del nuevo Gran Juego

    MAPA 2. El Cáucaso

    MAPA 3. Asia Central

    MAPA 4. El Lejano Oriente

    MAPA XV.1. Afganistán y la frontera noroeste

    MAPA XXVI.6. La región del Pamir

    FIGURAS

    FIGURA XIX.1. Henry Pottinger

    FIGURA XIX.2. Arthur Conolly (India Office Library)

    FIGURA XIX.3. El general Yermólov

    FIGURA XIX.4. El general Paskévich

    FIGURA XIX.5. Los soldados británicos entran al paso de Bolán en 1839 en camino a Kabul (National Army Museum)

    FIGURA XIX.6. La caída de Gazni, 1839 (National Army Museum)

    FIGURA XIX.7. La última batalla en Gandamak (India Office Library)

    FIGURA XIX.8. El capitán Conolly y el coronel Stoddart

    FIGURA XIX.9. El emir Nasrullah de Bujará

    FIGURA XIX.10. Sir Alexander Burnes

    FIGURA XIX.11. El general Konstantín Kaufman

    FIGURA XIX.12. Un atisbo de los pasos

    FIGURA XIX.13. Los cosacos se encargan de un puesto de metralletas en la cordillera del Pamir

    FIGURA XIX.14. Una caricatura contemporánea de Punch (National Army Museum)

    FIGURA XIX.15. Francis Younghusband

    PREFACIO

    El nuevo Gran Juego

    Desde que se escribió este libro, hace 16 años, algunos acontecimientos trascendentales han convulsionado a la región del Gran Juego, lo que ha incrementado considerablemente la importancia de mi narración. De repente, después de muchos años en una oscuridad casi absoluta, Asia Central se encuentra una vez más en los titulares, una posición que ocupó con frecuencia durante el siglo XIX, en la cúspide del antiguo Gran Juego entre la Rusia zarista y la Gran Bretaña victoriana.

    Con el repentino y dramático colapso del comunismo en 1991 y la desintegración del Imperio soviético, surgieron casi de la noche a la mañana cinco nuevos países (ocho si se incluye la región del Cáucaso). En un inicio, incluso aquellos que tenían una gran experiencia con Asia Central tuvieron dificultades para familiarizarse con este nuevo rompecabezas geográfico y político… para no mencionar sus trastabilleos al habituarse a la manera de pronunciar romanizaciones tales como Kyrgyzstan (Kirguistán).

    Las cosas eran mucho más sencillas cuando toda la región se llamaba simplemente Asia Central soviética. Una sola visa, si se podía conseguir una, te llevaba de Bakú a Bujará, de Tiflis a Taskent, con Moscú y Leningrado también en el itinerario. Además, aunque aquí sólo puedo hablar por mí, viajar allá en la cima de la Guerra Fría era siempre una aventura, como infiltrarse en las filas del enemigo, en particular si uno emprendía investigaciones encubiertas.

    Tras la abrupta salida de Moscú, las embajadas occidentales comenzaron a abrir en las capitales recién inauguradas, se expurgaron los nombres soviéticos de los mapas y los libros de historia se reescribieron apresuradamente, mientras las empresas extranjeras entraban ansiosas por llenar el vacío comercial y económico. Y es que para nadie era un secreto que en Asia Central yacían algunos de los últimos grandes trofeos por echarse a la bolsa en el siglo XX. Entre ellos se contaban fabulosas reservas de petróleo y gas, junto con ricas provisiones en oro, plata, cobre, zinc, plomo y hierro, por no hablar de rutas cruciales para los oleoductos. Tan feroz era la competencia que los analistas políticos y los redactores de encabezados en Occidente no tardaron en empezar a hablar de un nuevo Gran Juego, mientras las potencias extranjeras rivales y las empresas multinacionales luchaban por ganar influencia allí. Algunas ocultaban además prioridades estratégicas y políticas.

    MAPA 1. El campo de batalla del nuevo Gran Juego

    Sin embargo, el repentino bandazo del comunismo hacia un capitalismo de entrada irrestricta para quienquiera que fuera no se alcanzó sin pagar un gran precio. Conflictos pequeños pero violentos —en Georgia, Azerbaiyán, Armenia, Tayikistán y Uzbekistán, por no hablar de las partes vecinas del sur de Rusia, como Chechenia y Osetia del Norte-Alania— convulsionaron a esta región altamente volátil mientras fracciones rivales luchaban por obtener el poder.

    Mientras escribo esto las cosas allí se han calmado momentáneamente; pero no ha ocurrido lo mismo en otras partes del antiguo campo de batalla del Gran Juego. En Afganistán, por tanto tiempo el epicentro de una confrontación entre Inglaterra y Rusia que duró un siglo, el derramamiento de sangre pareciera ser casi endémico. En 1979 los rusos movilizaron a 100 000 soldados para apoyar al gobierno que habían impuesto; pero, después de un conflicto bárbaro de 10 años, se vieron obligados a retirarse de forma humillante. Dejaron detrás a su antiguo presidente títere, el general Mohammad Najibulá, quien cuatro años más tarde cayó a manos de los triunfantes talibanes cuando Kabul se rindió ante ellos. Lo sacaron a rastras del complejo de las Naciones Unidas en que se le había dado santuario, recibió una golpiza brutal, lo castraron y luego lo colgaron en público. Fotografías espantosas de él pendiendo de una soga salpicaron las primeras planas de los periódicos del mundo. También se informó que había estado traduciendo El Gran Juego al pastún, mientras les decía a sus amigos que todos los afganos debían leerlo para que los terribles errores del pasado nunca volvieran a repetirse.

    Las próximas en seguir a los rusos hasta Afganistán, en 2001, fueron las tropas estadunidenses, británicas, canadienses, holandesas y de otros países de la OTAN. Esto se originó como resultado del miedo a que otros atentados contra blancos occidentales similares a los del 11 de septiembre pudieran planearse desde las bases secretas de Al Qaeda ubicadas allí. Además de destruirlas, la fuerza dirigida por la OTAN tenía la tarea de salvaguardar la volátil paz, abrir el camino a las elecciones, eliminar a los barones de la droga y ayudar con la reconstrucción. En la actualidad, el Reino Unido está planeando enviar más soldados para ayudar con esta faena de pesadilla —si no es que imposible—, que hasta el momento ha cobrado las vidas de 22 soldados británicos —un promedio de uno cada ocho días—. Al momento de escribir esto, el resultado de la lucha brutal en Afganistán parece imposible de preverse.

    Los dos participantes más poderosos del nuevo Gran Juego, los Estados Unidos y Rusia, ansían por igual mantener la paz en Asia Central y conseguir su cooperación para conservar su acceso a sus ricos suministros de gas y petróleo. En efecto, el nuevo poder de Rusia en la escena mundial depende en gran medida del control de esos oleoductos. Washington y Moscú ven la perspectiva de que cualquiera de los nuevos Estados de Asia Central siga el ejemplo de Irán, con su intoxicante mezcla de petróleo, fundamentalismo y, quizás, armas nucleares, como algo espeluznante, aunque por fortuna en este momento parece una posibilidad remota.

    Además de los estadunidenses y los rusos, otras potencias regionales, en especial China, la India y Pakistán, observan esto con un intenso interés y preocupación, pues el colapso del gobierno ruso en Asia Central volvió a lanzar a esta área al crisol de la historia. Prácticamente cualquier cosa podría ocurrir allí en el presente y sólo un hombre arrojado o un tonto predecirían su futuro. Por esta razón no he intentado actualizar mi narración original más allá de la inclusión de este breve prefacio. Entre todas las incertidumbres, no obstante, una cosa parece segura: para bien o para mal, Asia Central está nuevamente en el centro de las noticias, y es probable que se quede allí por mucho tiempo.

    PETER HOPKIRK

    AGRADECIMIENTOS

    Hace muchos años, cuando era un subalterno de 19 años, leí Eastern Approaches [Acercamientos al este], la obra clásica de Fitzroy Maclean sobre viajes en Asia Central. Este embriagador cuento de magnas aventuras y de política, ubicado en el Cáucaso y Turquestán durante los años más oscuros del gobierno estalinista, tuvo un poderoso efecto en mí —y, sin duda, en muchas personas más—. A partir de ese momento devoré todo aquello que cayera en mis manos relacionado con Asia Central, y en cuanto estuvo abierta a los extranjeros comencé a viajar hacia allá. Así, si bien sólo de modo indirecto, Sir Fitzroy es en parte responsable —algunos podrían decir culpable— de los seis libros, incluyendo este último, que he escrito sobre Asia Central. Por consiguiente, le debo un agradecimiento considerable por dirigir por primera vez mis pasos hacia el camino de Tiflis y Taskent, Kasgar y Jotán. Aún no se escribe un libro mejor que Eastern Approaches sobre Asia Central, e, incluso ahora, me es imposible levantarlo sin que mi piel se erice de emoción.

    No obstante, al construir esta narración, mi deuda principal es con aquellos individuos extraordinarios que participaron en el Gran Juego y que dejaron narraciones de sus aventuras y desgracias entre los desiertos y las montañas; ellos proporcionan la mayor parte del drama de esta narración, que sin ellos nunca se hubiera podido contar de esta manera. Existen biografías de varios de los individuos que aquí juegan un papel, y éstas también resultaron valiosas. Para el trasfondo político y diplomático de la lucha aproveché plenamente los últimos trabajos académicos de historiadores especializados en el periodo, con quienes tengo una gran deuda. También debo agradecerle al personal de la India Office Library and Records [Biblioteca y Archivo de la Oficina de la India] por poner a mi disposición numerosos registros y otros materiales del vasto almacén de la historia imperial británica.

    Quizá la persona a la que más le deba sea a mi esposa Kath, cuyo esmero en todos los renglones contribuyó tanto a la escritura e investigación de este libro, y de los anteriores, en todas las etapas, y con quien probaba la narración conforme se desarrollaba. Además de preparar bocetos de los seis mapas, también compiló el índice. Por último, tuve la gran fortuna de contar con Gail Pirkis como editora. Su profesionalismo de ojos de águila, su calmo buen humor y su constante tacto fueron un inmenso apoyo durante los largos meses que pasaron para llevar este libro hasta su publicación. Vale la pena añadir que Gail, cuando estaba en Oxford University Press en Hong Kong, fue responsable de rescatar prácticamente del olvido varias obras importantes dedicadas a Asia Central, al menos dos de ellas salidas de la pluma de héroes del Gran Juego, y de hacer que se reimprimieran en atractivas ediciones nuevas.

    NOTA SOBRE LA ORTOGRAFÍA

    Muchos de los nombres de personas y lugares que se presentan a lo largo de esta narración se han escrito o latinizado de varias maneras a lo largo de los años. Así, Tartar / Tatar [tártaro / tátaro / tatar], Erzerum / Erzurum [Erzerum / Erzurum], Turcoman / Turcmen [turcomano / turkomeno], Kashgar / Kashi [Kasgar / Kashgar / Kashi], Tiflis / Tbilisi [Tbilisi / Tiflis]. En aras de la consistencia y la simplicidad, en la mayoría de los casos me decidí por la ortografía que le hubiera resultado familiar a quienes participaron en estos sucesos.

    MAPA 2. El Cáucaso

    MAPA 3. Asia Central

    MAPA 4. El Oriente Lejano

    PRÓLOGO

    Una mañana de junio de 1842, en la ciudad de Bujará, ubicada en Asia Central, se podía ver a dos figuras andrajosas hincadas sobre el polvo en la gran plaza frente al palacio del emir. Les habían amarrado los brazos firmemente a la espalda y su condición era lamentable. Sucios y famélicos, sus cuerpos estaban cubiertos de llagas; su cabello, sus barbas y su ropa llenos de piojos. No lejos de ahí había dos tumbas recién cavadas. Una pequeña muchedumbre de bujarianos o bujaris los observaba. Por lo general, las ejecuciones llamaban poco la atención en este pueblo de caravanas remoto y aún medieval, pues eran demasiado frecuentes bajo el mando maligno y despótico del emir; sin embargo, en esta ocasión era diferente. Los dos hombres que estaban hincados bajo el refulgente sol del mediodía a los pies del verdugo eran oficiales británicos.

    Durante meses el emir los había mantenido en una fosa oscura y apestosa debajo de la ciudadela construida con arcilla, donde las ratas y demás alimañas eran sus únicas compañeras. Los dos hombres (el coronel Charles Stoddart y el capitán Arthur Conolly) estaban a punto de enfrentar la muerte juntos, a 6 500 kilómetros de casa, en un punto donde en la actualidad los turistas descienden de los autobuses rusos sin saber lo que alguna vez ocurrió allí. Stoddart y Conolly estaban pagando el precio de participar en un juego sumamente peligroso: el Gran Juego, como llegaron a conocerlo quienes arriesgaban sus cuellos al participar en él. Resulta irónico que fuera Conolly quien acuñó esta frase, aunque fue Kipling quien la inmortalizaría muchos años después en su novela Kim.

    El primero de los dos hombres en morir esa mañana de junio, mientras su amigo observaba, fue Stoddart. La Compañía Británica de las Indias Orientales lo había enviado a Bujará para que intentara forjar una alianza con el emir en contra de los rusos, cuyo avance en Asia Central estaba ocasionando temores en torno a sus futuras intenciones; no obstante, las cosas salieron terriblemente mal. Cuando Conolly, quien se había ofrecido como voluntario para intentar obtener la libertad de su hermano en armas, llegó a Bujará, terminó también en el oscuro calabozo del emir. Un momento después de la decapitación de Stoddart también fue despachado Conolly, y actualmente los restos de los dos yacen, junto con las muchas otras víctimas del emir, en un cementerio macabro y olvidado hace mucho en algún lugar debajo de la plaza.

    Stoddart y Conolly no eran más que dos de los muchos oficiales y exploradores, tanto británicos como rusos, que a lo largo de buena parte de un siglo participaron en el Gran Juego, y cuyas aventuras e infortunios mientras lo hacían conforman la narración de este libro. El gran tablero de ajedrez en que ocurrió esta lucha oscura por el dominio político se extendía desde el nevado Cáucaso en el oeste, a través de los grandes desiertos y cordilleras montañosas de Asia Central, hasta el Turquestán chino y el Tíbet, al este. La presea final, o al menos así lo temían Londres y Calcuta, y lo esperaban con fervor los ambiciosos oficiales rusos que servían en Asia, era la India Británica.

    Todo había comenzado en los primeros años del siglo XIX, cuando las tropas rusas comenzaron a abrirse camino luchando hacia el sur a través del Cáucaso —que entonces estaba habitado por aguerridos musulmanes y miembros de tribus cristianas—, en dirección hacia el norte de Persia. En un inicio, como la gran marcha rusa hacia el este a través de Siberia dos siglos antes, esto no parecía representar ninguna amenaza seria para los intereses británicos. Catalina la Grande, es cierto, había jugado con la idea de marchar sobre la India, mientras que en 1801 su hijo Pablo incluso despachó una fuerza invasora en esa dirección, sólo para que fuera rápidamente retirada cuando murió poco tiempo después; pero de alguna manera nadie parecía tomar a los rusos demasiado en serio en esos días, y sus puestos fronterizos más cercanos estaban demasiado lejos para plantear alguna amenaza real a las posesiones de la Compañía Británica de las Indias Orientales.

    Después, en 1807, llegó a Londres información de inteligencia que causaría una preocupación considerable tanto al gobierno británico como a los directores de la Compañía. Napoleón Bonaparte, alentado por su racha de brillantes victorias en Europa, le había planteado al sucesor de Pablo, el zar Alejandro I, que invadieran juntos la India y la arrebataran del dominio británico. Con el tiempo, le dijo a Alejandro, y con la fuerza de sus dos ejércitos podían conquistar todo el mundo y dividirlo entre ellos. No era un secreto en Londres ni en Calcuta que Napoleón tenía en la mira hacía hace mucho a la India. También deseaba vengar las vergonzosas derrotas que los británicos habían infligido a sus compatriotas durante la batalla previa por su posesión.

    Su asombroso plan era hacer que 50 000 soldados franceses marcharan a través de Persia y Afganistán y, allí, unieran fuerzas con los cosacos de Alejandro para el empuje final a través del Indo hasta la India. Con todo, esto no era Europa, con sus suministros disponibles, sus caminos y puentes y su clima templado, y Napoleón tenía poca idea de las terribles penurias y los obstáculos que tendría que superar un ejército que tomara esta ruta. Su ignorancia del terreno intermedio, con sus grandes desiertos carentes de agua y barreras montañosas, sólo se comparaba con la de los mismos británicos. Hasta entonces, al haber llegado originalmente por mar, estos últimos habían prestado poca atención a las rutas estratégicas a la India por tierra, pues estaban más preocupados por mantener las vías marítimas abiertas.

    De la noche a la mañana esta autocomplacencia se esfumó. Mientras que quizá por sí mismos los rusos no representaban una verdadera amenaza, los ejércitos combinados de Napoleón y Alejandro eran algo muy distinto, en especial si los dirigía un soldado con el indudable genio del primero. Rápidamente se emitieron órdenes para que las rutas por las que un invasor podría llegar a la India se exploraran meticulosamente y se hicieran mapas de ellas, de tal forma que los jefes de defensa de la Compañía pudieran decidir dónde sería mejor detenerlo y destruirlo. Al mismo tiempo se enviaron misiones diplomáticas al sah de Persia y al emir de Afganistán, por cuyos dominios tendría que pasar el agresor, con la esperanza de evitar que entablaran relaciones con el enemigo.

    Esta amenaza nunca se materializó, pues Napoleón y Alejandro no tardaron en pelearse. Dado que las tropas francesas se diseminaron triunfales en Rusia y entraron a un Moscú en llamas, la India se olvidó por el momento; pero no bien se había hecho que Napoleón regresara a Europa con pérdidas terribles, surgió una nueva amenaza para la India. En esta ocasión se trataba de los rusos, rebosantes de confianza en ellos mismos y de ambición, y esta vez el escenario ominoso no iba a desaparecer. Cuando las tropas rusas, curtidas en la batalla, comenzaron su avance hacia el sur una vez más a través del Cáucaso, los miedos por la seguridad de la India se volvieron más profundos.

    Tras aplastar a las tribus del Cáucaso, aunque sólo después de una resistencia prolongada y amarga en que sólo un puñado de ingleses participaron, los rusos voltearon su codiciosa mirada hacia el este. Allí, en un vasto anfiteatro de desiertos y montañas al norte de la India, estaban los antiguos kanatos musulmanes de Jiva, Bujará y Kokand. Conforme el avance de los rusos hacia ellos ganaba impulso, la preocupación en Londres y Calcuta aumentaba. No pasó mucho tiempo para que esta gran tierra política de nadie se convirtiera en un vasto patio de juegos para las aventuras de jóvenes oficiales y exploradores de ambos bandos que, poseídos por la sed de dominio, se dedicaron a hacer mapas de los pasos y los desiertos por los que tendrían que marchar los ejércitos si había una guerra en la región.

    Para mediados del siglo XIX, era rara la vez en que Asia Central no ocupara los titulares, pues uno a uno los antiguos pueblos de caravanas y kanatos de la Ruta de la Seda cayeron ante las armas rusas. Cada semana parecía traer noticias de que los veloces jinetes cosacos, que siempre encabezaban cada avance, se acercaban más y más a las mal resguardadas fronteras de la India. En 1865 la gran ciudad amurallada de Taskent se sometió al zar. Tres años más tarde fue el turno de Samarcanda y Bujará, y cinco años después de eso, en su segundo intento, los rusos tomaron Jiva. La carnicería que infligieron las armas rusas sobre aquellos que eran lo suficientemente valientes e insensatos para resistirse fue horripilante. Pero en Asia —explicó un general ruso—, entre más duro los golpees, más tiempo se mantendrán quietos.

    A pesar de las repetidas declaraciones de San Petersburgo de que no tenía intenciones hostiles hacia la India y de que cada avance era el último, a muchos les parecía que todo esto formaba parte de un gran plan para poner a la totalidad de Asia Central bajo el influjo zarista. Y una vez que eso se lograra, según se temía, el avance final comenzaría sobre la India: el mayor de todos los trofeos imperiales; pues no era un secreto que varios de los generales más capaces del zar habían elaborado planes para dicha invasión, y que, todos a una, los miembros del ejército ruso estaban entusiastas por lanzarse a ello.

    Conforme se estrechó gradualmente la brecha entre los dos frentes, el Gran Juego se intensificó. A pesar de los peligros, ocasionados principalmente por las tribus y los gobernantes hostiles, no había escasez de jóvenes oficiales intrépidos ansiosos por arriesgar sus vidas más allá de la frontera, llenando los espacios en blanco que había en los mapas, reportando movimientos de los rusos e intentando ganar la alianza de kanes sospechosos. En modo alguno Stoddart y Conolly, como se verá, fueron los únicos que no lograron regresar del traicionero norte. La mayoría de los jugadores de esta lucha sombría eran profesionales, oficiales del Ejército de la India o agentes políticos, a quienes sus superiores en Calcuta habían enviado para reunir inteligencia de todos tipos. Otros, no por ello menos capaces, eran aficionados, con frecuencia viajeros de medios independientes, que habían elegido jugar lo que uno de los ministros del zar llamó este torneo de sombras. Algunos se disfrazaban, otros iban con sus uniformes completos.

    Ciertas áreas se consideraban demasiado peligrosas, o de demasiada sensibilidad política, para que los europeos se aventuraran en ellas, incluso disfrazados. Aun así, estas áreas necesitaban explorarse y era necesario hacer mapas de ellas si se iba a defender a la India. No tardó en encontrarse una solución ingeniosa. Indios de las serranías con inteligencias y recursos excepcionales, entrenados especialmente en técnicas clandestinas de agrimensura, fueron enviados a lo largo de la frontera disfrazados de hombres santos musulmanes o de peregrinos budistas. De esta manera, con frecuencia con un gran riesgo para sus vidas, en secreto hicieron mapas de miles de kilómetros cuadrados de terrenos previamente inexplorados con una precisión notable. Por su parte, los rusos usaron a budistas mongoles para penetrar en regiones que se consideraban demasiado peligrosas para los europeos.

    La amenaza rusa para la India parecía lo suficientemente real en ese momento, sin importar lo que los historiadores puedan decir actualmente en retrospectiva. La evidencia, después de todo, estaba ahí para quien decidiera ver el mapa. Durante cuatro siglos el Imperio ruso se había expandido ininterrumpidamente a un ritmo de 142 km² al día, o aproximadamente 51 800 km² en un año. A inicios del siglo XIX, más de 5 190 kilómetros separaban a los imperios británico y ruso en Asia. Para finales del mismo, esta distancia se había encogido a sólo unos cuantos cientos de kilómetros, y en partes de la región del Pamir a menos de 20. No es de sorprenderse que muchos temieran que los cosacos sólo refrenarían sus caballos cuando la India también fuera suya.

    Además de aquellos que estaban profesionalmente involucrados en el Gran Juego, en casa una hueste de estrategas aficionados lo seguían desde las márgenes, dando con liberalidad sus consejos en un torrente de libros, artículos, panfletos apasionados y cartas a los periódicos. En su mayoría, estos comentaristas y críticos eran rusófobos con opiniones fuertemente militaristas. Argumentaban que la única manera de detener el avance ruso era con políticas de avance, lo que implicaba llegar ahí primero, ya fuera por invasión o creando Estados colchón obedientes o satélites a lo largo de las posibles rutas de invasión. También pertenecían a la escuela del avance los ambiciosos jóvenes oficiales del Ejército de la India y del Departamento Político que participaban en este nuevo y emocionante deporte en los desiertos y los pasos de los altos de Asia. Practicarlo ofrecía aventuras y ascensos, y quizás incluso un lugar en la historia imperial. La alternativa era el tedio de la vida de regimiento en las sofocantes planicies de la India.

    Aun así, no todos estaban convencidos de que los rusos intentaran arrancar a la India del asimiento británico o de que tuvieran la capacidad militar para hacerlo. Estos oponentes de las políticas de avance argumentaban que la mejor defensa de la India estaba en su ubicación geográfica única: rodeada de elevados sistemas montañosos, poderosos ríos, áridos desiertos y tribus belicosas. Una fuerza rusa que llegara a la India después de superar todos estos obstáculos, según insistían, estaría tan debilitada que no sería rival para el ejército británico que la esperaba. Por consiguiente, tenía más sentido forzar a un invasor a extender de más sus líneas de comunicación que el que los británicos extendieran las suyas. Esta política —la escuela del retroceso o de la inactividad magistral, según se le llamó— tenía el mérito adicional de ser considerablemente más barata que su opuesto, la escuela del avance. A cada una, no obstante, le llegaría su momento.

    He intentado, en donde ha sido posible, contar la historia a través de los individuos de cada bando que participaron en la gran lucha imperial, en vez de hacerlo por medio de las fuerzas históricas o la geopolítica. Este libro no pretende ser una historia de las relaciones anglo-rusas durante este periodo. Ya han tratado meticulosamente de ellas historiadores académicos como Anderson, Gleason, Ingram, Marriott y Yapp, cuyas obras se enlistan en mi bibliografía. Tampoco es éste el espacio para abordar la compleja y cambiante relación entre Londres y Calcuta. Éste es un tema por derecho propio que han explorado a detalle numerosas historias de los británicos en la India; en fechas más recientes lo hizo Sir Penderel Moon en su monumental estudio de 1 235 páginas dedicado al Raj, The British Conquest and Domination of India [La conquista y el dominio británicos de la India].

    Al versar principalmente sobre personas, esta historia tiene un nutrido elenco; incluye a más de 100 individuos y acoge a cuando menos tres generaciones. Abre con Henry Pottinger y Charles Christie en 1810 y cierra con Francis Younghusband casi un siglo más tarde. Los participantes rusos, que eran en todos los sentidos tan capaces como sus contrapartes británicas, también están presentes, comenzando por el intrépido Muraviev y el borroso Witkiewicz, y finalizando con el formidable Gromchevsky y el taimado Badmayev. Si bien tienen una opinión muy diferente de estos acontecimientos, los académicos soviéticos modernos han comenzado a mostrar más interés —y no poco orgullo— en las hazañas de sus participantes. Al no tener una frase conveniente propia con la cual llamarlo, algunos incluso se refieren a esta lucha como el Bolshaya Igra (Gran Juego). He intentado, al describir las acciones tanto de los británicos como de los rusos, mantenerme tan neutral como sea posible, permitiendo que las acciones de los hombres hablen por sí mismas y dejándole los juicios al lector.

    Si esta narración no nos dice nada más, cuando menos nos muestra que no mucho ha cambiado en los últimos 100 años. Las muchedumbres enloquecidas que atacan embajadas, el asesinato de diplomáticos y el envío de barcos de guerra al golfo Pérsico: todos éstos eran incidentes demasiado familiares para nuestros antepasados victorianos. En efecto, los encabezados de nuestros días suelen ser indistinguibles de aquellos de hace un siglo o más. Sin embargo, parece que se ha aprendido poco de las dolorosas lecciones del pasado. Si en diciembre de 1979 los rusos hubieran recordado las desafortunadas experiencias de Gran Bretaña en Afganistán en 1842, en circunstancias no disímiles, quizá no habrían caído en la misma trampa terrible y hubieran salvado así unas 15 000 vidas de jóvenes rusos, por no mencionar a una cantidad incalculable de jóvenes víctimas afganas. Los afganos, Moscú lo descubrió demasiado tarde, eran un enemigo invencible. No sólo no habían perdido su formidable capacidad para pelear, en especial en un terreno elegido por ellos, sino que acogieron rápidamente las últimas técnicas de guerra. Aquellos mortales jezails de cañones largos, que alguna vez causaron tal masacre entre los casacas rojas británicos, tuvieron como contrapartes modernas los Stingers sensibles al calor, que fueron tan letales contra los helicópteros de ataque rusos.

    Algunos argumentarán que en realidad el Gran Juego nunca se ha detenido y que simplemente fue el precursor de nuestra Guerra Fría, alimentada por los mismos miedos, sospechas y malentendidos. En efecto, hombres como Conolly y Stoddart, Pottinger y Younghusband habrían tenido pocas dificultades al reconocer la lucha del siglo XX como, en esencia, la misma que la suya, aunque los intereses en juego fueran infinitamente mayores. Como la Guerra Fría, el Gran Juego tuvo sus periodos de détente, por más que éstos nunca duraran mucho tiempo, lo que nos permite preguntarnos si la mejora actual en las relaciones permanecerá. Así, más de 80 años después de que acabara oficialmente el conflicto con la firma del Convenio Anglo-Ruso de 1907, el Gran Juego sigue siendo ominosamente actual.

    Empero, antes de disponernos a cruzar los pasos cubiertos de nieve y los traicioneros desiertos en camino a Asia Central, donde esta narración ocurrió, debemos regresar siete siglos en la historia de Rusia. Pues fue entonces que se dio un acontecimiento cataclísmico que habría de dejar una marca indeleble en el carácter ruso. No sólo les dio a los rusos un miedo pertinaz al cerco, fuera por hordas nómadas o por sitios de misiles nucleares, sino que también los lanzó a su avance incesante hacia el este y el sur rumbo a Asia, y finalmente los llevó a chocar con los británicos en la India.

    PRIMERA PARTE

    LOS COMIENZOS

    Araña la superficie de un ruso y hallarás a un tártaro.

    Proverbio ruso

    I. EL PELIGRO AMARILLO

    PODÍAS OLERLOS mientras se acercaban, según se decía, incluso antes de oír el tronido de los cascos de sus caballos, pero para entonces era demasiado tarde. Unos segundos después llegaba el primer torrente asesino de flechas, que ocultaba el sol y convertía el día en noche. Para entonces estaban sobre ti: masacrando, violando, saqueando e incendiando. Como la lava ardiente, destruían todo a su paso. Detrás de ellos dejaban un rastro de ciudades humeantes y huesos blanqueados que marcaba todo el camino de regreso hasta su hogar en Asia Central. Soldados del Anticristo que vinieron a segar la última y terrible cosecha, llamó un estudioso del siglo XIII a las hordas mongolas.

    La simple velocidad de sus arqueros a caballo y la astucia y extrañeza de sus tácticas sorprendieron a un ejército tras otro. Viejos trucos, usados desde hacía mucho en las guerras tribales, les permitieron derrotar a cantidades inmensamente superiores con pérdidas insignificantes en sus filas. Una y otra vez el fingimiento de su huida del campo de batalla llevaba a comandantes experimentados a su perdición. Fortalezas que se consideraban impenetrables pronto se veían arrolladas ante la práctica bárbara de arrear prisioneros (hombres, mujeres y niños) al frente de las partes que atacaban, y sus cadáveres luego formaban un puente humano para atravesar zanjas y fosas. Los sobrevivientes se veían obligados a cargar las largas escaleras mongolas hasta los muros mismos de la fortaleza, mientras que otros eran forzados a erigir sus armas de asedio mientras llovía fuego sobre ellos. Con frecuencia aquellos encargados de la defensa reconocían a sus familiares y amigos entre los cautivos y se rehusaban a dispararles fuego.

    Maestros de la propaganda negra, se aseguraban de que los espeluznantes cuentos de su barbarie fueran delante de ellos mientras avanzaban por Asia, devastando un reino tras otro, hacia la estremecida Europa. Se decía que el canibalismo se contaba entre sus muchos vicios, y supuestamente guardaban los senos de las vírgenes capturadas para los altos comandantes mongoles. Tan sólo la rendición inmediata traía consigo la más mínima esperanza de piedad. Después de una batalla, los líderes de los enemigos vencidos eran aplastados lentamente bajo plataformas sobre las que los mongoles victoriosos celebraban festines. Con frecuencia, si no eran necesarios más prisioneros, se pasaba por la espada a las poblaciones enteras de ciudades capturadas para evitar que volvieran a convertirse en una amenaza. En otras ocasiones los vendían en masse como esclavos.

    El espeluznante torbellino mongol lo había desencadenado sobre el mundo, en 1206, un genio militar analfabeta de nombre Timuýin (o Temüdyin), que antes había sido el líder desconocido de una tribu menor y cuya fama estaba destinada a eclipsar en poco tiempo incluso a la de Alejandro Magno. El sueño de Gengis Kan, como llegaría a conocérsele, era conquistar la Tierra, una tarea para la que, según creía, lo había elegido Dios. Durante los siguientes 30 años, él y sus sucesores casi lo consiguieron. En la cima de su poder, su imperio se extendía de la costa del Pacífico a la frontera polaca; acogía a la totalidad de China, Persia, Afganistán, el Asia Central de nuestros días y partes del norte de la India y el Cáucaso; pero, aún más importante —en particular para nuestra narración—, incluía grandes trechos de Rusia y Siberia.

    En esa época Rusia estaba conformada por aproximadamente una docena de principados, que con frecuencia se hallaban en guerra entre sí. Entre 1219 y 1240 cayeron uno a uno ante la despiadada máquina de guerra mongola, pues no lograron unirse para resistir al enemigo común. Por mucho tiempo se arrepentirían de esto. Una vez que los mongoles conquistaban una región, su política era imponer su mandato mediante un sistema de príncipes vasallos. Siempre que hubiera suficientes tributos, era rara la ocasión en que interferían en los detalles; sin embargo, eran despiadados si no se cumplían sus exigencias. El resultado inevitable era un gobierno tiránico por parte de los príncipes vasallos —cuya sombra aún pesa sobre Rusia en nuestros días—, junto con una pobreza y un atraso duraderos que todavía se lucha por superar.

    Durante más de dos siglos los rusos se estancarían y sufrirían bajo el yugo mongol, o la Horda de Oro, como se llamaban a sí mismos estos mercaderes de la muerte a causa de la gran tienda con estacas doradas que fungía como el cuartel general de su imperio occidental. Además de la desastrosa destrucción material que ocasionaron los invasores, su depredador gobierno dejaría a la economía rusa en ruinas, detendría el comercio y la industria y reduciría al pueblo ruso a la servidumbre. Los años del dominio tártaro, como llaman los rusos a este capítulo negro de su historia, también fueron testigos de la introducción de métodos asiáticos de administración y de otras costumbres orientales, los cuales se superpusieron al existente sistema bizantino. Aisladas de la influencia liberadora de Europa Occidental, además, las personas cada vez tuvieron una perspectiva y una cultura más orientales. Araña la superficie de un ruso —solía decirse— y hallarás a un tártaro.

    Mientras tanto, aprovechándose de sus circunstancias reducidas y su debilidad militar, los vecinos europeos de Rusia comenzaron a echar mano libremente de su territorio. Los principados alemanes, Lituania, Polonia y Suecia, todos se sumaron a la empresa. Siempre y cuando los tributos siguieran llegando, esto no molestaba a los mongoles, que estaban mucho más preocupados por sus dominios asiáticos, como Samarcanda y Bujará, Herāt y Bagdad, ciudades de una riqueza y un esplendor incomparables, que opacaban por mucho a las rusas, construidas con madera. Aplastados así entre sus enemigos europeos hacia el occidente y los mongoles al oriente, los rusos desarrollarían un miedo paranoico a las invasiones y a los cercos que ha atormentado sus relaciones exteriores desde entonces.

    Son pocas las ocasiones en que una experiencia ha dejado marcas tan profundas y duraderas en la psique de una nación como ésta en los rusos, y en gran medida explica su histórica xenofobia —en especial hacia los pueblos del este—, su política exterior frecuentemente agresiva y su aceptación estoica de la tiranía en casa. Las invasiones de Napoleón y Hitler, si bien fueron un fracaso, simplemente reforzaron estos miedos. Es sólo ahora que el pueblo ruso da indicios de sacudirse este infeliz legado. Aquellos pequeños jinetes feroces a los que Gengis Kan desató por el mundo tienen mucho de qué responder, más de cuatro siglos después de que finalmente se quebrara su poder y de que ellos mismos se volvieran a hundir en la oscuridad de la que habían salido.

    El hombre al que los rusos deben su libertad de la opresión mongola fue Iván III, también conocido como Iván el Grande, entonces el gran príncipe de Moscú. Al momento de la conquista mongola Moscú era un pequeño e insignificante pueblo de provincia, opacado por sus poderosos vecinos y subordinado a ellos, pero ningún príncipe vasallo era más diligente que los de Moscú al pagar tributo y rendir homenaje a sus gobernantes extranjeros. A cambio de su alianza, los incautos mongoles gradualmente les habían conferido más poder y libertad. Con el paso de los años, la fuerza y el tamaño de Moscú, que para entonces era el principado de Moscovia, crecieron, hasta que terminó por dominar a sus vecinos. Preocupados por sus grietas internas, los mongoles no vieron, hasta que era demasiado tarde, la amenaza en que Moscovia se había convertido.

    El enfrentamiento llegó en 1480. En un arranque de ira, según se dice, Iván pisoteó un retrato de Ahmed Kan, líder de la Horda de Oro, y al mismo tiempo mató a varios de sus enviados. Pero uno de ellos escapó y le llevó las noticias de este desafío inimaginable a su señor. Determinado a enseñarle una lección que nunca olvidaría a este subordinado rebelde, Ahmed volvió a su ejército contra Moscovia. Para su sorpresa, se encontró con una fuerza grande y bien equipada que lo esperaba en el lejano banco del río Ugrá, a unos 240 kilómetros de Moscú. Por semanas los dos ejércitos se fulminaron con la mirada a través del río, sin que ningún bando pareciera inclinarse a dar el primer paso para cruzarlo; pero al poco tiempo, con la llegada del invierno, empezó a congelarse. Una feroz batalla parecía inevitable.

    Fue entonces cuando algo extraordinario ocurrió: sin advertencia alguna, ambos bandos repentinamente se dieron la media vuelta y huyeron, como si el pánico los hubiera sobrecogido al mismo tiempo. A pesar de su comportamiento vergonzoso, los rusos sabían que su tormento centenario había terminado. Sus opresores claramente habían perdido las ganas de pelear. La máquina de guerra mongola, antes tan temida, ya no era invencible. Su autoridad centralizada finalmente se había desplomado en occidente, dejando tres kanatos sumamente separados (en Kazán, Astracán y en Crimea), como los últimos restos del antes poderoso imperio de Gengis Kan y sus sucesores. Aunque la sujeción general ejercida por los mongoles se había quebrado, los tres baluartes que quedaban seguían siendo una amenaza y, con el tiempo, tendrían que ser destruidos si es que alguien quería sentirse seguro.

    Recayó sobre uno de los sucesores de Iván, Iván el Terrible, tomar los primeros dos e incorporarlos al imperio en rápida expansión de Moscovia. Llenas de sed de venganza, sus tropas atacaron la fortaleza de Kazán en la región superior del Volga en 1553, masacrando a sus defensores de la misma manera en que los mongoles habían asolado las grandes ciudades rusas. Dos años después el kanato de Astracán, donde el Volga se une con el mar Caspio, tuvo un destino similar. Sólo Crimea, el último reducto tártaro, se mantenía en pie, y esto sólo porque gozaba de la protección de los sultanes otomanos, que lo consideraban un importante bastión contra los rusos. Por consiguiente, con excepción de la incursión ocasional de los tártaros de Crimea, la amenaza mongola se había eliminado para siempre. Se dejaba así el camino abierto a la mayor empresa colonial de la historia: la expansión de Rusia hacia el este, en Asia.

    Su primera fase llevaría a exploradores, soldados y comerciantes moscovitas a recorrer cerca de 6 500 kilómetros a través de la inmensidad de Siberia, con sus poderosos ríos, desiertos helados y bosques impenetrables. En muchos sentidos comparable a la conquista del Oeste por los primeros colonos estadunidenses, la gesta tomaría más de un siglo y sólo terminaría cuando los rusos llegaran a la costa del Pacífico y se establecieran allí de modo permanente. Sin embargo, la conquista de Siberia, que conforma una de las grandes épicas de la historia humana, está fuera del alcance de esta narración. Esta vasta e inhóspita región estaba demasiado lejos de cualquier otra potencia, más aún de los británicos en la India, para que se sintieran amenazados por ella. Su colonización, no obstante, fue sólo la primera etapa de un proceso de expansión que no terminaría hasta que Rusia se hubiera convertido en el país más grande de la Tierra y, cuando menos a ojos británicos, en una amenaza cada vez mayor para la India.

    * * *

    El primer zar que volvió la mirada hacia la India fue Pedro el Grande. Con una conciencia dolorosa del atraso extremo de su país y de su vulnerabilidad a los ataques —en buena medida como resultado de los siglos mongoles perdidos—, no sólo decidió ponerse al corriente, económica y socialmente, con el resto de Europa, sino hacer también que sus fuerzas armadas se igualaran con las de cualquier otra potencia. No obstante, para hacerlo necesitaba con desesperación grandes sumas de dinero, pues había vaciado el tesoro al entrar en guerra con Suecia y Turquía al mismo tiempo. En ese momento, por una coincidencia afortunada, comenzaron a llegarle reportes desde Asia Central de la existencia de grandes depósitos de oro en los bancos del río Oxus,¹ una región remota y hostil en la que pocos rusos u otra clase de europeos habían puesto un pie. Pedro también era consciente, gracias a las narraciones de viajeros rusos, de que más allá de los desiertos y las montañas de Asia Central yacía la India, una tierra con riquezas legendarias. Sabía que éstas ya se las estaban llevando a escalas masivas por mar sus rivales europeos, principalmente los británicos. Su productivo cerebro concibió en ese momento un plan para poner las manos tanto sobre el oro de Asia Central como sobre su parte de los tesoros indios.

    Algunos años antes, el kan de Jiva, un potentado musulmán cuyo reino desértico yacía a lo largo del río Oxus, se había acercado a Pedro buscando su ayuda para reprimir a las tribus rebeldes de la región. A cambio de la protección rusa, el kan había ofrecido convertirse en su vasallo. Ya que en ese momento poco o nada le interesaba Asia Central y ya que tenía suficiente en su plato en casa y en Europa, Pedro se había olvidado por completo de este ofrecimiento. Ahora se le ocurría que la posesión de Jiva, que estaba a medio camino entre sus fronteras y las de la India, le proporcionaría la escala que necesitaba en la región. Desde allí sus geólogos podían buscar oro, a la vez que serviría como un punto medio para las caravanas rusas que esperaba ver pronto regresando de la India cargadas con lujos exóticos para los mercados nacional y europeo. Al explotar esta ruta directa por tierra podía generar un daño serio al comercio marítimo existente, que tomaba hasta un año en viajar entre la India y casa. Un kan amigable, además, incluso podría proporcionar escoltas armadas para las caravanas, con lo que le evitaría el gasto inmenso de emplear a las tropas rusas.

    Pedro decidió enviar una expedición fuertemente armada a Jiva para que aceptara, si bien un poco tarde, el ofrecimiento del kan. A cambio, el gobernante le proporcionaría una guardia rusa permanente para su protección, a la vez que a su familia se le garantizaría la posesión hereditaria del trono. En caso de que hubiera cambiado de parecer —o de que tuviera miras tan cortas como para resistirse a la expedición—, la artillería que la acompañaba podía hacerlo entrar en razón volviendo polvo la arquitectura medieval de arcilla de Jiva. Una vez que Jiva estuviera en su poder, de preferencia de modo amigable, la búsqueda del oro del Oxus y de una ruta en caravana hacia la India podía comenzar. Para dirigir esta importante expedición se eligió a un príncipe musulmán del Cáucaso, un converso al cristianismo y ahora oficial regular en la élite del regimiento de la Guardia Imperial: el príncipe Aleksandr Bekóvich. Gracias a sus antecedentes, Pedro consideró que Bekóvich era el hombre ideal para lidiar con otro oriental. Su destacamento estaba conformado por 4 000 hombres, incluyendo infantería, caballería, artillería y varios mercaderes rusos, y los acompañaban 500 caballos y camellos.

    Además de los miembros de las tribus turcomanas hostiles que deambulaban por esta región desolada, el obstáculo principal al que Bekóvich se enfrentaba fue un tramo peligroso de desierto, de más de 800 kilómetros de extensión, que yacía entre la costa este del mar Caspio y Jiva. Esta expedición no era la única que tendría que sortearlo, sino que, con el paso del tiempo, las caravanas rusas que regresaran de la India con su carga también tendrían que cruzarlo. Sin embargo, en este punto un amigable jefe de una tribu turcomana llegó en su auxilio; le dijo a Pedro que muchos años antes, en vez de fluir al mar de Aral, el río Oxus solía desembocar en el Caspio y que las tribus locales lo habían desviado a su curso actual con presas. Si esto era cierto, razonó Pedro, no sería difícil que sus ingenieros destruyeran las presas y restauraran el curso original del río. Los bienes que viajaban entre la India y Rusia, y viceversa, podían luego transportarse en bote por una buena parte del camino, evitando así el peligroso cruce del desierto. Las perspectivas de esto comenzaron a parecer prometedoras cuando un destacamento ruso de reconocimiento informó haber encontrado lo que parecía ser el viejo lecho del Oxus en el desierto, no lejos de la costa del mar Caspio.

    Después de celebrar la Pascua rusa, Bekóvich y su destacamento zarparon de Astracán, en el extremo norte del mar Caspio, en abril de 1717. Conducidos a través del gran mar interior por una flotilla de casi 100 navíos pequeños, llevaban consigo suficientes provisiones para un año. No obstante, todo tomó más tiempo del esperado y no fue sino hasta mediados de junio que entraron al desierto y se dirigieron hacia el este con dirección a Jiva. Muy pronto comenzaron a sufrir el calor extremo y la sed, y no tardaron en perder hombres por apoplejías a causa del calor y otras enfermedades. Al mismo tiempo tenían que defenderse de los ataques de saqueadores de las tribus determinados a prevenir su avance; pero en ese punto ya era imposible regresar y arriesgarse a sufrir la ira del zar, y el destacamento avanzó estoicamente y con dificultades hacia la lejana Jiva. Finalmente, a mediados de agosto, después de pasar más de dos meses en el desierto, se encontraron a unos días a pie de la capital.

    Al no estar ni por asomo seguro de cómo los recibirían, Bekóvich envió mensajeros con fastuosos regalos para el kan, junto con la garantía de que su misión era estrictamente amistosa. Las esperanzas de cumplirla con éxito parecían prometedoras cuando el mismo kan salió a dar la bienvenida al emisario del zar. Después de intercambiar cortesías y de escuchar a la banda de la misión, Bekóvich y el kan cabalgaron juntos hacia la ciudad, con la fuerza del primero —en cierta medida mermada— siguiéndolos a la distancia. Conforme se acercaron a las puertas de la ciudad, el kan le explicó a Bekóvich que no sería posible alojar y alimentar a tantos hombres en Jiva. Le propuso en su lugar que los rusos se dividieran en varios grupos para alojarlos y agasajarlos adecuadamente en las aldeas que estaban en las afueras de la capital.

    Ansioso por no ofender al kan, Bekóvich aceptó y le dijo al mayor Frankenburg, su lugarteniente, que dividiera a los hombres en cinco grupos y los enviara a los cuadrantes que sus anfitriones les habían asignado. Frankenburg objetó, expresando sus recelos sobre la idea de permitir que la fuerza se dispersara de esa forma, pero Bekóvich prevaleció, insistiendo en que se obedecieran sus órdenes. Cuando Frankenburg siguió discutiendo con él, Bekóvich le advirtió que lo sometería a una corte marcial a su regreso si no hacía lo que se le ordenaba. Los anfitriones se llevaron a las tropas en grupos pequeños. Esto era lo que los habitantes de Jiva habían estado esperando.

    Asaltaron a los desprevenidos rusos por todos lados. Entre los primeros en morir estuvo el mismo Bekóvich. Lo tomaron por la fuerza, le quitaron su uniforme y, mientras el kan observaba, lo descuartizaron. Por último, le cortaron la cabeza, la llenaron de paja y la pusieron a la vista de la muchedumbre jubilosa, junto con las de Frankenburg y los otros oficiales. Mientras tanto, las tropas rusas, separadas de sus oficiales, eran masacradas de manera sistemática. Aproximadamente 40 rusos lograron escapar del baño de sangre, pero cuando éste terminó el kan ordenó que los alinearan en la plaza principal para ejecutarlos frente a todo el pueblo. No obstante, salvaron sus vidas gracias a la intervención de un hombre. Era el akhund, o líder espiritual, de Jiva, quien le recordó al kan que su victoria se había obtenido mediante traiciones y le advirtió que tasajear a los prisioneros tan sólo empeoraría el crimen a ojos de Dios.

    Éste fue el acto de un hombre en verdad valiente, pero el kan se mostró impresionado. Se perdonó a los rusos. Sus captores vendieron a algunos como esclavos, mientras que al resto se le permitió emprender el doloroso viaje a través del desierto hacia el mar Caspio. Quienes sobrevivieron al viaje dieron las terribles noticias a aquellos de sus colegas que se encargaban de dos fuertes de madera que habían construido antes de dirigirse a Jiva. Desde allí las noticias se llevaron hasta Pedro el Grande en San Petersburgo, su recién terminada capital. En Jiva, mientras tanto, para alardear de su triunfo sobre los rusos, el kan envió la cabeza de Bekóvich, el príncipe musulmán que había vendido su alma al infiel zar, a su vecino en el centro de Asia, el emir de Bujará, mientras que mantenía el resto de su cuerpo en exhibición en Jiva. Sin embargo, el espantoso trofeo no tardó en regresar, pues su nervioso destinatario declaró que no deseaba formar parte de tal perfidia. Es más probable, puede sospecharse, que haya temido hacer que la ira de los rusos cayera sobre su cabeza.

    El kan de Jiva quizás era más afortunado de lo que se daba cuenta, pues tenía poca idea del tamaño y el poder militar de su vecino del norte. No siguió ningún castigo. Jiva estaba muy lejos y Pedro estaba demasiado ocupado haciendo que sus fronteras avanzaran en otras partes, en particular en el Cáucaso, como para enviar una expedición de castigo para vengar a Bekóvich y sus hombres. Eso tendría que esperar a que sus manos estuvieran más libres. De hecho, muchos años pasarían antes de que los rusos volvieran a intentar añadir Jiva a sus dominios. Pero si la traición del kan no recibió ningún castigo, sin duda no se olvidó: simplemente confirmó la desconfianza que los rusos sentían hacia los orientales. Habría de servir para asegurar que aquéllos no mostraran compasión cuando se lanzaran a someter a las tribus musulmanas de Asia Central y el Cáucaso, y, en nuestra época, a los muyahudines de Afganistán —aunque esta empresa demostraría ser bastante menos exitosa—.

    En realidad, Pedro nunca más perseguiría su sueño de abrir un camino dorado hacia la India por el que fluyera una riqueza inimaginable. Ya había emprendido más de lo que un hombre podría desear alcanzar en una vida, y había conseguido la mayor parte; pero mucho tiempo después de su muerte en 1735 una historia extraña y persistente comenzó a circular por Europa en torno a la última voluntad y el testamento de Pedro. Desde su lecho mortuorio, se decía, había ordenado en secreto a sus herederos y sucesores que buscaran lo que consideraba el destino histórico de Rusia: el dominio del mundo. La posesión de la India y de Constantinopla eran las llaves gemelas de esto, y los instaba a no descansar hasta que estuvieran firmemente en manos de los rusos. Nadie ha visto este documento y la mayoría de los historiadores creen que nunca existió; pese a ello, tal era el asombro y el temor reverente que rodeaban a la figura de Pedro el Grande que en ocasiones muchos han llegado a creerlo y se han publicado supuestas versiones del texto. Después de todo, era justo el tipo de orden que este genio inquieto y ambicioso podría haber dado a la posteridad. El instinto brioso que mostraría ulteriormente Rusia por abrirse paso tanto hacia la India como hacia Constantinopla les parecía a muchos confirmación suficiente, y, hasta hace muy poco, existía una fuerte creencia en que la meta a largo plazo de Rusia era el dominio mundial.

    * * *

    Tendrían que pasar otros 40 años, no obstante, hasta el reinado de Catalina la Grande, para que Rusia volviera a comenzar a mostrar señales de interés en la India, donde la Compañía Británica de las Indias Orientales había estado ganando terreno sin interrupción, principalmente a costa de los franceses. De hecho, una de las predecesoras de Catalina, la hedonista Ana, había regresado todas las ganancias que Pedro había obtenido con esfuerzo en el Cáucaso al sah de Persia —difícilmente en consonancia con la supuesta voluntad de Pedro—, aduciendo que estaban vaciando su tesoro. Sin embargo, Catalina, como Pedro, era una expansionista. No era ningún secreto que soñaba con expulsar a los turcos de Constantinopla y restaurar el mando bizantino allí, aunque bajo su firme control. Esto le proporcionaría a su flota acceso al Mediterráneo, que entonces era en buena medida un lago británico, desde el mar Negro, que aún era en gran medida turco.

    En 1791, hacia el final de su reinado, se sabe que Catalina consideró cuidadosamente un plan para arrancar a la India de la sujeción cada vez más firme de los británicos. Quizá no resulte sorprendente que esta idea se haya gestado en el cerebro de un francés, un individuo un tanto misterioso de nombre monsieur de Saint Génie: le propuso a Catalina que sus tropas marcharan por tierra a través de Bujará y Kabul, anunciando a su paso que habían venido a restaurar a su antigua gloria el gobierno musulmán bajo los mogoles. Esto atraería al estandarte de Catalina a los ejércitos de los kanatos musulmanes que estaban a lo largo de la ruta de invasión, según argumentaba, y fomentaría un levantamiento masivo contra los británicos dentro de la India conforme se esparcieran las noticias de su llegada. Aunque el plan no llegó a ser más que eso —la disuadió su ministro en jefe y antiguo amante, el tuerto conde Potemkin—, ésta fue la primera en una larga sucesión de estratagemas para la invasión de la India que acariciarían los gobernantes rusos durante aproximadamente todo el siglo posterior.

    Si bien Catalina no pudo lograr que la India o Constantinopla se añadieran a sus dominios, de todos modos tomó varios pasos en esa dirección. No sólo recuperó de manos de los persas los territorios del Cáucaso que Ana les había regresado, sino que también tomó posesión de Crimea, el último baluarte del Imperio mongol. Durante tres siglos había gozado de la protección de los turcos, que lo veían como un escudo valioso contra el cada vez más agresivo coloso del norte; con todo, para finales del siglo XVIII los otrora guerreros tártaros de Crimea habían dejado de ser una fuerza considerable. Aprovechando las ganancias territoriales que había conseguido de los turcos en la costa norte del mar Negro y la lucha interna entre los tártaros, Catalina pudo añadir el kanato de Crimea a su imperio sin un solo disparo. Lo consiguió, según sus propias palabras, simplemente colocando carteles en lugares importantes para anunciar a los habitantes de Crimea que los recibíamos como nuestros súbditos. Ya que culpaban de sus problemas a los turcos, los descendientes de Gengis Kan aceptaron con mansedumbre su destino.

    El mar Negro había dejado de ser un lago turco, pues los rusos no sólo construirían un nuevo y gigantesco arsenal naval y una base en Sebastopol, sino que también sus buques de guerra estaban a dos días de distancia de Constantinopla. Afortunadamente para los turcos, no obstante, al poco tiempo una anormal tormenta hundió la totalidad de la flota rusa en el mar Negro, con lo que eliminó momentáneamente esta amenaza. Sin embargo, aunque para la muerte de

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