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Un yanqui en la corte del rey Arturo
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Libro electrónico492 páginas12 horas

Un yanqui en la corte del rey Arturo

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Con Un yanquien la corte del rey Arturo, nos trasladamos de repente, y por obra de un extraño fenómeno, de la América colonizadora a la Inglaterra de los reyes legendarios. De la época del autor a los cincuenta primeros años del siglo VI. Un yanqui de Connecticut sufre una fuerte conmoción a causa de una pelea y, al despertar, advierte con sorpresa que se halla en los tiempos medievales de los caballeros de la Tabla Redonda y del rey Arturo. El yanqui de Connecticut pretende reformar con sus conocimientos modernos las instituciones y la vida económica de la Inglaterra del rey Arturo. Pero la empresa es gigantesca y las dificultades se sucederán, a pesar de ser reconocido en la corte como un mago mucho más prodigioso que Merlín, gracias a la ventaja que le proporciona el hecho de estar en posesión de los datos científicos de la astronomía y de la técnica moderna. Ninguno de los poderes feudales estarán dispuestos a aceptar una reforma tan radical.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 mar 2023
ISBN9788472547247
Un yanqui en la corte del rey Arturo
Autor

Mark Twain

Mark Twain (1835-1910) was an American humorist, novelist, and lecturer. Born Samuel Langhorne Clemens, he was raised in Hannibal, Missouri, a setting which would serve as inspiration for some of his most famous works. After an apprenticeship at a local printer’s shop, he worked as a typesetter and contributor for a newspaper run by his brother Orion. Before embarking on a career as a professional writer, Twain spent time as a riverboat pilot on the Mississippi and as a miner in Nevada. In 1865, inspired by a story he heard at Angels Camp, California, he published “The Celebrated Jumping Frog of Calaveras County,” earning him international acclaim for his abundant wit and mastery of American English. He spent the next decade publishing works of travel literature, satirical stories and essays, and his first novel, The Gilded Age: A Tale of Today (1873). In 1876, he published The Adventures of Tom Sawyer, a novel about a mischievous young boy growing up on the banks of the Mississippi River. In 1884 he released a direct sequel, The Adventures of Huckleberry Finn, which follows one of Tom’s friends on an epic adventure through the heart of the American South. Addressing themes of race, class, history, and politics, Twain captures the joys and sorrows of boyhood while exposing and condemning American racism. Despite his immense success as a writer and popular lecturer, Twain struggled with debt and bankruptcy toward the end of his life, but managed to repay his creditors in full by the time of his passing at age 74. Curiously, Twain’s birth and death coincided with the appearance of Halley’s Comet, a fitting tribute to a visionary writer whose steady sense of morality survived some of the darkest periods of American history.

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    Un yanqui en la corte del rey Arturo - Mark Twain

    Un yanki en la corte del rey Arturo

    Mark Twain

    Century Carroggio

    Derechos de autor © 2023 Century Publishers s.l.

    Reservados todos los derechos.

    Introducción: Juan Leita.

    Traducción: Jorge Beltran.

    Contenido

    Página del título

    Derechos de autor

    INTRODUCCIÓN al autor y su obra

    Un Yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo

    Capítulo primero

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Capítulo XIII

    Capítulo XIV

    Capítulo XV

    Capítulo XVI

    Capítulo XVII

    Capítulo XVIII

    Capítulo XIX

    Capítulo XX

    Capítulo XXI

    Capítulo XXIi

    Capítulo XXIII

    Capítulo XXIV

    Capítulo XXV

    Capítulo XXVI

    Capítulo XXVII

    Capítulo XXVIII

    Capítulo XXIX

    Capítulo XXX

    Capítulo XXXI

    Capítulo XXXII

    Capítulo XXXIII

    Capítulo XXXIV

    Capítulo XXXV

    Capítulo XXXVI

    Capítulo XXXVII

    Capítulo XXXVIII

    Capítulo XXXIX

    Capítulo XL

    Capítulo XLI

    Capítulo XLII

    Capítulo XLIII

    Capítulo XLIV

    POSDATA FINAL DE M. T.

    INTRODUCCIÓN al autor y su obra

    Por Juan Leita

    En el agradable marco de la literatura juvenil, el nombre de Mark Twain resuena sin duda alguna como uno de los sonidos más peculiares que consigue atraer y magnetizar inmediatamente la atención. Los personajes y los argumentos que creó se han difundido tanto por todo el mundo, que prácticamente resulta casi imposible no saber algo de Tom Sawyer o de Huckleberry Finn. Quien no ha leído sus obras, ha vivido en el cine sus originales aventuras. ¿Algún muchacho no se ha estremecido ante la amenaza de Joe el Indio, que se cierne sobre Tom y su pequeña novia, Becky Thatcher, en la profundidad de unas grutas sin salida? ¿Hay algún chico que no haya sentido con Tom y Huck la enorme emoción de visitar un cementerio en plena noche, para ser testigos oculares del más innoble asesinato? Ni el cine ni la televisión se cansan de reproducir de tiempo en tiempo las célebres novelas de Mark Twain, porque saben que la atención y el interés del público juvenil están asegurados. Conozcamos, no obstante, antes de empezar la lectura de sus más emocionantes relatos, algo de la vida de un autor tan singular, así como algunos pormenores interesantes que ayudan a captar y a comprender mejor sus obras.

    El AUTOR: UNA VIDA AGITADA

    El verdadero nombre del creador de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn era Samuel Langhorne Clemens. Nació el 30 de noviembre de 1835 en un pueblo casi olvidado de Norteamérica, llamado Monroy County (Florida, Missouri), aunque muy pronto la familia Clemens se trasladó a Hannibal, población a orillas del río Mississippi, donde en realidad transcurrieron la infancia y la adolescencia del escritor. Así, Hannibal había de constituirse de hecho como la primera patria de Mark Twain. Todavía hoy cines, calles y plazas aparecen bautizados con los nombres de sus héroes e incluso se ven estatuas con las figuras de algunos de ellos. En la misma comarca existen un faro y un enorme puente dedicados a la memoria del famoso autor.

    La vida del joven Samuel Clemens, sin embargo, no fue tan triunfal como puede dar a entender esta explosión de fervor popular por un gran artista. Su padre murió muy pronto y, a los trece años, el muchacho tenía que abandonar ya la escuela y entrar a trabajar como aprendiz en la imprenta de su hermano Orion, a fin de colaborar con su esfuerzo a solventar los problemas y las necesidades de su familia.

    En 1851, no obstante, había de producirse en la vida de aquel muchacho un acontecimiento decisivo que marcaría en varios sentidos la persona y el espíritu del futuro creador literario. Abandonando el oficio de tipógrafo, entró como aprendiz de piloto en los vapores que surcaban por aquella época las aguas del río Mississippi. Aunque su primer trabajo en la imprenta puede considerarse como la forja donde Samuel Clemens entró en contacto con las letras, la nueva experiencia significaría el gran acopio de material para sus mejores libros. La imaginación despierta de aquel joven de dieciséis años iba observando y reteniendo la variada serie de detalles que ofrecía la vida del piloto en aquel amplio horizonte de la naturaleza. El maravilloso paisaje, los extraños nombres de las aldeas que circundaban el río y las costumbres exóticas de sus habitantes se iban grabando profundamente en su ánimo. Estudiaba detenidamente aquellos barcos a vapor, propulsados por ruedas, se fijaba en los diversos y curiosos tipos de gente que se embarcaban en ellos, atendía sin cansarse al grito del hombre que echaba la sonda para comprobar la profundidad de las aguas, anunciando que el fondo quedaba solo a dos brazas: «Mark twain! (¡Marca dos!)»

    Al estallar la guerra de Secesión, sin embargo, cuando, siendo ya un hombre, había conseguido pilotar uno de los navíos que hacían la travesía ordinaria por el Mississippi, su nueva profesión fue de repente interrumpida. La terrible contienda entre Norte y Sur dejó casi paralizadas las acciones normales que se desarrollaban en la paz. Durante un breve período, militó incluso en el ejército del Sur, comportándose de manera valiente y llena de coraje, aunque en sus escritos nunca quiso hablar seriamente de este episodio de su vida.

    En 1861, terminada ya la penosa guerra civil que asoló gran parte de Norteamérica, trabajó de nuevo con su hermano Orion que había sido nombrado secretario del Estado de Nevada. Otro tipo de labor, completamente distinta de las anteriores, se sumaba a la gran variedad de actividades que animaron sobre todo su primera época: durante dos años, estuvo empleado como minero en las minas de plata de Humboldt y de Esmeralda. Al mismo tiempo, empezó a colaborar en un periódico de Virginia, llamado Territorial Enterprise. Sus artículos llamaron muy pronto la atención del público. En cierto sentido, la llamaron demasiado, ya que a resultas de un comentario periodístico estuvo a punto de batirse en condiciones muy duras con el director del diario Union. Se difundió, no obstante, la invención de que Samuel Langhorne Clemens era un tirador extraordinario, por lo cual su adversario prefirió presentarle sus excusas. A pesar de todo, aunque el duelo quedó frustrado, aquel lance tuvo consecuencias en la suerte del nuevo periodista dado que, perseguido por la justicia, se vio obligado a emigrar a California, donde se convertiría en el director del Virginia City Enterprise. Allí fue donde decidió utilizar un seudónimo para firmar sus escritos. Su recuerdo lo llevó inmediatamente a la época feliz en que surcaba como piloto las aguas del Mississippi y no encontró mejor nombre que el grito oído tantas veces: «Mark Twain!».

    En 1865 cambió nuevamente de residencia y se trasladó a San Francisco, trabajando durante unos meses en la revista Morning Call. En el mismo año, aprovechando su experiencia como minero, probó fortuna en unas minas de oro situadas en el condado de Calaveras. La empresa, sin embargo, no resultó específicamente fructífera y al año siguiente emprendió un viaje a las islas Hawaii, donde permaneció por un período de seis meses. El reportaje que escribió sobre esta larga estancia lo hizo por primera vez célebre y, a su vuelta a Norteamérica, dio una serie de conferencias muy graciosas en California y Nevada que consolidaron su fama como agudo humorista.

    El gran éxito de este proyecto indujo a la dirección del periódico llamado Alta California a enviarlo a Tierra Santa como corresponsal. De este modo, en 1867 visitó el Mediterráneo, Egipto y Palestina, con un grupo de turistas. Todo ello lo contó luego en el libro titulado The Innocents Abroad (Inocentes en el extranjero),que se convirtió en uno de los primeros best-sellers norteamericanos.

    Al regresar de nuevo a su país, dirigió el Express de Buffalo y contrajo matrimonio con Olivia L. Langdon, de la cual tuvo cuatro hijos. Tras un período de conferencias en Londres, en el año 1872, se inicia la gran producción de Mark Twain como narrador y novelista. Las aventuras de Tom Sawyer es la primera obra que le habrá de dar un renombre universal, aunque su agudo poder satírico se manifiesta con enorme vigor en historias breves como The Stolen White Elefant (El elefante blanco robado),en la que arremete graciosamente contra la policía norteamericana. El príncipe y el mendigo,quizá su más emotiva y poética ficción como creación literaria juvenil, se publica en 1882. Tres años más tarde, sin embargo, aparece su Huckleberry Finn, acerca de la cual toda la crítica está de acuerdo en afirmar que se trata de su obra maestra.

    Entre tanto, una nueva profesión vino a sumarse al variado número de actividades que abordó aquel hombre de cualidades, ciertamente, polifacéticas. Asociándose con Charles L. Webster, Mark Twain dedicó sus esfuerzos al difícil campo editorial, emprendiendo un negocio de vastas y ambiciosas proporciones. Hasta aquel momento, las ganancias conseguidas como escritor y conferenciante lo habían hecho poseedor de una considerable fortuna. La nueva tentativa, no obstante, lo iba a llevar en un período de diez años a la más absoluta ruina. Así, durante 1895 y 1896, se vio obligado a dar un extenso ciclo de conferencias por toda Europa, a fin de poder pagar a los acreedores. El éxito de sus publicaciones, como el de Un yanqui en la corte del rey Arturo, en 1889, era ya lejano e insuficiente para subsanar las cuantiosas deudas contraídas en su trabajo como editor. A pesar de todo, la gran acogida que obtuvo como agudo y divertido conferenciante, así como la notable venta de un nuevo libro titulado Following the Equator (Siguiendo el Ecuador),en donde se narra su vuelta al mundo, lograron rehacer su situación económica y resolver este momento crítico de su vida.

    El prestigio de Mark Twain como autor, sin embargo, había llegado a su máximo grado. Su categoría literaria era reconocida internacionalmente. En 1902, la universidad de Yale le concedía el doctorado en letras y en Missouri era nombrado doctor en leyes. En 1907, el rey de Inglaterra lo recibía en el palacio de Windsor y la universidad de Oxford le otorgaba el título de «doctor honoris causa».

    Aquel «típico ciudadano yanqui», tal como lo describe Ramón J. Sender, de «estatura aventajada, cabellera rojiza y revuelta, el bigote caído —se usaba entonces— y una expresión de sorna bondadosa y a veces un poco apoyada y gruesa», supo compaginar de una forma difícil de entender para nosotros las más diversas imágenes sociales de un personaje. Impresor, piloto, soldado, minero, periodista, conferenciante, editor, escritor, hombre de negocios y publicista, poseyó la rara y admirable cualidad de saber relacionarse con todo el mundo de la misma manera simpática, viva y afectuosa. Por esto, a su muerte en Redding (Connecticut) el 21 de abril de 1910, su figura ya era mundialmente admirada, no solo por su poderoso ingenio literario, sino también por su enorme categoría humana.

    UN REINO Y DOS HISTORIAS FASCINANTES

    El genio literario de Mark Twain no se limitó simplemente al género real y costumbrista, basado ante todo en la propia experiencia personal, sino que su imaginación se desbordó profusamente no solo fuera de su país y de su tierra natal, sino también fuera del tiempo histórico en que vivió. La prueba más brillante del vigoroso poder de su fantasía se encuentra, de manera evidente, en el relato que se incluye en este volumen.

    Con Un yanqui en la corte del rey Arturo,nos trasladamos de repente y por obra de un extraño fenómeno de la América colonizadora a la Inglaterra de los reyes que se hunden en la leyenda, de la época contemporánea del autor al período que se calcula comprendido entre los cincuenta primeros años del siglo VI. Un yanqui de Connecticut sufre una fuerte conmoción a causa de una pelea y, al despertar de su desmayo, advierte con sorpresa que se halla en los tiempos medievales de los caballeros de la Tabla Redonda y del rey Arturo.

    Resulta difícil averiguar cuál es el verdadero fondo histórico que dio pie a la serie de relatos fantásticos conocidos comúnmente con el nombre de «ciclo artúrico». Según la opinión más generalizada, sin embargo, parece haber existido un fundamento en la persona del prefecto romano Lucius Artorius Castus quien, a principios del siglo ii, ayudó a defenderse a los bretones contra un pueblo invasor, originando una leyenda que aparece ya consignada en documentos del siglo vi.

    Fuera como fuese, no obstante, la versión casi completa y definitiva de esta parte legendaria de la historia de Inglaterra se debió a Godofredo de Monmouth, con su obra publicada en 1136 bajo el título de Historia regum Britanniae (Historia de los reyes de Bretaña).Allí se cuentan por primera vez de una forma ordenada y con pretensiones históricas el nacimiento prodigioso del rey Arturo, gracias a las maravillosas artes del mago Merlín, sus grandes victorias sobre sajones, pictos y escotos, el establecimiento de una corte fastuosa en Camelot, así como su deseo de proclamarse emperador en Roma y la ulterior guerra civil en la que el rey cae gravemente herido, debiendo retirarse a la isla de Avalón. Una traducción francesa de la obra de Godofredo, realizada por Wace en 1155, incluyó el detalle de la Tabla Redonda, la mesa en torno a la cual se colocaban los caballeros de la corte para evitar toda discusión por razones de prioridad o dignidad superior. Las hazañas portentosas de estos caballeros, como Lancelot (Lanzarote) o Perceval, empezaron a ser relatadas por Chrétien de Troyes, ensalzándose así no solo el amor caballeresco, con la defensa a ultranza de la dama de sus sueños, sino también las virtudes cristianas y místicas, con la búsqueda y posesión del Santo Graal (la copa utilizada por Jesucristo en la Santa Cena).

    Dejando a un lado, sin embargo, cualquier comprobación de tipo histórico, lo que interesa a Mark Twain en su novela es recoger aquel ambiente fantástico para desarrollar un argumento repleto de gracia, humor e ironía. El yanqui de Connecticut pretende reformar con sus conocimientos modernos las instituciones y la vida económica de la Inglaterra del rey Arturo. Pero la empresa es gigantesca y las dificultades se sucederán, a pesar de ser reconocido en la corte como un mago mucho más prodigioso que Merlín, gracias a la ventaja que le proporciona el hecho de estar en posesión de los datos científicos de la astronomía y de la técnica moderna-Ni los poderes feudales ni los intereses de la Iglesia estarán dispuestos a aceptar una reforma tan radical.

    Por lo que se refiere a este punto concreto, hay que hacer una observación importante, a fin de que el lector no se llame a engaño ante los exagerados ataques de Mark Twain al espíritu caballeresco de la Edad Media y a la influencia que ejercía entonces la Iglesia sobre el pueblo. Una posición radicalista, muy propia de la mentalidad ochocentista que impera con gran fuerza en el pensamiento del autor, lo induce a admitir llanamente que todos los males y miserias de la época medieval se debían al afán de dominio y riqueza por parte de caballeros y eclesiásticos. Si su actitud frente al problema esclavista era muy acertada y profunda, tal como hemos visto al comentar Las aventuras de Huckleberry Finn, en Un yanqui en la corte del rey Arturo se peca de superficialidad por lo que respecta al modo de enjuiciar aquel período de la historia. Sin duda, se produjeron desatinos y existieron discriminaciones sociales innegables. Con todo, se deben tener en cuenta también otros aspectos que Mark Twain se calla. El descrédito de la caballería andante no puede llevarse seriamente hasta el extremo, porque la Inglaterra democrática surgió precisamente de los caballeros y no de los yanquis o de cualquier otro proceso histórico. Al mismo tiempo, no puede silenciarse la importante labor de la Iglesia como conservadora y transmisora de la cultura, el elemento primordial que conducirá al progreso renacentista y, a fin de cuentas, a la posibilidad de hacer una crítica ajustada de las instituciones tradicionales y de las estructuras de una sociedad.

    A pesar de los pesares, nos damos cuenta de que Mark Twain buscaba por encima de todo la gracia y de que su sátira no era corrosiva. Como dice muy bien Ramón J. Sender, «era un hombre sin hiel y sin rencor que trataba de hacerse perdonar su felicidad haciendo reír a la gente grave».

    UN HUMORISTA, SOBRE TODO

    Alguien dijo una vez que «quien no es en parte un humorista, solo es en parte un hombre». En este sentido, no cabe ningunaduda de que Mark Twain fue un hombre completo. Su humor, sano y agudo, no solamente es un elemento primordial que sazona constantemente sus obras, sino que fue también la característica más dominante de su bondadosa y humana personalidad. En contra de lo que suele suceder con muchos humoristas, su gracia era viva e ingeniosa, de forma que todavía en nuestro tiempo provoca la hilaridad. Hablando, por ejemplo, de las personas que pretenden dejar de fumar y no lo logran, el famoso autor respondió: « ¿Dejar de fumar? Nada más fácil. ¡Yo he dejado de fumar más de mil veces!».

    La risa de Mark Twain era saludable, porque empezó riéndose de sí mismo y de su propio país. No había mordacidad en su sátira, ya que no tenía la pretensión de imponer su punto de vista ni demostrar ningún principio moralizador. En muchos sentidos, fue el representante genuino de una tierra joven que sabía relativizar su mundo y que, a pesar de todo, miraba siempre coro optimismo el futuro. «El humor de Mark Twain», como afirma Ramón J. Sender con profunda visión acerca de la personalidad de aquel gran novelista, «fue durante treinta años el de América. Hoy no hay nadie entre los escritores que se le pueda comparar. Los humoristas son demasiado intelectuales y pretenciosos o demasiado bufonescos. Una buena condición de Mark Twain: nunca fue pedante. Otra no menos noble: no dio señales de ese escepticismo inhumano del que hoy se hace gala más o menos en todas partes».

    En una época de encontrados intereses y de falseamientos de todo tipo, provocados por el carácter transitorio de la historia de América, la figura del creador de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn no solo supo avalarse con la garantía de la sinceridad y de la honradez, que eran partes integrantes de su humor, sino que se distinguió de forma sobresaliente por una liberalidad que lo hizo trascender su propia tierra y su propio tiempo. Ha sido José M. Valverde quien ha trazado con breves palabras y sumo acierto el cuadro general que enmarcaba a este gran escritor y que al mismo tiempo se veía incapaz de reducirlo a sus límites. Un resumen tan claro y tan sintético es la mejor conclusión a este comentario introductorio, encaminado a preparar la grata lectura de las cuatro obras que siguen a continuación: «Mark Twain queda como símbolo de un momento en que, a la vez que se vivía la aventura de las tierras abiertas, se hacía sobre ello literatura y humor sofisticado, por lo mismo que los hombres pasaban por todos los oficios, y hacían alternativamente de pioneros y de periodistas: Buffalo Bill escribía novelas en que hinchaba sus propias peripecias; Davy Crockett fue, al principio, algo de una escalada literaria, que por suerte se legitimó muriendo heroicamente; Kit Carson encontraba ejemplares de falsas aventuras suyas al realizar las verdaderas. Pero lo que más importa es que Mark Twain es el primer norteamericano que escribe una prosa de valor absoluto».

    Un Yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo

    Prefacio

    Las toscas leyes y costumbres que se mencionan en este cuento son históricas, como lo son también los episodios que se utilizan para ilustrarlas. No se pretende dar a entender que tales leyes y costumbres existieran en la Inglaterra del siglo vi. No, lo único que se pretende es afirmar que, dado que existieron en Inglaterra y en otras civilizaciones en épocas mucho más posteriores, no resulta temerario considerar que el siglo vi no se verá difamado si suponemos que también entonces se hallaban vigentes. Uno puede deducir justificadamente que, si alguna de estas leyes o costumbres era desconocida en aquella remota época, su vacante la llenaría competentemente otra aún peor.

    El interrogante sobre si existe lo que se ha dado en llamar el derecho divino de los reyes no halla respuesta en el presente libro. Resultó demasiado difícil dar con ella. Que la cabeza ejecutiva de una nación debía ser una persona de carácter altanero y extraordinaria habilidad era algo manifiesto e indisputable. También era manifiesto e indisputable que nadie salvo Dios podía escoger a semejante persona sin equivocarse. Así, pues, que era Dios quien debía efectuar la selección resultaba igualmente manifiesto e indisputable. Por consiguiente, que es Él quien, como se afirma, realizaba esta función resulta una deducción inevitable. Quiero decir que lo era hasta que el autor de este libro se tropezó con la Pompadour y lady Castlemaine, así como con otras cabezas ejecutivas de la misma especie. Resultó tan difícil hacer que encajasen en este presupuesto, que se juzgó conveniente no abordar el tema en el presente libro (que debe aparecer el próximo otoño) y luego, tras la debida preparación, zanjar la cuestión en otro libro. Ni que decir tiene que se trata de algo que debe resolverse y, de todos modos, no tengo nada especial que hacer el próximo invierno.

    Mark Twain

    Hartford, 21 de julio de 1889

    Unas palabras de explicación

    Fue en el castillo de Warwick donde me encontré con el curioso desconocido del que voy a hablaros. Me atrajo por tres razones: su sincera simplicidad, su maravillosa familiaridad con las armaduras antiguas y la sensación de sosiego que producía su compañía, ya que él era el único que hablaba. Como es propio de personas modestas, nos quedamos a la cola del rebaño de turistas a quienes se les estaba mostrando el lugar y en seguida empezó a decir cosas que me interesaron. Mientras iba hablando quedamente, de un modo agradable y fluido, daba la impresión de que se alejaba imperceptiblemente de este mundo y época para penetrar en una era remota y en un país olvidado desde hace mucho. Y así, gradualmente, fue envolviéndome en tal hechizo que creí moverme entre los espectros y sombras, el polvo y el moho, de una lejana antigüedad, a la vez que conversaba con una de sus reliquias. Exactamente del mismo modo que yo hablaría de mis amigos o enemigos más íntimos, o de mis vecinos más conocidos, él lo hacía de sir Bedivere, sir Bors de Ganis, sir Lancelot del Lago, sir Galahad y todos los demás nombres famosos de la Tabla Redonda. ¡Y había que ver cuán viejo, cuán indeciblemente viejo, marchito, reseco, mustio y antiguo fue poniéndose a medida que avanzaba su narración! Al cabo de un rato, se volvió hacia mí y con la misma naturalidad con que habría podido hablar del tiempo o de cualquier otro asunto intrascendente me dijo:

    —Usted ya habrá oído hablar de la trasmigración de las almas, pero, ¿sabe algo de la trasposición de las épocas… y de los cuerpos?

    Le dije que era la primera noticia que tenía al respecto. Estaba tan distraído, tanto como lo está la gente cuando habla del tiempo que hace, que no se fijó en si le contestaba o no. Se hizo un breve silencio que inmediatamente fue roto por el zumbido de moscardón con que el cicerone asalariado daba sus explicaciones:

    —Antigua cota de mallas; data del siglo vi, época del rey Arturo y de la Tabla Redonda. Dícese perteneció al caballero sir Sagramor el Deseoso. Observen el agujero redondo que atraviesa la cota de malla en la tetilla izquierda. No se conoce la causa. Se supone que lo hizo una bala después de la invención de las armas de fuego. Tal vez lo hicieran malintencionadamente los soldados de Cromwell.

    Mi compañero sonrió. Pero su sonrisa no era moderna, sino que era de una clase que había caído en desuso hacía muchos, muchísimos siglos. Acto seguido, hablando al parecer consigo mismo, musitó:

    —Sépalo bien: yo presencié el hecho —yluego, tras una pausa, añadió—: Lo hice yo mismo.

    Cuando conseguí sobreponerme a la sorpresa que tal comentario me había causado, ya no se encontraba a mi lado.

    Aquella tarde me la pasé entera sentado junto al fuego en la posada de Warwick, soñando en tiempos ya pasados mientras la lluvia golpeaba las ventanas y el viento rugía por los aleros y esquinas de la casa. De vez en cuando hojeaba el encantador libro del anciano sir Thomas Malory y me recreaba con el rico festín de prodigios y aventuras que en él se narraban, aspiraba profundamente la fragancia de aquellos nombres ya fuera de uso y luego volvía a sumirme en mis sueños. Cuando finalmente llegó la medianoche, leí otra narración antes de acostarme. Se trataba de esta que seguidamente os cuento: de cómo sir lancelot mató dos gigantes y liberó un castillo

    «Y sucedió que cayeron sobre él dos inmensos gigantes, armados con sendos garrotes. Sir Lancelot se protegió con su escudo y desvió el mazazo que le descargó uno de los dos gigantes y con la espada le cercenó la cabeza. Cuando el otro gigante vio lo sucedido, echó a correr como enloquecido y sir Lancelot emprendió su persecución con toda su fuerza y de una estocada lo partió en dos. Luego sir Lancelot entró en el salón y ante él aparecieron tres veintenas de damas y damiselas y todas se pusieron de hinojos ante él y agradecieron a Dios y a él su liberación. Pues, señor, dijeron, la mayoría de nosotras llevamos siete años aquí convertidas en sus cautivas y hemos hecho toda suerte de labores de seda para ganarnos el pan y todas somos de noble cuna y bendita sea la hora en que nacisteis, caballero, pues vuestra es la mayor hazaña que jamás realizara caballero alguno y quedará grabada en los anales de la historia y todas os imploramos que nos digáis vuestro nombre, para que podamos decirles a nuestros amigos quién nos libró del cautiverio. Bellas damiselas, dijo él, me llamo sir Lancelot del Lago. Y así diciendo se separó de ellas encomendándolas a Dios. Y luego montó en su caballo y recorrió numerosos países desconocidos y salvajes y cruzó gran número de ríos y valles cobijándose en cualquier parte. Y por fin quiso la fortuna que una noche llegase a una bella mansión donde encontró a una anciana dama que gustosamente le brindó albergue y buenos alimentos para él y su caballo. Y cuando llegó el momento, su anfitriona lo condujo a una buhardilla situada sobre la puerta de entrada y allí le ofreció un lecho. Sir Lancelot se despojó de sus armas y, colocándolas al alcance de la mano, se acostó y al poco quedó dormido. Y sucedió que al cabo de un rato llegó galopando un jinete que con mucha impaciencia empezó a llamar a la puerta. Y cuando sir Lancelot oyó los golpes, se levantó, se asomó a la ventana y a la luz de la luna vio que tres caballeros montados llegaban a la zaga del otro jinete y todos a una empezaron a golpearle con sus espadas y el otro caballero les hizo frente gallardamente y se defendió. En verdad, dijo sir Lancelot, ayudaré a este caballero, pues sería una vergüenza no hacer nada mientras tres luchan contra uno solo y si le dieran muerte, yo sería cómplice de ellos. Y acto seguido echó mano de sus armas y se deslizó por la ventana empleando una sábana y se acercó a los cuatro caballeros que luchaban y entonces les desafió a que le atacasen y dejasen de luchar contra el otro caballero. Y entonces los tres dejaron en paz a sir Kay y arremetieron contra sir Lancelot, entablándose feroz batalla, pues los tres lo atacaban a la vez desde todos los lados y le asestaban tremendas estocadas y mandobles. Entonces sir Kay se llevó una reprimenda por aprestarse a ayudar a sir Lancelot. No, señor, dijo sir Lancelot, no necesito vuestra ayuda; más, como vos aceptáis la mía, dejadme a solas con ellos. Sir Kay, para complacer al caballero, dejó que hiciera su voluntad y se apartó. Y en unos instantes, de seis mandobles sir Lancelot los derribó al suelo.

    Y entonces los tres le imploraron diciendo: caballero, nos rendimos ante vuestro poderío sin par. Sobre esto, dijo sir Lancelot, no acepto vuestra rendición y solo si os rendís a sir Kay el senescal os perdonaré la vida, si no, moriréis. Buen caballero, dijeron ellos, no queremos hacerlo, pues hemos perseguido a sir Kay hasta aquí y le habríamos vencido de no haber intervenido vos, así que no vemos razón alguna para rendirnos a él. Pues pensadlo bien, dijo sir Lancelot, pues os dejo escoger entre la vida y la muerte, pues si os rendís, será a sir Kay. Buen caballero, dijeron ellos, para salvar nuestras vidas haremos lo que nos ordenéis. Entonces, dijo sir Lancelot, el próximo domingo de Pentecostés os presentaréis en la corte del rey Arturo y allí os rendiréis a la reina Ginebra y los tres os pondréis en manos de su gracia y merced y diréis que sir Kay os mandó allí para ser prisioneros de la reina. Por la mañana, sir Lancelot se levantó temprano y dejó a sir Kay dormido y sir Lancelot se llevó la armadura y el escudo de sir Kay y se fue al establo a recoger a su caballo y se despidió de su anfitriona, tras lo cual partió. Al poco rato despertó sir Kay y echó de menos a sir Lancelot y entonces vio que sir Lancelot le había dejado su propio caballo y armadura. A fe mía que ofenderá a algunos en la corte del rey Arturo, pues con él se atreverán los caballeros, creyendo que soy yo, y eso los engañará. Mientras que yo, al tener su armadura y su escudo podré viajar en paz. Y poco después sir Kay partió y dio las gracias a su anfitriona».

    Al dejar el libro sobre la mesa, se oyó un golpe en la puerta y entró el desconocido de antes. Le ofrecí una pipa y una silla y le pedí que se pusiera cómodo. También lo reconforté con un whisky escocés caliente, después con otro y aún con otro más, siempre esperando oír su historia. Tras un cuarto persuasor, él mismo abordó el tema de forma harto sencilla y natural:

    la historia del desconocido

    Soy americano. Nací y me crié en Hartford, Estado de Connecticut… bueno, al otro lado del río, en el campo. Así que soy yanqui de pura cepa y además práctico. Sí, y casi desprovisto de sentimiento, supongo, o de poesía, por decirlo de otro modo. Mi padre era herrero, mi tío era herrero y al principio yo fui ambas cosas a la vez. Después entré a trabajar en la gran fábrica de armas y aprendí mi verdadero oficio. Aprendí todo lo que había que aprender. Aprendí a hacerlo todo: escopetas, revólveres, cañones, calderas, máquinas y toda suerte de maquinaria para ahorrar trabajo. Anda, era capaz de hacer cualquier cosa que me pidiesen, cualquier cosa del mundo, no importaba cuál; y si no había ninguna nueva forma de hacer una cosa, yo sabía inventarla y luego el trabajo era cosa de coser y cantar. Me hicieron capataz en jefe y tenía a un par de miles de hombres bajo mis órdenes.

    Bueno, un hombre así es un hombre al que no le faltan las trifulcas, eso no hace falta decirlo. Con un par de miles de hombres toscos a sus órdenes, a uno le sobran las diversiones de esa índole. Al menos eso me pasaba a mí. Finalmente encontré la horma de mi zapato y recibí la parte que me correspondía. Fue durante un malentendido que tuve con un sujeto al que solíamos llamar Hércules y que dirimimos a golpes de palanca. Me tumbó con uno de lo más contundente, que recibí en un lado de la cabeza y que hizo que todo crujiera y pareciese como si todas las junturas de mi cráneo se salieran de su sitio y se cruzaran sobre la de al lado. Luego el mundo quedó envuelto en la oscuridad y yo me quedé sin sentir nada y sin saber nada tampoco, al menos durante un rato.

    Cuando recobré el conocimiento, me encontré sentado debajo de un roble, sobre la hierba, con un extenso y bello paisaje rural para mí solo, o casi. No del todo, pues había un sujeto montado a caballo que me estaba contemplando, un sujeto que parecía acabado de sacar de un libro con láminas. Iba cubierto, de pies a cabeza, con una armadura al estilo antiguo y llevaba en la cabeza un casco en forma de cuñete, con ranuras, y tenía un escudo y una espada y una lanza prodigiosa. Y su caballo llevaba armadura también y un cuerno de acero que le salía de la frente y una hermosa gualdrapa de seda roja y verde que le colgaba sobre las ijadas como el cobertor de una cama y que llegaba casi hasta el suelo.

    — ¿Queréis justar, señor? —dijo el sujeto.

    — ¿Si quiero qué?

    — ¿Si queréis entablar combate por unas tierras o una dama o…?

    — ¿Qué diantres me estás diciendo? —dije yo—. Anda, vuélvete a tu circo o te denunciaré.

    ¿Qué creéis que hizo entonces el sujeto sino retroceder un par de centenares de metros y luego cargar contra mí tan velozmente como podía, con el cuñete inclinado hacia adelante hasta casi rozar el cuello del caballo y su larga lanza apuntando en línea recta hacia adelante? Vi que la cosa iba en serio, así que me hallaba ya subido al árbol cuando llegó.

    Dijo que yo era de su propiedad, que era cautivo de su lanza. Los argumentos estaban de su parte, al igual que las ventajas, de manera que juzgué más prudente seguirle la corriente. Llegamos a un acuerdo según el cual yo iría con él y él no me haría ningún daño. Bajé del árbol y nos pusimos en marcha, caminando yo al lado de su caballo. Anduvimos sin prisas cruzando claros del bosque y salvando arroyos que no recordé haber visto anteriormente, cosa que me dejó perplejo y me llenó la cabeza de dudas, y, pese a ello, no llegamos a ningún circo ni vi el menor rastro de que lo hubiera por allí. Así que descarté la idea de que el sujeto trabajaba en un circo y saqué la conclusión de que se había escapado de algún manicomio. Pero no llegamos a ningún manicomio, así que me vi en un brete, como podríais decir. Le pregunté a qué distancia estábamos de Hartford. Dijo que jamás había oído hablar de tal sitio, cosa que tomé por una mentira, aunque no insistí. Al cabo de una hora vimos a lo lejos una ciudad dormida en un valle a la orilla de un río sinuoso y más allá, en lo alto de una colina, una vasta fortaleza de piedra gris, con sus torreones y torres, la primera que veía fuera de un grabado.

    — ¿Bridgeport? —dije yo, señalando.

    —Camelot —dijo él.

    El desconocido llevaba un rato dando muestras de tener sueño. Se sorprendió a sí mismo dando cabezadas y sonrió con una de aquellas sonrisas patéticas y anticuadas que eran tan suyas y dijo:

    —Me temo que no puedo seguir. Pero venga conmigo. Lo tengo todo por escrito y podrá leerlo si gusta.

    Ya en su alcoba, dijo

    —Primero llevé un diario, luego, pasados unos años, cogí el diario y lo convertí en un libro. ¡Cuánto tiempo hace va!

    Me entregó su manuscrito y me señaló el punto por donde debía empezar:

    —Empiece por aquí… lo que viene antes ya se lo he contado.

    Para entonces va se estaba cayendo de sueño. Al cruzar la puerta para salir, oí que murmuraba con voz soñolienta:

    —Os deseo un buen descanso, caballero.

    Me senté al lado del fuego y me puse a examinar mi tesoro. La primera parte del mismo, que era el grueso del manuscrito, estaba escrita sobre pergamino ya amarillento por el paso del tiempo. Me fijé especialmente en una hoja y vi que era un palimpsesto. Debajo de la vieja y borrosa letra del yanqui se veían trazas de caligrafía aún más antigua y borrosa. Había palabras y frases en latín: fragmentos de viejas leyendas monacales, evidentemente. Volví mi atención al lugar que me indicara mi desconocido y empecé a leer lo siguiente.

    Capítulo primero

    Camelot

    —Camelot… Camelot —me dije—. No recuerdo haber oído nunca este nombre. Será el del manicomio, seguramente.

    El paisaje era suave, tranquilo, veraniego, hermoso como un sueño y solitario como un domingo. El aire estaba lleno del olor de las flores y el zumbido de los insectos y el gorjeo de los pájaros y no se veía gente, ni carretas, ninguna señal de vida o de actividad. El camino consistía principalmente en un tortuoso sendero en el que se veían las huellas de cascos de caballo y aquí y allá el débil trazo de unas ruedas a uno y otro lado de la hierba, ruedas que aparentemente llevaban un neumático tan ancho como una mano.

    Al cabo de un rato apareció una niña bellísima, de unos diez años, cuyo dorado cabello caía cual catarata sobre sus hombros. Ceñía su cabeza una guirnalda de amapolas rojas como llamaradas. Era el ajuar más delicioso que jamás había visto, aunque más bien somero. Caminaba indolentemente, con el alma en paz, cosa que se reflejaba en su rostro inocente. El hombre del circo no le hizo el menor caso; al parecer ni siquiera la vio. En cuanto a ella, pues no mostró la menor sorpresa al ver la fantástica facha del sujeto, como si ver aquello fuera cosa de todos los días. Se disponía a pasar por nuestro lado con la misma indiferencia con que habría pasado por el lado de dos vacas, pero, cuando casualmente reparó en mí, ¡entonces sí hubo un cambio! Alzó las manos y se quedó petrificada, con la boca abierta y los ojos grandes como platos, mirándome fijamente, con expresión temerosa. Era la imagen viva de la curiosidad atónita con un toquecito de miedo. Y se quedó mirando con una especie de fascinación estupefacta hasta que doblamos un recodo del camino y desaparecimos de su vista. Que se hubiese sobresaltado al verme a mí en vez de al ver al otro hombre resultaba demasiado para mí, era algo que no tenía pies ni cabeza. Y que al parecer me considerase a mí un espectáculo, olvidándose por completo de sus propios méritos en este sentido era otro motivo de perplejidad para mí, así como un alarde de magnanimidad que era sorprendente en alguien tan joven. La cosa daba que pensar. Seguía mi camino como en sueños.

    A medida que nos acercábamos a la ciudad, iban apareciendo señales de vida. De vez en cuando pasábamos por delante de alguna mísera choza con techo de paja, rodeada por reducidas parcelas y jardines mal cultivados. También había gente: hombres musculosos de cabello largo, áspero y sin peinar que les caía sobre la cara dándoles aspecto de animales. Ellos y las mujeres, por regla general, vestían toscas túnicas de lino que les llegaban muy por debajo de las rodillas, una especie de sandalias bastas y, en muchos casos, un collar de hierro. La chiquillería, tanto niños como niñas, iban invariablemente desnudos, pero nadie parecía darse cuenta. Toda aquella gente me miraba con curiosidad, hacían comentarios sobre mí y entraban corriendo en sus chozas a buscar a sus familias para que me viesen, cosa que hacían con la boca abierta. Pero nadie,

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