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La marina ilustrada
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Libro electrónico1136 páginas17 horas

La marina ilustrada

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España fundó la primera navegación global de la historia, dibujó continentes desconocidos e inventó las máquinas maravillosas que hicieron posible aquella primera globalización. Es un alarde, lo más importante que hicimos en nuestra historia, pero no hemos sido capaces ni de investigar seriamente un solo galeón todavía. Los grandes marinos del siglo XVIII eran geógrafos, astrónomos, matemediáticos, naturalistas, ingenieros y científicos, capaces de innovar y arriesgarse en travesías que los llevaron a los confines del mundo. Con un sentido del deber y amor por su patria envidiables, fueron la mejor España en ambas orillas del atlético y en ellos deberíamos hoy mirarnos. La marina ilustrada, trabajo monumental que ahora Kokapeli vuelve a editar , está considerada una de las obras capitales, de la actualidad, sobre el siglo XVIII español y, en particular, sobre un momento irrepetible. En esa época, la Ilustración española encontró refugio en la Armada, que se llenó de científicos e ingenieros, volcados tanto a servir a su país con las armas como a ampliar los horizontes de todo tipo de conocimientos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 oct 2021
ISBN9788412517941
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    La marina ilustrada - David Casado Rabanal

    La Marina Ilustrada está considerada una de las obras capitales sobre el siglo XVII español. En esa época, la Ilustración española encontró refugio en la Armada, que se llenó de científicos e ingenieros.

    La marina ilustrada

    David Casado Rabanal

    Tu Regere Imperio Fluctus, Hispane Memento

    Recuerda español, que para ti es el Imperio del mar

    Inscripción latina del frontispicio de la puerta del Mar,

    en el arsenal de La Carraca (Cádiz, 1792),

    mandada edificar por el rey Carlos IV.

    Índice

    La marina ilustrada

    Prefacio a la tercera edición de La Marina ilustrada

    Introducción

    Capítulo I

    De los bajeles de Su Majestad Católica

    Cañones y fundiciones

    Esquilmando los bosques

    No basta con mirar al cielo

    Una permanente odisea

    El rancho de a bordo

    Capítulo II

    Veintidós coronas para Felipe de Anjou

    Decretos y marina de Nueva Planta

    El origen de la Diada

    Nos faltan soldados y barcos

    La Carrera de Indias

    Capítulo III

    Corazón francés para las arterias del Imperio

    Los galeones de Rande

    De la pérdida de Gibraltar y Menorca

    Navío de permiso y Asiento de Negros

    Un héroe de leyenda

    Capítulo IV

    No es oro todo lo que reluce

    Una Corte versallesca

    En América sobra la plata

    Hombres y marinos para la Real Armada

    Al toque de diana

    Trabajo forzoso en los astilleros

    Capítulo V

    Los Borbones desembarcan en Italia

    Alberoni intenta la insurrección de Escocia

    El segundo reinado de Felipe V

    La guerra de la oreja de Jenkins

    El asedio a Cartagena de Indias

    Una fortaleza inexpugnable

    Capítulo VI

    Longitudes y meridianos: el viaje científico al Ecuador

    La aventura de Jorge Juan y Antonio de Ulloa

    El Compendio de navegación

    El Real Observatorio de Cádiz

    Una carrera contrarreloj

    Capítulo VII

    El nuevo amo del Reino

    Primus inter pares

    Conocer almas y revitalizar provincias

    Pacifismo digno, con barcos y dineros

    El reducido golpe de Estado

    Un buque con su nombre

    Capítulo VIII

    Del conflicto por el lago español

    La ruta de Urdaneta y otras hazañas

    El mayor botín de los océanos

    La frustrada expedición del Almirantazgo

    Epílogo para el Mare Nostrum

    Nutka, la frontera más remota

    Ganando barlovento

    Capítulo IX

    Sin Marina, no hay respeto

    Cambiamos galeones por navíos

    Jorge Juan, espía e ingeniero

    Unas naves hermosas y gallardas

    El mayor navío de su tiempo

    Jabeques, pequeños pero matones

    Capítulo X

    El despotismo ilustrado impulsa la nave del Estado

    Un hombre de gustos sencillos

    El naufragio de Esquilache

    Los golillas, Aranda y Floridablanca

    Proa contra Inglaterra y a toda vela

    Las reformas cruzan el Atlántico

    El final de una época

    Capítulo XI

    Ni reconocidos ni pagados

    Los Gálvez, honor y gloria

    Con talento e inteligencia

    Paladeando el triunfo

    Una victoria pírrica

    Nadar y guardar la ropa

    Capítulo XII

    La guerra del corso y la esclavitud

    Perros del mar y luteranos

    Los moriscos de Salé

    Los baluartes del Nuevo Mundo

    Nelson no consigue las Canarias

    Entre amarras y cadenas

    Capítulo XIII

    Talasocracias púnicas

    El apogeo del belicismo

    La derrota de Francia en América

    El triunfo de la propaganda

    ¿Monarquía o república?

    Roma contra Cartago

    La batalla de Aboukir

    Capítulo XIV

    Los viajes científicos, entre la defensa y el brillo cultural

    Masonería, ciencia y política

    Malaspina levanta el acta final del Imperio

    Al mando de los mejores hombres

    La expedición Balmis

    Capítulo XV

    Crisis revolucionaria y malos tiempos

    La guillotina es cruel y atea

    La Marina se queda en los huesos

    Imposible tomar aliento

    La felonía de la Mercedes

    Todo se hunde alrededor

    Capítulo XVI

    Trafalgar, la ruina de la Armada y del Imperio

    Una auténtica bendición

    Bajo la mirada de Anubis

    Los tres días del Emperador

    El toque Nelson

    «Di que he muerto»

    Epílogo

    Bibliografía para saber más

    Cronología para no olvidarnos

    Índice onomástico

    Notas

    Capítulo I

    Capitulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Capítulo XIII

    Capítulo XIV

    Capítulo XV

    Capítulo XVI

    Prefacio a la tercera edición

    de La Marina ilustrada

    En la noche del 5 de noviembre de 1789 —año de la Revolución francesa y una fecha singular para la historia de la Astronomía— el joven oficial de marina y astrónomo Dionisio Alcalá Galiano, enrolado a bordo de la expedición que comandan Alejando Malaspina y José de Bustamante y Guerra, se encuentra en la ciudad de Montevideo, y aprovechando su estancia en el hemisferio austral y la claridad de los cielos que le rodean, se dispone a observar el planeta Mercurio que esa noche alcanza su máximo perihelio respecto al Sol. A sus 29 años, Alcalá Galiano ha sido el primer navegante de la historia en aplicar el método de hallar la latitud por medio de la altura polar, observada a una distancia cualquiera del meridiano, tal y como se hace desde entonces, y por ello es el responsable de las observaciones astronómicas que se llevan a cabo dentro de los amplios objetivos científicos y políticos, del viaje de circunnavegación que durante un lustro llevarán a cabo las corbetas Descubierta y Atrevida , ensanchando las fronteras físicas y del conocimiento del siglo ilustrado.

    En la vuelta al mundo de Malaspina y Bustamante, a Alcalá Galiano le cupo el honor de ser también el primer astrónomo en observar, desde Montevideo, el paso irregular de Mercurio por delante del disco solar. Sus apuntes sobre estas observaciones aparentemente erráticas del planeta más próximo a nuestra estrella, pusieron en cuestión, nada menos, que toda la mecánica celeste de Newton, y sirvieron para que más adelante, el astrónomo francés Urbain Leverrier, reconociendo la contribución a la ciencia del hallazgo del marino español, corroborara que el movimiento de Mercurio no se ajustaba a lo que establecía la teoría de la gravedad de Newton, por determinar un avance del perihelio —la distancia mínima posible respecto al astro— en su órbita, que no pudo ser explicado hasta la teoría de la relatividad de Einstein.

    El descubrimiento de Alcalá Galiano fue uno más, de los múltiples hallazgos y contribuciones al desarrollo científico, técnico, geográfico, económico y humano, de los marinos, astrónomos, geógrafos, naturalistas y exploradores ilustrados del siglo XVIII, dentro de los cuales los españoles ocupan, por méritos propios, un lugar de honor. Independientemente de su probado valor como militares y su entrega al servicio del Rey y de su patria, aún en las peores circunstancias de lo que fueron las guerras napoleónicas. Tal y como le sucedió a nuestro brigadier Alcalá Galiano, perdiendo la vida cómo tantos otros de igual valía, en el combate de Trafalgar.

    A tenor de cómo terminó para España la utopía ilustrada del Siglo de las Luces, y las funestas consecuencias que tuvo la que ha sido la mayor batalla naval librada en aguas españolas, más allá de los errores tácticos del almirante Pierre Charles de Villeneuve al mando de la Combinada, o del loco arrojo de Horatio Nelson, nuestra historia del siglo ilustrado ha sido menospreciada e infravalorada injustamente, por la simple razón, parafraseando al poeta Gil de Biedma, que acaba mal. De ahí mi propósito como autor, de divulgar y reivindicar con este ensayo sobre La Marina ilustrada… que en este año alcanza su tercera edición, la herencia de una centuria excepcional, recuperando la historia y los logros, poco a poco olvidados, de estos marinos, gobernantes, científicos y expedicionarios españoles del siglo XVIII que son nuestro pasado, y que por tanto merecen el reconocimiento y el justo veredicto de respeto a los ideales de progreso que les movieron y, a menudo, todavía hoy les regateamos.

    Y sumado al ninguneo que la historia de los ilustrados hispanos —incluidos todos los americanos— haya podido padecer a la hora de despertar el interés de la opinión pública, tanto nacional como foránea, no es menos cierto que los españoles descuidamos, con harta frecuencia, la investigación, el conocimiento y la divulgación del pasado propio, que añadidos a la falta de promoción exterior de nuestro país, tienen como resultado la ignorancia y el olvido —más de una vez interesado— de nuestra historia, con las graves consecuencias que todo ello conlleva para el porvenir de cualquier nación que se precie.

    Tal y como señalaba en el prólogo de la primera edición del libro (2009): «Entre la pérdida de Gibraltar (1704) y el enfrentamiento a tres bandas de Trafalgar (1805), las sempiternas alianzas borbónicas con Francia y la ocupación napoleónica, transcurre todo un siglo durante el cual los hechos que se suceden resultan tan amplios, que su recuerdo puede verse difuminado entre estos varios polos de atracción. Mi interés por hacer un mayor hincapié en la divulgación y comprensión de toda la centuria, tiene por objeto el que resulte útil para explicar el cómo y el porqué se llegó de un extremo al otro, abarcando en este recorrido toda la hermosa, la conmovedora historia de la Marina de la España ilustrada, y la de los hombres que la hicieron posible. Con el telón de fondo del escenario del mundo colonial americano, la Ilustración y el Siglo de las Luces, que tanto en nuestro país como en la América hispana alcanzan, pese a todas las resistencias, enorme brillo».

    También apuntaba, en el prólogo a la segunda edición (2016) que: «Como españoles, debemos congratularnos de que por fin se vaya superando la amnesia intencionada de propios y extraños sobre el gran papel que jugó España y su Imperio ultramarino, en el diseño de la Modernidad y los grandes logros del siglo ilustrado. La exploración científica, militar y comercial que nuestro país llevó a cabo en América y Oceanía, encarnan plenamente los valores de la Ilustración y contribuyen, como pocos, a fraguar lo que hoy llamamos globalización. En palabras de un hispanista emérito, el profesor Daniel R. Headrick, de la Roosevelt University de Chicago: Es difícil pensar poder dibujar un horizonte del siglo XVIII en cualquiera de sus facetas, sin imaginar el influjo de la Real Corona Española, clave de su tiempo».

    En la actualidad, y a punto de ver la luz esta tercera edición del libro —revisada y ampliada—, confieso a los lectores mi satisfacción por la amplia singladura que ha realizado este ensayo, desde que quedara entre los cinco finalistas del VI Premio Algaba de Investigaciones Históricas en 2008; su inclusión, más adelante, en el catálogo de la prestigiosa librería madrileña Polifemo, que dedicó a Carlos III y la Ilustración (2014), ofreciendo y publicitando las cien mejores obras publicadas para explicar el siglo XVIII y entender esa época; o bien, que La Marina ilustrada…, figure hoy en los fondos de las bibliotecas y las cátedras de historia en distintas universidades españolas y extranjeras; algunas tan representativas como las de Oxford, la Sorbona, Stanford, John Hopkins, Wisconsin-Madison, o la biblioteca del Instituto Cervantes, por poner algunos ejemplos de los que me siento muy agradecido.

    En lo personal, para mi es un reconocimiento a este esfuerzo por explicar y situar en su contexto más adecuado, toda una época. La que da comienzo con el cambio de dinastía en España y la crudelísima guerra europea que ello conlleva, hasta lograr situar de nuevo a nuestra nación entre las potencias más significativas del viejo continente y el anciano régimen, poco antes de su ruina. Pero de las pocas capaces de enviar sus navíos a los confines más alejados del mundo, gracias al espectacular desarrollo demográfico, social, económico, científico-técnico, militar y geopolítico, del que resultó capaz la España ilustrada.

    En Madrid, invierno del 2021.

    David Casado Rabanal

    Introducción

    El siglo de los filósofos

    Los que distinguen la intolerancia civil y la intolerancia teológica se equivocan, a mi juicio. Estas dos intolerancias son inseparables. Es imposible vivir en paz con gentes a las que se cree condenadas; amarlas sería odiar a Dios que las castiga: es absolutamente necesario o convertirlas o atormentarlas. Dondequiera que la intolerancia teológica es admitida, es imposible que no tenga algún efecto civil, y desde el momento en que lo tiene, el soberano no es ya soberano, ni siquiera en lo temporal; desde ese momento, los sacerdotes son los verdaderos dueños; los reyes no son más que mandatarios suyos.

    Jean-Jacques Rousseau, El Contrato social (1762)

    Mucho más que el Renacimiento y en proporciones considerables, el llamado Siglo de las Luces es, en buena medida, el motor de la modernización y el molde de nuestra civilización occidental. La cultura europea forjó su carácter objetivo durante esta centuria y, salvando las fronteras de las estrechas patrias, se proyectó sobre todo el planeta alcanzando un desarrollo extraordinario que sentó las bases del mundo actual, abordando el primer intento de globalización universal. Esta modernización se llamó la Ilustración, que es un concepto amplio en el que se resumen las nuevas ideas, convicciones y creencias que emanan de la filosofía y la ciencia del siglo XVIII, por contraposición a los valores sociales y religiosos hasta entonces imperantes.

    Con los nuevos postulados que la Ilustración estableció sobre el individuo y la sociedad, la filosofía, la religión, el Estado, la naturaleza y las culturas primitivas, el desarrollo de la economía o la ciencia, Occidente abandonó su juvenil tutela deísta para alcanzar la madurez. Ello fue posible gracias al profundo cambio de los valores sociales de los que hoy somos herederos, a sabiendas de entender que esa modernidad ilustrada contiene muchos elementos positivos que debemos seguir defendiendo sin complejos, frente a la pervivencia del misticismo, la intolerancia y otras posturas intelectuales y religiosas caducas. Es obvio que fuera de Europa aún persiste el rechazo a muchos de los postulados surgidos de la Ilustración, tales como los derechos civiles, la libertad del individuo, el laicismo, el feminismo, la modernidad, o los valores del progreso científico, económico y social, a cargo de otras sociedades menos desarrolladas o secularizadas.

    Ese rechazo viene nutriendo muchas de las violencias y las agresiones del terrorismo fundamentalista de las que somos víctimas los europeos, sin olvidarnos de los atentados xenófobos y supremacistas. Pero gracias a los valores de la Ilustración, lejos de pedir venganza la ciudadanía pide justicia, acallando las voces de los asesinos y haciendo gala de su tolerancia. Esta virtud es una de las mejores herencias del siglo ilustrado, al igual que el respeto a las minorías, matizadas por las reservas, argumentaciones y críticas que esgrimen muchos filósofos e intelectuales respecto a la civilización occidental y su modelo de producción capitalista, sin duda depredador de los recursos naturales y causante, por ejemplo, del cambio climático. Sea bienvenida esta autocrítica constante que se inició con la Escuela de Frankfurt, denunciando los corolarios totalitarios de la razón instrumental. De aquel preguntarse... ¿cómo es posible pensar y confiar en el género humano después de Auschwitz?, pasando por la crítica del colonialismo y el imperialismo cultural de Occidente, sin olvidarse de la pobreza y los miles de millones de personas que sobreviven con rentas paupérrimas.

    Todas estas cuestiones que ahora se plantean, cobran especial significado en un siglo que dio comienzo con la destrucción, por una acción terrorista de fundamentalistas islámicos, de las dos torres gemelas de Nueva York (11 de septiembre 2001), y que al poco continuó con las masacres de los trenes madrileños (11 de marzo 2004). Seguidos de los numerosos atentados habidos en suelo europeo, que han desembocado en una guerra abierta contra el yihaidismo y el autoproclamado Estado Islámico, sucesor de la organización terrorista Al-Qaeda y, por fortuna, casi derrotado. Pero si de algo debemos de estar orgullosos los europeos, insisto, es de esta gran herencia del siglo ilustrado y la Revolución francesa que, además de la tolerancia y la noción de ciudadanía, las libertades del individuo y el establecimiento de los Derechos Humanos, ridiculiza todos los fanatismos religiosos poniendo de manifiesto: «que la vida después de la muerte es la estafa más grande jamás concebida».

    Desde hace un tiempo, el llamado pensamiento débil, que el filósofo italiano Gianni Vattimo puso en boga desde la aparición de su ensayo del mismo título: Il pensiero debole (1983), nos convenció a todos los europeos de la necesaria revisión de las autocomplacencias nacionales y la propia percepción del mundo eurocéntrica. Y además de enseñarnos que carecemos de certezas, el italiano nos hizo ver que ha llegado el fin de las concepciones unívocas, de los modelos cerrados y de las grandes verdades. Pero sin poner en cuestión su magisterio, hoy vuelve a resultar necesaria la tajante defensa de los valores políticos y culturales que hicieron posible la sociedad occidental, la más justa y democrática de cuantas conocemos. A pesar de no estar exenta de problemas tan graves como la violencia de género, los diversos déficit sociales, corruptelas, desigual reparto de la riqueza y exclusión de algunos colectivos e inmigrantes. Desde luego que el mundo occidental se enfrenta, además de la mayúscula crisis climática y el temor a las pandemias, a una guerra sorda contra todas las intolerancias, alimentadas por los muchos males y fanatismos de esa parte de la Humanidad que, marginada del desarrollo económico y víctima de los más miserables feudalismos, nos responsabiliza de sus miserias.

    Pero si en algo sobresale la herencia de la Ilustración es por el despertar de los grandes valores occidentales, que también son patrimonio de todos los pueblos de la Tierra gracias al reconocimiento por parte de las Naciones Unidas de la ciudadanía universal y los irrenunciables Derechos Humanos, cuya enumeración está traducida a medio millar de idiomas y dialectos. La ciudadanía es la forma de organización social que solo puede darse entre los iguales, frente a los viejos estamentos propios del Antiguo Régimen, formados en exclusiva por los idénticos entre sí: aristócratas, nobles, jerarcas de la Iglesia, clérigos, burgueses, comerciantes, artesanos, campesinos y populacho, convencidos todos a su vez de la existencia de las desigualdades como algo natural entre los miembros de la sociedad.

    Como señala el filósofo Fernando Savater en su lúcido Diccionario del ciudadano sin miedo a saber (2007): «Los iguales lo son en derechos y deberes, no en raza, sexo, cultura, capacidades físicas o intelectuales ni creencias religiosas: es decir, igual titularidad de garantías políticas y asistencia social, así como igual obligación de acatar las leyes que la sociedad por medio de sus representantes se ha dado a sí misma. En una palabra, el ciudadano es el sujeto de la libertad política y de la responsabilidad que implica su ejercicio. En la ciudadanía, son los ciudadanos quienes sustentan el sentido político de la comunidad y no al revés… La diversidad es un hecho, pero la igualdad es una conquista social, un derecho: es decir, algo mucho más importante desde el punto de vista humano. El Estado de Derecho que permite el juego democrático reconoce el pluralismo de opciones, pero se funda en la universalidad de lo humano. No se progresa creando diferencias sino igualando derechos: sufragio universal y educación para todos (hombres y mujeres, pobres y ricos), sanidad para todos, etcétera».

    Por estos bienes inmateriales, creo que los europeos podemos y debemos sentirnos orgullosos de las aportaciones que nuestros antepasados lograron realizar en lo que ellas han tenido de positivo. Defenderlas no es apostar por el colonialismo devorador de riquezas, identidades indígenas, o la causa de múltiples sometimientos, y por el contrario es luchar por un mundo global más respetuoso con esos valores que heredamos del XVIII: la lucha contra la esclavitud y por los Derechos del Hombre, el respeto a la vida del individuo y la libertad de los pueblos, la conservación y estudio de la naturaleza, el predominio de la razón y la ciencia, la secularización religiosa, la necesidad de la justicia y la restricción democrática del poder omnímodo de los gobernantes.

    Valores todos ellos ausentes en las causas que hoy nutren la violencia y el fenómeno terrorista, tales como las ofensas religiosas, el desprecio por las mujeres, la pobreza, el rechazo a la migración y la xenofobia, los conflictos de índole nacionalista o identitaria, las amenazas de la globalización y un largo etcétera. Pero hay más, la Ilustración también fue, sobre todo, el tiempo en el que se incrementó sobremanera el poder social de las ideas. Tendríamos que remontarnos a la Grecia clásica para encontrar un paralelismo semejante al papel que desempeñaron en la sociedad los filósofos ilustrados. Los intelectuales que se dieron a conocer con el vocablo francés de philosophes y que los identificaron con el sobrenombre de enciclopedistas, fueron los personajes más influyentes sobre el pensamiento de todas las gentes de su tiempo.

    De hecho, la nueva teorización filosófica y política que nace en Francia tiene desde sus inicios una enorme repercusión en todo Occidente. Surge con el movimiento intelectual que florece en la primera mitad del siglo ilustrado, impulsado por las ideas de los más grandes: Bayle, Montesquieu, Voltaire, Diderot y Rousseau, cuya sola mención basta para juzgar su calado y resonancia, y continúa encarnándose en los autores de la segunda mitad de la centuria, no menos eminentes. La mayoría de ellos se agrupan en torno al Club de l´Entresol y L´Encyclopédie: Condillac, D´Alembert, Helvetius, Holbach, o Condorcet, cuyo dominio en el ámbito de las ideas resulta absoluto. Frente a su impronta y el talento que despliegan, solo destacan algunos adversarios de formación teológica, polemistas tan grises como anodinos.

    Hasta la aparición de sus obras, ninguna otra lectura que no fuera la Biblia había influido y representado tanto para el pensamiento occidental. Pero en el bienio de 1745-46, cuatro editores de París: Le Breton, Briasson, David y Durand, se unieron para compilar todo el saber de su época en una gran obra que solo aspiraba a ser una adaptación francesa de la Cyclopaedia publicada en Inglaterra (1728) por Chambers. Esta seguía el precedente del Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle (1697), acaso uno de los primeros autores ilustrados, sin embargo, los editores parisinos decidieron encargar la redacción de la enciclopedia a uno de estos philosophes, un intelectual poco conocido salvo por sus escritos subversivos y alguna que otra novela erótica. Se trataba de Denis Diderot, quien a su vez pidió ayuda a su amigo el astrónomo Jean le Rond D´Alembert. Cuando ambos se pusieron a trabajar en el proyecto se olvidaron de los objetivos iniciales de la edición, elaborando un nuevo compendio del saber humano basado en las ideas rectoras de la razón, la filosofía natural, la ética, la física y la ciencia experimental.

    En su calidad de hombre honrado, Diderot afirmó: «...que engullimos de un trago la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga». Gracias a él, se consiguió realizar lo imposible, animando a todos los sabios, filósofos, científicos y artesanos a contribuir a la empresa común de redactar L´Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, par une societé de gens de lettres, en la que por primera vez se expondrían todos los conocimientos del hombre, todas sus industrias, arrojando luz sobre los misterios del mundo. En la introducción o Discurso preliminar del primer volumen (1751), su amigo D´Alembert defendía estas convicciones con tanta elocuencia y confianza en la fuerza de la razón humana que, todavía hoy, su texto es uno de los escritos más importantes de la prosa francesa. No obstante, cuando apareció el segundo volumen de la monumental obra, la censura se lanzó sobre ambos impulsores y a punto estuvieron de ser encarcelados, pero gracias al apoyo de madame de Pompadour, amante del rey Luis XV y de otras personalidades de su círculo privado: Malesherbes, Trudaine y Sartine, los dos pudieron reanudar su trabajo beneficiándose del prestigio que les otorgó la censura. De ahí que el tercer tomo pasara de los primeros 1.000 ejemplares de difusión a 4.000, al tiempo que se demandaban de nuevo los anteriores. La Enciclopedia se convirtió así en un éxito editorial sin precedentes y, con el tiempo, la aparición de cada uno de los volúmenes restantes causó gran sensación en toda Europa.

    La Iglesia católica y la corte de Versalles estaban indignadas, y la obra fue prohibida por el Parlamento de París una y otra vez. También el Papado, el Santo Oficio y la Compañía de Jesús la condenaron e incluyeron en el Índice de los libros prohibidos, lo que no evitó que Federico II de Prusia la patrocinara en Berlín. Ello permitió a los enciclopedistas sortear todos los obstáculos y culminar la publicación del último de sus XVII volúmenes de texto, que apareció en 1765 (los 10 de láminas finalizaron en 1772), sumando alrededor de 72.000 artículos. Para entonces, ya se multiplicaban por toda Europa sus copias piratas, la mayoría de ellas realizadas en la zona francófona de Suiza. En total se imprimieron 43 ediciones en una veintena de idiomas, distribuidas por veinticinco países incluido el nuestro. En la práctica, la monumental Encyclopédie sustituyó a la Biblia en la gran mayoría de los hogares burgueses, fundándose numerosas asociaciones dedicadas a su estudio.

    Por estas razones, el XVIII es sobre todo el siglo de Francia, convertida en la nación rectora de Europa, y al resultar la patria de la mayoría de los enciclopedistas, el idioma francés adquiriere la condición de lingua franca para todas las minorías cultas e ilustradas, reemplazando al latín en este cometido. De hecho, en francés se escriben y se editan las obras filosóficas de autores tan famosos como el franco-helvético Jean-Jacques Rousseau, filósofo, escritor, músico, botánico y naturalista; el aristócrata Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu; o Françoise-Marie Arouet, quien adopta el seudónimo de Voltaire. Al francés también se traducen todos los libros importantes escritos en otros idiomas, otorgándole a su lengua el poso cultural y la semiótica racionalista propia de los saberes científicos, tan alejados de la hermenéutica calvinista que impregna las lenguas germánicas, incluyendo al inglés actual. Por ello serán las ediciones francesas las que mejor difundan las obras de todos los intelectuales y sabios más relevantes de la centuria, como el inglés John Locke, los escoceses David Hume y Adam Smith, o los alemanes William Herschell e Immanuel Kant, este último el filósofo más importante de todos los no galos.

    Y convertido París en la mayor plaza pública europea, el siglo quizá más intelectual de la historia tendrá por tanto acento francés, además de identificarse la Ilustración con la altura de miras que le contagia la siempre orgullosa Francia. No en balde, serán los pensadores galos quienes con su labor didáctica mejor destruyan los absurdos misticismos, dejando de lado las penosas explicaciones que la Iglesia sostiene sobre el origen del hombre y del universo. Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, uno de los matemáticos y naturalistas más destacados de su tiempo, expone en su magnífica recopilación de la Histoire naturelle (1749): «… que la vida no está determinada por la voluntad divina, sino por la evolución gradual de la materia». Por su parte, el filósofo francés de origen alemán Paul Heinrich, barón de Holbach, materialista y ateo, escribe en Le système de la Nature, ou les lois du monde moral (1770): «...solo a la física y a la experiencia debe recurrir el hombre. A ellas debe consultar en su religión y en su moral, en sus leyes y en su gobierno, en las ciencias y en las artes».

    A estos postulados filosóficos pronto se suman las consideraciones económicas, y serán los economistas que también buscan la felicidad de los hombres, quienes crean más necesaria la igualdad y fraternidad que la utópica libertad. La escuela del ministro Quesnay es partidaria de la doctrina del despotismo ilustrado, considerando fundamental la mejora de la condición social de los súbditos, cosa que nadie puede hacer mejor que un monarca dotado del más extenso e ilimitado poder. Para los fisiócratas franceses lo esencial no es el sistema jurídico, lo es la propiedad, de la que deriva la libertad y todo el orden social. Así lo plantea Mercier de la Riviére en su estudio sobre L´odre natural et essenciel des societés politiques (1767), publicado a la vez en París y Londres, y en el que defiende la figura del soberano como un factor de equilibrio en el orden social que es una secuela del natural. Por eso el rey ocupa un lugar importantísimo, y siendo el titular de las más decisivas funciones se espera que la Corona no actúe nunca con arbitrariedad, sino que lo haga con un poder moderado: «El despotismo arbitrario es odioso —señala—; no así el despotismo legal».

    A pesar de toda estas consideraciones, el interés económico es el que acabará aupando al despotismo ilustrado. La confianza que manifiesta Diderot respeto a Catalina II de Rusia no impide las críticas a su gobierno arbitrario. «Desconfiad —le dice Mercier— de un rey que se sepa de memoria a Aristóteles, Tácito y Maquiavelo… Es preciso no perder el respeto a las leyes, ya que el gobierno arbitrario es siempre malo, aunque lo dirija un príncipe justo». Al final, economistas y filósofos prepararán el ambiente de la sociedad francesa y por extensión, de todo Occidente, para las transformaciones que conducirán al estallido de la revolución social. A veces, con postulados tan radicales como los que pregonan Claude-Adrien Helvetius, o el mencionado Holbach, dos autores que, buscando una nueva base para el poder del Estado, creen encontrarla en el arbitraje sobre el egoísmo de los hombres.

    La celeridad con la que se transforman las condiciones de vida de la gente da origen a la revolución cultural que llamamos Romanticismo. Su época comienza alrededor de 1760, y la mejor forma de comprenderla es atendiendo a las nuevas formas de experiencia que trae consigo la transformación de los conceptos y valores de la Ilustración, pasando a ser fundamental la nueva forma de experimentar el transcurso del tiempo. Los desarrollos tecnológicos hacen que las cosas cotidianas envejezcan con rapidez, y se descubre que ese paso acelerado del tiempo por la vida produce nostalgia, un sentimiento muy romántico. De este modo se revaloriza la infancia, como una etapa crucial de la vida personal que favorece la comprensión de uno mismo y con la que se reverencia al amor de los padres.

    También aparece la Historia con mayúscula, porque hasta entonces solo había historias en plural. Un italiano, Giambattista Vico, abrió el camino al publicar sus Principios de una ciencia nueva sobre la naturaleza común de las naciones (1725), con la que aborda una fundamentación de las ciencias sociales basada en la idea de la historia como producto de la acción humana, «porque los hombres comprendemos mucho mejor los motivos que nos guían que las leyes de la naturaleza que nos son extrañas». En un principio, las historias eran repetibles e ilustraban la permanencia de las normas morales y por eso se podía aprender de ellas, pero la Ilustración pone el foco en el sentido colectivo de la Historia Universal, como una experiencia que progresa y en la que nada se repite puesto que todo cambia.

    Esta tesis implica enormes consecuencias y la Historia se convierte en la idea rectora del acontecer social. Al concebirla como progreso, en ella se depositan todas las esperanzas de salvación de la Humanidad que antes se ligaban a la religión, desde entonces menospreciada o ignorada. El gran terremoto de Lisboa (1 de noviembre 1755) también resultó un seísmo para las creencias, haciendo dudar a las gentes cultivadas de toda Europa «sobre la existencia de un Dios justo y benefactor», al tiempo que «la fe en un más allá posterior a la muerte quedó relegada a un mero consuelo para los más pobres e ignorantes». En este clima de rechazo al misticismo, Rousseau arremete contra los fanatismos que justificaron las persecuciones religiosas del pasado, señalando: «Ocurrió lo que los paganos temían; entonces cambió todo: los humildes cristianos cambiaron de lenguaje, y pronto se vio a aquel supuesto reino del otro mundo convertirse en el más violento despotismo en este, bajo un jefe visible que se asienta en el trono de San Pedro».

    El descrédito de la religión conduce a la aparición de las primeras ideologías, que anuncian la época de las grandes convulsiones del XIX y las nuevas guerras que traen consigo. Dentro de esta corriente agnóstica, se valora que la Humanidad es única, lo que confiere valor al concepto de individuo —que significa indiviso- equivalente al término de original, y de ahí que cada individuo viva el mundo a su manera, tal y como lo expresan el arte y la literatura. De este modo, el arte adquiere un nuevo significado y su expresión no será una imitación de la naturaleza, según las reglas de los clásicos, porque la originalidad del Romanticismo consiste en prohibir la imitación. Por lo tanto, el artista ya no imita el mundo y prefiere crear uno nuevo, obrando con libertad y como si fuera un dios, razón por la que es considerado un genio.

    Como todos los individuos son originales, todos tienen el mismo valor. Con el Romanticismo ya no hay distintas clases de individuos más o menos valiosos, y la división de la población en clases sociales (la nobleza, el clero, la burguesía y el campesinado) se vuelve problemática. Mucho antes de la llegada de la ideología del marxismo, todo esto no son más que divisiones introducidas de forma arbitraria por los hombres y, en consecuencia, contrarias a la naturaleza humana. De ahí que el concepto de naturaleza se oponga al de sociedad, que es artificial, y mientras que la naturaleza es buena —se descubren los pueblos primitivos y aparece la idea rousseauniana del buen salvaje—, lo social resulta ficticio e impostado.

    Sumergiéndose en la Naturaleza el hombre se purifica de toda la suciedad adherida en su trato con la sociedad, mala e hipócrita por definición, y en la que se pierde la identidad o autenticidad del individuo. En su vertiente social el ser humano se extravía y enajena, excepto cuando encuentra alguien afín con el que compartir su soledad, esto es: el amor de pareja. La intimidad amorosa se convierte así en el sustitutivo del respaldo social siempre interesado. La pareja pertenece además a una esfera privada dentro de la cual el ser humano puede ser auténtico. Por ello, su medio de expresión no son las palabras manidas que sustituye por un código emocional situado más allá del lenguaje oral y formado por los sentimientos. Estos no se pueden fingir y siempre son auténticos, pero quien los finge, casándose por ejemplo por dinero, es considerado un inmoral. Con ello, el auge del sentimiento se convierte en el santo y seña del Romanticismo.

    El hombre que más contribuyó a este cambio social, con su excéntrica forma de vivir y su exhibicionismo intelectual, además de difundir el concepto de sentimiento, volvió a ser Rousseau. Si con su famoso Discours sur l´origene et les fondements de l´inégalité parmi les hommes (1754) consiguió remover a la sociedad entera, una década después su Émile (1762) se convirtió en el manual de la educación infantil para la alta sociedad aunque él metió a sus hijos en un orfanato—. Y no digamos nada de sus Confessions autobiográficas, con las que logró impresionar a toda la élite europea, que lo consideró un rebelde en solitario.

    Si este filósofo inspiró la Revolución formulando su pacto colectivo en Du contrat social (1762), obra fundamental para el desarrollo del pensamiento político, que revolucionarios como Jean-Paul Marat declamaba cada día en los jardines del Palacio de las Tullerías; el desmesurado Werther (1776), del joven alemán Johann Wolfgang von Goethe, proclamaba el valor del sacrificio amoroso y la superioridad del hombre apasionado. Por paradójico que pueda parecer, razón y sentimiento aún no se oponían en la Ilustración y ambos resultaban naturales. La oposición vino después, cuando la razón desemboque en el terror de la guillotina y esta soliviante las conciencias de todas las personas con nobles sentimientos.

    Esta exposición del sentir individual no hubiera resultado posible, a pesar de todos los filósofos y literatos, sin los inicios de otra revolución paralela que llevaron a cabo les femmes más cultas e ilustradas, comprometidas con la difusión de las nuevas ideas opuestas a la autoridad patriarcal, clerical y monárquica, que dieron origen al feminismo. Obras literarias como Julie ou la Nouvelle Héloïse (1761), de Rousseau, les hicieron comprender a las mujeres francesas que la necesidad de asumir un mayor protagonismo social y hacerse ver no admitían demoras. Como tampoco resultaba una fruslería la educación de sus hijos e hijas que, tal y como el Émile denunciaba, no podía dejarse ya en exclusiva a cargo de preceptores y otras personas extrañas.

    Las féminas más cultas del siglo XVIII, tenidas por inferiores a los hombres en opinión de todos estos ilustres varones, y educadas por sus familias con una instrucción secundaria, tomaron conciencia de su situación y se lanzaron de forma apasionada a la tarea propagandística de la liberación intelectual. Paso previo y necesario para iniciar el camino de la liberación política, social y sexual que, eso sí, quedaron pendientes. A pesar de ello, en cada salón aristocrático y cortesano que ellas regentan, se escuchan las primeras voces que se rebelan contra el trono y el altar, y la solidaridad femenina se organiza de manera eficaz para salvar de la prisión o de la muerte a muchos de sus contertulios. En particular, a todos los jóvenes pedantes y admiradores suyos, socavando el poder de la autoridad y ridiculizando a los prebostes que la ejercen, que son subyugados por las nuevas ideas y el atractivo que despliegan estas poderosas Mesdames.

    Lo que Luis XV por sí mismo nunca se hubiera atrevido a realizar, su amada Jeanne-Antoinette Poisson, marquesa de Pompadour, le inducirá a llevarlo a cabo. Desde que el rey le concediera el título de nobleza, esta mujer se convirtió en anfitriona del más importante círculo de artistas, escritores, intelectuales, juristas y filósofos de Francia. Personalidades como Voltaire y el primer ministro Quesnay, se hicieron asiduos de sus salones, y el monarca tan pronto perseguía a los enciclopedistas como les indultaba, con la sola recomendación de su favorita. La paradoja fue que casi toda la nobleza francesa se creyó librepensadora, y se complacía representando el papel de bienhechora del pueblo. El poder de la filosofía llegó a ser tal en aquel escenario a la vez pícaro e intelectual de los salones, que los aristócratas hacían gala de ser filósofos o creían serlo con toda candidez, mientras que sus mujeres utilizaban su atractivo sexual y su arte amatorio para ganar influencia y ejercer su poder. Tanto en el reducido espacio de sus hogares como en el más amplio círculo social de sus admiradores y amantes.

    El juego del deseo y la seducción se sumaban así a la filosofía revolucionaria, a la vez que las citas amorosas resultaban ennoblecidas por las revelaciones literarias del veneciano Giacomo Casanova, considerado el mejor amante del siglo. En sus pomposas memorias, tituladas Historia de mi vida, el italiano demostró ser un extraordinario propagandista de sí mismo, además de figurar como «un verdadero semental con hombros de Hércules… y el ardor de un fauno», tal y como le definió el austriaco Stefan Zweig, el primero de los novelistas del siglo XX que convirtió su vida en un modelo de aventurero amoroso, contribuyendo a desencadenar la fascinación por el personaje. Por el contrario, el arquetipo del uso y el abuso del disfrute de los placeres sexuales de los que gozaba la nobleza será el paroxismo al que llega el deseo violento e irrefrenable del marqués de Sade. El noble Donatien Alphonse-François fue el autor de una literatura morbosa, en la que narra sus experiencias con personas sumisas, dando el nombre de sadismo al deleite de complacerse con el dolor y la humillación ajenas.

    Como muchos de estos Philosophes et Mesdames de la nobleza inspiraron la Revolución en la que algunos perecieron, al igual que sus muchos privilegios, el espíritu revolucionario asumió la filosofía del orden natural, eliminando todo aquello que se consideró un invento de la sociedad. También se hizo hincapié en la recuperación de los valores feministas, venerando de algún modo a las diosas madres de la Naturaleza y la Razón. También se procura que las fronteras de la Nación —la gran madre de toda la ciudadanía— sean naturales como los Pirineos o el Rhin. El acontecimiento revolucionario resultó tan magnífico, que se instauró una nueva Era, procurando que no tuviera nada que ver con el pasado y sí con el porvenir. El Año I de la República (1789) significó el advenimiento de una Humanidad nueva, despojada de los vicios y servilismos de antaño, que quería vivir dichosa y en armonía, gozando de justicia y paz fraternales.

    Los revolucionarios suprimen las circunscripciones territoriales que tienen que ver con la nobleza: ducados, condados y marquesados, instaurando los nuevos departamentos provinciales que denominan según sus accidentes geográficos más significativos, por ejemplo los ríos. También a los meses se les da nombres naturales como termidor (del calor), vendimiario (de la vendimia) o brumario (de la niebla). Pero lo decisivo, es que todos los hombres y mujeres se convirtieron en citoyen et citoyennes (ciudadanos y ciudadanas) de la República, a los que se les reconocen droites naturaleaux (derechos naturales) como: le liberté, le igualité, le fraternité (libertad, igualdad, fraternidad). Y si estos derechos son violados, los ciudadanos pueden recurrir al empleo legítimo de la insurgencia revolucionaria, para deponer a sus malos gobernantes o tiranos.

    Pero las nuevas ideas también trajeron consigo otros conceptos más peligrosos, como le volonté générale (voluntad general), que acabó imponiéndose y se convirtió en la excusa para alimentar a la inmisericorde guillotina, reina de la época del Terror. Ocurrió algo similar a lo que más adelante sucedió en Rusia con la Revolución de Octubre de 1917, justificada con el oscuro interés objetivo del proletariado, que acuñó su líder Vladimir Ilevic, más conocido como el camarada Lenin. Ambas entelequias sirvieron de pretexto a los carniceros del ser humano para actuar en su nombre y de este modo justificar todos sus crímenes. Lástima que, como siempre, todas estas Edades de oro de la Humanidad, intuidas por los pocos elegidos que saben apropiarse de las masas y encandilarlas con sus promesas patrióticas y discursos proféticos, anunciando el paraíso y la gloria que ha de venir, no fueran más que las falsas auroras premonitorias del cruel infierno que se les venía encima.

    Pese a estas adversidades, la reflexión sobre la trascendencia que alcanza la Revolución francesa estaría incompleta sin considerar su verdadera herencia, la que encarna el triunfo de la nueva clase social que se llamará del Tercer Estado. Es decir, la enriquecida burguesía en alza, que la utiliza como crisol en el que se funden los nuevos valores que ella representa. En el famoso escrito firmado por el abate Emmanuel Joseph Sieyès, titulado ¿Qu´est-ce que le Tiers État?, publicado en el revolucionario 1789, se afirma: «…este es el conjunto de toda la Nación, no solo formada por la nobleza y el clero, sino lo mismo por el pueblo de los campesinos y de los obreros, por las gentes instruidas o ricas, que solo difieren de los nobles por la falta de un árbol genealógico en sus archivos de familia».

    Junto con el dominio que ejerce la aplastante corriente económica del capitalismo, a la que le estorban tanto las manos muertas del clero como de la nobleza, se impone la nueva filosofía política de la soberanía del pueblo, que dará lugar a los modernos regímenes parlamentarios. No obstante, en la Europa que sobrevive al cesarismo bonapartista y las guerras napoleónicas, también habrá un intento desesperado por recuperar el Antiguo Régimen y rechazar los postulados de la Revolución francesa. La reacción consigue el impulso de las monarquías que suscriben los pactos de Viena, firmados entre las potencias que configuran la llamada Santa Alianza: Gran Bretaña, Rusia, Austria, Prusia, Suecia y la misma Francia, aunque todas fracasan por el florecimiento definitivo del moderno Estado liberal.

    Tras la carta constitucional de los Estados Unidos de Norteamérica y la Declaración de los Derechos del Hombre, serán las Cortes de Cádiz de 1812 las primeras en reflejar los postulados de la nueva filosofía liberal. Por ello será la palabra española la que designe este concepto político en todo el mundo. El espíritu liberal será el preferido por la emprendedora burguesía, que lo utiliza para legitimar los modelos de producción capitalista instalados en los países más desarrollados. No por casualidad, el XVIII es el siglo del «laissez-faire, laissez-passer» económico y del escocés Adam Smith, considerado hoy como el padre de la ciencia económica. Gracias a su talento y aguda percepción sobre el origen de la riqueza de las naciones, supo explicar y plasmar mejor que otros lo que estaba sucediendo en una obra fundamental para el origen de la ciencia económica: An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1776), publicada en el mismo año del Werther y la caída del Gobierno de Anne-Robert-Jacques Turgot, con el cual se acaban las esperanzas de la población francesa y el reinado de Luis XVI se hace insostenible.

    A la vieja preocupación por buscar la justicia, suceden así el interés, la conveniencia y el fomento de la riqueza, ligándose desde entonces poder y propiedad. Si Adam Smith logró sintetizar el pensamiento político y económico de toda esta época, su difusión corrió paralela al proceso global de modernización que la sociedad europea extiende por todo el planeta. Pero la modernidad, viaja embarcada en las naves que cruzan los océanos y que recalan en todos los puertos, desembarcando junto con los marinos y los hombres y mujeres que transitan en ellas, los textos políticos, doctrinales, científicos, filosóficos y literarios en los que se asientan todas estas nuevas ideas de progreso, crecimiento, desarrollo y bienestar.

    * * * * * * *

    En España, la nueva centuria va a procurar un cambio político, social y económico sin precedentes, incluyendo la propia demografía. Para empezar, recordemos que la población peninsular que, llena de vigor, se agrupaba bajo la unificación del Estado por los Reyes Católicos, ascendía en 1492 a una cifra cercana a los ocho millones de habitantes. Sin embargo, su menoscabo dio comienzo ese mismo año con la injusta expulsión de los judíos que se negaron a ser bautizados (unas 120.000 personas), seguida un siglo después de los moriscos (alrededor de 300.000) entre 1609 y 1613. Las graves consecuencias sociales y demográficas que estas dos medidas trajeron consigo, además del despoblamiento de muchas ciudades y villas, se condensan en la intolerancia religiosa en la que se sumió el país —en la Europa protestante la intolerancia fue todavía mayor y mucho más sangrienta—, sumada al desastroso error económico que supuso, en el mismo arranque del Imperio español, prescindir de buena parte de los capitales y conocimientos financieros de la población hebraica y, más adelante, de la fuerza de trabajo de las comunidades islámicas en un sector clave como es la agricultura y la producción de alimentos.

    Tras el descubrimiento y la conquista de las tierras de Ultramar, que representaban una extensión cien veces superior a la Península, la gran emigración hacia las Indias se sumó a la sangría que nos causaban las guerras europeas de los Austrias, con sus grandes secuelas en forma de pestes y hambrunas (de 450.000 a 500.000 muertos en el siglo XVII). Todo ello explica, en buena medida, el enorme esfuerzo social y el declive demográfico al que nos sometió la dinastía de los Habsburgo durante las dos centurias en las que sustentó la Corona. De ahí que a comienzos del nuevo siglo los habitantes que pueblan España apenas alcanzan los siete millones, con una esperanza de vida que había disminuido a tan solo 27 años de media.

    Nada que ver con la recuperación demográfica que tiene lugar a lo largo de toda la centuria, casi doce millones de habitantes con el último censo de Godoy. Lo que dice mucho respecto a los avances logrados en materia de alimentación, higiene y sanidad, mejora de la mortalidad infantil y las condiciones de vida que elevan la esperanza de vida por encima de los 40,5 años. Seis menos de los que gozan en la vecina Francia, la nación que con más de treinta millones es la más poblada de Europa después de Rusia, y la que ostenta —tal y como diríamos hoy— una mayor calidad de vida. Al menos hasta que llegue la merma de la nueva sangría debida a las encarnizadas guerras napoleónicas.

    Aun así, la mayor debilidad de España seguirá siendo su despoblación. Esta escasa fuerza demográfica lastrará el desarrollo económico, a la vez que nos impedirá armar un Ejército y una Marina de guerra acordes con las necesidades defensivas del vasto Imperio ultramarino, sometido a las continuas extorsiones de las armadas de Francia, Gran Bretaña y Holanda. Las tres potencias navales que se enfrentarán a la hegemonía hispano-portuguesa con tenaz perseverancia. Sobre todo, en un tiempo en el que los grandes buques de velas exigen el empleo de tripulaciones muy numerosas. Esa debilidad demográfica también nos impide el dominio absoluto sobre el suelo patrio en época de la Guerra de Sucesión y, más adelante, el poder imponernos a los ejércitos franceses que nos invaden en tiempos del emperador Bonaparte, que nos triplican en número de efectivos. Tal y como vino sucediendo con los navíos enemigos que nos enfrentan a la rapiña de los quince millones de anglicanos británicos y otros siete de calvinistas neerlandeses.

    Y a la par de nuestra escasez de brazos, la herencia que nos dejó la política imperial de los Austrias supuso la laminación social y económica del Reino, agostando el florecimiento de esa incipiente burguesía renacentista que crecía en las ciudades castellanas y aragonesas a comienzos de la Edad Moderna. El malogrado despertar de ese estamento social formado por agricultores con tierras propias, ricos comerciantes, ganaderos, artesanos, navieros, prestamistas judíos conversos, funcionarios y hombres de leyes, vendría a imposibilitar del todo la aparición de una clase social dedicada al mundo del comercio, la industria y la economía financiera en España.

    La falta de una burguesía capaz de crear trabajo y riqueza, o de aprovechar y absorber los capitales monetarios que en forma de oro y plata llegaban de América, se debió ante todo al fracaso, casi simultáneo en el tiempo, del levantamiento de los Comuneros de Castilla y las Germanías de Valencia y Mallorca, seguido por el respaldo masivo del pueblo llano al yugo de la Contrarreforma. Al final, este vacío será ocupado por los extranjeros que van a operar y controlar de manera directa o con testaferros, buena parte del comercio lanar de Castilla y el ultramarino de la Carrera de Indias, incluyendo las fabulosas riquezas que viajan por el Pacífico a bordo del galeón de Manila. Ambas rutas oceánicas son las que proporcionan a la metrópoli todos los bienes y tesoros que la piratería ambiciona y, con el tiempo, supusieron la primera globalización del mundo, al convertirse los buques hispanos en un gran vehículo de intercambio comercial, cultural y social entre los tres continentes.

    Qué duda cabe que este primer avance en la globalización no pudo hacerse sin el concurso de la valentía, el esfuerzo, la iniciativa y una capacidad de organización acordes con tan enorme empeño y, en último término, sin desplegar los españoles ese talento que con tanta frecuencia nos ninguneó la negra propaganda de los países protestantes. Sin embargo, a comienzos del que iba a resultar el siglo ilustrado España había perdido casi por completo todo su poderío naval, carcomido por la ruina de la Hacienda Real, la desidia de las corruptas élites políticas, el abandono de los astilleros e industrias afines, además de la permanente acción hostil de los más enconados enemigos. La Marina imperial de los Austrias, tras superar la derrota de la Armada Felicísima (Invencible), llegó a contar con más de doscientos galeones de combate, casi siempre bien tripulados y armados, pero las flotas del hechizado Carlos II —el último rey de su dinastía—, no eran ya ni la sombra de lo que habían sido. Y para colmo de males, tras la muerte del enfermizo monarca, la desgraciada Guerra de Sucesión con la que se iniciaba el cambio dinástico significó el golpe de gracia para la menguada escuadra de la Flota de Nueva España.

    De ahí que cuando Felipe V se asienta en el trono hispano, se encuentra con un país devastado por la guerra y que está a merced de sus adversarios en las rutas marítimas. Como la nueva dinastía borbónica ha de partir casi de cero, la única ventaja es que todo lo que se haga será nuevo, sin rémoras del pasado, y además se realizará de acuerdo con los principios que emanan de los decretos de la Nueva Planta. Se trata de la materialización de una forma de gobierno que trae consigo la dinastía francesa, acorde con esa nueva idea política del Estado basada en el centralismo y el absolutismo del poder real, que más adelante desembocará en el Despotismo Ilustrado y la filosofía de la razón de Estado, que subyacen en los textos discursivos de L´Encyclopédie.

    Con el cambio de dinastía y el freno a todas las inercias del pasado que supuso el conflicto sucesorio, el país despierta y se sacude las ensoñaciones del Imperio de los Austrias, poniendo de manifiesto su empeño por recuperar el tiempo perdido, a la vez que las élites ilustradas toman conciencia de la necesidad de las reformas, que acometen con una confianza plena en el desarrollo científico, técnico y fabril, posibilitando el espectacular crecimiento de la España de su tiempo. Y en lo político, sucede que la metrópoli se unifica bajo los decretos de la Nueva Planta, a la vez que los Virreinatos americanos se fragmentan, por la incorporación de nuevos territorios y las exigencias de su defensa.

    Sobre la Península y su Imperio ultramarino soplan además muchos vientos culturales, que llegados desde el otro lado de los Pirineos van a renovar todas las atmósferas, impregnándolas poco a poco del racionalismo, el gusto por el saber científico y la fe en el progreso. En consecuencia, nuestras élites y minorías ilustradas se irán afrancesando, en paralelo al desprecio que sienten por la Inquisición y la Escolástica. Todo ello va a suponer un duro golpe para el tradicionalismo, la religión y el sistema político, tal y como prueban el que los jesuitas acaben por ser expulsados de todos los dominios de la Corona, o que la Inquisición pierda cualquier atisbo de prestigio y lo que es más importante: su poder. Y de manera superficial, las pelucas, los afeitados rostros de los varones, el uso del minué, los chambergos, los cabriolés y los redingotes se imponen como moda, modificando de raíz los usos y costumbres sociales.

    De acuerdo con la mayoría de los historiadores, podemos delimitar el período que abarca la Ilustración española entre la firma del Tratado de Utrecht (1713) y el estallido de la Revolución francesa (1789), que pone fin al Antiguo Régimen alumbrando una nueva era para la historia de la Humanidad. Durante los 76 años que dura la utopía ilustrada, la política, tanto interior como exterior de España sufrirá, como es natural, cambios y evoluciones, pero dentro de unos paradigmas que casi siempre estarán marcados por la valía y gran competencia en los asuntos de gobierno que muestran los ministros de la Corona. La mayoría de ellos y por primera vez en nuestra historia, valorarán más el mérito y la preparación de sus subordinados que su linaje, exigiendo a todos los servidores públicos unas conductas y capacidades acordes con sus empleos. Por ello estos dirigentes contarán a menudo con el respaldo de la incipiente opinión pública, hasta que la facción más reaccionaria enseñe sus dientes, azuzando a las masas deprimidas que protagonizan los grandes motines callejeros.

    Pero la Corona borbónica resultó capaz de preservar los grandes objetivos políticos y de proyección exterior hasta la llegada de Manuel Godoy al poder. En un esfuerzo de esquematización quizá excesivo, pero explícito en el libro, se pueden concretar en las cuatro líneas de acción principales de las que habla la historiadora y académica Carmen Iglesias, quien escribe: «En primer lugar, el objetivo político de recuperar las dos pérdidas más ignominiosas que España tuvo que aceptar por el Tratado de Utrecht: las de Gibraltar y Menorca, que pasaron a la soberanía británica. En segundo término, el empeño por situar de nuevo a España dentro del concierto europeo, como una potencia de equilibrio entre las dos grandes naciones que a lo largo de la centuria se disputarán la hegemonía mundial: Francia y Gran Bretaña. En tercer lugar, el asegurar por todos los medios posibles el dominio real de España sobre sus posesiones de América y el Pacífico. Y, por último, procurar la paz mediante la posesión de unas fuerzas militares y navales, capaces de disuadir cualquier agresión. Es decir, una paz armada y vigilante que únicamente debería romperse en el caso que se presentase una situación tan favorable para alcanzar el logro de los objetivos políticos derivados del rechazo al Tratado de Utrecht, como finalmente sucedió con la rebelión de las Trece Colonias norteamericanas».

    No podía ser de otro modo y en el aspecto estratégico y naval, esta paz vigilada exigía el contar con una Armada que no dependiese de ninguna potencia extranjera, ni en lo logístico, ni en lo técnico, ni en su capacidad ofensiva. Es decir, que la Marina de la Ilustración tenía que ser nacional en su creación y concepción, en su organización y en su sostenimiento, para lo cual resultaba preciso levantar una industria naval de Nueva planta, con una organización autónoma y centralizada que contara con un sistema eficaz de apoyo logístico en tierra, además de dotarla con una oficialidad profesional y cualificada en su formación científica, cultural y moral. Siendo todo ello el mejor modo de sostener su capacidad militar y su moral de servicio a la Nación.

    No en balde, la centuria se había iniciado con la sangrienta Guerra de Sucesión española (1702-1713), motivada en última instancia por la ambición del viejo monarca Luis XIV de Francia de hacerse con todo el comercio americano. El famoso Rey Sol se veía rodeado por los territorios de la dinastía Habsburgo, y deseaba extender la frontera francesa hasta los límites naturales de los Alpes y el Rhin, máxime después de haber sentado a su nieto en el trono de España. Pero sus deseos de extender sus dominios hacia el Este pronto se topan con la oposición de Inglaterra, Holanda y Suecia, países que suscriben la Triple Alianza en su contra, formulando la primera tesis del equilibrio continental que exigirá la coalición de los Estados europeos para impedir que ningún otro se alce en solitario con un poderío juzgado como excesivo. Pese a estas buenas intenciones de los aliados, el Reino Unido se despegará del resto gracias a lo conseguido en el Tratado de Utrecht (1713), que permite a los británicos establecerse en significativas plazas del Mediterráneo: Gibraltar, Menorca y Malta, añadiendo a los logros políticos los beneficios de los pactos del comercio ultramarino.

    Derrotada y perdida sus posesiones en Europa, España se rebelará contra estas imposiciones abusivas y el riesgo evidente de caer en el subdesarrollo económico y, no sin dificultades, conseguirá elevar su nivel de riqueza y la esperanza de vida del grueso de su población tanto en la Península como en ultramar. Pese a estas mejoras evidentes, el común de los súbditos de Su Majestad Católica permanecerá sumido en la pobreza, siendo pocos los que pueden beneficiarse de los lujos, los caprichos y el contrabando de mercancías. Solo las minorías más educadas podrán disfrutar además de la lectura de los libros que burlan su inclusión en los índices inquisitoriales, aunque se asista a un gran florecimiento en la difusión de las ideas y surjan infinidad de gacetas y periódicos.

    Como la alfabetización se extiende entre la población urbana, a la vez que la nobleza acusa su decadencia, la burguesía reclama su papel en la sociedad y en la historia. También el criollo americano adquiere conciencia de su ser, por encima de las reformas político-administrativas y los cambios en las fronteras de los mapas. Todas estas alteraciones sociales ponen una nota de inquietud política, al tiempo que los sabios —propios o foráneos— visitan nuestras regiones ultramarinas y discuten sobre los avances científicos sin cesar, apoyados en la complicidad de la Corona y las nuevas instituciones académicas con las que el país se dota.

    De ahí que

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