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Las aventuras de Buffalo Bill: Edición Juvenil Ilustrada
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Las aventuras de Buffalo Bill: Edición Juvenil Ilustrada
Libro electrónico148 páginas1 hora

Las aventuras de Buffalo Bill: Edición Juvenil Ilustrada

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William "Buffalo Bill" Cody fue una de las personas más conocidas del mundo a principios del siglo XX. Cowboy, cazador, soldado, explorador del ejército norteamericano, jinete del Pony Express y más tarde hombre espectáculo, su figura se ha convertido en toda una leyenda sobre los tiempos de la exploración y conquista del Salvaje Oeste. Fue un gran conocedor del terreno, y amigo de los indios que poblaban las llanuras. Su figura cabalgó hasta 1895, cuando decidió montar su mítico espectáculo Wild West Show, con el recorrió los Estados Unidos y Europa. En este volumen se recogen varias de las historias más relevantes que protagonizó Buffalo Bill junto a varios de sus amigos, a mediados de la década de 1870. Una oportunidad para que los más pequeños se adentren en el fabuloso Far West, y para que los adultos rememoren las andanzas de un mito.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 nov 2018
ISBN9788829560400
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    Las aventuras de Buffalo Bill - William F. Cody

    Notas

    Créditos

    LAS AVENTURAS

    DE BUFFALO BILL

    *

    William F. Cody

    EDICIÓN JUVENIL ILUSTRADA

    Traducción y adaptación: Javier Laborda López

    Ilustraciones: Jean Claude Beaumont

    Las Aventruras de Buffalo Bill

    © William F. Cody

    © De la presente traducción y adaptación Javier Laborda López 2016

    © Ilustraciones: Jean Claude Beaumont 1984

    ÍNDICE

    INTRODUCCIÓN

    Pg. 5

    Capítulo I

    EL RENEGADO

    Pg. 9

    Capítulo II

    SOCIEDAD DE TRAMPOSOS

    Pg. 49

    Capítulo III

    LOS APACHES

    Pg. 113

    INTRODUCCION

    William Frederick Cody nació en el condado de Scott (Iowa) en 1845. Como la mayoría de los hombres que contribuyeron a cimentar la nación que habría de ser los Estados Unidos de América, vivió una vida extraordinariamente agitada, aventurera y románti­ca, llena de hechos legendarios y extraordinarias hazañas. A los quince años trabajaba de postillón en una diligencia y cuando estalló la guerra de Secesión americana sirvió de confidente y guía a los confederados.

    En su época, la segunda mitad del siglo XIX, allá en los vastísimos territorios de la América del Norte, descu­biertos y colonizados por los españoles hacía cuatrocien­tos años, algo muy importante estaba ocurriendo: una gran nación se ponía en marcha. El ferrocarril avanzaba por las praderas, sembrando el pánico entre los indios y las manadas de búfalos. La fiebre del oro había atraído una abigarrada población constituida por los hombres más duros y audaces de todo el mundo; a la sombra de los fusiles, en una lucha gigantesca contra el clima, las fieras y los nativos americanos, una epopeya majestuosa se estaba dibujando; la conquista del mítico, del fabuloso y Dorado Oeste, el Far West .

    Esta fue, acaso, una de las últimas ocasiones de nues­tra historia en que el hombre emprende una hazaña se­mejante. El encanto inagotable de estas narraciones, pro­cede de que en ellas podemos contemplar a estos héroes -los pioneros, los hombres de las fronteras, los exploradores-, en una terrible lucha a cuerpo limpio contra todo lo que les rodeaba.

    En 1863, William Cody se alistó en el ejército. Al terminar la guerra se comprometió a abastecer de carne a las brigadas que trabajaban en la construcción de la lí­nea Kansas Pacific, suministrando en año y medio 4.286 búfalos de los inmensos rebaños que aún entonces hacían trepidar las praderas con su paso. Su rifle certero le valió el sobrenombre de Buffalo Bill, o sea, William, el de los búfalos. En la batalla de Indian Creek venció en emocionante duelo al famoso jefe Mano Amarilla.

    Nuevamente, de 1868 a 1872, sirvió en el ejército William F. Cody, como experto en cuestiones relaciona­das con los indios y conocedor del terreno. Se había hecho tan extraordinariamente popular que fue elegido como representante, por el distrito de Nebraska, para el Parlamento y allí hizo llegar su voz en defensa de la justi­cia y la ley.

    En 1883 organizó una especie de exposición de la vi­da salvaje en las praderas del Oeste: el Wild West, un circo en el que llevaba indios, vaqueros, rancheros, meji­canos, etc. Este espectáculo tuvo tanto éxito en Amé­rica que decidió al coronel Cody a hacerlo conocer al Vie­jo Continente. Algunos de nosotros todavía hemos alcan­zado a contemplar los restos de aquel espectáculo, presen­tado por un sobrino del coronel, en los circos y en las pla­zas de toros y recordaremos mientras vivamos el látigo, la pelliza de cuero, la melena, el bigote y la perilla del fa­buloso personaje, perpetuados por su dinastía. En Euro­pa, el auténtico coronel Cody, Búffallo Bill, estuvo en 1887 y en 1900.

    Capítulo I

    EL RENEGADO

    Al terminar la guerra de Secesión americana, los con­federados del Sur, que habían sido derrotados por los yanquis del Norte, difícilmente se adaptaron a la nueva situación. Las guerras dejan siempre una estela de violen­cias y los hombres, acostumbrados a matar, a incendiar y a destruir, tardan más o menos en hacerse a la paz. Cuan­do se trata de una guerra civil, estos inconvenientes son todavía mayores y si en todo el territorio no hay una autoridad férrea que imponga el orden, las perturbaciones son muchas.

    Así ocurrió en los Estados Unidos. Muchos hombres de uno y otro bando arrastraban sus andrajosos unifor­mes entre el hampa, convirtiéndose en desertores, en ban­didos o latente peligro para los colonos y demás gente pa­cífica que sólo quería trabajar en paz y vivir.

    Como el territorio de la Unión era enorme, las auto­ridades, por lo demás casi siempre en manos de hombres del Norte, significaban bastante poco. Entonces se inició el gran éxodo hacia el Oeste, a donde marchaban los co­lonos ávidos de tierras ricas que explotar.

    En estas condiciones, el papel de los hombres más o menos conocedores del terreno y de sus peligros era ex­traordinariamente importante. La mayoría de ellos eran cazadores, mineros muchas veces fracasados, o aventure­ros que habían recorrido la región y a quienes la práctica les había dado una experiencia valiosísima.

    Como los lectores no ignoran, uno de estos famosos exploradores (o scouts) era Buffalo Bill. En la ocasión en que lo presentamos acaba de dejar en te­rreno seguro a una expedición de colonos a la que ha en­contrado dos noches antes estancada en una de esas sen­das de que hemos hablado, la Long Joe Trail , algo así como el largo camino de Joe.

    Abraham Moss, el jefe de la expedición salvada, se despide de Buffalo Bill.

    — Adiós, Cody. Nunca podremos olvidar el servicio que nos ha prestado. Sin su ayuda, seguramente nuestros huesos blanquearían en esa honda hoya de donde hemos salido.

    — Que la lección les sirva de experiencia. Ahora dirí­janse hacia el Sudoeste y a dos jornadas de aquí encontra­rán la South Trail (la Senda del Sur), en la que podrán considerarse a salvo.

    — ¿Vendrá usted con nosotros?

    — No, de ninguna manera. Yo regreso a la Long Joe Trail.

    — Pero, ¡eso es un suicidio!

    — No se preocupe; sabré arreglármelas. Seguramente otros colonos tan inexpertos como ustedes necesitarán que les echen una mano.

    La caravana se fue alejando lentamente. Sus hombres habían pasado momentos de intensa emoción y estaban pálidos y agitados, pero gracias a Buffalo Bill, por esta vez, habían salido adelante.

    Cuando el scout se quedó sólo, palmeó amistosa­mente el cuello de Buckskin Joe, su fino y ágil potro, al que en muchas ocasiones había confiado su vida y hablan­do con él en alta voz, como solía tener por costumbre, le dijo:

    — ¡Buckskin, vas a tener trabajo, hijo! Espero que te portes bien.

    Imperceptiblemente la atmósfera había comenzado a vibrar de una forma peculiar. Diríase que se trataba de un remoto temblor del aire caldeado, que adoptaba un ritmo monótono y difuso. Muy lentamente esta trepidación se iba haciendo algo más precisa. Tambores. Eran lejanos, lejanísimos tambores que percutían en la distancia. El rit­mo se iba acelerando algo, aunque conservaba en todo momento algo de siniestro.

    Buffalo Bill sabía muy bien lo que significaba aquello.

    Los tambores anunciaban que una banda de indios, procedentes de diversas tribus y acaudillados por Gran Lobo y por Voz-Que-Canta-En-La-Brisa, había entrado en acción.

    De un tiempo a esta parte, la cuadrilla guiada en prin­cipio por el jefe Vozquecanta, se había visto reforzada con la ayuda de Gran Lobo que la había hecho mucho más mortífera y eficaz de lo que hasta entonces había ve­nido siendo.

    Gran Lobo era renegado, un rostro pálido que se había refugiado entre los indios para, sirviéndose de ellos, desahogar sus instintos criminales y su sed de venganza contra sus hermanos de raza.

    Se trataba de Michael Brown, un tejano que había lu­chado con los sudistas y que no supo encajar la derrota.

    Naturalmente, muy pronto tropezó con los encarga­dos de mantener el orden y mató a un "sheriff'' en Santa Fe. Buen jinete, buen tirador y camorrista, éste era el co­mienzo de una serie de líos que le iban a llevar a otro cri­men en Wichita, y después en Ellsworth y luego en Abile­ne. Su senda estaba marcada con sangre y ya no podía re­troceder. Sin embargo no dejó de tener algunos reveses y así, fue herido en Tombstone y allí mismo detenido y en­carcelado. Pero en un descuido de sus guardianes logró huir, llevándose por delante en la lista de sus víctimas a los dos hombres que lo custodiaban.

    Su cabeza fue pregonada en todos los Estados, ofre­ciéndose a cualquiera que lo atrapase, vivo o muerto, la tentadora suma de mil quinientos dólares; y Michael Brown, convertido en proscrito, acorralado por todas par­tes, huyó. Del territorio de los blancos se internó en las profundidades de los bosques y desapareció. Pronto reapare­cería como Lobo Grande al frente de la partida de Voz- quecanta.

    Precisamente, la novedad de acompañar las incursio­nes de la banda con el monótono zumbar de los tambores era una idea suya.

    Resulta difícil hacerse cargo de la importancia que es­tos tambores tomaban en determinadas ocasiones. Su so­nido lejano, lento, casi imperceptible al principio, iba acentuándose gradualmente a medida que el tiempo trans­curría. Ello significaba una amenaza de muerte. Los colo­nos que comenzaban a oír el fatídico son sabían que esta­ban sentenciados y que más tarde o más temprano, los in­dios caerían sobre ellos y, por tanto, una inquietud gra­dual iba apoderándose del grupo. Desde aquel momento, todo era peligroso y había que estar constantemente aler­ta, pues al menor descuido podía

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